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De Lujo

Louis Daguerre, fracaso andante, acude a su novena entrevista de trabajo a un hotel de lujo, sin tener la más remota idea de a lo que va a enfrentarse. Lo que no sabe es que el contrato indefinido que está a punto de firmar lo encadenará irremediablemente al más exclusivo prostíbulo de lujo de toda Europa. (NSFW. Porno ocasional c: ) (La serie se publica de forma más o menos regular aquí)  (Esta obra se encuentra bajo una licencia Creative Commons. Puedes ver las condiciones en la barra lateral de la página de inicio).

1

Un gatito perdido. Y empalmado.

                                                                                  

Ante mí se yergue un edificio espectacular.

De cinco pisos y aspecto victoriano, ocupa una esquina entera con vistas al Sena en l’île de Saint Louis, la mejor y más cara zona del casco histórico de París. Un flujo continuo de tipos de aspecto distinguido hace rotar sin parar la puerta giratoria de la entrada, que está custodiada por algunos coches impresionantes, de los más lujosos que he visto en mi vida. Y encima, como para ponerle la guinda a todo, un hombre asiático enorme como un armario empotrado escruta los alrededores con mirada torva.

Parpadeo. Miro y remiro la dirección escrita con una caligrafía diminuta en el papel arrugado que tengo en la mano esperando un error, aunque no hay lugar a dudas: la misma calle, el mismo número, el mismo nombre.

Le Chat Bleu.

Inspiro hondo y me vuelvo a guardar el papel en el bolsillo. No sé por qué Alice me ha mandado aquí, sin decirme siquiera la naturaleza del empleo, a enfrentarme a mi novena entrevista de trabajo en lo que va de mes, pero pienso conseguir el puesto cueste lo que cueste. Es la única opción. Desde luego, no estoy dispuesto a volver arrastrándome a sus pies,

así que, pese a que las piernas me tiemblan como si fuesen de mantequilla, me arrastro hasta la puerta esquivando limusinas con toda la determinación que me queda en el cuerpo, los ojos cerrados y el mentón bien alto (más o menos).

Que pase lo que tenga que pasar, que pase lo que tenga que pasar, que pase…

Plas.

Ay. Mi frente.

-Eh, atontao, ¿a dónde vas tan deprisa?

Abro los ojos. Una mano enorme me cubre la cara, y a través de los dedos puedo ver los ojos rasgados del portero. Unos ojos amenazadores. De pronto me quedo paralizado, con la boca abierta. ¿No había mencionado Alice algo acerca de este tío?

-Ah… Yo…

-Mira, no soy de los que van por ahí dando tundas a piltrafas como tú, pero como no des media vuelta ahora mismo y dejes de espantarme a la clientela con ése trapo andrajoso que llevas, voy a tener que patearte el culo.

¿Piltrafa? ¿Y qué tiene de malo mi abrigo?

-Disculpe, pero yo no le he faltado al respeto –el portero nos dedica una mirada torva a mí y a mi abrigo y yo levanto inmediatamente los brazos en señal de paz-. E-espere. Creo que tengo algo que debería ver… -comienzo a buscar frenéticamente en todos los bolsillos, bajo la atenta mirada de un corrillo de curiosos trajeados y muy divinos, pero el papel no se digna a aparecer-. Debe… debe andar por aquí, lo saqué hace un minuto…

El portero se remanga, haciendo crujir los nudillos.

-Caballeros, ¿prefieren que le parta primero las piernas? –pregunta, y al momento se oye una aprobación entusiasta por parte de todo el grupo.

-Nonono, lo tengo aquí mismo, lo prome…

Antes de que pueda terminar la frase, mi cara está a la misma altura que los mocasines de los presentes y el portero me aplasta bajo su cuerpo y me retuerce un brazo por detrás de la espalda, todo ello con una alegre ovación de fondo.

¿Me puede explicar alguien por qué me hacen esto a mí? ¿Es por mi abrigo? Ya sé que lo rescaté en unas rebajas, pero yo no lo veo tan mal.

-¿Por qué os empeñáis en hacerlo todo tan difícil siempre?

-¡En mi bolsillo!

-¿Qué dices, piltrafa?

-Mire… ay… Mire en el bolsillo derecho de mi abrigo.

-¿Me estás vacilando?

¿Crees que estoy en posición de vacilarte, mono idiota?

-¡Claro que no! Llevo una carta de recomendación para Ava Strauss. Tengo… una entrevista de trabajo…

-¿En serio? Pues yo no pienso meter la mano dentro de esa cosa mugrienta a la que llamas abrigo.

Y dale. Qué obsesión.

Suspiro.

-Si me soltara el brazo, tal vez podría cogerla por usted y así dejaríamos de dar el espectáculo en plena calle –farfullo, con la cara pegada al duro pavimento.

El portero duda. Finalmente, me suelta con un gruñido quedo y yo rescato el documento, que él me arranca de las manos y lee de un tirón. Y –oh, brujería- la hostilidad desaparece y cuando, me quiero dar cuenta, el tipo me ha despegado del suelo para sacudirme el polvo del mugriento abrigo y el círculo de hombres trajeados se ha disuelto entre murmullos decepcionados.

-Ah, amigo, eso lo cambia todo –resopla, sobándose la perilla-. ¡Haberlo dicho antes!

Créeme, lo habría hecho de no ser por esas ganas tremendas que teníais tú y esos esnobs de partir piernas.

-Está… bien –balbuceo mientras me froto el brazo dolorido y lanzo una mirada de indignación a los pocos tipos que se habían quedado con la esperanza de ver correr la sangre-. No importa, eh…

-Makoto. Makoto Aikawa para servirte, piltrafa.

Y me estruja la mano, sonriente.

En cuanto pongo un pie en el recibidor del edificio, me quedo mudo de impresión. El recibidor del Chat Bleu, que no tiene nada que envidiar al exterior, es un alarde de ostentación, consistente esencialmente en amplios sofás estilo Luis XVI, una típica lámpara de araña de cristal, suelos de mármol impolutos y una enorme y mullida alfombra bermellón a juego con las cortinas de seda. Al toparme con esta visión (y con un montón de hombres distinguidos que me miran de reojo) no puedo evitar sentirme mundano y acomplejado. Todo por culpa del traje de alquiler y mi maldito abrigo de rebajas. Es tan grande la angustia vital que me germina en algún punto del vientre que termino por quitarme esto último y llevarlo en la mano de camino al fondo del recibidor, donde una chica mona y no muy mayor que yo atiende el teléfono en una especie de recepción.

-… sí, herr Zimmermann, no se preocupe, ayer mismo me encargué personalmente de comunicarle sus deseos  a Ava. Puede pasarse a firmar el contrato esta tarde, si le viene bien. ¿Sí? Estupendo, la señora le recibirá a partir de las seis y media, entonces –ella cuelga y me dedica una sonrisa profesional-. ¡Buenas tardes y bienvenido al Chat Bleu! ¿Puedo ayudarle en algo?

-Tengo una entrevista de trabajo –hago una breve pausa, en tensión, esperando como mínimo un comentario acerca de mi abrigo cochambroso, pero la recepcionista está tecleando como loca en su ordenador, sin borrar esa inmensa sonrisa de su cara de duendecillo-. Con Ava Strauss.

-A las cinco, ¿verdad? –replica, y antes de darme tiempo a contestar me informa:-. Ava le está esperando, Monsieur Daguerre. Su despacho se encuentra al final del pasillo de la derecha; no tiene pérdida, es la última puerta.

Asiento, aliviado por no haber sido placado otra vez por un portero psicópata. Aun así, y a pesar del tranquilizador e impersonal recibimiento, el temblor de piernas con el que llegué se intensifica conforme me acerco a la puerta de la que, con un poco de suerte (y un milagro, dado mi historial), podría ser mi jefa. Intento no darle mucha importancia, pero cuando doy tres toques a la puerta y una voz femenina me indica que puedo pasar, el tembleque se ha extendido a la punta de mis dedos y casi no me deja accionar el picaporte.

El despacho de Ava Strauss es pequeño y espartano en comparación con el resto del edificio; de hecho, es tan pequeño y espartano que de golpe casi deja de importarme el estado de mi abrigo. Y digo casi porque por su parte Ava destila refinamiento y clase por todos los poros de su piel, y eso no deja de imponer un poco. Es una mujer mayor, de suave pelo ebúrneo, ropa elegante y porte digno, que me estudia cuidadosamente con unos brillantes ojos azul eléctrico desde el otro lado de un escritorio de ébano ricamente tallado.

En cuanto entro me invita a sentarme frente a ella. Yo obedezco tratando desesperadamente de controlar las sacudidas de mis piernas para no caerme de la silla.

-Buenas tardes, señora.

-Sólo Ava, por dios –suspira ella-. Todas esas fórmulas de cortesía me ponen enferma y me hacen sentir vieja. Además, todos me llaman así desde que tengo uso de razón, tú no vas a ser menos.

-Perdona, Ava.

La mujer hace un gesto con la mano restándole importancia al asunto. Sus dedos cortos y finos, como de muñeca, recorren un folio sobre su mesa, una réplica de mi carta de presentación.

-Alice es una buena amiga del Chat Bleu, ¿sabes, Louis? Y supongo que tú también lo eres para ella, si no ni se le habría ocurrido mandarte aquí –suspira-. Supongo que te habrá comentado ya que éste no es un sitio corriente, ¿no?

-Eh… no realmente.

Ava levanta la vista de los papeles, una ceja en alto.

-¿Cómo?

¿Por qué me mira así? Dios. Estoy sudando como un cerdo.

-A-Alice no quiso revelarme adónde me mandaba. Dijo que ya lo vería una vez aquí y que tú me detallarías tú todo lo concerniente al empleo.

-¿Me estás diciendo que has venido hasta aquí sin tener ni idea del trabajo que se estaba ofertando?

Vale, dicho así… pues suena un poco ridículo, pero ¿qué quiere que haga? Alice casi se me tira al cuello con este asunto.

-Alice insistió mucho en que no debía saber a qué me iba a enfrentar.

Ava se me queda mirando en silencio y un instante después lanza una carcajada que me hace pegar un bote en el sitio.

-Esta criatura, siempre montando circos –menea la cabeza-. Un momento, ¿estás temblando? ¡Oh, chico, no te preocupes! A pesar de sus tendencias psicopáticas, Alice sabe lo que hace. Si te ha mandado a mi puerta es por algo.

Después de lanzarme una mirada risueña, vuelve a sus papeles. A mí me da por rascarme la nuca un poco compulsivamente. No sé por qué, pero cada vez que esta mujer abre la boca, me entra un picor insoportable por todo el cuerpo.

-En fin. Te llamas Louis Daguerre, como el fotógrafo; tienes veintitrés años y acabas de terminar tus estudios de Filología Inglesa. Caray, qué precoz –ruborizado, me remuevo en el sitio-. No tienes mal currículum si no tenemos en cuenta la ristra de jefes enfadados que has ido dejando a tu paso. Ah, ya veo que fuiste tú el causante del incendio del burguer de Pigalle la semana pasada.

Oh. Oh Alice, ¿por qué me torturas así? ¿No es suficiente con utilizarme de reposapiés por dejarme (mal)vivir en tu apartamento?

-La… cocina… Er… Digamos que no forma parte de mi… campo de conocimiento.

Ava levanta el folio para esconder una sonrisa perversa. Madre mía. El picor se propaga peligrosamente y las manos me dan sacudidas, como si tuviera párkinson. Cinco minutos más en este despacho y me da un ataque.

Estáis compinchadas, ¿a que sí?

-Bueno –carraspea-, en el Chat Bleu tenemos al mejor chef de Francia, así que aquí no vas a tener que acercarte a ninguna cocina.

Pues menos mal.

-Eh, ¿Ava? –Ella hace un movimiento de cabeza, la vista todavía fija en mi carta de presentación-. ¿Qué… qué es todo esto?

-¿El Chat Bleu?

Asiento.

Ava se toma su tiempo antes de contestar. Se recuesta en su sillón, enciende un largo cigarrillo y exhala una enorme nube de humo azulado delante de mi cara.

-Louis –dice al cabo, ignorando mis estremecimientos-. El Chat Bleu es un lugar un tanto especial. Como ya habrás notado, mi clientela habitual tiene un nivel económico al que la mayoría de los mortales no podría siquiera soñar a alcanzar.

Muy modesto todo.

-Banqueros, políticos, grandes personalidades de la vida pública, artistas de alto calibre. Todos vienen en su tiempo de ocio aquí, al club más selecto de Europa, en busca de buena compañía. No sé si me entiendes.

Asiento como atontado, arrancándome capas y capas de piel de las manos. Eso del club más selecto de Europa me ha dejado un poco KO. ¿Cómo es posible que Alice pase de mandarme a infames cadenas de comida rápida a… esto? ¿No se da cuenta de que si incendio algo aquí probablemente dejarán que el portero se haga unos guantes con mi pellejo?

-¿Y entonces qué pinto yo aquí? –salto en voz alta, agobiado, interrumpiendo la perorata de mi anfitriona sobre acuerdos de confidencialidad-. Quiero decir, ¿has visto mi abrigo? Todo el mundo odia mi abrigo, pero era el único que podía comprarme, porque no tengo ni un céntimo. Ni siquiera tengo para ayudar a Alice a pagar el alquiler. Y todo por ser incapaz de hacer cualquier cosa a derechas.

-Louis…

-… y luego está el incendio de Pigalle. Tengo pesadillas desde esa noche; mi jefe juró que me descuartizaría y tiraría al Sena, así que no quiero ni imaginarme lo que pasaría si quemara este sitio siquiera una pizca. Lo más seguro es que vuestro portero me saque las tripas y plante mi cabeza en una pica justo delante la puerta, como advertencia para todos los miserables como yo. Aunque, bien pensado, no estaría tan mal. Al menos Alice dejaría de torturarme para siempre.

Enmudezco, con la vista fija en las palmas de mis manos, el corazón hecho un nudo angustioso.

-Eso sería ligeramente ilegal.

-¿Eh?

-Asesinar y poner cabezas en picas. Creo que nuestra legislación no lo ve con buenos ojos –Abro la boca, pero ella levanta la mano. Suspira-. Relájate de una maldita vez, Louis. Nadie va a clavar tu cabeza en ningún sitio. Sería terriblemente antiestético y con toda seguridad nos espantaría la clientela.

Yo me quedo tieso en el sitio. Sólo entonces me doy cuenta de lo patético que es todo esto. Esta situación. Tanto que me gustaría saltar de la silla, abrir esa puerta y lanzarme al Sena por mi cuenta.

-Mira –Ava se inclina sobre la mesa, dedicándome una intensa y gélida mirada azul-, Louis. Tengo que confesarte una cosa. Llevo meses buscando al candidato perfecto para este puesto, meses, y hace tiempo que perdí la esperanza de encontrarlo. La tarea que tengo entre manos es un poco… específica. Peculiar. Es evidente que no puedo escoger a cualquier tipo, y menos teniendo en cuenta la naturaleza del Chat Bleu.

Específica. Peculiar. ¿Por qué tiene tanto cuidado al escoger las palabras en lugar de decirme directamente de qué va todo esto?

-Ava, yo…

-Confieso que estuve a punto de desistir –interrumpe en un tono casi peligroso que me hace acurrucarme en la silla-, pero entonces apareció Alice como caída del cielo y me habló de ti largo y tendido. Me dijo que eras un ideal, perfecto para el puesto, y te puedo asegurar que Alice nunca se equivoca.

Dios. Dios.

-¿Va… Va a contratarme? –digo, con la boca desencajada.

Ava resopla, removiendo la ceniza del cenicero con el cigarro aún encendido.

-Claro que sí, idiota. Te iba a contratar desde el principio. Toda esta entrevista es un mero trámite por el que tenemos que pasar ambos antes de esto.

Mientras dice esto último desliza un papel impecable sobre la mesa hasta colocarlo justo delante de mis narices. Yo le echo un breve vistazo. Y me quedo mudo. Ava parece notarlo y se remueve un tanto incómoda en el sitio.

-Ya sé que la asignación mensual es bastante ridícula…

¿Ridícula? ¿En serio? Si en la vida había soñado cobrar tanto.

-No -murmuro-. Es… está bien, pero… ¿Es cierto esto que dice aquí? ¿Que debo mudarme al Chat Bleu si acepto el puesto?

-Es necesario, sí.

Perfecto. Jodidamente perfecto.

Supongo que cualquier otro ser humano se horrorizaría ante la idea de tener que vivir en el mismo lugar en que trabaja. Pero ellos no saben lo que es ser el esclavo de Alice.

Yo sí lo sé, así que firmaría ahora mismo. Sin dudar. De hecho, tengo en la mano una pluma estilográfica que vale al menos el doble que todas mis pertenencias juntas, preparada para estampar mi firma en el precioso papel que tengo ante mis ojos. Incluso siento la ávida mirada de Ava clavada en mí, deseosa de quitarse de encima este asunto.

Y ese es precisamente el problema.

No sé de qué va todo esto, y no entiendo la obsesión de esta mujer por intentar mantener en secreto la naturaleza del trabajo. Y yo puedo estar muy desesperado, pero no soy tonto. Sé que no es muy inteligente firmar una cosa sin saber si quiera de qué se trata.

Me pica todo el cuerpo y la mano que sujeta la pluma me tiembla un poco. Un impulso irracional y estúpido me haría firmar sin pensarlo de no ser por el ancestral instinto de conservación, mucho más antiguo y sensato, que me paraliza y obliga a replantearme las cosas dos veces (casi) siempre

-No puedo hacerlo -exhalo muy despacio mientras dejo la pluma junto al contrato. Al mirar a Ava a la cara casi puedo distinguir un atisbo de frustración contraer su expresión un instante, aunque es tan rápido que podría haberlo imaginado perfectamente-, no sin antes saber dónde me estoy metiendo.

Ella se reclina en su asiento.

-Me alivia ver que al menos no eres un idiota redomado, Louis -dice categórica-. Pues bien, tú ganas –arroja el cigarro medio consumido a un cenicero de cristal y me mira a los ojos fijamente-. Verás, uno de nuestros empleados tiene la asombrosa habilidad de olvidar sistemáticamente cuáles son sus obligaciones y deberes para con esta empresa. Si fuera cualquier otro, Makoto ya le habría pegado una patada en el culo y ahora estaría en la calle; no obstante, da la maldita casualidad que este empleado en particular es también la principal atracción del Chat Bleu, nuestra joya de la corona. Es evidente que no puedo permitirme el lujo de mandarlo a hacer gárgaras como si nada, así que decidí buscar a alguien que lo controlara un poco. Alguien de fuera, porque en el Chat no encontré a nadie que quisiera encargarse de ello, y alguien paciente, perseverante, con ganas de trabajar y cuya personalidad encajara con la de él. Y ése candidato ideal eres tú.

Ava termina de hablar con un ademán y yo me quedo en silencio, asimilando la información.

-O sea que –digo al fin, muy despacio, casi con cautela- el objetivo de todo esto es conseguir… una niñera para alguien que no sabe hacer su trabajo.

-Algo así –ella se encoge de hombros-, aunque no es que no sepa hacer su trabajo. De hecho es el mejor. Simplemente necesita algo de disciplina.

-¿Y cómo se supone que…?

-No le des más vueltas, Louis. Eres un tío listo, y cuando llegue el momento sabrás lo que tienes que hacer. Yo sólo te pido que seas su sombra en todo momento y que procures que cumpla sus malditas obligaciones.

Yo no tengo muy claro todavía el asunto, pero aquella parte imprudente dentro de mí me había hecho coger de nuevo la pluma por medio de algún atávico impulso y me gritaba que firmara el dichoso papel como si la vida me fuera en ello.

Y lo cierto es que en el fondo sólo estoy alargando más lo inevitable.

Porque ¿qué me queda? ¿Rechazar la oferta y volver al apartamento de Alice? ¿Y tener que fregarle los suelos a mano todos los días de mi vida? ¿Dejar a Alice y vivir debajo de un puente?

No. Rechazar la oferta no es una opción, da igual lo extraña que sea. No puede ser mucho peor que esas infernales cadenas de comida rápida.

Por fin, atendiendo a ese impulso, dejo caer la pluma, y en un momento mi firma está estampada sobre el papel y ya no hay vuelta de hoja.

El último piso del edificio no tiene nada ver con la suntuosidad del resto de estancias. Camino en silencio por un estrecho corredor desnudo, precedido por el crujido de mis pasos en el entarimado, y me detengo ante una de las puertas del pasillo. Me tomo un momento para echar un vistazo a la llave que Ava me ha encasquetado antes de echarme a empujones de su despacho. Despacio, la introduzco en la cerradura y pruebo a girarla un par de veces.

Encaja.

El interior de mi nuevo hogar se encuentra sumido en la penumbra, aunque puedo distinguir el bulto de una cama de cuerpo y medio y algo parecido a un instrumento musical apoyado en un rincón. Pero hay algo más. Algo que está en esta habitación y que revuelve una cosa muy profunda en mí. Una cosa que por más que me esfuerzo en tratar de enterrar y olvidar siempre vuelve, como un bumerán.

Ahora no, Louis. Eso se acabó. Para siempre.

Sacudo la cabeza y me acerco para examinar la cama de cerca. En realidad, es un colchón sin más puesto contra la pared, junto al instrumento. Ava me ha dicho que tengo que compartir habitación con mi… compañero, pero no veo dónde se supone que voy a dormir.

¿Qué más da? Alguien te subirá un colchón más tarde. No pienses tanto.

Me dejo caer sobre el colchón sin dejar de mirar a mi alrededor. Todo es un poco extraño: el último piso y esta habitación, que apenas tienen que ver con el resto del edificio; el propio Chat Bleu y sus actividades, todavía envueltas en el misterio; Ava y su empeño por mantener en secreto la naturaleza de un trabajo tan peculiar. La cabeza me da vueltas. No sé si me apetece pensar en ello ahora mismo.

Debería volver al apartamento de Alice para recoger mis cosas, pero estoy demasiado cansado y aturdido. Me tumbo, mirando hacia el techo abuhardillado. El parecido con mi antigua habitación es tan grande que durante un instante me quedo paralizado, atrapado en el recuerdo.

No dejes que te atrape. Cierra los ojos. Así… Sólo… Sólo será un momento… hasta que se pase el dolor…

 

Louis estaba sentado en el borde de la cama. La luz grisácea de primera hora de la mañana se colaba a través de la diminuta ventana –casi un tragaluz- de su habitación y se posaba sobre él. Notando el leve temblor de sus piernas, trató de concentrarse en las diminutas partículas de luz que flotaban en el haz de luz para no pensar en lo mucho que estaba tardando su compañero de cuarto.

-¿Louis? ¿Sigues ahí?

Louis sintió que se le quedaba la boca seca. Apoyado en el marco de la puerta del baño, Édouard exhibía su cuerpo esculpido a base de desvelos y gimnasios, la piel morena y todavía húmeda de su bajo vientre desapareciendo bajo una toalla minúscula enrollada a su cintura. Los espesos rizos negros que Louis tan bien conocía se le pegaban a la cara, muy cerca de su blanca sonrisa. Él se quedó inmóvil, temiendo que si movía un solo músculo aquella visión idílica se esfumara tan rápido como había surgido.

-¿Qué… qué haces así? -balbució de pronto como si fuera idiota, y Édouard le respondió con una sonora carcajada que reverberó dentro de la cabeza de Louis y le hizo sentir mareado y febril.

-¿Tú qué crees? Es tu cumpleaños. Prometí que te haría un regalo, y yo nunca incumplo una promesa.

Dios. ¿Y qué clase de regalo es este?

-No digas tonterías, Édouard. V-vamos a llegar tarde a la primera clase.

El argelino gruñó. De pronto se había materializado justo delante de él y la toalla se había despegado de su cintura para ofrecerle a Louis un primoroso primer plano de su miembro semirrígido.

Louis tragó muy despacio, sin poder apartar la mirada de aquel capullo rosado y circuncidado que irradiaba un calor infernal sobre su cara. Con un estremecimiento, notó cómo sus pupilas se dilataban y se le llenaba la boca de saliva.

-¿Estás seguro de que quieres pasar de esto? -la voz de Édouard le llegó desde arriba, ronca de deseo contenido. Louis parpadeó, forzándose a alzar la vista hasta encontrarse con los ojos negros de su compañero de cuarto. Le ardía todo el cuerpo.

-Édouard… yo…

-Shh –la mano del argelino descendió para envolver su mejilla. Su dedo gordo se deslizó sobre los labios de Louis y presionó suavemente hasta abrirlos. Enseguida se empapó de saliva tibia-. No voy a hacer nada que tú no quieras. Tú sólo déjate llevar. Confía en mí.

Louis no podía pensar con claridad. Su corazón enviaba sangre a raudales a su cabeza primero y a su entrepierna después, y el tener el cuerpo húmedo y desnudo de Édouard a dos palmos de su cara no mejoraba las cosas.

-Nunca hemos llegado tan lejos –consiguió susurrar asustado, pero fijando la vista otra vez en el falo que tenía a medio palmo de su boca, palpitando y brillante de líquido preseminal.

-Confía en mí – repitió su compañero, y sólo entonces Louis detectó una nota de emoción en sus palabras-. ¿Confías en mí, mon amour?

Como toda respuesta, Louis dejó que algún tipo de misteriosa fuerza guiara su mano hacia el monumento palpitante que Édouard tan gustosamente le brindaba. Estaba temblando un poco más que antes y el corazón parecía que iba a estallarle en el pecho. Lo que no tenía muy claro era si eso lo provocaba el miedo… u otra cosa.

Louis. Louis, te acaban de plantar una polla en la cara. Reacciona como un ser humano normal e indígnate, maldita sea.

-¿Y este es mi regalo de cumpleaños? –farfulló de pronto mientras sacudía la cabeza y cruzaba las piernas para intentar ocultar su dolorosa erección-. Si pretendes que haga lo que yo creo, más bien parece un regalo para ti.

Édouard emitió un sonido a medio camino entre la risa y el bufido. Sus caderas avanzaron tentativamente sin que Louis las detuviera hasta que la punta húmeda rozó los labios del chico.

-Paciencia, Louis. Paciencia. Primero los preparativos.

Una polla, Louis. La gente regala cosas significativas, no va por ahí poniendo su polla en bocas ajenas.

Ladeó la cabeza. Aunque la voz de su conciencia chirriaba, Louis apenas la oía. Su mente se había desligado lo suficiente de su cuerpo como para que sacar la lengua y probar la fuerte esencia de Édouard pareciera infinitamente más razonable que atender a su sentido común.

Al hacerlo, una descarga eléctrica le sacudió la columna y su pene se sacudió en un espasmo de placer. El argelino resopló y una mano se plantó en la nuca de Louis, enredándose en las ondas rubias y conminándolo suavemente a seguir.

Bueno, vale. Sólo un poco.

El chico cerró los ojos. Con una breve inspiración, se inclinó un poco más para repasar con la punta de la lengua una vena latente desde la punta hasta la base. Lo hizo deliberadamente despacio, recreándose en los sonidos que le llegaban de arriba, intentando recoger en el camino de vuelta esas perlas de semen acumuladas en el glande de Édouard. El sabor amargo y salado quedó tatuado en su paladar y revolvió sus sentidos.

Iba a abrir la boca para recibir por completo su regalo cuando el argelino se lo arrebató de golpe. Frustrado, levantó la cabeza para encontrarse con los labios brillantes y la mirada ida y complacida de su compañero.

-Joder, mon amour. Si sigues mirándome así vamos a tener que pasar al plato fuerte ya. A no ser que quieras que me corra en tu cara.

No, gracias.

-Está… está bien, pero… –Édouard agarró el bulto tirante en los pantalones de Louis y apretó-. Ah…

Ya no había nada que hacer, estaba completamente enajenado. A pesar de que llevaban compartiendo la diminuta habitación de la residencia sólo dos meses, Édouard parecía ser consciente del influjo que ejercía sobre Louis desde el principio. Y desde luego sabía controlar esa tensión sexual que asfixiaba cada día un poco más a su joven compañero y que el argelino se había encargado de aliviar –o agravar, quizá-  con cuentagotas: metiéndose en su cama por las noches, rozándole en sitios indecentes cuando lo pillaba estudiando en el cuarto, pasándole notas incendiarias en clase.

Y Louis ya no podía más.

-Desnúdate -Édouard había atacado su boca y le mordisqueaba el labio inferior, su cuerpo irradiando un calor infernal. Louis jadeó-. Voy a enseñarte algo divertido.

Él no se hizo de rogar. Mientras sus dedos temblorosos trataban de deshacerse del jersey, su compañero le arrancó los pantalones y su cabeza se perdió entre las piernas de Louis, quien respingó al sentir algo caliente y húmedo traspasando la tela de sus calzoncillos. Fue sólo un instante; enseguida Édouard plantó una mano en su pecho y lo obligó a tenderse en la cama. El techo abuhardillado le llenó un instante el campo de visión antes de que el argelino terminara de desnudarlo y su cara ocupara ese espacio. Una cara exótica y excitante.

-Édouard… -su compañero se tumbó sobre él y su piel fue cubriendo milímetro a milímetro la de Louis mientras él se estremecía debajo. Sus pollas palpitaban casi al unísono, como si fueran una sola–. E-espera…

-Dime, mon amour -gruñó Édouard, con la cara enterrada en su cuello.

-Vamos… ¿Vamos a tener sexo?

Al oír eso, su compañero se incorporó sobre los codos y le dedicó una intensa mirada. Louis sintió que se ahogaba en aquellos iris casi negros.

-¿Quieres decir que si voy a abrirte y hacerte mío? -se apretó un poco más contra él, los ojos entornados, y le acarició la mejilla-. Sólo si tú me dejas. Y no sólo eso. Te haría de todo si tú quisieras, nene.

El chico se revolvió bajo la mole de músculo, incómodo.

Pero no quiero. Eso no.

Esta vez la voz de su conciencia retumbó alta y clara, una señal luminosa de stop. Aunque la sensación de aquel cuerpo caliente sobre el suyo era fantástica y la curiosidad le mordisqueaba el bajo vientre, un miedo irracional se sobreponía y lo cerraba en banda. Édouard supo interpretar el silencio que le había precedido, porque lanzó un suspiro de decepción apenas perceptible.

-No te preocupes, Louis –murmuró-. Esto te va a gustar.

Y dicho eso, movió las caderas suavemente hacia delante frotándose contra Louis, quien descubrió gimiendo e imitándolo en un intento de repetir el efecto de fricción de sus pollas. Édouard volvió hacerlo, muy despacio, al tiempo que sus manos cubrían el cuerpo que tenía debajo y sus labios descendían para ocuparse de un pezón rosado y dolorosamente tieso. El gesto envió una descarga eléctrica por la espina dorsal del más joven, que arqueó la espalda en un jadeo estrangulado. Su cuerpo ardía como si alguien le hubiera prendido fuego por dentro. La cabeza le daba vueltas, toda la sangre que bombeaba su corazón iba derecha al miembro palpitante de entre sus piernas y no podía pensar con claridad. Todo lo que quería era aquel placer innombrable, que no terminara nunca la danza cadenciosa de las caderas de Édouard y el contacto ardiente de su piel.

-D-dios, Édouard… Esto es… mmh…

Su compañero apretó su boca contra la de él, ahogando cualquier otra incoherencia que pudiera ocurrírsele. Una de las manos del argelino había descendido para sujetarlo por la cadera mientras la otra se deslizaba entre sus piernas, buscando la entrada de su cuerpo. Louis sintió que su cuerpo se tensaba más allá del placer, pero cuando abrió la boca para protestar sólo pudo articular un bufido, porque Édouard lo acariciaba con maestría, trataba de distraerlo.

Traidor.

-Confía en mí, nene –insistía con voz entrecortada, un dedo masajeando el apretado esfínter-. Confía en mí.

Es ciertamente complicado confiar en alguien que tiene una mano en mi culo.

-No voy a follarte hoy. Te lo prometo.

Tampoco es que fuera a dejarte.

Édouard consiguió adentrarse en él e ignorando sus desapasionadas protestas comenzó a hurgar en su interior, sin dejar de deslizar toda la longitud de su verga sobre la de Louis. Y de pronto su dedo curioso tocó algo que hizo al más joven sacudirse de arriba abajo con una oleada caliente que sacudió todos sus nervios.

-¡Joder! –gimió, y sintió que le flojeaban las piernas.

El argelino enterró la cara de nuevo en su cuello. Llevaba ahora un ritmo desquiciado, acompasado por la suave estimulación de su próstata, que hacía a Louis retorcerse bajo Édouard.

-Louis. Louis –gruñía su compañero-. No… no te haces la menor idea de lo precioso que estás así… abierto para mí…

Louis quiso soltarle algo ingenioso y especialmente grosero, pero en lugar de eso un tirón repentino en su bajo vientre le arrancó un gañido bastante más patético. Cuando se quiso dar cuenta, su semen caliente le bañaba el torso y un temblor generalizado le sacudía las extremidades.

-Eso es, muy bien. Buen chico, Louis -Édouard bajó la cabeza para lamer la evidencia de su regalo y le sonrió. Louis torció el gesto, avergonzado, y desvió la vista. Sobre la mesita de noche reposaba su despertador. El último dígito de la pantalla cambió justo cuando él miró.

-Mierda, Édouard. Llegamos veintidós minutos tarde.

 

Despierto de golpe con un espasmo de placer, desorientado. La habitación está ahora prácticamente a oscuras, apenas iluminada por el resplandor de la calle al otro lado de la ventana. Lo primero que veo es el techo sobre mi cabeza. Lo segundo, la cabeza de un tipo entre mis piernas.

-Eh –dice, sujetando con una mano mi miembro decreciente y relamiéndose-. Sabes bien. Mejor que el último.

Sin pensar demasiado –si lo hago, me estallará la cabeza, y no quiero manchar la alfombra-, me dejo caer sobre el colchón y cierro los ojos. Cuento hasta diez muy despacito y vuelvo a incorporarme, pero el muy desgraciado sigue ahí, mirándome con mi polla en la mano y una salpicadura blanca muy sospechosa en la cara.

¿Se puede saber qué haces, psicópata violador?

-¿Se puede saber qué haces?

-Chupártela.

-Creo que eso es evidente.

-¿Entonces por qué preguntas?

-Porque no es muy normal entrar en habitaciones de desconocidos a hacerles una felación mientras duermen.

El otro sonríe, exhibiendo una sonrisa muy blanca, llena de dientes. Antes de contestar me escruta cuidadosamente con unos ojos de un verde casi antinatural, como el anticongelante, hasta hacerme sentir incómodo.

-Yo sólo llegué a mi habitación después de un largo día de trabajo para encontrarme con un gatito perdido en mi cama. Y empalmado. No me digas que desde fuera no parece un bonito ofrecimiento.

¿Qué?

-¿Cómo que habitación? –Barboto mientras me debato entre la indignación y el desconcierto-. Tú…

-Así que tú eres mi nueva niñera –suelta. Antes de que pueda decir nada, me mete la polla en el pantalón y se pasa una mano por el alborotado pelo caoba. Su cuerpo delgado y fibroso se yergue frente a mí con gracia. Todo en él recuerda a un animal furtivo-. Ava me dijo que eras bastante mono. Y el anterior no se dejó chupar la primera vez. Eso me gusta, gatito.

De pronto tengo el impulso de gritar con todas mis fuerzas y arrojar al tipo por la ventana. Afortunadamente, mi padre procuró darme una buena educación y me enseñó que no está bien gritar y arrojar por la ventana a un desconocido. Incluso si éste te ha asaltado sexualmente minutos antes. Así que en lugar de hacer eso, me quedo mirando como un gilipollas al Misterioso Violador.

Vale. Vaaaaaaaaale. Respira hondo. RESPIRA HONDO, MALDITA SEA.

Finalmente, y tras un duelo de miradas en el que salgo perdedor, consigo articular:

-¿N-niñera?

-Soy Ray. El mejor puto del mejor prostíbulo de Europa. El dolor de cabeza de Ava Strauss. El bastardo que te ha chupado la minga. Como prefieras –se inclina en una reverencia burlona-. Creo que vamos a llevarnos bien.

 

2

Un gatito pillado in fraganti

-Dijiste que me llevarías a ver a Alice.

-Eso es, gatito.

-También dijiste que no volverías a llamarme gatito.

Raymond vuelve la vista atrás y me dedica una media sonrisa socarrona.

-¿Ah, sí?

-Sí –frunzo el ceño, tratando de seguirle el paso a través de un rebaño de turistas japoneses que se han atrevido con esta noche gélida-, hace menos de diez minutos. Oye, ¿te acuerdas siquiera de mi nombre? –Él vuelve a sonreírme y yo siento la desesperante necesidad de romper algo, cualquier cosa. Al final me conformo con bufar a la nada-. Olvídalo. Ahora mismo no importa. ¿A dónde vamos?

Atravesamos el Pont Neuf a grandes zancadas. A mi derecha, la efigie de la Torre se levanta sobre el Sena, iluminada por miles de pequeñas bombillas, y bajo nuestros pies, turistas venidos de todas partes del mundo nos saludan a bordo de un Bateau Mouche. En otro momento, cualquier otro día, les hubiera devuelto el saludo y hubiera seguido mi camino, dejándome entusiasmar por la noche parisina, porque tras seis años en la ciudad, no deja de sorprenderme y enamorarme.

Pero hoy no estoy de humor.

-A Quartier Latin.

-¿Quartier Latin? –corro hasta ponerme a su altura, cosa difícil teniendo en cuenta que me saca dos cabezas y sus piernas son infinitas comparadas con las mías-. ¿A estas horas? Pensé que Alice trabajaba en La Défense hasta la madrugada.

De hecho, es cuando solía llegar al apartamento para atormentarme.

-¿Eso te dijo? –Raymond vuelve a mirarme como si se estuviera riendo de mí-. Parece que Ava no es la única que te ha engañado como a un crío.

Aprieto los dientes, aunque a estas alturas pocas cosas me sorprenden ya. Creer a Alice sólo me ha llevado a firmar un contrato indefinido con la dueña de un burdel que ni siquiera se ha dignado a verme cuando he acudido a su puerta en busca de explicaciones.

-Da igual –digo tras un instante, al tiempo que troto detrás de él y esquivo un autobús que está a punto de atropellarme-. En cuanto la vea, todo se aclarará.

Y después de llegar a la conclusión de que todo ha sido un gracioso error, nos reiremos todos un rato y yo podré volver a mi patética vida como si nada hubiera pasado.

No recibo una respuesta. En el poco tiempo que llevo aguantándolo, Raymond ha hecho gala de muchas cosas (como la habilidad casi pasmosa de hacer felaciones a gente dormida sin despertarla), pero la locuacidad no es una de ellas. En silencio, mi protégé me guía a través del bullicio de Quartier Latin a grandes pasos. Pasamos por delante de bares y restaurantes atestados sin detenernos, a un paso que incluso me cuesta seguir. En un momento dado desaparece de mi vista y yo tengo que hacer un esfuerzo por correr más deprisa e internarme en un oscuro y estrecho callejón tras él.

Raymond me espera apoyado en una pared mugrienta, como si la cosa no fuera con él.

-Vamos, gatito –me dice, y antes de que pueda gritarle que deje de llamarme así, ya me ha arrastrado dentro de un local.

El lugar es tan oscuro y diminuto que apenas puedo distinguir a un tipo obeso detrás de la barra, un señor que nos mira con unos ojos porcinos algo inquietantes. Yo me estremezco, pero Raymond no parece darse cuenta de que el sitio es un tugurio repugnante, porque se dirige con paso resuelto a la barra, toma asiento justo delante del barman y le dedica una sonrisa taimada.

-Eh –saluda, echando un vistazo en derredor-. La cosa tira bien, ¿no? Parece que hoy tienes lleno total.

El sitio está tan vacío que incluso su voz reverbera.

Quieres que una bola de grasa gigante nos incruste en la pared cual bola de demolición, ¿verdad? Pues conmigo no cuentes. No me va ese rollo.

El barman le dedica una mirada inexpresiva. Luego se pasa una mano por la grasienta frente y me mira a mí, y sólo entonces Raymond parece acordarse de que estoy ahí plantado, irradiando mala leche por cada poro de mi piel.

Gatito –susurra, paladeando cada letra, regodeándose. Sin darme tiempo a que pueda  clamar al cielo, me hace un gesto para que me acerque. Yo me quedo donde estoy, de brazos cruzados-. Ven, no seas tímido.

No soy tímido. Estoy intentando no pegarte una patada en la cara. Intentándolo con todas mis fuerzas. Y no estoy muy seguro de que vaya a conseguirlo.

-No voy a ningún sitio hasta que me digas qué estamos haciendo aquí. Y no vuelvas a llamarme…

Cierro la boca. Mi protégé parpadea muy despacio, casi con aburrimiento. No soy tan tonto como para no darme cuenta de que no va a dejar de vacilarme, y durante un fugaz instante me siento tentado de dar media vuelta y dejarlo tirado. Pero no puedo, necesito  ver a Alice, y este tío parece conocerla más que yo. De modo que sólo me queda resignarme, apretar los dientes y fiarme de él. Por mucho que me cueste. (Y creedme, me cuesta horrores).

Mientras yo mantengo esta lucha interna conmigo mismo, algo ha cambiado. Raymond se ha olvidado de mí para hablar en voz baja con el otro, un brillo de determinación en sus ojos de un verde imposible. El tipo gordo se ha inclinado sobre la barra y escucha con atención, y justo cuando yo miro, desliza algo sobre la barra que mi compañero hace desaparecer en las profundidades de su chaqueta en un movimiento veloz como un relámpago.

¿Recordáis aquel picor que me asaltó en el despacho de Ava? Bien, pues aquí está otra vez.

Lo primero que siento al abrirse la puerta secreta en los lavabos del tugurio es que me asfixio en una neblina de humo más densa que la atmósfera de Júpiter. Intento seguir la estela de Raymond, pero medio minuto después de haberme internado en el espacio cerrado y malamente iluminado, el olor a tabaco se ha instalado en mi ropa y en mi pelo, y estoy demasiado aturdido para esforzarme siquiera en intentar verlo más allá de la niebla de nicotina. Sólo puedo oír el murmullo de una conversación, una voz femenina, poco más. Todo me da vueltas.

Inmóvil y algo asustado, tardo una eternidad en darme cuenta de que mi protégé tira de mí.

-Tranquilo –la palabra atraviesa el espacio nebuloso de nuestro alrededor hasta calar en mi mente. Me sacudo, parpadeando. Los ojos me escuecen, aunque lentamente se acostumbran a la oscuridad y veo a Raymond ante mí-. Pronto tendrás lo que quieres, gatito. Sólo espera a que terminemos con esto. Será divertido.

Un escalofrío me trepa por la espalda conforme lo veo dar media vuelta y adentrarse de nuevo en la penumbra.

No sé si compartimos la definición de ese concepto.

De pie, envuelto en la penumbra y el humo, inspiro hondo. Soy consciente de que todavía estoy a tiempo de dar media vuelta y salir pitando; que la puerta a mi espalda está entornada, me invita a hacerlo. Podría volver al apartamento de Alice y esperarla allí, puesto que tarde o temprano tendrá que volver a casa.

Y aun así, no puedo. Sé perfectamente que Alice me está probando, y volver arrastrándome a lamerle las botas supondría una derrota para mí. Vamos, que si ha decidido que debo trabajar en un prostíbulo, debe ser por algo, y rendirme supondrá volver a lavar a mano toda su ropa durante meses.

Y Alice tiene mucha ropa. Toneladas.

No puedo dejar que pase eso. Es humillante.

Moviéndome como un zombi sigo a Raymond, quien me guía hacia el centro de la estancia. El sitio está bastante pelado, aunque es más grande de lo que me pareció al principio. Del techo pende una bombilla desprovista de pantalla que irradia una luz lóbrega sobre un único elemento del mobiliario: una mesa redonda en torno a la cual se reúnen seis personas que no nos hacen el menor caso. Picado por la curiosidad, voy a acercarme, pero Raymond me detiene.

-No tan deprisa, gatito. Quédate aquí –posa las manos en mis hombros y me obliga a sentarme en una silla solitaria, alejada del grupo de gente-. Hazme caso –dice en voz baja, respondiendo a mi gesto de indignación-. Tienes que ser bueno y quedarte quietecito y callado por el bien de los dos. Dime que lo harás.

Hay tal vehemencia en su voz que me deja clavado a la silla. Muy a mi pesar, asiento con una mueca. Tengo la sensación de que si no hago lo que me dice, acabaré mal. Violado, por ejemplo. Ya he sufrido un primer intento hace menos de una hora y nada me asegura que no vaya a haber un segundo.

No entiendo por qué el karma me odia tanto. Debí ser una criatura horrible en la otra vida.

-Muy bien, pequeño –Raymond me acaricia la cabeza, como si fuera un perrillo. Yo me tenso con el contacto, una descarga eléctrica recorriéndome cada terminación nerviosa, y lo fulmino con la mirada.

Voy a decirle que se vaya a sobar a su padre, pero al encontrarme con ése verde hipnótico en sus ojos me quedo absolutamente en blanco. El silencio debe ser demasiado para mi subconsciente, que decide tomar las riendas y llenarlo por su cuenta. El mal ya está hecho incluso antes de darme cuenta de que estoy hablando.

-No… No tardes.

Estupendo, Louis. Ya que estás, pon el culo en pompa y pídele que te haga fisting sin lubricación. Es lo único que te queda para convertirte oficialmente en el gilipollas del pueblo.

Raymond, que ya había girado sobre sus talones y se dirigía con movimientos felinos hacia la mesa, se detiene en seco.

¿Recuerdas Jurassic Park? Pues eso. No le mires a los ojos y no hagas movimientos bruscos.

-Pobre gatito perdido –ronronea, su presencia ominosa llenando el espacio ante mí. No me hace falta levantar la vista para saber que está esgrimiendo su sonrisa de depredador-. ¿Estás asustado?

Pues sí. Estoy acojonado. No quiero que me violen. No estoy tan desesperado como para querer eso.

-Olvídame –su cara está de repente tan cerca de la mía que esta vez, al chocarme otra vez con sus ojos, puedo distinguir perfectamente las vetas oscuras de sus iris.

-¿Quieres que te dé un beso de despedida?

Quiero que dejes de echarme el aliento en la cara.

-No me toques.

Raymond inspira muy despacio y me exhala en la cara.

-¿Seguro? –sus palabras se han convertido en un gruñido animal que me sacude de arriba abajo.

¿Entiendes el francés, o te tengo que hacer un gráfico?

-He dicho que no me toques. Y no te acerques tanto.

-Oye, siete –la voz nos sobresalta a los dos, pero no nos movemos-, ¿juegas, o vas a estar haciéndole arrumacos a la novia toda la noche?

-Qué impaciente –en un fluido movimiento, Raymond pasa la lengua por mis labios y corre a sentarse a la derecha del dueño de la voz, un hombre de mediana edad con un jersey de cachemira de cuello alto. Yo me restriego la boca.

-¿Por qué lo has traído? –el del jersey me echa un breve vistazo por encima del hombro. Levanto la mano tímidamente y nada más hacerlo me siento estúpido-. Ya conoces las normas.

-Siete parece ser propenso a hacer justo lo contrario de lo que le dicen. Será algún trauma de la infancia –esta vez la voz es de la mujer que reconocí al entrar. Una mujer que lleva un sobrio traje de raya diplomática y un sombrero borsalino a juego, del que se escapan algunos mechones negros. Yo me quedo tieso-. Juguemos de una vez. La noche no es eterna.

De un bolsillo escondido dentro de su chaqueta saca una baraja que arroja al centro de la mesa. Después vuelve la cabeza repentinamente hacia mí, y los ojos violetas que tan bien conozco me atraviesan durante una milésima, tiempo suficiente para dejarme paralizado.

Alice.

Después de hora y media de juego ininterrumpido, puedo decir que algo va mal. No es que me vaya mucho el póker –soy profano en la materia-, pero sé lo suficiente de expresión corporal para darme cuenta de que los sendos montones de fichas que se han ido acumulando delante de mi protégé y de Alice están empezando a mosquear al resto de jugadores. Los dos ganan sistemáticamente, sin pestañear, casi como si se estuvieran burlando de todos nosotros, y el odio creciente entre los perjudicados es casi palpable.

Me remuevo en el sitio.

¿Qué hago yo aquí? A estas horas podría estar en la cama, revisando el catálogo de Amazon y apuntando libros que no puedo comprar en una lista. Podría estar dejando como los chorros del oro los baños de Alice. Incluso eso sería mejor que estar aquí sentado con una más que posible banda de mafiosos cabreados a punto de despacharnos a los tres.

Todas las alarmas de mi instinto están aullando en mi cabeza. Me dicen que salga corriendo de aquí hasta que me sangren los pies. O hasta que llegue a México. Y sin embargo sigo aquí.

No es muy racional, la verdad.

Un estruendo casi hace que me caiga de la silla. El hombre del jersey de cachemira se ha puesto en pie tan repentinamente y con tal violencia que su asiento ha salido despedido. Todos nos quedamos congelados, igual que conejos deslumbrados por los faros de un camión. Incluso Raymond, que estaba arrastrando hacia sí con evidente satisfacción casi todo el montón de Alice, se detiene para mirar desde abajo al causante del alboroto. Parecemos un fotograma de una película de gángsteres.

Contengo el aliento. Creo que me hago una idea de lo que pasa y el corazón me bate desbocado en el pecho. Los músculos de mis piernas están rígidos, listos para echar a correr de un momento a otro. Pero no me muevo.

Y entonces, el del jersey estalla, rompiendo el instante, que se difumina como ondas en el agua.

-Esto es una farsa –ruge. Primero mira a Raymond para seguidamente pasar a Alice. Ninguno da muestras de miedo o sorpresa. El primero parece incluso ligeramente divertido-. Estáis tomándonos el pelo. Uno de los dos cuenta cartas.

Como única respuesta, Raymond se relame. Alice, por su parte, muestra su típica expresión inescrutable. Intentar descifrar sus sentimientos es como mirar una pared blanca.

Ante el silencio, el tipo gruñe. Otro de los jugadores alarga la mano para arrebatarle las fichas a mi protégé, y algo ocurre.

Sólo alcanzo a oír un chasquido. Al momento veo el puñal de Alice hundido hasta el mango en la mesa, a escasos centímetros de los dedos del jugador. Ignorando nuestras miradas de estupefacción, ella arranca el cuchillo de la madera con la misma facilidad con la que lo clavó y apunta con él a Raymond.

-La has fastidiado otra vez, estúpido.

-Así es más divertido –él sonríe. Con una mano barre las fichas y las deja caer en la bolsa, saltando de la silla en cuanto todas están dentro.

A partir de ahí todo es confuso. Un disparo retumba en el cuarto, Alice hunde el puño en la cara de alguien sin perder el sombrero. La tensión en mis piernas me obliga a levantarme, pero después permanezco quieto por alguna misteriosa razón. Sólo Raymond puede arrastrarme fuera a toda velocidad, sin que yo apenas me dé cuenta.

De vuelta en el pub, esquivamos al tipo de la barra y el aire helado de París nos abofetea. El oxígeno parece airearme el cerebro, porque de pronto puedo pensar con algo de claridad.

Esto es genial. Estoy en mitad de Quartier Latin con una banda armada deseando partirnos el cráneo y mi único punto de apoyo en este momento es el mismo descerebrado que me ha metido en el fregado.

-¿Qué narices está pasando? –digo al espacio vacío a mi lado, donde se supone que debía estar Raymond.

Un rugido detrás de mí me previene de ser atropellado por segunda vez en lo que va de noche. Ante de mí, mi protégé sujeta con una mano el manillar de una bestia conocida. Es la Harley Sportster Evolution de Alice.

-Sube si no quieres que te hagan gruyere, gatito –me apremia. El sonido de una sirena se aproxima desde algún lugar, y el revuelo del bar se hace cada vez más escandaloso.

Ni loco me subo contigo a eso. Alice me mataría.

Pienso eso mientras me coloco de un salto detrás de él. Sí, no soy muy listo, pero la otra opción es terminar en el lecho del Sena, y ahora mismo no me apetece un baño. No sé si me entendéis.

-Agárrate.

-¿Qué…?

Mi voz se pierde para siempre. La motocicleta brama, y de pronto estamos volando. Casi literalmente. El estómago me da un vuelco y tengo que aferrarme a la cintura de Raymond para no acabar espachurrado en el suelo. Con la cara pegada a su tibia espalda, veo pasar en forma de borrones difusos transeúntes, edificios, calles. No me atrevo a separarme ni un centímetro, por mucha rabia que me diera hace unos segundos. Ahora mismo no importa lo más mínimo. Valoro mi vida.

Nadie parece seguirnos hasta que alcanzamos el bulevar Saint Michel y un coche de policía nos cierra el paso repentinamente. Raymond, en lugar de detenerse, hace un quiebro. En un segundo, mi cara está a centímetros del suelo, y al siguiente ya no. El desquiciado que tengo por conductor se sube a la acera, aterrorizando a todo el mundo, y se libra del obstáculo. Ni siquiera parece preocupado.

-¿Por qué nos siguen? –consigo gritarle a su camiseta, viendo como el Sena pasa a toda velocidad ante mis ojos.

-Estoy conduciendo a ciento cincuenta por hora en el centro, gatito –replica por encima del aullido rabioso de las sirenas a nuestra espalda.

¡Pues para, idiota! ¡Prefiero que me detengan a morir aplastado contra un camión!

-Para, maldita sea –gimoteo.

La espalda de Raymond se estremece con su risa. Cruzamos el puente de Alejandro III en apenas treinta segundos, y en menos de dos minutos mi protégé nos conduce hacia Concordia por los Campos Elíseos. En dirección contraria.

Voy a morir. Voy a morir con un traje de alquiler, el mismo día que consigo un dichoso trabajo. Joder. Joder.

 

 

La Harley Sportster se detiene con un ronroneo en una callejuela colindante a Montmartre. Yo me bajo temblando en cuanto cesa el movimiento y me palpo todo el cuerpo. No falta nada. Dios debe de quererme.

Alice está sentada en un banco solitario. Su traje de raya diplomática está impoluto; ni siquiera ha perdido el sombrero. Nadie diría que hace menos de media hora ha estado partiéndoles la cara a un puñado de mafiosos. En cuanto nos ve, echa una ojeada a su reloj y chasquea la lengua.

-Veinte minutos. Diez más de lo previsto en estos casos. Eres un perdedor, Ray.

El aludido retira la llave del contacto.

-Había quince coches y un furgón de gendarmes.

-Lo que sea. No dejas de ser un perdedor. Algún día te matarán y nadie llorará por ti.

-Tu madre no opina lo mismo.

-Qué alarde de madurez. No sabía que estaba jugando al póker con un crío de diez años.

Raymond le enseña los dientes, Alice lo tira de su moto. Yo prefiero retirarme a un rincón y vomitar hasta mi primera papilla entre unos contenedores.

Mejor fuera que dentro.

-Mira lo que has hecho –la oigo decir-. Me lo has traído descompuesto.

Como es habitual, no hay contestación. Raymond debe estar sonriendo de ésa forma tan desagradable suya.

-Tengo que hablar con él. Quédate ahí e intenta no quemar la ciudad mientras estás solo.

No tardo en oír los pasos de Alice aproximadamente y sus mocasines aparecen en mi campo de visión. Yo me quedo donde estoy. No puedo asegurar que no vaya a volver a potar si lo hago, y manchar los zapatos de Alice supondría terminar despellejado.

-Levanta.

-No voy a hablar contigo ahora –digo en mitad de una arcada-. No he terminado.

-Pues deja de vomitar de una vez. Es asqueroso.

-Alice, he estado a punto de sufrir un ataque al corazón hace cinco minutos. Vomitar un poco es lo que menos me importa en este momento.

Ella hunde la puntera del mocasín en mis costillas y me hace rodar sobre mi espalda como un cachorrillo.

Vestirás muy bien, pero tienes los modales de un rapero del Bronx.

Mi ex compañera de piso se cruza de brazos.

-Seguro que has chillado como una nena todo el tiempo.

-Pues no –me pongo en pie trabajosamente para enfrentarme a la fría mirada inexpresiva de Alice. Al hacerlo siento náuseas que no tienen nada que ver con la carrera en moto-. Sólo al final, cuando estaba seguro de que iban a tener que desincrustar mis restos del guardabarros de aquel Subaru. P-pero eso es otra cuestión. ¿Qué narices estabas haciendo?

Ella suspira.

-Jugar al póker, Louis. Cartas –silabea despacio, como si estuviera hablando con un niño especialmente tonto.

-Eso ya lo sé. Quiero decir que qué hacías jugando con unos mafiosos. Pensaba que eras una ejecutiva con mal genio de la Défense. Me mentiste.

Es decirlo y darme cuenta de lo mucho que me duele. Puede que Alice y yo no seamos amigos (ni de coña), pero hemos vivido juntos cinco años. Esperaba algo más de ella. Algo más de confianza.

-Yo nunca te he mentido, Louis. Las suposiciones que tú te montaras en tu cabeza no son cosa mía –replica sin ninguna inflexión en la voz-. En cuanto a mí, simplemente consideré innecesario que supieras ciertos aspectos de mi vida.

-¿Como que eres una timadora?

Alice me pellizca.

-Te callas. No he venido aquí para hablar de mis asuntos.

Creo que sé de qué quiere hablar y mi estómago se retuerce en un nudo. Por mucho que lo intente, sé que no aguantaré su pulso. Me es imposible soportar a Raymond un minuto más.

-Alice, yo…

-He dicho que te calles, inepto –enmudezco. Alice se quita una mota de polvo del puño de la chaqueta antes de seguir hablando:-. Mira, Louis, cuando tu hermano acudió a mí para que te acogiera en mi casa, no tuve más remedio que aceptar. Nadie puede resistirse a ésa cara. Y  sí, confieso que al principio no me hizo ninguna gracia, pero al final supongo que me acostumbré  a tenerte rondando por mi casa. Con esto quiero decirte que quiero hacer las cosas bien. Quiero ayudarte.

Mientras dice esto (las palabras más bonitas que me ha dedicado en sesenta meses), se saca algo del mismo bolsillo de su chaqueta donde escondía las cartas con las que juega al póker. Es un fajo de sobres.

-Encontré esto mientras buscaba ese libro de Hemingway que te negaste a dejarme.

En cuanto veo la selección de sellos editoriales plantados en las cartas, empalidezco.

Mierda, Alice, ¿tu madre no te enseñó que cotillear el correo ajeno es ilegal?

-Las… ¿Las has leído? –balbuceo.

-Claro que las he leído. Y también he leído esto –de su bolsillo mágico aparece otra cosa, un montón de papeles mecanografiados. Al verlos pido a la tierra que me trague de una vez y termine con mi sufrimiento. Ya es bastante malo que Alice haya descubierto mi vergonzoso secreto como para que encima…-. Permíteme que te diga que no me extraña nada que todas esas editoriales hayan rechazado tu novela, Louis. Es terrible. Una abominación.

Oh, muchas gracias. Si no fuera porque eres una chica y porque tu síndrome de Asperger te anula cualquier emoción humana que sea remotamente parecida a la empatía, te pegaría una patada ahora mismo.

Alice me encasqueta mis folios, que yo acuno dolorido, como si fueran mi hijo pródigo.

-Puede que seas un inútil para esta sociedad, Louis, pero si hay algo que sepas hacer como nadie es escribir. El problema de ese manuscrito no es la redacción, es la materia. Lo que intentas contar aquí no es sino el triste reflejo de tu existencia anodina y falta de emoción. Por eso te mandé al Chat Bleu. Cuando fui portera allí me di cuenta de que si hay un lugar donde se acumulan historias de toda clase es ése.

Es cerrar la boca, y Alice pone una última cosa sobre el montón de papeles que tengo en los brazos con gesto resuelto y da media vuelta.

¿También trabajaste en el Chat? Eso explica muchas cosas.

-Y ahora me voy; no puedo perder más tiempo contigo, tengo una partida de Texas Hold’em en el Groupe Partouche en diez minutos. Le diré a Raymond que te invite a comer. Para compensar.

-Pero…

Da igual, ya ha desaparecido dejándome con la palabra en la boca. El rugido de la Harley alejándose hasta convertirse en un mínimo ronroneo lo confirma.

Intento enfadarme con ella, pero estoy demasiado herido y hambriento para eso. Todo el contenido de mi estómago se encuentra esparcido en la acera, así que ahora que Alice no está cerca y el nudo de mis tripas se ha relajado, noto un vacío feroz. Tampoco es que tenga muchas ganas de darle vueltas al asunto. Me duele todo el cuerpo. Para ser sinceros, de momento me da igual que todos me manejen, sólo quiero llenar la tripa y descansar.

De mala gana, me arrastro hasta donde está Raymond. En cuanto me ve aparecer me dedica una de sus medias sonrisas con un Marlboro entre los dientes.

-¿Tienes hambre, gatito?

-Vamos a jugar a un juego.

Yo me meto en la boca un trozo de quiche mientras lo miro con desconfianza.

-No me gusta cómo suena eso –farfullo.

Estamos en la despensa de un diminuto bistrot al norte de Montmartre. Me ha sorprendido gratamente descubrir que existe un sitio así, agradable y bullicioso, para criaturas nocturnas como nosotros. La propietaria, una exuberante siciliana, debía conocer antes a Raymond, porque nada más verlo se le ha tirado al cuello para meterle la lengua hasta la campanilla. Yo he preferido no decir nada al respecto, no después de que nos cediera este rincón exclusivo para comer tranquilos.

-Tenemos cinco preguntas cada uno –sigue él, fumando un cigarrillo tras otro. Una desagradable costumbre-, sobre lo que queramos. Pero tú si no quieres contestar, tendré que castigarte.

-¿Castigarme?

Él se encoge de hombros.

-¿Qué gracia tendría si no?

Me termino la quiche para darme tiempo a pensármelo. Lo cierto es que las pocas cosas que prefiero guardarme para mí están a buen recaudo, así que dudo que vaya a preguntarme por ellas. Y la idea de poder castigarlo a él me seduce. No tengo mucho que perder. Digo que sí entre bocado y bocado y él me hace un gesto para que empiece yo.

-Vale –digo, apartando la silla. Esta mesa es tan pequeña que nuestras rodillas se tocan irremediablemente-. ¿Qué hacías con Alice jugando al póker?

-Yo hacía de gancho cuando ella jugaba en el Chat. Ahora  somos amigos… Todo lo amigo que puede ser uno de Alice, claro –enciende otro cigarrillo y suelta una nube azulada que oculta un momento sus facciones afiladas-. Me toca. ¿Cómo pudo Ava engañarte para que trabajaras conmigo?

No hizo falta que me engañara. Soy bastante idiota yo solito.

-Llevaba meses sin trabajo y estaba desesperado. Cualquier cosa me hubiera servido.

-Incluso yo –una sonrisa lobuna asoma a su rostro. Yo desvío la vista, enfadado.

Ya veremos.

-En fin…  Tú no eres de aquí, ¿no? De Francia, quiero decir.

-No.

Y ahí se queda la cosa. No me cuesta darme cuenta de que no voy a saber de qué parte del mundo es. Resoplo y él me enseña los dientes, muy pagado de sí mismo, pero la culpa es mía por no preguntar exactamente lo que quería saber.

Eres un dechado de inteligencia, Louis.

-¿De qué conoces a Alice?

-Somos… éramos compañeros de piso –corrijo, recordándome que ahora tendré que vivir con Raymond en el Chat Bleu. A menos que pueda evitarlo, claro-. ¿Qué te ha llevado a trabajar en… bueno, en un prostíbulo? Porque supongo que antes de eso harías otra cosa, ¿no?

-Eso son dos preguntas.

-Vale, vale. Contesta sólo a la primera.

-Me gusta follar. Y me gusta todavía más que me paguen por hacerlo.

Raymond se recuesta en la silla, de modo que nuestras rodillas vuelven a tocarse. De hecho, ahora no sólo se tocan, sino que además sus piernas se cuelan entre las mías, separándolas. Abriéndolas.

-¿Q-qué haces?

Él se pasa rápidamente la lengua por los labios.

-Creo que es algo que no necesita explicaciones. Los dos lo sabemos perfectamente. Dime, ¿lo has hecho alguna vez en un sitio público?

De repente, el cuarto parece doblarse en dos y hacerse la mitad de grande. La sangre comienza a hervirme en la cara sin que pueda hacer nada por evitarlo.

-Dios, claro que no… ¿Quieres quitarte?

-No –en menos de un nanosegundo se ha despegado de la silla y su peso hunde mi regazo. Tener un cuerpo caliente encima del mío tan de repente causa estragos en mi cerebro, que no tiene tiempo de procesar la información y me deja con cara de gilipollas-. Supongo que sabrás que no te quedan más preguntas.

Abro y cierro la boca, como un pez comiendo. Claro que no me quedan preguntas, no en el diabólico juego de Raymond, en el que todo cuenta. Pero eso no es lo que me preocupa. Lo que me preocupa es él en particular.

-Una cosa más, Louis –murmura, y se inclina hasta que su nariz roza la mía. Su mirada asoma entre los mechones castaños de la melena alborotada y salvaje-. ¿Quién ese Édouard que conjuras en sueños mientras te la chupan?

Mierda.

Después de ese único pensamiento, mi mente se queda en blanco. Es fácil (no, realmente no) sobrellevar el recuerdo de Édouard cuando está encerrado en mi mente u ocupa mis sueños a traición. Otra cuestión es escuchar su nombre en boca de otra persona. Y peor aún es tener a este animal salvaje desenterrando su memoria. Inconscientemente, aprieto los dientes hasta sentir un vago pitido en el oído. No puedo hacer otra cosa. Hablar es imposible teniéndolo encima, anulando mi capacidad de raciocinio.

-¿Vas a contestar? –su voz diluye el fundido en negro en el que se había convertido mi cerebro. Sorprendido, aspiro con fuerza y me lleno sin querer de su aroma a almizcle. Mala idea-. ¿Eso es un no, gatito? Voy a tener que castigarte si es un no.

Esto último lo dice ya con la lengua fuera y rozando mis labios. Primero lo hace deliberadamente despacio, su aliento acariciándome la cara, para poco después separarlos y rozar mis dientes. Sus ojos se han convertido en finas rendijas esmeralda que vigilan cada movimiento sin descanso. Como un felino estudiando a su presa. Aturdido por la intensidad de esa mirada, aprieto los párpados con fuerza y le grito a mi cuerpo que haga algo útil (salir corriendo), o al menos sensato (apartar a esta bestia y comportarse como si no nada hubiera ocurrido). Lamentablemente, éste me responde bombeando sangre a un lugar poco ortodoxo de mi cuerpo. Un lugar que tiende a levantarse en momentos indeseados.

Mi polla, joder, que hay que explicarlo todo.

Mientras yo lucho en vano contra las reacciones de mi cuerpo, mi atacante desliza las manos por debajo de mi camisa de alquiler. El mero roce de sus dedos sobre mi piel es electrizante. Me descubro gimiendo en su boca, que ha hecho suya, indefenso.

No alcanzo a entender lo que me pasa con este hombre. Édouard me fascinaba, pero es que era una persona fascinante, agradable y ocurrente, y muy tierna conmigo. Raymond es el ejemplo antropomórfico de un gato callejero y pendenciero que nadie en su sano juicio recogería. Uno de esos gatos que arañan compulsivamente todo lo que encuentran a su paso, que marcan su territorio (es decir, tu alfombra persa), roban tu comida y al día siguiente se esfuman. No sé si me explico.

Lo que quiero decir con esto es que no debería querer tener sexo con él. Porque es un chapero y sólo busca eso. Sexo. Sin compromisos, sin sentimiento. Y después de Édouard, quizá yo debería buscar lo mismo, pero sólo quiero que me dejen en paz. Estoy muy bien solo.

Por supuesto, mi pene no opina lo mismo, y en estas situaciones el que manda es él. Especialmente cuando una mano experta lo está acariciando por encima del pantalón.

Y entonces todo se disipa. No quiero que me toque, pero me vuelvo completamente loco cuando lo hace. No quiero follar con él, pero no me quejaría si ahora mismo me pusiera contra la mesa y me desvirgara como el animal salvaje que es.

Probablemente lo hubiera hecho, de no ser por el pitido que me arranca del ensueño y me hace volver la cabeza para encontrarme con la italiana, cámara en mano.

Grabándolo todo.

Raymond me imita y al verla alza una ceja.

-Vaya, Francesca. Te dije que cargaras la cámara antes de venir.

Como me niego a sentarme al lado de Raymond en el taxi éste se ve obligado a tomar posición al lado del conductor, un señor en sus cincuenta al que no le hace mucha gracia tener cerca a un tío despeinado que canturrea entre dientes mientras mira al otro pasajero a través del retrovisor como si quisiera comérselo:

I can be good
(If you just wanna be bad)
I can be cool
(If you just wanna be mad)
I can be anything
I’ll be your everything
Just touch me baby
I don’t wanna be sad

 

Ni siquiera conozco la canción. Procurando no hacerle caso, apoyo la mejilla ardiente en la ventanilla y miro sin ver la sucesión de edificios. La imagen de la tal Francesca, cámara en mano y sonriendo como la pervertida que es, tardará en borrarse de mi mente. Puede que nunca se vaya del todo. Creo que tendré pesadillas hasta el resto de mis días.

Suspiro y me abrazo el cuerpo para contrarrestar el frío del cristal. Siento algo duro contra mi costado, y entonces recuerdo que Alice me dio algo más aparte de mis cartas y mi manuscrito. Al hurgar en mi abrigo descubro que es un cuaderno en blanco. Sólo hay una pequeña anotación en la primera página, con la pequeña y pulcra letra de Alice.

Te dejo esto para que escribas algo útil. No es una sugerencia.

Por cierto. Ahora que vas a ser un empleado del Chat Bleu –y uno tan especial-, debes tener en cuenta una cosa, Louis: no has sido el primero. Antes que tú ha habido decenas de personas, y todos y cada uno han ido cayendo en la trampa de Ray. Él juega con todos, los dobla como cucharillas del té y luego se deshace de ellos. Espero que tú no te dejes llevar también. Aunque con tus tendencias primarias tan típicas de los machos de nuestra especie, quién sabe.

Miro las diminutas letras hasta que bailan ante mis ojos.

Gracias por avisar. Eres muy amable. Pero quizá hubiera sido más eficaz no dejarme al lado del depredador.

Justo cuando el taxi se para ante las puertas del Chat, me doy cuenta de que todavía llevo puesto el traje que tendría que haber devuelto hace unas cuatro horas.

Supongo que ya da igual. No iban a devolverme la fianza con esas manchas de preseminal en la entrepierna de todas maneras.

3

Un gatito con las manos en la masa

Édouard estaba sentado frente a él.

Ninguno de los dos había tocado su comida en todo el tiempo que ésta llevaba en su mesa. Desde el momento en que había tomado asiento, Louis mantenía la vista fija en su plato humeante, ajeno al rumor de las conversaciones que tenían lugar a su alrededor. El único objeto de su concentración era el silencio sepulcral reinante en su propio espacio y él se negaba a romperlo.

-Estás enfadado –Édouard sonó vacilante, claramente avergonzado-. Lo entiendo. Fui un gilipollas y lo siento. Lo siento muchísimo.

Louis alargó la mano hacia su cuchillo y lo hizo girar en el mantel con un dedo. Se quedó muy atento a los destellos que la iluminación artificial arrancaba al filo, como si no hubiera nada más en toda la estancia. Édouard esperó un par de segundos más antes de soltar un gruñido exasperado y restregarse la cara.

-Por favor. Di algo –su interlocutor lo obsequió con su mutismo hermético otra vez. No pensaba hablar, porque no era él quien tenía que hacerlo. Era a su compañero a quien le correspondían las explicaciones-. Joder. Llevas más de una semana sin dirigirme la palabra, Louis, ¿cuánto tiempo piensas seguir así? Porque no sé si voy a poder soportarlo.

El más joven alzó la barbilla y lo miró a los ojos por primera vez en toda la noche. Pero sus labios no articularon una sola palabra, ni siquiera ante la sinceridad que irradiaba el rostro apenado de Édouard. Se había hecho una promesa y pensaba mantenerla hasta que llegara el momento justo.

Viendo que no avanzaban, el argelino buscó la mano de Louis por debajo del mantel y la envolvió con la suya, grande y cálida.

-Sabes que te quiero, nene –susurró, en voz tan baja que incluso a Louis le costó entenderlo por encima de los otros sonidos del bar.

Era una novedad que dijera aquello en un lugar público. Aun así, no era suficiente.

Él se liberó del contacto y dejó caer la mano sobre la mesa, junto a su plato, en un reto todavía mayor para su compañero. Édouard lanzó una mirada furtiva en derredor y alargó la suya muy lentamente, hasta que sus dedos rozaron tentativamente los de Louis. No obstante, enseguida se retrajeron a la seguridad del regazo del argelino. Su expresión reflejaba una gran ansiedad, y el adolescente sintió una decepción tan agria que ésta formó un bulto desagradable en su garganta.

-Te avergüenzas de mí.

Rompió el silencio en voz queda, retirando también su mano. Édouard dejó escapar un ruidito incrédulo.

-Claro que no, Louis. Eres lo mejor que me ha pasado, ¿cómo iba a avergonzarme de ti?

-Ya. Por eso me tuviste encerrado tres cuartos de hora en el armario de tu habitación hasta que se marcharon tus padres y pudiste dejar de fingir –Louis soltó una risotada que pareció más bien un ladrido-. Qué irónico es si lo piensas. El único que debía estar dentro de ese armario eres tú.

-Ya sabes que mis padres son gente conservadora. No lo entenderían.

-Pero no son sólo tus padres, ¿verdad? Es todo el mundo –hizo un amplio gesto que abarcaba a la gente del bar, al universo entero-. Te aterroriza que pueda saberse lo nuestro y que dejes de ser el macho alfa para los animales de tus amigos.

Había puesto tanto énfasis y tanta fuerza en la última frase que los comensales de las mesas colindantes comenzaron a mirar en su dirección. Édouard enterró los dedos en su mata de rizos morenos y lanzó una mirada suplicante a Louis.

-Baja la voz, por favor. Y siéntate.

Él parpadeó. Acababa de darse cuenta de que se había levantado de golpe en algún momento de su intervención. Ahora eran el centro de las miradas y los cuchicheos, y eso estaba matando a Édouard. Sintiendo un dolor palpitante, se sentó bruscamente y se apartó un bucle trigueño de la cara.

-Claro –masculló-. No te preocupes, volveré a jugar a ser quien no soy para no ponerte en un compromiso.

Édouard se quedó congelado un instante. Luego cerró los ojos, suspiró y abrió la boca como si fuera a decir algo, pero pareció cambiar de opinión justo en el último momento, porque sacó su cartera, arrojó un par de billetes al lado de los platos aún intactos y arrastró a Louis fuera del local, haciendo caso omiso de sus protestas.

-Suéltame –le increpó el más joven al sentir la lluvia torrencial del exterior calándole los huesos-, ¿se puede saber qué estás haciendo?

-Necesito hablar contigo. A solas.

Su compañero no le soltó el brazo hasta que torcieron una esquina y acabaron en una calle desierta, aunque ni siquiera dejó a Louis frotarse la muñeca dolorida. En un rápido gesto, Édouard aplastó la espalda del chico contra una fría y húmeda pared y apoyó la mano junto a su cabeza. Louis bufó igual que un gato enfadado.

-Esto es excesivo.

Dio media vuelta, pero se encontró con otro brazo cerrándole el paso a su derecha. Con un gruñido volvió a apoyar la espalda empapada en el muro para encontrarse con la cara seria del argelino. El chico se dio cuenta de que su compañero apretaba los labios carnosos hasta convertirlos en una fina línea, gruesas gotas de agua rodando en su piel.

-¿Has visto alguna vez a un jugador de rugby que sea maricón? No, claro que no has visto ninguno. Porque no hay. No dentro del vestuario -Louis torció el gesto-. Mira, hace un par de semanas vino un ojeador del Stade Français y dijo que había alguna posibilidad de que llegara a la liga profesional, así que, como comprenderás, lo último que necesito después de esto es ver la palabra sarasa pintada con espray rosa en nuestra puerta y allá por donde pase –suspiró-. No podría soportar que me echaran ahora que todo va bien. Esto es casi mi vida, Louis.

Louis se encogió. No podía hablar, un nudo en la garganta se lo impedía. Le dolía que Édouard prefiriera conservar su puesto en el equipo de rugby de la universidad a hacerle arrumacos en público, como cualquier pareja. No le cabía en la cabeza que su adorado compañero siguiera negando la mayor y escondiéndose detrás de esa fachada de heterosexual machito que tan enfermo le ponía, y menos cuando aquello les hacía tanto daño a los dos.

Édouard leyó la pena en sus ojos azules y la tensión en sus hombros se relajó.

-Lo siento mucho, nene –insistió. La mano color caramelo que había estado cerrándole el paso le acarició el pómulo-. Pero necesito tiempo.

-Ya. Supongo que no estás preparado todavía –Louis supo que estaba cediendo, aunque ya era tarde para arrepentirse. La palma grande y húmeda de Édouard sobre su mejilla estaba derribando el muro de insubordinación y silencio que con tanto esfuerzo había levantado.

El argelino no tomó ninguna precaución esta vez al echarse sobre Louis y su camiseta mojada se pegó a la del otro. El rubio notó el tacto suave de unos labios en su frente y gimió cuando el cuerpo de Édouard envolvió el suyo.

-Te amo, Louis.

Él apoyó la cara en el hueco entre el cuello y el hombro de su compañero. Olía bien, a tierra mojada y sudor limpio.

-Yo también –susurró contra la piel morena-. Pero no es fácil.

-Nunca es fácil.

Un ding me arranca de los brazos de Édouard para arrojarme a la realidad opulenta del Chat Bleu, más concretamente a las puertas abiertas de uno de sus ascensores. Estamos solos en el enorme hall del club y no se oye un alma. Todavía algo aturdido, parpadeo y me hago a un lado para dejar pasar al joven desastrado que acaba de bajar. El tipo en cuestión también se aparta, imitando todos y cada uno de mis movimientos, y sólo entonces me doy cuenta de que estoy intentando cederle el paso a mi propio reflejo.

Mientras yo hago el tonto, Raymond estudia mis movimientos con una expresión de tremenda diversión y me deja contemplar mi imagen durante un tiempo indeterminado, sin mostrar más que una enorme media sonrisa. Yo estoy demasiado ocupado limpiándome el polvo del traje e intentando quitarme de encima la sensación de haber sido arrollado por un camión de mercancías como para hacerle caso y mi protégé, que no es muy paciente, termina empujándome dentro del ascensor.

-No estás tan mal, gatito –dice, pulsando el botón del tercer piso. Yo, que estaba dándome cabezazos contra el cristal, lanzo un gemido-. Al menos no te tiraste de la moto a mitad del paseo, como hizo el último. Se rompió cosas que ninguno sabíamos que podían romperse.

¿Tengo que alegrarme, o desear haberme tirado yo también?

En lugar de responderle, gimoteo y me golpeo la frente otra vez. Resulta mucho más gratificante que intentar entablar conversación con él, y al momento me siento mucho mejor. O a lo mejor los golpes me están convirtiendo en un idiota feliz.

Como el ascensor no llega al ático donde vive Raymond, tenemos que bajar en el tercer piso y subir por una escalera de caracol medio escondida en un rincón perdido en los oscuros corredores. La imagen silenciosa y apagada contrasta con la idea de depravación que tenía de los prostíbulos, y al final no puedo evitar comentárselo en voz baja a mi guía.

-Todo esto está muy… tranquilo.

-Son las tres de la madrugada, ¿qué quieres? Incluso los puteros necesitan dormir.

-Pero… esto es un burdel, ¿no? –suelto de forma algo incoherente-. Se supone que tiene que haber actividad a estas horas.

Raymond lanza una carcajada que retumba unos segundos en el pasillo desierto del ático.

-Joder, Louis, no me imaginaba que fueras tan ingenuo –se detiene para revolverme el pelo, sonriente. Yo le gruño y sacudo la cabeza con la cara ardiéndome de vergüenza-. ¿De verdad piensas que Ava es una estúpida que lleva una casa de putas en un barrio respetable como éste, así, a la vista de todo el mundo?

Lo siento si no entiendo cómo funcionan vuestros asuntos. De pequeño quería ser escritor o astronauta, no prostituto de lujo. Qué se le va a hacer.

-Claro que hay acción a estas horas. Pero el Chat Bleu, el edificio en sí, es en realidad un hotel, donde los clientes pasan la noche, descansan, comen, llaman a sus mujeres para decirles que la reunión de contabilidad va a alargarse indefinidamente. Las cosas interesantes se hacen en otro sitio.

-¿Dónde?

Dentro de lo poco que me ha dado tiempo a ver del Chat, no se me ocurre ningún otro sitio que no sea el edificio en sí. Es extraño.

Raymond se vuelve con la mano ya cerrada alrededor del pomo de su puerta y su boca se tuerce en una media sonrisa enigmática.

-En la Jaula.

La Jaula. No sé si me gusta cómo suena eso.

Tengo un millón de cosas más que preguntar, y de hecho me da tiempo a abrir la boca una vez más antes de que una especie de bólido rubio casi me empotre contra la pared. Un bólido rubio medio desnudo e histérico.

-Tú eres el nuevo –estalla una voz con un fuerte acento de algún lugar de Europa del este en mi oreja. Sin poder pensar nada mejor, intento poner una distancia prudencial entre nosotros para descubrir que unos delgados brazos me retienen en el sitio.

-Pues… sí –el otro me responde con un gritito de alegría, y entonces me encuentro con su carita estrecha y unos enormes y brillantes ojos que me miran con adoración.

-Qué mono eres -su voz suave me acaricia antes de que Ray lo azote en el culo con su chaqueta y lo obligue a despegar su delgado cuerpecillo del mío con un quejido.

-Atrás, princesa –Ray se interpone entre nosotros y me rodea los hombros con un brazo en un gesto posesivo-. Es mío.

¿Tuyo? ¿Cómo que tuyo?

El otro se aparta el larguísimo flequillo dorado de la cara con una mano mientras se frota con la otra la zona dolorida, enfundada en unos pantalones de cuero hiper ajustados. Es un joven muy bajito y de aspecto frágil. Lleva un corte de pelo extraño, casi monacal, muy corto en la nuca y escalonado y largo en la parte superior, al que se une ese mechón desproporcionado que le cubre la mitad de sus delicadas facciones. En este momento cruza los brazos sobre el pecho desnudo y mira a Raymond muy tieso, con enorme indignación.

-Zorra -sisea, y se aparta de un brinco en el momento justo de evitar otro azote. Raymond parece muy ufano. Quizá demasiado.

-¿De qué te quejas? Si te encanta que te den caña, ¿a que sí? Cuéntale a mi gatito cómo berreas todas las noches pidiéndole a ese herr nazi tuyo que te deje el culo en carne viva.

La imagen aparece como un vívido flash en mi mente y se queda grabada en mis retinas. Por algún misterioso motivo, eso hace que mi polla dé un respingo en el pantalón.

-¿Herr… herr qué? -balbuceo, librándome del brazo sobre mis hombros. El chico le hace un gesto despectivo a Ray y se vuelve hacia mí, obviando la sonrisa de mi protégé.

-No le hagas caso, cariño. Sólo está enfadado con el resto de seres humanos, vete tú a saber por qué. Sólo espero que Ava deje pronto de hacer el tonto y lo mande de vuelta a la calle, que es de donde no debió salir nunca.

Raymond deja escapar una risotada y nos da la espalda.

-Hay una lista de espera de dos meses para follarme, Sacha. Por eso nadie va a prescindir de mí –abre la puerta de su cuarto, me agarra del brazo y en un solo movimiento me arroja dentro. Yo apenas pueda hacer nada para evitarlo-, y por eso a mí me dan una niñera que puedo tirarme cuando me dé la gana y tú sólo tienes a ese alemán y su fusta.

Y entonces la puerta se cierra con un portazo, sin dar lugar a réplica alguna.

Nada más interponer la sólida puerta entre mi admirador y nosotros, Raymond comienza a tararear una fuga de Mozart y a desvestirse, como si la cosa no fuera con él. Como si no acabara de jactarse de que puede hacerme lo que quiera y cuando quiera.

-Creo que sólo estaba siendo amable, Raymond.

¿Por qué estás tan empeñado en ser un cabrón arrogante con todo el mundo?

-Sacha no es amable -mi protégé arroja su chaqueta por encima del hombro y se deshace de la camisa en un solo gesto-. Es una zorra envidiosa que probablemente esté deseando tener tu polla entre las piernas. Pero tu polla me pertenece, gatito.

¿Qué? Venga ya.

Intentando no quedarme embobado con el fascinante movimiento de sus omóplatos bajo la piel desnuda, aprieto los puños y me planto delante de él. Estoy casi seguro de que no hay palabras para definir lo furioso y harto que estoy ahora mismo. Y si las hay, seguro que son demasiado fuertes para expresarlas de forma escrita.

-Oye -ladro, y mi tono debe expresar gran parte de mi enfado, porque mi protégé clava esos ojos verdes en los míos y se queda muy quieto, expectante-, me parece que me has tomado por idiota desde el principio, pero voy a dejarte las cosas claras ahora que estoy a tiempo: No soy tu juguete, ni tu gatito,ni ninguna otra gilipollez que se te pueda ocurrir. Soy el tío que tiene que ocuparse de que te comportes y hagas tu trabajo, que para eso me pagan, así que te juro por todo lo que más quiero que voy a convertirte en un puto ejemplar, cueste lo que cueste.

Acabo de darme cuenta de que no he dudado al afirmar que voy a seguir adelante con el trabajo, pero ya da igual. No iba a renunciar a él de todas maneras, no tal y como está la cosa y no con este tirón de adrenalina que me recorre todo el cuerpo en oleadas.

Él parpadea, sus dedos paralizados en la hebilla de su cinturón. Y yo estoy demasiado motivado para parar, de modo que en lugar de esperar una contestación, sigo con mi perorata.

-Oh, y ni sueñes volver a tocarme como antes -un escalofrío me sacude la parte baja de la espalda al recordar el tacto de sus largos dedos de pianista sobre mi piel, pero enseguida sacudo la cabeza con furia, alejando el pensamiento. No es el momento de recrearse. No ahora que lo estoy dejando en su sitio-. Me has pillado desprevenido un par de veces y espero que lo hayas disfrutado, porque no va a volver a repetirse. Jamás. ¿Entendido?

Inspiro hondo y después se hace el silencio. Los dos nos quedamos tan quietos y callados que puedo oír perfectamente los latidos furiosos de mi corazón, y durante un minuto entero me creo que he ganado. Y es un minuto delicioso, hasta que la sonrisa sesgada de Raymond hace que se me encoja un poco el estómago.

-Vaya -muy despacio, la vida vuelve a él, como la corriente de un río tras el deshielo, y sus manos vuelven a maniobrar con la hebilla-, veo que mi gatito quiere ser un león.

Con un tintineo, su pantalón se desliza hasta hacerse un lío en sus tobillos, descubriendo unas piernas fuertes, esbeltas, de las que tengo que obligarme a apartar la vista. Raymond se deshace de él de una patada e inmediatamente siento sus dedos en mi mentón. Un brillo imposible de descifrar en sus ojos me hace temblar y se extiende cual veneno paralizante por mis extremidades. Trago saliva y mi ego también se desliza por mi garganta. Adiós al subidón de energía de antes; ahora sólo es un vago temblor.

-S-suéltame -no puedo separarme de él. No entiendo por qué mis piernas se niegan a responderme.

-Me parece que voy a tener que pedirle prestada la fusta a herr nazi para domarte a ti también.

Al igual que me ocurrió antes, mi cerebro se toma la libertad de elaborar una escena tremendamente erótica y que no tiene nada que ver con la realidad, pero al menos el dolor repentino en mi entrepierna me hace reaccionar. De un empellón lo aparto de mí el espacio suficiente para romper el embrujo que me mantenía atado al sitio.

-Te he dicho que me sueltes -sin mirarlo a la cara, retrocedo rápidamente, tratando de pensar en un lugar en el que esconderme de su presencia sensual y medio desnuda. Al ver una puerta entornada, me abalanzo dentro y cierro rápidamente. Es un cuarto de baño, y puedo asegurar sin miedo a equivocarme que nunca me había hecho tan feliz encontrar uno.

Enciendo la luz, que se derrama alegremente sobre las baldosas blancas. Cuando me siento algo más seguro, pego la oreja a la puerta, aunque mis resuellos me impiden escuchar nada.

Relájate. Si quisiera atraparte otra vez, ya te tendría.

Ciertamente, Raymond parece haberse olvidado de mí por el momento. Suspiro, mis pulsaciones volviendo poco a poco a su ritmo normal.

No quiero pensar en lo estúpido que estoy siendo hoy, así que dedico un momento a explorar el espacio a mi alrededor. En líneas generales, el baño es espacioso, grande y blanco, y me sorprende encontrarlo todo muy limpio. Me acerco al lavabo de mármol y contemplo mi reflejo en el espejo, aunque mi cara es un poema y no me apetece nada mirarla, al menos por ahora.

Movido por el cansancio, me quito los zapatos y me siento en el borde de la enorme bañera. De pronto empiezan a estorbarme todas las capas de ropa, que me voy quitando y amontonando en un rincón hasta quedarme sólo con los pantalones puestos. Una vez que la poca energía que me quedaba se ha volatilizado me doy cuenta de que no hay una sola parte de mí que no me duela.

Aguzo el oído. El lamento de un violín resuena en la habitación. Es la Sonata número 6 de Paganini interpretada a la perfección. La imagen de la funda de un instrumento apoyada en la pared de la habitación aparece ante mis ojos un segundo. Soplo entre dientes, repentinamente malhumorado.

De manera que además de ser un prostituto y un cabrón es un virtuoso del violín.

No desahogo mi frustración tirándome de los pelos porque al menos Raymond está entretenido tocando en lugar de intentar abusar de mí.

Aunque eso no quita que siga atrapado aquí dentro.

Mi idea era dejarme caer en algún sitio y recuperar energías hasta mañana. Ahora, no obstante, temo demasiado terminar otra vez enajenado y poniéndole mi virginidad en bandeja al depredador de ahí fuera, por lo que prefiero quedarme aquí mientras él siga al otro lado de la puerta.

Lo único que se me ocurre para matar el tiempo es abrir el grifo del agua caliente y ver cómo se va llenando lentamente la bañera. El vapor empieza a humedecerme el pelo y pronto siento una tentación irresistible.

A la mierda.

Los pantalones de alquiler y mi ropa interior acaban en la cima del montón antes de deslizarme con cuidado dentro, sin poder contener el gemido de satisfacción que me arranca el calor cuando me lame los nervios molidos. La bañera es tan grande -y yo soy tan bajito- que quepo dentro perfectamente con las piernas estiradas. Sumerjo la cabeza en el agua y el mundo sobre mi cabeza se vuelve un borrón difuso, desaparece. Todo lo hace, en realidad.

Parece que han pasado mil años desde la última vez que pude tomar un respiro. Durante todo este día de locos no he hecho más que correr de un lado a otro, dejándome llevar por todo el mundo y sin un momento de descanso. Ahora lo último que me apetece es enfrentarme otra vez a Raymond o ponerme a lidiar con el barullo en que se ha convertido en mi vida. Sólo de pensarlo me duele tanto la cabeza que parece que me va a estallar.

Y, hablando de todo un poco, no es lo único que está a punto de reventar en mi cuerpo.

Emergiendo del agua otra vez, me quedo mirando con gesto crítico a la barra de hierro palpitante de entre mis piernas.

Por Dios, ¿qué pasa conmigo?

-No vas a bajarte, ¿verdad? -me lamento, y pruebo a dar un toquecito. Estoy duro como un ladrillo. Y la culpa la tiene ése bastardo.

Apoyo la cabeza cuidadosamente en el borde de la bañera y cierro los ojos. Me esfuerzo en pensar en cosas desagradables. En las bragas que la vecina de Alice siempre tiende en el lado de mi ventana y que ondean como enormes banderas grises los días de verano, por ejemplo; o en el compañero de residencia que tuve en la universidad antes de Édouard, ése que dormía siempre con una bolsa de ganchitos debajo de la almohada y roncaba como una vieja locomotora. Pero no hay manera, la lascivia desnuda de Raymond termina por sobreponerse siempre, y creo que está empezando a volver loca a mi polla.

Es normal, dentro de lo que cabe, que lo esté, después de casi cinco años sin mucha acción y teniendo en cuenta que el evento más notable en mi vida sexual durante ese tiempo ha sido la mamada de esta tarde. Después de… de lo que pasó con Édouard, cada vez que me acercaba a la entrepierna de otro hombre me invadía la rabia y la pena, hasta el punto de que con el tiempo preferí resignarme a no volver a tocar a nadie con intención remotamente sexual en lo que me quedaba de vida. Hoy, Raymond ha llegado como si nada y ha puesto mi mundo del revés y mi polla mirando al techo, y toda la tensión acumulada y guardada bajo llave está empezando a desbordar y a ahogarme. Posiblemente sea por eso por lo que últimamente estoy tan receptivo.

Receptivo o cachondo como un mono, como prefiráis.

En cualquier caso, sólo hay una forma de solucionarlo.

-Vale -suspiro a mi capullo dolorido y enrojecido tras un rato de intenso debate interno-. Tú ganas. Pero sólo porque estoy empezando a hablar a solas con mi pene y eso no puede ser sano. De ninguna manera.

Vuelvo a escuchar con mucho cuidado, y como sólo se oye algún scherzo que no logro identificar, por fin me atrevo a rodear mi glande con dos dedos. Incluso con ese ligero contacto, algo dentro de mis tripas da un fuerte tirón y un sonido estrangulado se me escapa y se aleja de mí reverberando en las baldosas blancas. Consciente de que ha parecido el gañido de un animal apaleado, me muerdo el labio inferior y me esfuerzo por contener otro gemido mientras deslizo la mano por toda la extensión de mi miembro, muy suave, muy despacio.

Inconscientemente, mis movimientos van haciéndose más rítmicos. Como el chapoteo está haciendo más ruido del necesario, quito el tapón y me escurro hasta quedar tumbado boca arriba, las rodillas flexionadas. Hago presión en la punta, después fricción, y mi respiración agitada es el único sonido que se hace eco en la estrecha cavidad en la que estoy acurrucado. La espalda se me arquea con un estremecimiento, y la sangre que mi corazón bombea como loco se acumula en mis mejillas y en la entrepierna. En algún momento, mi mano se toma la libertad de trepar hasta mi pecho para atrapar un pezón.

Entonces resuello, retorciéndome en un placentero espasmo, y algo caliente se me desparrama por el vientre. Automáticamente, toda esa tensión que llevaba acumulando todo el día se diluye, se cuela por el desagüe y deja mi cuerpo desparramado en la bañera, como si mis huesos se hubieran vuelto de gelatina.

Dios. ¿Por qué no haré esto más a menudo?

Todo sería perfecto de no ser por el suave ronroneo que se hace oír por encima de mis jadeos.

-Qué exhibición más encantadora –Raymond sonríe, justo encima de mi cara, y yo me encojo, haciendo lo imposible por empequeñecer hasta licuarme y fundirme con las diminutas gotas de agua diseminadas por la bañera. Es una lástima que eso no ocurra y que me tenga que enfrentar a él de todas maneras-. Ah, no pongas esa cara, Louis. Ése mohín que haces sólo me da más ganas de follarte la boca.

Y por cosas como ésta, juro que nunca más volveré a olvidarme de echar el pestillo del baño.

-Me niego a dormir contigo en la misma cama.

Digo esto mirando al suelo, donde a todas luces voy a pasar esta noche, mientras le arranco a Ray la almohada de las manos. Él observa en silencio cómo la coloco a una distancia segura del colchón. No es que sea necesario que haga ningún comentario; en cuanto levanto la vista puedo ver en su expresión lo mucho que se está divirtiendo a mi costa.

Dándole la espalda, me tumbo sobre el frío parqué y me arropo con el abrigo. Como ya es tarde para volver al apartamento de Alice a recoger mis cosas, y a falta de nada mejor, me he vuelto a poner parte del traje. Prefiero eso a tener que pedirle ropa a Ray y humillarme todavía más.

-No voy a violarte, gatito -asegura al fin, y por la proximidad de su voz me figuro que sigue tumbado de lado en la cama, cerca del borde y de mí-. Aunque créeme, nada me gustaría más que darle un buen meneo a ese culo tuyo. Eso si no fueras un estrecho, claro.

-A mí me gustaría meterte un zapato en la boca, pero como soy una persona educada me conformo con pedirte que te calles -gruño, presa de un repentino ataque de rabia.

Él hace caso omiso.

-Tampoco me importaría dejar que me montaras. Tienes un buen manubrio.

La imagen del prostituto sacudiéndose debajo de mí con el vaivén de mis envites provoca que la sangre me bulla furiosa en la cara y el cuello. Joder. En serio, tengo que dejar de imaginarme cosas o a este paso conseguiré que se me reviente una vena en algún sitio.

-Estás salido –giro la cabeza y le hago una mueca. Ray se lame los labios, apoyado en un codo-. Lo cual es muy conveniente para tu profesión, pero se hace insufrible para el resto de seres humanos. Dios, ¿también acosabas sexualmente a los que hubo antes de mí? –sus caninos relucen un instante en la oscuridad, y decido que no quiero saber la respuesta. -. ¿Sabes? No contestes. Ya he tenido bastantes estupideces tuyas por hoy.

Vuelvo a hundir la cabeza en la almohada con un suspiro y aprovecho para programar la alarma de mi móvil a seis. Excepto hoy, viernes, la jornada laboral –por decirlo de alguna manera- de mi protégé empieza a las ocho de la tarde y termina a las ocho de la mañana. Tengo pensado acercarme al piso de Alice antes de eso para coger ropa y algunas cosas. Porque voy a seguir adelante con esto. Vaya que sí.

-Puedes ser muy gruñón cuando quieres, gatito.

-Cállate y duérmete de una maldita vez –espeto, medio en sueños. Ray ríe suavemente, pero por suerte no añade nada más, y enseguida todo se queda en calma.

Justo antes de quedarme dormido, las palabras de Alice bailan ante mis ojos cerrados. Ella, que no tiene en mente a ningún otro ser que no sea ella misma, ha decidido preocuparse por mí. Sí, a su manera, pero es un bonito viniendo de su parte. Me ha conseguido un empleo fijo, con un buen sueldo y algún tipo de inspiración, y sólo quiere que escriba algo decente a cambio.

Bien, pues lo haré. Y nadie va a impedírmelo. Ni siquiera los impulsos animales de Raymond Greenwich.

Con ese último pensamiento triunfal, las comisuras de mis labios suben un poco. Después, se hace la oscuridad.

La luz muy tenue entra por la ventana, lo bastante intensa para despertarme un minuto exacto antes de que suene la alarma. Alargo el brazo y busco mi móvil a tientas por el suelo, ignorando el dolor de espalda producto de una noche durmiendo en una superficie dura como el ladrillo, y me incorporo muy despacio. Me restriego los ojos y echo un vistazo a la cama. Esperaba encontrarme la forma compacta de Ray, pero en su lugar veo la figura diminuta y delgada de mi admirador, a quien se le iluminan brevemente los ojos en cuanto éstos se encuentran con los míos.

-Hola, guapo –suelta con su poderoso acento antes de que me dé tiempo a reaccionar-. Tenemos que hablar ahora que no está ese animal. Es mejor que alguien te avise antes de que tengamos una desgracia.

-¿Desgracia? –mascullo, pasando por alto el hecho de que el tipo (¿Sacha, se llamaba?) se ha colado en nuestra habitación y me estaba espiando mientras dormía. Los comportamientos psicopáticos deben ser normales en el Chat Bleu, pero creo que me estoy acostumbrando a ello.

-Sí –su mirada se vuelve dura mientras habla, y a mí los pelos de la nuca se me ponen de punta por algún motivo-. Mira, soy quien más lo ha sufrido de todo el Chat, además de los otros que tuvieron que encargarse de él antes. Me siento en la obligación de prevenirte, para que no pase lo mismo que con ellos.

Asiento. De pronto tiene toda mi atención. No obstante, en lugar de hablar se pone en pie y me hace un gesto para que lo siga. Antes de cerrar la puerta tras de mí, siento un escalofrío trepándome por la espalda.

Algo me dice que va a ser un día muy largo.

 

 

4

Un gatito tocado y hundido

 

Cuando entro en la habitación de Sacha, me quedo helado.

El cuarto (que está justo enfrente del de Raymond, lo que me hace sospechar que mi Sacha ha estado esperando a que mi protégé se marchara para colarse dentro de la nuestra) parece la fiel réplica de esas salas de tortura típicas de las películas de serie B, oscura y siniestra. No tiene nada que ver con las inocentes sesiones de spanking que Raymond me había hecho figurarme anoche; y menos todavía con la imagen que da mi anfitrión, tan… como de porcelana.

Hago el esfuerzo de no mirar alrededor, pero no puedo controlar el que mis ojos se paseen más tiempo del debido en la variada selección de instrumentos de depravación sexual diseminados por la habitación. Mi mente morbosa se detiene en particular en un potro relegado a una esquina y en la especie de grilletes que cuelgan de la pared junto a él. No necesito más incentivos para imaginarme qué clase de cosas tienen lugar entre estas cuatro paredes.

De todos los lugares en los que podría estar ahora mismo, tenía que acabar en un emporio del sadomasoquismo como éste.

No debería estar aquí. Podría escribir al menos diez libros con todos los motivos, pero de los porqués que estoy barajando, éstos son con los que me quedo de momento:

1. Tendría que estar de camino a mi antiguo apartamento, al menos si quiero llegar y coger mis cosas antes que llegue Alice.

2. Aunque Ava me ha dejado este día para aclimatarme, me inquieta un poco que Raymond no estuviera en su cama. El picor en mi nuca me dice que no puede ser bueno.

3. Ya tengo bastante con un prostituto acosándome como para que ahora empiece a hacerlo también Sacha.

4. El que Raymond sea un gilipollas no quiere decir que vaya por ahí torturando gatitos o esas cosas. Más bien parece un niño enrabietado con el mundo.

Ahora mismo se me ocurren un par más acerca de lo mal que suelen acabar las personas que siguen a extraños, pero sacudo la cabeza y cuadro los hombros. Ya da igual. En teoría Sacha sabe algo de Raymond, algo que probablemente suponga la diferencia entre acabar violado o no, de modo que voy a hacer de tripas corazón y a escuchar lo que tenga que decir. Luego ya decidiré si creerle o inclinar la balanza a favor de mi protégé.

Mis pies se hunden en una mullida alfombra sin hacer el menor ruido antes de sentarme en el diván negro que me indica Sacha. Él aparta un dildo monstruosamente grande de la cama y se acomoda en el borde con las piernas cruzadas.

Dios. ¿Pero qué clase de cuerpo puede tragarse eso?

-Ayer tuve trabajo –dice el chico de improviso, interpretando mi mirada de horror fascinado como una reacción al caos generalizado de la habitación y no a ésa cosa desproporcionada y aterradora. Yo trago saliva y digo lo primero que se me pasa por la cabeza:

-Con… herr Zimmermann, ¿no? –me obligo a mirar un punto indeterminado entre la pared y mi interlocutor. Un punto seguro, sin ningún instrumento de tortura sexual, sólo un muro negro-. Tu cliente.

Sacha se lleva una mano a la hebilla de la especie de collar de cuero que se cierra en su garganta.

-Mi amo.

Parpadeo.

-Tu amo –no puedo contener el impulso de pasarme la cara por la mano-. Oh, Jesús.

Mi anfitrión me mira con la cabeza ladeada inocentemente, sin comprender. Yo contengo el impulso de decirle que están todos locos en este sitio, pero eso no sería muy educado, y no quiero terminar enfrentándome al amo de Sacha para averiguar si en mi culo cabe un consolador del tamaño de mi antebrazo. En lugar de eso, inspiro hondo, me froto la frente y cambio de tema.

-¿Todos los trabajadores del club vivimos en él?

Él parece olvidar nuestra conversación al instante. Niega.

-No, no. Sólo unas pocas personas del servicio, Ray, tú y yo –sonríe, y me muestra unos dientes perfectos, muy blancos. La verdad es que es un chico muy guapo-. Para mí y para herr el Chat es como nuestra casa.

Asiento, al tiempo que estudio con disimulo a mi interlocutor. ¿Cómo habrá terminado ejerciendo la prostitución? Por su forma de actuar parece una persona de buena familia, y, dejando a un lado el meterse en habitaciones ajenas para espiar a sus ocupantes, es simpático y educado. Huelo una buena historia detrás de todo eso, y me encantaría indagar un poco en la vida de Sacha, pero no es a eso a lo que he venido. Quizá en otro momento, después de haberme ganado su confianza y cuando no me dé tanto miedo el mero hecho de estar en esta habitación. Además, quién sabe si eso lo habrá aprendido dentro del propio Chat.

De ser así, Raymond tiene Educación y Modales como asignatura pendiente y no hay visos de que vaya a aprobarla pronto.

Al final, me inclino por aparcar el asunto, por mucho que mi instinto me pida lo contrario.

-¿Qué es eso de lo que querías prevenirme?

-Ray es peligroso -replica, su mirada endureciéndose.

-Eso ya me lo has dicho. La verdad, no me hago a la idea de en qué sentido puede serlo.

Sacha se lleva la mano al pecho, visiblemente ofendido.

-No me crees.

-No es que no te crea. No del todo, al menos –resoplo-. Es sólo que no entiendo cómo puede ser peligroso dentro de un sitio como éste, tan susceptible y marcado por la necesidad de guardar las apariencias. Si yo fuera Ava y manejara una casa de citas con este caché no dudaría en darle la patada si sospechara que su comportamiento puede poner en compromiso al club.

Sacha ladea la cabeza otra vez y adopta una expresión pensativa. Después se levanta en un movimiento grácil sin decir nada y se desliza contoneando las caderas hacia un rincón fuera de mi ángulo de visión. No me giro para verlo; no quiero toparme con otro juguete sexual que me haga tener pesadillas esta noche, así que espero mirándome los cordones de los zapatos.

Por suerte no tengo que esperar mucho, porque enseguida vuelve a sentarse en su cama con un grueso sobre entre las manos y me tiende un par de folios mecanografiados.

Es la ficha de un trabajador del Chat. En la fotografía, un hombre de mediana edad me mira ceñudo.

-Creo que no debería ver esto –le devuelvo los folios, pero Sacha no hace ademán de cogerlos. Yo vuelvo a echarles un vistazo y entonces caigo en la cuenta de que hay un par de líneas manuscritas al pie de página. Dicen que el tipo abandonó el puesto a los seis meses, solicitando además una enorme indemnización a cambio de su silencio respecto a cosas que no se especifican.

-Sébastien fue la primera persona a la que contrató Ava para encargarse de Ray –Sacha agarra un cojín de su cama y empieza a juguetear con los flecos-. Fue poco después de que llegara al club, hace seis años. Por lo que me han dicho, los primeros meses ni siquiera ella podía controlarlo. Parecía una fiera.

¿Más todavía?

Mientras él habla, leo por encima el perfil. El tal Sébastien había trabajado en un par de reformatorios en Lyon y Nanterre antes de ser contratado en el club. Vaya. Ava apostó fuerte al principio, pero por aquel entonces Raymond tenía dieciocho años y era un adolescente en plena efervescencia hormonal. Inmediatamente lo sentí por el tipo que tuvo que encargarse de él.

-Aquí no dice lo que le pasó.

-No lo dice ahí ni en ningún sitio, cariño –Sacha se aparta el flequillo de la cara-. Pero no es nada que no puedas imaginar.

Yo me rasco la sombra de barba.

-Lo siento, pero no puedo creerme que un tío de metro noventa y noventa y cinco kilos, con experiencia con chicos problemáticos, fuera incapaz de controlar a un chico.

Mi anfitrión tuerce la cabeza como antes, un amago de sonrisa en sus labios. Alarga la mano para que le dé la ficha y me la cambia por otra mucho más extensa, con más de una decena de folios grapados y sembrada de anotaciones. El perfil es de hace un par de meses y éste candidato tiene sólo un par de años más que yo. Su cara sonriente es un sol que resplandece en el frío y gris documento.

-Él es André. Vino en septiembre, y en octubre Ava ya le había pagado un viaje a las islas griegas para recuperarse de una crisis nerviosa.

-¿Una crisis…? –cierro la boca. Acabo de leer que el Chat Bleu también pagó los gastos de hospitalización de André después de sufrir varias fracturas en un accidente de ciclomotor-. Joder, sí que es un psicópata.

Sacha deja a un lado el cojín, justo encima de aquel dildo enorme, y menea la cabeza riendo.

-No, no; él no lo tiró de la moto, sólo lo llevó de juerga a los bajos fondos de París. Resulta que André era muy sensible al alcohol. Bueno, y a Ray. Aunque no fue por eso por lo que tuvo que marcharse –suspira suavemente, con tristeza, antes de cruzarse de brazos-. André era muy agradable. Siempre atento, preocupado por los que estaban a su alrededor, y su error fue pensar que con Ray podría hacer lo mismo.

-Acercarse a él fue su error –sentencio, y Sacha emite un sonido afirmativo.

Aprieto los labios, él se pone a ordenar las fichas. Ninguno de los dos hablamos en un buen rato. Parece que Sacha me está dando tiempo a asimilar lo que me ha contado. Al rato, guarda los documentos donde estaban y se sienta a mi lado. Su peso apenas hunde el cuero del diván.

-Ray es como… el fuego –comienza, dubitativo-. Puedes mirarlo desde una distancia segura, sentir su calor. Pero cuando te acercas demasiado, te abrasa. Y no hay forma de evitarlo o cambiarlo, seas quien seas, hagas lo que hagas.

Al terminar, se encoge un poco de hombros, pensativo, y me deja repasar el resto de perfiles en silencio. Hay al menos una veintena de caras más. Ninguna de estas personas pasó mucho tiempo en el Chat Bleu y todas se marcharon igual: por la puerta de atrás, bien lejos y con una compensación económica a cambio de no hablar con nadie de lo que se cuece dentro del club.

Desafortunadamente, en los papeles tampoco se cuenta qué fue lo que hizo Raymond para librarse de todas esas personas. Cómo las llevó al límite.

¿Por qué tomarse tantos esfuerzos en ser un gilipollas todo el tiempo?

-Hay algo raro en él.

Levanto la cabeza, perdiendo el hilo de lo que estaba pensando. Sacha sigue en la misma posición que antes, pero el tono de su voz revela un atisbo de preocupación. ¿Será por mí?

-No puedes acercarte –continúa- y tampoco puedes evitarlo. Aunque no quieras, siempre acabas intentando llegar a esa parte escondida de él, porque te seduce, te atrae hasta que es demasiado tarde.

Gruño, asintiendo despacio. Con sólo unas horas con Raymond puedo decir que sé de lo que me habla. De hecho, hablar de él me da más ganas de investigarlo y de saber más, algo que, visto lo visto, no es buena idea.

-¿Qué quiere esconder? –farfullo frustrado.

Sacha se pone en pie con un sonido airado.

-Eso es algo que no sé ni yo, que estuve compartiendo habitación con él tres años y medio –parpadea, y distingo un tinte de amargura en sus ojos grises-. Imagina.

Sin decir nada, me quita los papeles y desaparece. Yo me pongo en pie y cojo mi abrigo. Supongo que nuestra pequeña reunión ya ha terminado.

Aunque aún me queda una cosa por preguntar.

-¿Les hablaste de esto también a los demás? -la cabeza de Sacha se asoma desde detrás de la enorme cama.

-No -niega, con un atisbo de culpa, y gira la cara hacia lo que estaba haciendo.

-¿Y por qué yo, entonces?

Antes de contestar, mi admirador hace mucho ruido con los papeles. Después de un largo trajín, se levanta y se encoge de hombros.

-No quería ver a más gente pasar por lo mismo.

Hago un movimiento de cabeza que podría pasar por un asentimiento. Pero no le creo.

Son las ocho de la mañana cuando salimos del club. Sacha se ha empeñado en acompañarme al piso de Alice y yo no he sabido decirle que no. Lo único que puedo decir en mi defensa es que me siento tan perdido aquí que necesito desesperadamente una cara amiga cerca, y Sacha parece ser la mejor opción de momento. Además de resultar bastante agradable, conoce todos los secretos del Chat y está dispuesto a compartirlos conmigo y a guiarme en este mundo tan raro; así que presto mucha atención al bajar las escaleras, cuando me cuenta con pelos y señales el funcionamiento del sitio con sus botines de cowboy blancos y negros, como la piel de una vaca, haciendo un ruido infernal en los escalones.

-Entonces, ¿necesitas una invitación para acceder a los servicios del club? –pregunto una vez en la calle, con la llaves del cascado Citroën AX que heredé de mi padre en la mano.

-Sí, todos los futuros clientes del Chat deben recibir primero la invitación de alguien de dentro, ya sea otro usuario o incluso un trabajador –responde mecánicamente, igual que si estuviera recitando la información de un manual. Yo alcanzo la puerta de mi coche y quito el taco de multas del parabrisas antes de meterme dentro. Sacha se queda muy quieto fuera, mirando la pintura arañada del capó como quien acaba de ver algo viscoso y peludo salir de debajo de su sofá.

-¿Qué es esto?

Meto la llave en el contacto y mi viejo compañero me responde con un ronquido. Yo doy una palmadita cariñosa al salpicadero para después sacar la cabeza por la ventanilla y enarcarle una ceja a Sacha.

-Mi coche.

-Nadie diría que eso es un coche.

-¿Cómo que no? Tiene cuatro ruedas y un motor, no necesito más.

Él levanta la barbilla, muy digno.

-Puede que a ti te baste con ésa caja con ruedas, pero yo tengo una imagen que mantener –lanza un suspiro dramático al ver mi nula reacción. Entonces gira sobre sus talones y se encamina de nuevo hacia el club-. Vamos, iremos en el mío.

Pongo los ojos en blanco, pero me resigno a seguirle. En menos de cinco minutos estoy sujetando el volante de un Porsche 911, con el suave ronroneo del motor de fondo y todas las miradas puestas en la impoluta carrocería blanca y en la reveladora pegatina de un gato azul en el guardabarros. Durante un fugaz momento pienso en mi pobre Citroën, ahora solo y abandonado a su suerte en el garaje del Chat, rodeado de vehículos imponentes como las carteras de sus propietarios. Con amargura, me doy cuenta de que es la triste metáfora de mi vida, pero por suerte o por desgracia, el contacto de cuero del volante me intoxica y me hace olvidar mi coche a una velocidad prodigiosa, más o menos la misma que puede alcanzar éste trasto.

Es tan alucinante.

-Dime por qué tienes coches de casi doscientos mil euros si ni siquiera puedes conducirlos –pregunto por enésima vez, con una mano apreciativa en la tapicería negra. Además de éste, que con toda seguridad es su favorito, mi admirador posee una variada colección de deportivos, cada cual más caro y potente que el anterior. Al parecer, el hecho de no tener permiso de conducir no debe de suponerle un obstáculo a la hora de sacar el talonario en los concesionarios de Europa.

Sacha deja de contemplar el discurrir del Sena a su izquierda y me sonríe con coquetería desde el asiento de copiloto. Una vuelta en su juguetito parece haberle ayudado a recuperar su frívola despreocupación. Rápidamente, se quita las gafas de sol y me las coloca.

-Sólo los tengo para que me lleven chicos guapos como tú –aprovecha que me detengo en un semáforo y se inclina sobre mí. Sus manos se posan en mi hombro, la barbilla apoyada sobre ellas, y su aliento me hace cosquillas justo debajo de la oreja, detrás del lóbulo. El repentino contacto casi me hace saltar en el sitio-. Te quedan bien las gafas -susurra-. Aunque seguro que a ti te queda bien cualquier cosa.

Vuelvo a arrancar y me giro para hablarle del punto tres de mi lista de cosas de antes, pero en lugar de eso mis labios se topan con los suyos. Es sólo un segundo, pero basta para que esté a punto de estamparme contra una farola. Gracias a Dios, antes de eso me da tiempo a dar un volantazo y esquivarla en el último momento, metiéndome de lleno en la acera y enviando a Sacha contra su ventanilla. Tocados por la suerte una vez más, no matamos a nadie en el proceso, pero el corazón se me sale del pecho tanto a mí como a los paseantes y conductores de alrededor. Cuando un par de personas se acercan para interesarse por nosotros, me obligo a levantar una mano temblorosa, indicando que estamos bien.

-Au –se lamenta suavemente mi copiloto, al mismo tiempo que se frota la nuca.

Oigo protestas airadas que vienen de fuera. Procurando que el enfado monumental no me desborde, arranco el Porsche y doy marcha atrás. No me detengo hasta que puedo estacionar el vehículo en un bulevar cercano a Rivoli. El lugar me trae malos recuerdos, pero no me encuentro en estado de andar conduciendo. No con estas ganas de estrangular a alguien que tengo.

Exhalo muy despacio, entre dientes, y entonces lo miro. Sacha está acurrucado en su sitio, y por su expresión parece un niño esperando una bronca.

Pues la va a tener.

-¿Estás loco? –Espeto-. ¿Qué narices hacías intentado abusar de mí mientras conducía?

-¡No estaba haciendo eso! –se defiende, ruborizándose un poco-. ¡Sólo ha sido un beso!

Yo cruzo los brazos sobre el pecho.

-Ya. De momento es sólo eso –ya me imaginaba lo que iba a pasar. Lo llevo presintiendo desde que salimos del Chat, pero estaba tan aliviado de encontrarme con un aliado que decidí pasarlo por alto-. Para eso querías ayudarme, ¿no? Para alejarme de Raymond y así poder ser tú mi acosador personal.

Los ojos de Sacha se abren mucho al mirarme, muy brillantes.

-No me puedo creer que pienses eso de mí –dice, el dolor palpable en su voz-. No quería… No quería violarte ni nada de eso. Es sólo que…

-¿Sólo que qué? –casi grito, sorprendiéndome por la agresividad con la que aprieto el volante.  Mi acompañante se encoge, asustado, y enseguida comienzo a sentirme algo mal. Yo no soy así. Por muy enfadado que esté siempre procuro ser razonable. Debe ser la tensión de estar siendo asaltado a todas horas, que me está volviendo majara. Vuelvo a respirar por la boca, en un intento de relajarme y me froto los ojos con una mano-. Por favor, sigue.

Sacha traga saliva. Su mirada rehúye la mía, escondiéndose en los pliegues de su fino jersey.

Yo espero pacientemente, mis manos quietas sobre mi regazo. Quiero demostrarle que no me lo voy a comer, y aún tienen que pasar unos segundos más antes de que Sacha hable otra vez, con un murmullo apenas inteligible:

-Pensé que eras… más abierto.

¿Abierto?

-¿Más abierto? ¿A qué te refieres?

-Da igual –él se gira todo lo que puede en el asiento para darme la espalda y sus hombros se sacuden un poco. Por algún motivo, verlo así me parte el corazón. Sin que se me ocurra nada mejor, apoyo una mano justo sobre su columna y froto suavemente-. Eh. Lo siento. Sólo quiero devolver un poco de paz a mi vida. Compréndelo, estoy hecho polvo, no entiendo la mitad de las cosas que están pasando a mi alrededor y antes casi nos convierto a los dos y a tu coche en comida para gatos.

A juzgar por el movimiento de sus músculos bajo mi mano, Sacha parece relajarse un poco. Al menos se digna a sentarse derecho y a dedicarme una tímida ojeada después de secarse las mejillas.

-No tengo a nadie en el Chat, aparte de Ava –susurra-. Al principio, por ser el compañero de Ray, y luego porque todos esos estirados piensan que soy un rarito al que sólo le pone cachondo que lo encadenen a la pared. Y ha sido así siempre. Pero tú… no sé. Parecías distinto a ellos.

Echo un vistazo a mi acompañante, con el pelo cortado de ésa forma tan rara y con sus pantalones de cuero y los extravagantes botines que en este momento se apoyan sobre la tapicería de cuero. Y mejor no pensar en su cuarto.

De hecho eres un rarito. Pero no una mala persona. Creo.

-Bueno, puedo ser tolerante, pero lo cierto es que ya cansa que últimamente todo el mundo quiera tener sexo conmigo.

-Ya te he dicho que no quería acosarte -enfurruñado, me hace un mohín-. Sólo quiero que seamos amigos.

Claro, y por eso casi me metes la lengua hasta la laringe -refunfuño.

-Exagerado, sólo fue la punta.

Me hundo en el asiento y sacudo la mano.

-Lo que sea. Oye, te creo, ¿vale? Y no me importa lo que hagas en tu vida privada o… en tu trabajo. Eso es cosa tuya. -Sacha se yergue y me mira ansioso-. Me… caes bien, supongo. Pero no nos conocemos de nada. Lo único que sé de ti es que vives en una mazmorra que haría las delicias del Marqués de Sade, y lo único que tú sabes de mí es que acabo de empezar en el Chat y que mi pertenencia más valiosa es un abrigo de treinta euros.

Sacha ladea la cabeza, en un gesto que parece repetir mucho, y al hacerlo parece un pajarito.

-Eso tiene fácil solución.

-¿Eh?

Él alarga la mano y gira la llave en el contacto. El motor, que llevaba un rato ronroneando suavemente, enmudece.

-Cuéntame algo de ti. Lo que quieras.

¿Qué?

-Mira, me encantaría hablar contigo, pero no tengo tiem… -miro el reloj, y me doy cuenta de que, entre casi acabar hechos mixtos contra una farola y esta conversación, se me ha ido media mañana. Alice debe estar en casa, durmiendo, y no seré yo quien vaya a despertarla. Ya he cubierto el cupo de veces que puedo arriesgar mi vida hoy. Derrotado, dejo caer la cabeza sobre el volante-. Vale, ya da lo mismo. Dime lo que quieres saber.

Mi compañero se encoge de hombros.

-No sé. Puedes contarme qué hace un chico sexy como tú limpiando los trapos sucios de un puto de lujo.

Cuando lo miro, Sacha ha dejado caer los párpados y me mira a través de las pestañas, aunque esta vez no me siento acosado. Creo que el flirteo es algo inconsciente en Sacha. Me aparto del volante.

-Soy escritor -digo. No es mentir exactamente, y queda más romántico que decir que soy un desastre al que no quieren en ningún restaurante de la ciudad-. Fracasado. Mi… agente, por decirlo de alguna manera, es una vieja amiga de Ava, y decidió recomendarme al Chat para ver si encuentro la inspiración. Aunque no sé qué clase de ideas pueden ocurrírseme rodeado de meretrices todo el día.

Sacha lanza una carcajada. Es un sonido agradable, y cuando me quiero dar cuenta, me estoy riendo con él, tan fuerte que me duelen las costillas.

-Es patético, lo sé -resuello, una vez que el aire vuelve a mis pulmones.

Él se sacude, todavía atrapado en una risilla tonta.

-No tanto como ser un puto que folla menos que una monja.

-¿En serio? Por el circo que tienes montado en tu cuarto no lo parece.

Él sacude la mano.

-Desde que llegué al Chat, tengo un contrato de exclusividad con herr. Es el único Dom del club, así que no tengo mucho trabajo. Menos mal que paga bien.

-¿Dom?

Sacha vuelve a reírse.

-No estás muy puesto en esto del BDSM, ¿verdad? -sonríe, y sus dedos tamborilean de forma reveladora sobre el collar de cuero.

Oh, joder.

-Está bien, ya lo pillo -digo, antes de que Sacha se ponga a explicarme nada, y pienso rápidamente en otro tema:-. ¿Cuándo llegaste al club? Pareces un poco joven.

Un poco demasiado.

-El año pasado. Oye, que soy mayor de edad. Tengo diecinueve.

-El año pasado, ¿eh? O sea que de tres años compartiendo habitación con Raymond nada.

Las mejillas de Sacha adoptan un bonito tono granate.

-Era para darle un poco de tensión, señor agente. Aunque puedes ponerme contra la pared y cachearme si quieres -frunzo el ceño, y el me da una palmada en la rodilla-. No te enfades, cariño. Tienes que admitir que dos años con Ray son como tres. O cuatro.

O como toda una jodida eternidad.

Un sonido estridente nos saca a los dos de la conversación. Sacha se hurga en los bolsillos y saca un móvil de última generación. Al ver el nombre en la pantalla, me informa:

-Es Chiara. La secretaria de Ava -la carita de duende de la recepcionista me salta a la mente. Digo que sí con la cabeza mientras él contesta-. Ciao, bella –pausa. Mi nuevo amigo se pasa la lengua por los labios y me mira-. Sí, está conmigo -otra pausa, y Sacha cambia de posición en el sitio con nerviosismo-. ¿Y Ava todavía no lo sabe? -pausa-. Vale. Vamos para allá. Sí, volando -cuelga, y mete de nuevo la llave en el contacto-. Corre, arranca.

-¿Qué pasa?

Sacha emite un sonido exasperado.

-Es Ray. Está haciendo de las suyas.

Chiara nos espera en la misma puerta del Chat. Su moño perfecto se ha convertido en una cola de caballo mal hecha y tiene las mejillas sonrosadas de andar corriendo de un lado a otro. Al vernos casi parece que va a echarse a llorar.

-¡Sacha! –gimotea, lanzándose sobre mi compañero-. ¡Éste hombre va a volverme completamente loca!

-¿Qué ha hecho ahora? –pregunta él, mientras franqueamos la puerta y nos adentramos en el club, precedidos del taconeo de la duendecilla.

-Ha saqueado la bodega y ha llenado un jacuzzi del segundo piso con todas las reservas de Romanée-Conti que tenía Ava. Después debe haber dejado abiertos los grifos, porque todo ha desbordado hasta alcanzar la mitad del pasillo.

Sacha se queda un poco pálido.

-Oh, dios. Y Ava…

-Ava no sabe nada, de momento, pero alguien tiene que limpiar lo de arriba sin que se entere –Chiara coge las manos de Sacha y se las lleva al pecho casi con desesperación-. Por favor, ocúpate tú de la recepción mientras yo la entretengo.

Él se marcha corriendo como respuesta, dejándome solo con la chica. Inmediatamente, ella se vuelve hacia mí.

-Louis… Louis, ¿verdad? –digo que sí-. He conseguido encerrar a Ray en la piscina, abajo, pero ahora se niega a salir a no ser que vayas tú. Por favor… –dice, anticipándose a lo que pueda decir, y yo simplemente asiento.

¿Tengo permiso para ahogarlo?

-¿Dónde está la piscina?

Chiara señala un corredor a la derecha del hall.

-Por ahí, todo recto. Al final del todo hay una puerta; sólo tienes que bajar las escaleras. Suerte.

Yo ya estoy corriendo.

Bajo de tres en tres los escalones desiertos. Al final de la escalera hay una puerta atrancada con el palo de una escoba, obra, me imagino, de la pobre Chiara. La escena me hace pensar inmediatamente en un animal salvaje al que hay que encerrar para que no haga fechorías. Conteniendo una retahíla de insultos muy imaginativos, desatranco la puerta.

La piscina –climatizada, por supuesto-, tiene un tamaño ridículamente grande y todo lo que un millonario putero pueda necesitar. A mí, no obstante, lo único que me interesa es la cabeza que rompe la superficie del agua justo en el centro. Su sonrisa sesgada asoma justo por encima de su línea de flotación. Yo intento no tirarle una silla a la cabeza mientras me acerco muy despacio.

-Hola, gatito –saluda después de nadar hasta el borde. Sólo entonces me doy cuenta de que toda su ropa está al otro lado de la piscina. Resoplo.

-¿Puedes explicarme por qué haces eso?

-¿Bañarme desnudo? ¿Por qué no?

-Sabes que no me refiero a eso, pedazo de idiota.

-Mi gatito no estaba para entretenerme –se aparta el cabello mojado de la cara y me sonríe, goterones resbalándole por las mejillas-. De todos modos, Ava no iba a beberse esos vinos ella sola.

Dime una sola razón por la que no tenga que ahogarte ahora mismo.

-Sal de ahí de una vez.

Ray se pasa la lengua por los labios un par de veces. Después, con una lentitud tortuosa, señala un punto indeterminado a mi espalda.

-Tráeme esa toalla.

Está bien.

Pero sólo para terminar con esto por fin.

Doy media vuelta y le acerco la toalla, procurando mantenerme a un metro del agua.

-Venga. Sal.

Mi protégé alarga el brazo.

-No llego, genio –yo gruño en respuesta, aunque me acerco un poco más a regañadientes.

-¿Sabes qué he querido saber siempre? –pregunta antes de coger la toalla

¿Por qué eres tan insoportable? Sí, yo también siento curiosidad.

-Sorpréndeme.

-Siempre he querido saber si todos los gatitos odian el agua.

De pronto, me agarra del brazo y tira de mí.

En un momento, no hay oxígeno en mis pulmones y sobre mi cabeza se cierra un muro de agua. Viviendo la peor de mis pesadillas, sacudo los brazos inútilmente, una bola de pánico cerrándose en mi estómago, pero todos los esfuerzos son inútiles.

No odio el agua. Me aterroriza.

Tendría muy claro que voy a morir de no ser porque una mano me agarra y tira de mí con fuerza. Ray se ríe como un psicópata mientras me rodea el cuerpo con un brazo para evitar que vuelva a hundirme como una piedra.

-Creo que alguien necesita unas clases de natación.

-M-muérete –jadeo, y le pego un puñetazo en el pecho, con el corazón todavía queriéndoseme salir por la boca-. Y… suéltame.

Él hace un gesto indiferente.

-Como quieras –y me suelta, aunque a mí me da tiempo a aferrarme a él antes de sumergirme otra vez sin remedio-. ¿Qué? ¿Ahora sí que quieres tocarme? Qué indeciso eres, gatito.

Yo me lamento como un animalito, pero no hay nada que hacer por evitarlo. Sólo puedo abrazarme a él como si la vida me fuera en ello y apretar la cara contra su pecho, temblando sin remedio.

-Para… por favor. Te lo suplico. Sácame de aquí.

De puntillas y con la espalda apoyada en el borde, no necesita ningún brazo para sujetarse, así que su mano libre tiene carta blanca para deslizarse por debajo de mi pantalón. Todo mi cuerpo se tensa aún más.

-Eres un cerdo –escupo contra su pectoral, pero no puedo escabullirme de él. Estoy atrapado.

-Lo sé –sus dedos se cierran sobre mi pene, que responde palpitando con fuerza contra su piel-. ¿De qué tienes miedo, gatito?

-Cierra el pico.

-Ciérramelo tú.

Gimo. Un dedo me frota el glande sin piedad. Yo le mordisqueo en venganza, pero no parece surtir efecto, porque el movimiento de fricción se hace más intenso. Me sacudo, un escalofrío recorriéndome la columna. Intenso pero lento. Me está torturando.

-J-joder.

-Eso es, pequeño. Así estás mucho mejor.

Su mano sube y baja lentamente, caliente y perfecta. Su compañera desciende para agarrarme del culo y auparme, y le rodeo el cuello con los brazos y apoyo la frente sobre su cabeza con un suspiro. La cabeza me da vueltas. Tiene que ser por la falta de oxígeno.

Raymond me muerde un pezón a través de la camisa. Su boca está tan caliente como el infierno.

-Oh, Ray… -instintivamente, muevo las caderas contra su mano y le rodeo la cintura con las piernas para ganar estabilidad. No sé muy bien lo que estoy haciendo, pero me siento tan bien que no puedo parar.

Su cuerpo quema contra el mío a pesar del agua tibia entre los dos. Temblando, empujo un poco más fuerte. Mis respingos reverberan en el silencio.

-Espero que lo estéis pasando bien, caballeros –abro los ojos y me encuentro con la mirada helada de Ava a menos de un metro de mi cara-. Porque estoy empezando a replantearme lo de poner cabezas en picas.

MIERDA.

5

Un gatito castigado

 

La taza se estrella en la pared, justo donde hace unos segundos había estado la cabeza de Ray.

-La próxima vez no pienso fallar –rujo, y con una mano busco el proyectil más cercano.  Mi protégé se parapeta detrás de la cama con una risotada mientras se sacude trozos de porcelana del pelo, pero ésta vez no puede evitar que un estuche de acero le golpee el hombro.

Estoy tan furioso que he olvidado momentáneamente todo el autocontrol que me quedaba. La ira se me escapa a borbotones, puedo sentirla quemando en mis mejillas. No es sólo el que Ava me haya descontado del sueldo (todavía sin cobrar) el valor de la alfombra persa echada a perder por el vino -que ya supone bastante humillación de por sí-, es también la forma en que Raymond me arranca el control de las manos, como si cada vez que me tocara su campo magnético anulara esa parte en mi cerebro que rige mi sentido común. Y ni siquiera sé cómo. Sólo soy consciente de que cada vez que siento su calor, pierdo los papeles y lo único que puedo hacer es restregarme contra él igual que un gato en celo. Como antes.

Al recordar la escena de la piscina, la vergüenza arde en mi estómago y cristaliza en unas ansias irrefrenables de romper el cráneo del culpable. Y hablando del rey de Roma, que por detrás de la cama asoma…

-¿No piensas fallar? –los impactantes ojos verdes del prostituto brillan con diversión-. Para mí que ésa taza no opina lo mismo.

-Cállate.

La lámpara rebota en la cama, muy cerca de él, y cae al suelo, donde se reúne con los restos mortales del resto de mis armas arrojadizas. Alargo la mano y tanteo a mi alrededor, pero ya no queda nada que sea susceptible de provocarle una conmoción cerebral y que no esté anclado al suelo.

-Nunca imaginé que fueras tan temperamental, gatito. Aunque apuesto a que gritarás igual cuando te ensarte en mi cama –sin hacer caso de mi gruñido de frustración, Ray trepa al colchón, deshaciéndose de la toalla que cubría su cintura desnuda, y se reclina perezosamente sobre él. En su cuerpo delgado y atlético no hay un solo signo de tensión a pesar de haberse reunido con una Ava iracunda y después de haber estado al menos un cuarto de hora esquivando tazas y lámparas. Joder, ni siquiera parece molesto-. Si quieres te lo demuestro ahora mismo.

-Te juro que ahora mismo te arrancaría los órganos y los vendería para saldar mi deuda con Ava. Y… -un brillo en su entrepierna me llama la atención. Un vistazo más cuidadoso congela un instante mi enfado-. ¿Llevas un piercing en…? Oh, joder.

Ray sigue la dirección de mi mirada y pasa el pulgar sobre una de las dos insolentes bolitas que le atraviesan verticalmente y de parte a parte el glande. Inmediatamente, mi pene se encoge en simpatía.

-¿Esto?  -ronronea, apoyado en un codo-. No es que fuera voluntario, pero al menos me sirvió para dejar de beber como un gilipollas.

-¿Te hiciste un piercing en la polla estando borracho?

Me hicieron un piercing en la polla estando borracho –se pasa la lengua por los labios-. No es tan malo como parece. Éstas dos han hecho llorar de placer a más de uno y de una. Deberías probarlo.

Mientras habla, acaricia con ternura su perforación, aunque no se molesta en vestirse. ¿Para qué, si su trabajo le exige tirarse medio día en pelotas?

-Ya te gustaría a ti que lo probara –mascullo, sentándome en una silla junto a la ventana. Me cruzo de brazos en actitud pasivo-agresiva. Parte del enfado se ha diluido ya, lo que quiere decir que mi psicóloga no hizo tan mal trabajo en aquellas sesiones de control de la ira.

Mierda. Cómo me gustaría seguir estando furioso.

-Claro que sí. Me encantaría tirarte al colchón y hacer que muerdas la almohada. Sería una visión preciosa de mi gatito –con una amplia sonrisa, enciende un Marlboro. Yo arrugo la frente, pero no por el comentario. Ya estoy más que acostumbrado a sus bravuconerías.

-Esas cosas te matarán algún día –afirmo. Ray suelta el humo con el cigarrillo todavía entre los dientes.

-¿Vendrás a mi funeral?

-Bailaré sobre tu tumba.

Él se cruza los brazos por detrás de la nuca, toda la longitud de su cuerpo extendida sobre la cama, y me dedica un sonido inclasificable, seguramente una risotada.

-Bien. Nunca me han gustado los funerales tristes.

-Bastardo.

-Tú también eres un amor, cariño –contraataca, imitando el tono meloso de Sacha.

Un toquecito nos interrumpe, y al momento un inconfundible flequillo rubio asoma por el quicio, como si se hubiera dado por aludido al instante.

-Eh, princesa, si buscas tus esposas, te has equivocado de sitio.

Sacha termina de entrar en la habitación y hace una mueca de desagrado al ver a Ray espatarrado en la cama y como su madre lo trajo al mundo.

-Nadie te ha preguntado, Ray –resuelve, y me mira a mí-. Lo siento.

Yo sacudo el humo que está empezando a acumularse en el ambiente.

-No te preocupes, creo que me estoy inmunizando a sus estupideces –me pongo en pie y me acerco a Sacha, aliviado de tener por fin un aliado en esta habitación. El otro se ríe.

-Sí, es eso o volverse loco.

Ray me imita. Cuando está junto a nosotros, exhala una nube de humo ante nuestras caras, provocándole un acceso de tos a Sacha. Durante un segundo parece casi decepcionado de no haber causado el mismo efecto en mí, pero no tarda en dejar caer los párpados en un gesto de aburrimiento.

-Bla, bla, bla. ¿Habéis terminado, chicas, o ahora vais a cepillaros el pelo mutuamente y a discutir sobre quién es el más guapo de los Backstreet Boys?

Yo le quito el cigarro de los dedos.

-¿Backstreet Boys? ¿Ésos siguen existiendo? –replico, y sacudo la mano antes de que se le ocurra otra tontería-. Déjalo, Raymond. Ninguno tenemos tiempo para aguantar tus chorradas.

Agarro a Sacha del codo y salimos de la habitación muy dignos, aunque antes de cerrar la puerta, todavía se oye a mi protégé exclamar:

-¿Fans de los Jonas Brothers, entonces?

Aunque ahora no es difícil ignorarlo.

-¿Qué querías? –pregunto una vez fuera y a salvo del otro. Las comisuras de los labios de Sacha se curvan un poco hacia arriba.

-Enseñarte una cosa.

Me guía hasta su habitación. Al entrar me encojo un poco, anticipándome a la visión de la sala de tortura de mi aliado, pero entonces me encuentro con que está todo pulcramente ordenado. Aparte del potro, que sigue en su rincón, el resto de objetos están desaparecidos en combate, y en su lugar, un ejército de ropa ocupa la cama y todas las sillas del cuarto. Arrugo la nariz y me vuelvo hacia Sacha.

-¿Qué estás tramando? -inquiero.

Él me dedica un gesto inocente.

-He estado pensando -dice, y levanta distraídamente la manga de la chaqueta de un traje color marengo-. Para trabajar aquí, vas a necesitar algo más que un cochambroso traje de alquiler.

¿Qué? ¿Ahora os vais a meter también con el resto de mi ropa?

-Así que -prosigue-, mientras estaba en recepción, hice unas cuantas llamadas.

Carraspea un poco, me sonríe casi con timidez y me tiende el conjunto azul oscuro de dos piezas, con una camisa tan blanca como la nieve virgen. Yo me doy cuenta de que ni siquiera he tenido tiempo de quitarme el traje empapado y que estoy literalmente chorreando, aunque ni me acerco a la tela de lo que Sacha me entrega. Tengo miedo de profanar con mis manazas ése níveo algodón de primera calidad que se me ofrece.

-Pruébatelo, por favor -me pide-. No sé cuál es tu talla, así que pedí que me trajeran varias. Aunque creo que ésta es la que mejor te va a venir.

Abro y cierro la boca, sin llegar a articular ningún sonido, y Sacha me mira expectante, con la cabeza ladeada de forma casi imperceptible. Al final, logro graznar:

-¿Ésto es para mí? -el chico asiente, y su flequillo se sacude-. Pero… ¿estás de broma? Todo esto tiene que valer una barbaridad -los dientes me castañetean un poco. Aun así, me alejo un poco del precioso traje azul-. Lo siento, no puedo aceptarlo. Tengo ropa en mi casa, iré ahora mismo y…

-Louis -interrumpe con suavidad, sin bajar la mano que sujeta la prenda-, sabes que Ava no va a dejar que te pasees por su hotel con ése abrigo tuyo, ¿verdad?

-No tengo otro -protesto débilmente.

-Pues por eso te he comprado uno adecuado -señala algo a su espalda, un abrigo de lana negra muy sobrio y elegante. Yo siento que me flaquean las fuerzas. Sólo de pensar en ponérmelo, me duelen los brazos con necesidad-. Considéralo un regalo de bienvenida, guapo. Además, te lo mereces después de haberte llevado todas las culpas por lo de antes.

Volver a pensar en mi castigo hace que me duela el corazón lo bastante como para rendirme. Dejo que Sacha me ayude a quitarme la chaqueta mojada y cojo el conjunto. En cuanto rozo el suave material, no sé si reír o llorar.

-Gracias -susurro finalmente, arrastrándome hacia el baño para probarme una montaña de cosas-. Aunque esto es demasiado. Y odio deber cosas a la gente.

La risa cantarina de mi aliado me llega desde el otro lado de la puerta.

Sin mirarme en el espejo, me despego del viejo traje como una serpiente que muda la piel. Sacha ha pensado en todo, e incluso me ha comprado ropa interior. Es un poco inquietante comprobar que se trata justo mi talla, pero me alivia tanto ponerme algo seco y caliente encima que casi me da lo mismo. Lo atribuyo simplemente a su buen ojo y sigo embutiéndome los pantalones.

Estoy al menos una hora probándome ropa. Sacha me hace salir cada vez que me pongo algo distinto para comprobar con ojo crítico cómo me queda y para arreglarme las corbatas. Casi siempre se deshace en elogios, y a mí se me suben los colores a la cara.

-Éste, éste es perfecto -exclama cuando salgo ajustándome la chaqueta entallada de un traje gris perla. Sacha da una vuelta a mi alrededor, recordándome a un depredador rodeando a su presa, y entonces me toquetea los puños-. Ay, Louis. Te he dicho que la camisa no puede sobresalir más de dos centímetros por debajo del traje.

Yo voy a contestarle que bastante lío tengo en la cabeza para acordarme de eso, pero al levantar la vista me topo con la imagen de Ray apoyado en el marco de la puerta, su sempiterno cigarro colgado de sus labios, que forman una sonrisa cáustica.

-Cállate -le espeto antes de que diga nada. Sacha se queda quieto en el sitio, también mirando a mi protégé, ceñudo. Ray se encoge de hombros y da una larga calada antes de decir:

-Tengo hambre, gatito. Llévame a algún sitio -recorre con los ojos verdes mi figura trajeada y me enseña los dientes-. Pero no te quites eso.

-¿Por qué demonios estamos comiendo en un MacDonald’s si en el Chat podemos pedir lo que queramos?

Me estoy pelando de frío sentado en un banco a la puerta de uno de esos restaurantes de comida rápida que tan mala espina me dan, y todo porque Ray necesita un chute continuo de nicotina tanto como el aire que respira. Hace un tiempo horrible, cubierto y amenazando lluvia, aunque con el hambre que tengo no estoy para ponerme quisquilloso, así que cuando él sale con una bandeja a rebosar de comida me arrebujo un poco más en el perfecto abrigo de Sacha y me abalanzo sin más a mordisquear una patata frita.

-Esta mierda me recuerda los viejos tiempos –dice con la boca llena, mientras enciende otro cigarrillo. Ya he perdido la cuenta de los que lleva hoy.

Viejos tiempos, ¿eh?

Yo enarco una ceja sin decir nada. Ray simplemente me mira entre bocado y bocado. En menos de dos minutos ya ha devorado una hamburguesa y se pone a sacar otra del papel parafinado.

-¿Cómo puedes comer así? –inquiero fascinado, mi comida todavía esperando ser catada.

-Me muero de hambre.

-¡Pero si pareces una boa desencajando así la mandíbula!

Mi protégé moja una patata en kétchup y me la mete en la boca con la hamburguesa sujeta entre los dientes.

-Come, gatito. Necesito masticar en silencio si quiero apreciar los matices de la comida, y tú no me estás dejando.

Matices. En un pedazo de carne procesada. Deja de vacilarme, anda.

Frunzo el ceño, pero obedezco entre escalofríos. Ray, que lleva una camisa con una frase en algo que parece alemán u holandés bajo la chaqueta de cuero, no da signos de tener frío. Mordisquea su tercera hamburguesa atento a todo lo que ocurre a su alrededor, ya sean peatones, coches, algún pájaro, la brisa, o yo mismo. Su mirada furtiva salta rápidamente de una cosa a otra, analizándola brevemente hasta obtener su aprobación y volver a concentrarse en la carne. Yo aprovecho que está estudiando el ir y venir de los clientes y lo contemplo con detenimiento.

Tiene una belleza extraña. Animal. El pelo caoba debe estar hecho para crecer ferozmente alborotado, y cae sobre sus ojos de ése verde tan peculiar. De vez en cuando, su lengua asoma para lamer de forma inconsciente los restos de mostaza de los finos labios. Su cuerpo se repantinga indolente en la silla, con la laxitud perezosa de una pantera en cautividad, pero parece preparado de alguna manera para la acción. Es alto, con la delgadez compacta y fibrosa de un atleta, y esté donde esté siempre parece… fuera de lugar. No sé cómo explicarlo. Es extraño.

-¿Quieres una foto?

Ray parpadea muy despacio, divertido. Ya ha terminado de comer, a diferencia de mí, que todavía no he probado bocado. Enrojezco un poco.

-Cállate –espeto, y muerdo la hamburguesa fría.

-Te la firmaría.

Yo le tiro una patata, que él la atrapa al vuelo con la boca.

-Deberías colocar la puntería en tu lista de cosas que aprender, además de nadar.

-¿Quién te enseñó a odiar así al mundo? –le bufo.

-Mi padre decía que tenías que odiar al mundo si querías sobrevivir –se inclina sobre la mesa y le pega un bocado a mi hamburguesa-. Comer o ser comido, gatito.

-Todo un erudito, tu padre.

Haciendo trabajar sus mandíbulas, Ray se levanta y echa andar hacia el centro. Yo me apresuro a engullir lo que me queda de comida y me lanzo a correr tras él.

-No le sirvió de mucho. Está muerto.

-Oh –digo, un poco por inercia-. Lo siento

Mi protégé camina a grandes zancadas.

-Tú no lo mataste –cuando habla de su progenitor se muestra casi despreocupado, aunque puede que su dureza sea parte de la fachada de fanfarronería tras la que se esconde-. Tampoco es que nadie lo eche de menos.

Me quedo callado con eso, un poco impresionado. Nunca había oído a nadie hablar así de un padre.

-¿Una relación difícil? –aventuro, al tiempo que cruzamos las puertas del Jardín de las Tullerías y nuestros pies crujen sobre la gravilla. Ray se ríe tan fuerte que me asusta.

-¿Vas a psicoanalizarme, gatito?

No. Sólo quiero saber qué es lo que escondes.

No le contesto. Ni siquiera le pregunto adónde vamos. Sólo dejo que me guíe en silencio entre turistas y parisinos, aparentemente sin rumbo fijo. Cuando empieza a chispear, salimos del parque y nos protegemos de la lluvia, ahora torrencial, bajo un portal. Viendo las calles de París encharcarse lentamente, rumio lo poco que me ha dicho. Quizá sufriera malos tratos de pequeño.

Muy típico. Aunque con él, nunca se sabe.

-¿Por qué estamos aquí? –pregunto después de un rato de silencio incómodo.

-No me gusta estar encerrado.

-¿Y me has arrastrado por media ciudad para nada? –sin volverse, sonríe-. Te estoy empezando a odiar tanto que me asusto a mí mismo.

-Eso está bien. Es el primer paso antes de querer follarme.

Volvemos al Chat Bleu casi tan mojados como cuando Ava nos sacó de la piscina. Me deshago del traje de Sacha en el baño sin parar de refunfuñar y busco en la caja en la que he guardado el resto de ropa algo cómodo. Ray me grita desde fuera que deje la ropa mojada en un cesto junto al lavabo si quiero que tenerla como nueva esta noche, y yo obedezco arrastrando los pies. Son las tres y he perdido mi día libre, así que sólo me quedan unas pocas horas para descansar antes de tener que acompañar a Ray al trabajo. Con mi reloj biológico completamente trastornado, lo único que quiero es dejarme caer en el colchón y dormir hasta la próxima glaciación, pero al salir del baño con unos pantalones anchos y una camisa de algodón, veo que él, casi de la misma guisa que yo, ya se ha acomodado en la cama.

-¿Voy a tener que dormir otra vez en el suelo? –me lamento, sintiendo casi al momento un dolor infame en las cervicales.

-Nadie te obliga –Ray da unas palmaditas en las sábanas y una mueca malévola curva sus labios. Me estremezco.

Ésa cara me obliga.

-¿Sabes? Me gustaría mantener mi virginidad al menos hasta el segundo día de trabajo. No te lo tomes a mal, es sólo una cuestión de principios.

Él me mira con aburrimiento y se rasca la tripa.

-¿Mantener la virginidad? Qué lástima. Con la cantidad de cosas divertidas que podríamos hacer… -sacude la cabeza simulando pena-. En fin. Por muy obsesionado que estés, no voy a violarte. No en la primera cita. No sería nada caballeroso –con una mano alcanza los cordones de mi pantalón y tira de ellos-. Ven, gatito. Lo único que quiero con la barriga llena es dormir, no follar. Te lo prometo.

Como si tus promesas sirvieran de algo.

Cierro los ojos y me froto el puente de la nariz. Todavía lleno de desconfianza, pero negándome a plantar la cabeza en el frío parqué, me acurruco en el lado más alejado de la ventana. Luego me lo pienso mejor y me incorporo, le quito la almohada y la pongo entre los dos, como una muralla que impide que se toquen nuestros cuerpos. Aunque es tonto e infantil, me hace sentir mucho mejor.

-Ni una palabra, Raymond. Y ni se te ocurra intentar nada gracioso –espeto, antes de que a Ray se le ocurra reírse. En lugar de eso, oigo el chasquido de su mechero-. ¡Eh, no fumes en la cama!

-Sí, mamá –farfulla, probablemente con el cigarro ya entre los dientes.

Eres un caso perdido, ¿lo sabías?

Resoplo, y me tapo la cabeza con la manta. Las sábanas son tan suaves que casi no se sienten sobre mi cuerpo, y con Ray concentrado en fumar, los únicos sonidos que revolotean a mi alrededor son su suave respiración y el rumor del tráfico.

Antes de que me quiera dar cuenta, me he quedado dormido.

 

 

 

 

 

Interludio

Ray

 

La furgoneta de Erik no tenía calefacción, y Ray llevaba algo más de media hora helándose el culo en el vehículo cochambroso, con la lluvia incesante y el gruñido quedo del motor como únicos compañeros. No estaba nervioso, pero es que tampoco tenía motivos. Ray no podía hacer otra cosa que no fuera esperar con el motor encendido y las luces apagadas, fundido en la noche hasta que Erik saliera con el botín. De momento, el caserón seguía sumido en el silencio y nada parecía haberse salido del guión, si bien algo que tendría que ocurrir pronto. En menos de un cuarto de hora, según lo acordado.

Tamborileando los dedos, Ray repasó el plan mentalmente. Cuarenta y cinco minutos, había dicho Erik; espera cuarenta y cinco minutos, y si no he salido lárgate echando leches. Un plan sencillo para una tarea sencilla. Fácil de entender.

El problema es que la pistola del viejo no entraba en los esquemas.

El primer disparo retumbó en la noche y sobresaltó a Ray, que apretó el volante y pisó el acelerador de forma inconsciente. La furgoneta dio una sacudida al mismo tiempo que una sirena empezaba a ulular en la casa.

-Mierda, Erik –susurró el chico, apretando el freno, pasándose al asiento del copiloto y pegando la nariz a la ventanilla del copiloto. Una figura corpulenta corría colina abajo, precedida por un par de tiros más. Ray se apresuró a abrirle la puerta del conductor, y Erik entró como un huracán, lo que provocó que una lluvia de sangre y agua salpicara todo a su alrededor. En un solo movimiento, puso en marcha el vehículo, tan rápido que Ray casi se dejó los sesos en la luna delantera.

-¡Viejo de mierda! –bramaba su conductor, dirigiendo la furgoneta a una velocidad vertiginosa por las estrechas carreteras de la periferia de la ciudad. Su abrigo parecía destrozado a la altura del hombro izquierdo y los dedos que sujetaban el volante estaban pegajosos y ensangrentados-. ¡El muy cabrón casi me deja hecho un jodido colador!

Ray se inclinó para examinar la herida y evaluar los daños, pero Erik lo apartó de un manotazo. Inmediatamente, él se apartó del hombre furioso a su izquierda y miró por el retrovisor. Aún no se veían luces azules y rojas en el horizonte

-¿Qué hacía el tío en su casa? Hans dijo…

-Hans nos mintió –cortó Erik, sin apartar los ojos de la carretera. Apretaba los dientes, y de pronto parecía diez años mayor: un puñado de nuevas arrugas florecían alrededor de sus ojos y su pelo estaba más gris que nunca-. Ni el viejo estaba fuera ni la caja era el modelo que nos aseguraron. No he podido reventarla –hizo una mueca. La herida de bala debía doler como una hija de puta-. Esto sólo ha sido una llamada de atención, chico. Tenemos que ahuecar el ala ahora que estamos a tiempo si no queremos terminar en sendas cajas de pino a dos metros bajo tierra.

Ray meneó la cabeza, incrédulo. Erik todavía no lo entendía. Porque sí, aquello había sido una llamada de atención. Pero sólo para uno de los dos.

-Erik –comenzó sin pensar-. Ya sabes lo que dijo Hans la última vez. Que tú eres el único que es un lastre aquí.

Hubo un instante de silencio sepulcral antes de que la brutal sinceridad de Ray se cobrara su recompensa. Volviéndose en un ángulo extraño, Erik le dio un revés en la cara que hizo crujir la mandíbula del más joven y le dejó un zumbido extraño en los oídos. La furgoneta zozobró en el asfalto mojado un segundo, pero el conductor recuperó rápidamente el control.

Los dos enmudecieron como si les hubieran arrancado las lenguas, con el golpe todavía retumbaba en sus cabezas.

Ray ni se movió, no emitió ningún sonido. Ambos sabían que tenía razón.

Sólo que la verdad duele a veces.

-Eres un bastardo desagradecido –la voz de Erik temblaba un poco. No es que afectara mucho a su acompañante.

-Ya empezamos –suspiró él, con una sonrisa desagradable y la mejilla dolorida apoyada en el respaldo de su asiento. Erik no perturbó su discurso, sólo hizo como si no lo hubiera oído y siguió hablando en tono monocorde.

-Si vamos a ser sinceros, que sea con todas las consecuencias, Ray. Ni tú ni yo somos nada. No se nos echaría de menos si ahora mismo desapareciéramos los dos de la faz de la Tierra, nadie acudiría a nuestro funeral. Yo soy la mierda de la sociedad, y a ti ni la puta de tu madre te quería. Te abandonó como a un perro en una bolsa de deporte cuando no eras más que una bola llorona, y yo podría haber dejado que te murieras de frío en esa cuneta, pero no lo hice… No lo hice, y aun así te atreves a ningunearme en favor de ése dandi de poca monta.

Ray se recostó en el asiento.

-¿Ya has terminado con el emotivo momento padre-hijo?

Al mismo decir aquello, se sintió raro. Nunca había utilizado ése término para referirse a Erik, nada de papá u otras chorradas. El hombre no era su padre, a fin de cuentas, y él no hacía más que recordárselo continuamente. No quería cogerle demasiado cariño, no mientras durmieran en una furgoneta hecha polvo y reventaran cajas fuertes. Todo podía acabar en cualquier momento.

Erik apretó la mandíbula.

-Deja de hacer eso –gruñó, y un instante después su expresión había vuelto a suavizarse. Ray no se sorprendió. Los cambios de humor en su padre estaban a la orden del día-. Nadie nos quiere, chico, pero al menos eso nos ha enseñado que no puedes fiarte de la gente. Estamos solos en esto. Tú y yo contra el mundo. Comer o ser comidos.

En ésa última sentencia había una petición desesperada, un “quédate conmigo” que no pasó desapercibido. Cuando Ray no contestó, Erik emitió un sonido inclasificable.

-No sé qué es exactamente lo que quiere de ti Hans para querer quitarme de en medio, pero puedo imaginármelo. Y sólo quiero decirte que no es buena idea…

Abrió la boca, pero en lugar de palabras Ray sólo escuchó un chirrido. La furgoneta patinó en el asfalto y el movimiento brusco envió la cabeza del chico directamente contra la luna derecha del vehículo. El golpe dolió mil veces más que el tortazo de su padre y lo dejó sin aliento. Erik, por su parte, luchó por recuperar la estabilidad, pero ya estaban fuera de control. Sin que pudieran hacer nada por evitarlo, la furgoneta se salió de la carretera.

Lo último que Ray recordaría después fue el horrible lamento del metal doblándose y el calor del cuerpo de Erik protegiendo el suyo.

 

 

La voz de Hans fue lo que trajo a Ray al mundo de los vivos.

-… muerto. Sí, debió partirse el cuello con el golpe. Puedes decirle a Ruud que ocupe su lugar; se le da mejor que a él abrir cajas.

Escuchó el resto de la conversación sin levantarse de la cama en la que estaba tendido, con los ojos cerrados, pero las palabras resbalaban al llegar a su cerebro y salían por su otro oído sin llegar a ser procesadas. Erik estaba muerto. Ray se sorprendió al no sentir nada en particular, ni dolor, ni rabia, ni nada que se pareciese. Únicamente un vacío inmenso que se agrandó con la certeza de que ahora él estaba solo. Cara a cara con el mundo que su padre tanto odiaba.

Un revuelo volvió a captar su atención. Los pasos de Hans retumbaron muy cerca de él antes de que una mano le revolviera el pelo.

-Eh, muchacho, es hora de que despiertes.

-Estoy despierto –respondió él con voz ronca, y abrió un ojo para encontrarse con la nariz afilada de su salvador. La boca le sabía a algo amargo y desagradable-. El viejo estaba en casa.

Hans esbozó una media sonrisa que formó arrugas en las comisuras de su boca. Era guapo de un modo convencional.

-Lo sé.

-Disparó a Erik.

-Bueno, ahora está muerto, así que no creo que le importe.

Si Hans esperaba que se echara a llorar con la dura contestación, debió llevarse una decepción, porque Ray simplemente se encogió de hombros y asintió.

Los dos se miraron en silencio un buen rato y Ray vio algo dentro de los ojos de su protector que le aceleró las pulsaciones. Al final, Hans se sentó en el borde y le tomó del brazo en un gesto casi posesivo.

-Creo que deberías pensar en lo que hablamos –comenzó, en voz muy baja-. Mi oferta sigue en pie, ahora más que nunca.

-¿Dónde estamos?

La mente de Ray tendía a la dispersión. Todavía estaba un poco aturdido, aunque también ayudaba el hecho de que no le apeteciera pensar en esa propuesta con la memoria de Erik tan reciente.

-Un motel. Ámsterdam.

El chico hizo un sonido afirmativo, por algún motivo mucho más tranquilo. Aunque el brillo desasosegante en los ojos de Hans no le permitía bajar la guardia.

-Ray. Sé que te acabo de sacar de un amasijo de hierros, pero necesito que te concentres –sus manos se cerraron sobre las muñecas de Ray y las hincaron en la almohada, separadas de su cabeza. Ahora él estaba perfectamente atento a todo lo que le decía-. Necesito que te quedes aquí. Conmigo.

El aludido tragó muy despacio.

-Ya sabes que no acepté a tu padre en la banda por su habilidad abriendo cajas fuertes, ¿verdad? –la cara de Hans estaba tan cerca de la suya que podía oler la nota de menta fresca en su aliento. No era desagradable, si bien tampoco le inspiraba confianza. Con él casi siempre resultaba igual-. De hecho, era un auténtico peso muerto, tan anclado en los viejos métodos, resistiéndose a socializar con nadie que no fueras tú –sonrió-. Aunque no lo culpo.

Los caninos del holandés se hundieron en su piel mientras hablaba. Ray lo recibió muy callado. Algo muy adentro le decía que aquello no estaba bien. Que, como ya le había dicho Erik, no había nada digno en vender de esa manera su cuerpo. Una lástima que su padre ya no estuviera ahí para recordárselo.

-Una graciosa casualidad unió a Erik a la banda, pero lo que lo mantuvo aquí fuiste tú –Ray parpadeó sin despegar los labios. Hans pasó enredó los dedos en el pelo mojado de su interlocutor y lo obligó a levantar la cabeza-. Ahora te estoy dando la oportunidad de vivir en una casa, y no en una furgoneta mugrienta.

-¿Vas a encerrarme con llave en tu piso y a convertirte en tu putito privado? –ronroneó en respuesta él, de repente viéndolo todo con una claridad arrolladora. No podía controlar ésa veta sensual suya. Había traído de cabeza a Erik durante muchos años y vuelto loco a Hans otros tantos.

Hans soltó todo el aire de sus pulmones.

-Ya sabes que una vez que entras en la banda sólo sales con los pies por delante o con la cabeza entre mis piernas -el brillo inquietante un sus pupilas se había convertido en algo feroz.

Pero a Ray le gustaba jugar con fuego y de un empellón se quitó al hombre de encima.

-No me interesa que me aten.

El mundo daba vueltas cuando se levantó, aunque consiguió avanzar hasta la puerta. Nunca la cruzó, no obstante. Hans lo interceptó antes, su puño cerrándose con una fuerza animal sobre el brazo del más joven.

-No me toques las pelotas, Ray.

Mareado, él luchó por mantenerse erguido. Pelear con Hans en ésa desigualdad de condiciones enviaba chutes de adrenalina por todo su cuerpo en lugar de asustarlo.

-Pensaba que lo que querías precisamente es que te las tocara.

Hans lo arrojó contra el colchón sin despeinarse y con una mano le sujetó las muñecas por encima de la cabeza mientras con la otra le arrancó los pantalones. Ray trató de patearlo, pero su agresor hundió sus rodillas sobre las de él, separándole las piernas. La postura indefensa revolvió los sentidos del chico.

Su protector –si es que todavía podía considerársele eso-, sacó algo de la parte trasera del cinturón. La beretta refulgió bajo la trémula luz de la lámpara.

-Los pies por delante –gruñó, y deslizó la boca del arma bajo la tela del calzoncillo de Ray, entre sus nalgas redondeadas-. Como tu padre.

Él ni siquiera pestañeó con el contacto helado del metal. Podía sentir, en cambio, la sangre correr en su entrepierna y toda la longitud de su pene pugnando por librarse de su prisión. Hans casi resolló.

-Qué cojones tienes –sin aliento, se inclinó y mordió el cuello expuesto, empujando el cañón contra la entrada firmemente cerrada del más joven. Ray arqueó la espalda con un sonido inarticulado-. Podría abrirte otro agujero del culo ahora mismo y ni siquiera parece importarte. Pero tú nunca tienes miedo, ¿verdad?

La pregunta quedó sin respuesta. El chico apretó los dientes contra los labios de Hans, que respondió hundiendo un poco más el metal en su cuerpo, esta vez consiguiendo romper la férrea puerta de músculo y abriéndose paso en su interior. Dolía. Dolía una barbaridad. Pero Ray era perfectamente consciente del tipo de dolor que lo sacudía y en lo que podía convertirse.

Hans empujó y el cañón se adentró hasta la mitad de su longitud en el otro. Ray sintió cómo su cuerpo se cerraba sobre el invasor, lo que rozó un punto en su interior que lo hizo gemir por encima del dolor…

 

El frío en su frente despierta a Ray tan bruscamente que durante unos instantes no sabe dónde está ni por qué. Un par de segundos más, y se ubica con la cara pegada al cristal de su pequeña habitación en el Chat, sentado en la misma silla en la que suele dormir siempre unas pocas horas al día. Fuera, el sol mortecino y anaranjado se hunde en el horizonte de París. Son exactamente las seis y media, pero Ray no cree que vaya a sumirse de nuevo en el sueño, ahora que todos sus sentidos vuelven a estar alerta.

Respira contra el cristal, y el vaho emborrona su visión. No está pensando en nada, no está sintiendo nada. El recuerdo de Erik y Hans siempre lo deja así, incluso después de tantos años.

Sin detenerse a analizar su sueño, apaga el cigarro medio consumido que reposa en el cenicero a sus pies y se acerca a ver dormir a Louis.

Sonríe. Su gatito no conserva ningún atisbo de su actitud gruñona cuando está profundamente dormido. Ahora está hecho un ovillo en el epicentro de un caos de sábanas, su suave y ondulado pelo rubio enmarañado delante de lo poco de su cara que no está enterrada en la almohada tras la que se parapeta incluso en sueños. Su pecho sube y baja casi imperceptiblemente al compás de su respiración.

Dios, es un gusto no oírle increparle por cualquier cosa.

Meneando la cabeza, se sube a la cama con cuidado de no despertarlo y se tumba al otro lado de la almohada, lo bastante cerca para que Louis sospechara cosas raras a la mañana siguiente. Sus largos dedos de pianista alcanzan a rozar el cuerpecillo delgado de su compañero.

No entiende por qué (ni le interesa descubrirlo), pero ése leve roce basta para hacerle sentir bien.

Casi.

6

Un gatito y la primera vez + Un gatito enjaulado

El piso de Édouard estaba al otro lado de la ciudad. Era un regalo de sus padres, para cuando dejara la universidad; un ático diminuto, prácticamente pelado de muebles y con un tejado de zinc que, en veranos tórridos como aquel de dos mil seis, lo convertía en un auténtico horno.

Pero lo que aquel piso significaba para ellos iba más allá de las aquellas imperfecciones.

Sentado en un puf – uno de los pocos objetos de mobiliario del salón, y el más cómodo de todos, porque el sofá destartalado era una pesadilla de muelles sueltos-, Louis acercaba la cara al ventilador, los ojos cerrados y el calor pegándole la camiseta al cuerpo. La tarde se alargaba indefinidamente. No tenía nada en mente, sólo el zumbido del aparato, la agradable brisa en su cara…

-Eh, nene, no acapares el ventilador –… bueno. Y la mejilla de Édouard pegada a la suya. Y sus brazos rodeándole. Y su aliento cálido mezclándose con el suyo.

-A lo mejor si te despegaras de mí podríamos compartirlo y no estaríamos asándonos los dos -Louis sintió al argelino sonreír contra su cuello-. Pareces una maldita estufa.

-¿Y tú por qué crees que es eso? -los dedos de Édouard se arrastraron juguetonamente por debajo de la camiseta de Louis y él se retorció entre sus brazos, sin conseguir escaparse de las cosquillas. Forcejeó con él, riendo y suplicando, mientras aquellos dedos se adentraban en lugares prohibidos. En algún momento Édouard perdió el equilibrio y los arrastró los dos al suelo en un lío de piernas y brazos. En la refriega alguien tiró de una patada el ventilador. A ninguno de los dos pareció importarle ya.

Louis rodó en el suelo polvoriento y se arrastró sobre el vientre, pero Édouard lo agarró del tobillo y tiró de él hasta colocarlo otra vez bajo su cuerpo, igual que un felino que juega con su presa antes de devorarla. Efectivamente, el cuerpo de su compañero quemaba casi tanto como el aire ardiente de esa tarde de verano. Y encima del suyo quemaba todavía más. Una descarga de emoción le sacudió el corazón en el pecho cuando Édouard se recostó sobre él con cuidado y le acarició el pelo.

-Si estás haciendo esto para quedarte con mi ventilador, que sepas que no va a funcionarte -dijo con un hilo de voz, la cara pegada al suelo. Su risa se había convertido en una espiración ronca y nerviosa. Su compañero le frotó la espalda con movimientos circulares, besándole la nuca.

-Me la sopla el jodido ventilador.

Louis soltó un resuello tembloroso, ofreciendo otra vez una desapasionada resistencia. A modo de respuesta, su compañero lo agarró del brazo y le dio la vuelta, y el más joven se encontró con la mirada oscura y amorosa de Édouard. Eso lo tranquilizó de alguna manera, incluso con la mano traviesa del argelino descendiendo por su bajo vientre. Últimamente a Louis le costaba saber qué estaba pensando el otro, especialmente cuando salía por ahí con sus compañeros de equipo, ésos que el más joven detestaba con todas sus fuerzas. Aunque sabía que el papel que interpretaba Édouard para el resto del mundo se quedaba en la puerta de aquel apartamento cuando ellos estaban juntos, no podía deshacerse del sentimiento incómodo que llevaba acosándolo desde hacía meses desde que comprendió que el argelino necesitaba encerrar bajo llave esos momentos preciosos con él para poder seguir viviendo su mentira.

Dolía, por mucho que Louis intentara comprenderlo.

-¿En qué piensas?

Louis parpadeó. Édouard tenía una mano invasora dentro de su pantalón, pero sólo movía el pulgar tiernamente contra su piel. Apoyado en un codo, lo contemplaba con una sonrisa casi imperceptible.

-Pienso que por mucho tiempo que pasemos juntos nunca es suficiente.

Madre mía, menuda cursilada. Con ése comentario podrías haberle provocado un subidón de azúcar mortal a un diabético.

-¿En qué piensas tú? –añadió rápidamente, para evitar que Édouard pudiera analizar la inmensa tontería que acababa de decir.

Mientras él hablaba, su compañero le rascó la mejilla con la nariz. El estómago de Louis dio un vuelco con el roce de sus dedos en el pubis.

-Pienso en el buen karma que debo tener para que el chico más listo de París me honre estando aquí tumbado conmigo.

Él casi se ahogó con su propia saliva.

-El estar contigo es precisamente lo que le quita mérito a todos mis logros académicos –carraspeó, a sabiendas de que su cara en ese momento su cara había adoptado un bonito tono rojo granate.

Édouard tarareó algo con los labios pegados a la línea de su mandíbula en lugar de contestarle inmediatamente. Después de salir casi un año y medio con Louis, los ataques del rubio ya no lo afectaban.

-Visto así, pues no, la verdad es que no es muy inteligente –se encogió de hombros, sonriendo-. Aunque siempre te quedará esa cara tan… violable.

-¿Violable? –Louis soltó una risotada-. Venga Édouard, déjalo ya. El calor te está trastornando.

Añadió un “deja de decir tonterías” que sonó mucho más débil de lo que le hubiera gustado, así que intentó arreglarlo con otro comentario ingenioso. Édouard, no obstante, estuvo más rápido y apretó los labios contra los de Louis, que se derritió un poco en su boca.

Pero muy poco, ¿eh?

-¿Sabes en qué más pienso?

Dijo esto después de abandonar su boca, levantándole la camisa mientras recorría el relieve de sus costillas con la lengua. Louis cerró los ojos, temblando en anticipación. Lo sabía. Lo sabía perfectamente.

Lo que no tenía claro es si estaba preparado para ello.

-¿Qué? –musitó aun así, sin aliento.

Durante casi un minuto entero no hubo respuesta para él. Édouard prefirió posicionarse entre sus piernas y dejar que su lengua siguiera su camino en el cuerpo de Louis, que permanecía tirado cuan largo era en el suelo, muy quieto. Temía que, de moverse, los enlaces que mantenían en su sitio cada molécula de su anatomía se rompieran y él se fundiera en la piel de Édouard para siempre. Aunque no podía decir que no quisiera que eso sucediera.

-¿Recuerdas el día de tu cumpleaños?

El ventilador seguía ronroneando a un metro de ellos. El zumbido llegaba a Louis e interfería con el resto de sonidos en la habitación, igual que ruido blanco. Él tuvo que concentrarse con fuerza en eso para no lanzar un sonido estrangulado cuando esos largos dedos siguieron adentrándose bajo su pantalón y acariciaron la longitud de su pene.

-Édouard…

Sin hacerle caso, el argelino le besó el ombligo.

-Ya han pasado dos meses desde entonces –susurró con voz ronca-. Dos largos meses.

Louis tragó saliva, y algo duro pareció quedarse atascado en su garganta.

-Podríamos…

-Édouard –cerró los ojos, sorprendido por la firmeza de su voz. Aunque todas sus terminaciones nerviosas le gritaban que le dejara seguir su recorrido, no podía. Dar aquel paso era algo muy grande para Louis. Enorme. Y todavía no había recuperado toda la confianza que querría en Édouard como para permitirle romper la última de las barreras-. No. Ya sabes que no puedo, que… soy activo. Y de momento quiero seguir siéndolo.

-¿Y cuál es el problema?

Su amante se había incorporado para deshacerse de la camiseta con un fluido movimiento. Louis frunció el ceño.

-¿Qué quieres decir? –inquirió, y Édouard no dijo nada un instante antes de echarse a reír-. Yo no le veo la gracia.

-No me estás entendiendo, mon amour –replicó casi con timidez. Tomó a Louis suavemente de las muñecas y lo hizo levantarse. Luego se deslizó debajo de él y volvió a reír, esta vez con una nota de nerviosismo-. ¿Mejor? Venga, no me hagas decírtelo –se cubrió los ojos con un brazo-. Qué vergüenza.

Sentado sobre el vientre moreno de Édouard, Louis sintió que se mareaba.

-¿Me estás pidiendo que te folle?

Su compañero hizo una mueca de dolor y levantó un poco el brazo para mostrar un ojo negro como un pozo sin fondo.

-El que yo no quisiera decirlo en voz alta también podía aplicarse a ti.

Louis estaba demasiado en shock para hacer caso de minucias como ésa.

-Pero… ¿por qué?

-¿Por qué no? –Édouard le acarició el brazo con la mano que no cubría su cara-. Confío en ti, Louis. Sólo quiero que lo sepas.

-Yo pensaba que…

-Piensas demasiado, ése es el problema –agarrándole aquel brazo que le estaba acariciando, guió la mano de Louis hasta su pecho. El más joven sintió el corazón palpitante bajo su piel y notó cómo el suyo comenzaba a desbocarse-. Deja de comerte la cabeza. Quiero hacer el amor contigo, me da igual cómo. Si esta es la forma en la que te sientes más cómodo, que así sea. No me importa.

-¿Estás haciendo esto para resarcirte? Porque si es así debo decirte que no es necesario que llegues a tales extremos; yo me conformo con que me limpies a lametazos las botas.

El estómago de Édouard vibró en una profunda carcajada.

-No te tenía por un fetichista, mon amour –rió, y Louis quedó fascinado con la blanca perfección de sus dientes. No pudo evitar sonreír un poco también-. Venga, no me hagas suplicarte, sería patético.

Él inspiró hondo y comenzó a sacarse la camiseta, tapándose con ella para que su compañero no viera la sonrisa perversa que le había causado esa última frase. No obstante, al volver a encontrarse con la figura fibrosa de Édouard el nudo de nervios que se había instalado en su pecho creció hasta convertirse en un balón de rugby.

-Es la primera vez que lo hago –graznó, con la garganta seca. Recibió un paciente asentimiento a cambio-. No sé si… quizá… podría hacerte… daño.

El aludido, todavía tumbado y con un brazo sobre los ojos, no dio señales de vida durante largo rato. Luego, sin mediar palabra, hizo levantarse a Louis con la intención de quitarle los pantalones. Todo fue tan repentino que él apenas pudo hacer otra cosa que ver cómo sus vaqueros efectuaban un pequeño vuelo parabólico y aterrizaban sin más junto al ventilador.

-Louis, ya va siendo hora de que seas un hombre y dejes de preocuparte por mariconadas –farfullaba entretanto el otro, atacando el labio inferior del rubio. A pesar de que sonaba muy seguro de sí mismo, Louis pudo percibir el leve temblor que le sacudía las manos al forcejear con sus bóxers. Enternecido, dejó a un lado sus propios nervios y el lastre de vergüenza y lo separó para terminar de desvestirse él solo. Con un sonido de aprobación (y de alivio), Édouard le dedicó una caricia y hundió la cara rápidamente en el cuello del chico.

-Mariconadas, ¿eh? Mal juego de palabras, si lo que quieres de mí es sexo.

Hmph. No lo estropees ahora, nene.

Louis bufó, pero una mano de largos dedos en su entrepierna le cerró la boca. Un momento después, Édouard se las había arreglado para arrastrar al más joven hasta el destartalado sofá sin despegarse de sus brazos y con el pantalón de chándal enredado en los tobillos. Los muelles se lamentaron con un gañido cuando los dos se dejaron caer sobre ellos, levantando una nube de polvo. Algo puntiagudo pinchó a Louis en la espalda y él se irguió sólo para clavarse otra cosa dura en la tripa. Una cosa caliente y pegajosa que no tenía nada que ver con los muelles.

-Este sofá es una auténtica mierda –se quejó después de sacar la lengua  de la boca del argelino.

Édouard se apartó de él bruscamente y se tumbó bocabajo sobre uno de los reposabrazos, ofreciendo al chico una vista privilegiada de su espalda.

-¿Te preocupa el sofá teniendo esto esperándote?

La visión de sus músculos cambiando y deslizándose bajo la piel dorada era perturbadora. Louis aspiró con fuerza y tuvo que cerrar los ojos un momento, porque el mundo había empezado a dar vueltas y vueltas a su alrededor. De pronto temió abrirlos de nuevo y descubrirse en su cama en la residencia, con una erección de caballo dopado y sin consuelo. Por suerte, el dios del sexo que tenía delante de sus narices le hizo volver a la dulce realidad.

-Dios, Louis –suspiró, y él lo miró. Édouard tenía una expresión extraña en el rostro, y el chico creyó que el estómago terminaba de cerrársele.

No quiere hacerlo. Está asustado.

-¿Qué pasa? –murmuró, debatiéndose entre la decepción y la preocupación.

Con una sacudida de cabeza, el otro volvió hundir la cara en el reposabrazos ruinoso.

-Eres como un gatito –dijo en tono lastimero.

-¿Un qué?

-Un gatito. Todo adorable e irresistible –Louis enarcó una ceja, pero Édouard tenía la cara aplastada contra la tela apolillada-. ¿Por qué eres tan mono?

-¿Estás borracho? –se pasó una mano por la cara-. Mira, cállate. Se me está empezando a bajar el calentón por culpa de tus gilipolleces.

Era mentira, por supuesto –estaba más tieso que un palo, y sólo meter la polla en caliente iba a poder aliviarlo-, pero lo decía para darle un poco de seriedad al asunto. Al menos funcionó, porque su compañero prometió callarse las tontunas y dejarlas para luego.

Solo con sus pensamientos, trató ignorar el zumbido furioso de su sangre en los oídos. El silencio repentino entre ellos había revelado la tensión en sus cuerpos. Louis hizo lo posible por regular su respiración al mismo tiempo que rozaba con las yemas de los dedos la cadera de Édouard, quien respondió estremeciéndose un poco bajo su tacto.

-No te preocupes –saltó al instante-. Estoy tranquilo.

-Voy a ir muy despacio –le prometió Louis, y acarició la suave curva que marcaba el final de su espalda.

El suspiro entrecortado que se le escapó a Édouard del pecho cuando él deslizó una mano entre sus nalgas hizo que la cabeza le diera vueltas al rubio. Sin detenerse a pensar, se masturbó muy despacio con la otra, al tiempo que presionaba muy ligeramente con un dedo aquella entrada secreta. El cuerpo debajo el suyo se arqueó y ofreció algo de resistencia, pero Louis siguió masajeando con mucho cuidado, inclinado sobre él y con los labios en su cuello. Ya no estaba asustado. El calor le cegaba, y aunque no era un experto, el instinto le decía lo que tenía que hacer.

Primero con un dedo tentativo, luego con dos, Louis fue dilatándolo muy despacio. La tensión en los hombros de Édouard no tardó en disminuir, más aún cuando su amante alcanzó a rozar su próstata y él casi se cae del sofá de un salto.

-L-Louis –exclamó, su voz llenando el espacio entre los dos. El corazón del chico pegó un brinco en el pecho. Él mismo tenía ya la respiración jadeante y un dolor de huevos considerable-. Louis, fóllame…

-Condones –respiró él, y Édouard hizo un vago gesto hacia su pantalón, que seguía abandonado en la otra punta de la habitación. Louis casi corrió a hurgar en los bolsillos y volvió luchando por abrir el envoltorio de plástico de un preservativo. Con dedos temblorosos, envolvió con él su miembro palpitante, y se colocó de rodillas en el sofá, el argelino entre sus piernas. Al poner la polla entre sus cachetes y al sentir su calor se echó a temblar con violencia. Miró a Édouard, que yacía mansamente con la cara pegada al sofá, y sintió algo grande e indefinible. Tan grande e indefinible que le asustó.

Y la voz suave como la mantequilla de su compañero instándole a que lo penetrara no arreglaba las cosas.

Sin dejar de acariciarle la espalda, Louis procedió despacio. Su glande se abrió paso con algo de dificultad dentro de Édouard, que jadeó contra el reposabrazos y levantó las caderas. Él retrocedió y esperó a que se acostumbrara a él antes de empujar de nuevo, esta vez llegando más lejos. Un hormigueo de placer se extendió desde el pubis hasta la punta de su cabello. Un milímetro más, una sacudida compartida. Sus sudores macerándose al compás del movimiento de Louis, hasta que por fin lo llenó por completo.

No sabría describir lo que le provocaba el tener a Édouard rodeándolo, ciñéndose a él; ni entendía por qué le dolió todo cuando el argelino se retorció sobre sí mismo para besarle en los labios. Sólo era consciente de las sensaciones que sacudían su cerebro, sólo sabía que ya no podía estar más unido a Édouard.

Y eso no había nadie que pudiera quitárselo.

 

 

Aquel insidioso muelle llevaba un rato machacándole la espalda, pero Louis estaba demasiado molido para moverse. El peso de Édouard encima de su cuerpo se lo impedía, de todos modos, así que se limitó a seguir estudiando cuidadosamente cada centímetro de él, medio adormilado y con el runrún del ventilador todavía acariciando sus oídos.

-Te quiero –declaró uno de los dos, no se supo quién. Tampoco es que importara.

Édouard tenía una mano enterrada en su pelo húmedo, y tras aquellas dos palabras se acurrucó un poco más contra él.

-No he sido justo contigo últimamente.

-No.

-Lo siento. Con toda mi alma.

-No me apetece pensar en eso ahora mismo.

-Sólo quería que supieras que te quiero.

-Me lo acabas de decir, Ed.

-¿No has sido tú?

Louis gruñó.

Demasiado esfuerzo mental.

Édouard rió tiernamente y se incorporó para besarle, pero unos golpes en la puerta los sobresaltaron a los dos. Intercambiando sendas miradas de desconcierto, aguzaron el oído, y una voz que parecía más bien el bramido de algún animal salvaje les llegó desde fuera del apartamento.

Cuando Louis volvió a clavar los ojos en Édouard, éste se había quedado pálido como un muerto.

-Mierda –gimió-. Léo.

 

 

 

2ª PARTE: Un gatito enjaulado

El ascensor se detiene con una suave sacudida nada más terminar yo de arreglarme la corbata, con lo que tengo el tiempo justo de comprobar en un último vistazo mis ojeras en el espejo antes de que Ray me agarre del brazo y tire de mí. En cuanto lo hace, las puertas se cierran sin hacer el menor ruido y el ascensor nos deja solos, sumidos en la oscuridad.

A mi alrededor, una estancia diminuta, iluminada por una tenue luz cuyo origen me es desconocido. El cuarto no cuadra nada con el resto del club. Las cuatro paredes están pintadas de negro, sin ningún ornamento, y no hay ventanas, únicamente el hueco del ascensor y una enorme puerta de madera negra que se alza frente a nosotros, un obstáculo en apariencia infranqueable. Ésta no tiene manilla o pomo, sino un lector de tarjetas magnéticas.

Mientras yo estudio el espacio, Ray se encarga de pasar su tarjeta por el lector. Después, desliza el pie entre el marco y la puerta, pero no llega a abrirla. Mirándome por encima del hombro, sonríe maliciosamente, igual que esta mañana, cuando me he despertado para encontrarme su jeta a menos de diez centímetros de mi cara.

Además de casi provocarme un infarto, me ha permitido reafirmarme en lo mucho que lo odio.

-¿Qué? –le ladro.

-¿Estás listo para la Jaula, gatito?

-¿Tengo otra opción? -compongo una mueca mortificada, aunque su sonrisa perversa supone toda la respuesta que necesitaba.

-Ésa alfombra no va a pagarse sola.

-No, claro que no –bufo-. De hecho, y ahora que lo pienso, estoy seguro que todo ha sido un retorcido plan tuyo para tenerme aquí atrapado.

Ray se vuelve un poco hacía mí, sin apartar el pie que hace de tope. Mientras yo tengo que ir trajeado cual ejecutivo, él puede permitirse el lujo de llevar puesto exactamente lo mismo que usa para dormir. Y, aunque no puedo imaginarme a Ava, reina del buen gusto, cediendo ante eso, ahí lo tengo, con una de sus camisetas con mensajes en alemán. Y descalzo.

Me pone de mal humor sólo de mirarlo.

-Ah, gatito, cómo podrás pensar eso de mí –ronronea, la mano en el pecho y una blanca hilera de dientes brillando en la penumbra. Yo me froto los ojos con un lamento, lo que el aprovecha para inclinarse con la rapidez de una serpiente, y un segundo después, sus labios se aprietan contra los míos.

Y saben a tabaco y almizcle. Y están húmedos y son tibios. Y cuando le asesto un puñetazo en la boca del estómago para desquitarme de él, no puedo evitar sentirme un poco decepcionado.

La Jaula está bajo tierra.

Eso lo explica casi todo, si lo pensáis. De puertas para afuera, el Chat Bleu es un prestigioso hotel de lujo, con un servicio impecable y una seguridad férrea (no sólo por el portero psicópata, una vuelta rápida por el club me ha permitido comprobar la existencia de un sistema innovador que, lamentablemente, no puedo describir aquí por razones evidentes). No obstante, si coges un ascensor especial con una sola salida casi escondida en el segundo piso y pulsas el único botón del panel, descubres que el Chat esconde un relleno más jugoso y exótico en sus entrañas.

Un relleno que yo, me guste o no, estoy a punto de probar.

El mundo que me descubre Ray al abrir ésa imponente puerta negra es un completo misterio para mí. Tras un estrecho corredor y una cortina de seda, se adivinan las formas de una sala circular, amueblada con el mismo nivel que el resto del hotel y atiborrada de gente que habla en voz baja, más pendientes todos los presentes de la pantalla de plasma que ocupa gran parte de la pared. Al echar un vistazo más cuidadoso, me doy cuenta de que no es otra cosa que un inmenso muestrario de precios. Un montón de nombres están expuestos en ella, en diferentes colores y todos con una cifra debajo que determina su orden en la tabla.

Y, cómo no, en la cima, sobre un número con una cantidad de ceros ridícula, un nombre.

Ray.

Por si ver el precio de un polvo con mi protégé no fuera poco, nada más hacer él acto de presencia en la sala todas las miradas recaen en nosotros. Y cuando digo todas, son TODAS, cada uno de los clientes arrastrando los ojos sobre nuestras figuras. Y yo, ocupado como estoy enrojeciendo y tratando de hacerme pequeño en el traje, casi no me doy cuenta de que el principal objeto de todas las atenciones ha echado a andar hacia el centro de la sala, mientras esquiva sillones con la gracia sinuosa de un felino e ignora las manos que intentan atraparlo. No obstante, en cuanto hago ademán de seguirlo unos dedos se cierran sobre la manga de mi traje. La propietaria, una mujer en sus treinta y de mejillas arreboladas, me devora con la mirada con una intensidad tal que me quedo de pronto paralizado, capaz únicamente de parpadear con fuerza.

-¿Qué es esto, Raymond? –pregunta ella con voz aflautada, y sus ojos desaparecen tras unos pequeños prismáticos de teatro. El tallado en arabesco del mango de oro me deslumbra un instante antes de que mi atención se centre en otra voz a mi espalda.

-Carne fresca.

-¿Carne fresca? –alguien me pellizca, pero no puedo moverme, porque en un abrir y cerrar de ojos un pequeño ejército de sillas surge de la nada para formar un círculo perfecto a mí alrededor. Una decena de caras frente a la mía. Es… aterrador-. No hay novedades en la tabla.

-¿Eso importa? Yo no quiero esperar más. Es mono.

Yo abro y cierro la boca, pero mis cuerdas vocales se niegan a responder. El aire que respiro se ha vuelto denso y caliente, y se queda atascado antes de llegar a mis pulmones.

Alguien pregunta por mi precio.

¡Dios, Raymond, sácame de aquí!

Pero el tío no parece muy dispuesto a ayudarme. No apoyado cómodamente en una columna, mirándome con expresión de estar pasándoselodemasiado bien. Como casi siempre. Al ver que lo estoy fulminando, se señala la barriga.

-Esto por el puñetazo –articula, muy chulo, y con las mismas da media vuelta y desaparece entre las sombras.

Oh, espero que tengas todos tus asuntos en orden, porque voy a pillarte, a cortarte en trocitos diminutos y a arrojarte al Sena. Y estoy seguro de que el mundo me lo agradecerá tarde o temprano.

-Chico, ¿eres mudo o qué?

-Déjalo, James, está asustado.

-Eh, ¿adónde va?

Más voces. Con una determinación férrea, aparto otra silla de mi camino.

-Señora, ¿le importaría soltarme la chaqueta? -farfullo-. Yo no ofrezco esa clase de servicio, si necesitan a un profesional, el Chat ofrece una amplia oferta, como pueden comprobar. Y ahora, si me disculpan…

Y dicho esto, termino de escabullirme entre la marea de gente y hago mutis por el foro a toda velocidad, oyendo vagamente los suspiros decepcionados a mi espalda.

Con tal de no pasar un segundo más con esa gente, me cuelo sin mirar mucho por dónde voy por una puerta escondida en las sombras y bajo escalones de tres en tres, mis pasos camuflados por una alfombra granate de al menos dos dedos de espesor. Después del primer salón, la Jaula se convierte en un entramado de pasillos idénticos, y yo doy vueltas y vueltas, desorientado, intentando dilucidar dónde demonios puede haberse metido mi protégé. Gritaría su nombre, pero me resultaría casi sacrílego romper el silencio reinante.

Tampoco es que Ray fuera a molestarse en contestarme, de todas maneras.

Ahora siento no haberle pegado más fuerte. Qué a gusto me habría quedado, joder.

Un momento. Creo que acabo de pasar por delante de un corredor un poco más estrecho que los demás. Retrocedo, y al detenerme frente a éste, me doy cuenta de no hay más que dos puertas, una junto a la otra. Me gustaría poder leer los sendos letreros en ellas, pero la luz que emana de las pequeñas bombillas rojas del techo es tan tenue que no veo a más de dos palmos de distancia.

Guiado por algún tipo de impulso, agarro el picaporte de una al azar y abro.

El cuarto de dentro es tan estrecho -tiene el espacio justo para que quepa una silla- que mi primer impulso es girar sobre mis talones y salir de ahí pitando, pero algo llama mi atención antes. A mi izquierda, donde se supone que tendría que haber otra pared, me encuentro con un cristal que ofrece la visión de otra habitación, y mis ojos, ya acostumbrados a la penumbra, se encuentran con una figura conocida.

Ray, en el mismo centro, mantiene su expresión de gran satisfacción. Sus extraños ojos verdes pasan sobre mí sin detenerse un instante y se vuelven hacia la puerta, insolentes. Yo siento que la sangre me hierve en las venas.

-¿Ahora te atreves a pasar de mí? -exclamo, pero es como hablar con un muro, porque mi protégé simplemente espera de pie, las manos en los bolsillos, a que un tipo de aspecto distinguido entre en la habitación. Sin ni siquiera mirarme, los dos comienzan a hablar.

-¡Oye! ¡Ni se te ocurra ignorarme!

El tipo elegante se echa a reír de repente, mostrando una blanca hilera de dientes perfectamente alineados.

Y me doy cuenta.

Es un cristal espejado.

No pueden ni oírme ni verme. Bueno, quizá si me pongo a gritar como un poseso me oigan, pero de lo otro, nada. Desde su lado sólo pueden contemplar su propio reflejo en el espejo, mientras que yo veo todo lo que ocurre desde aquí, en este… cuarto para voyeurs.

Interesante.

Antes de que me quiera dar cuenta, mi culo ya está bien plantado en la silla.

Al mismo tiempo que descubro algo parecido a un teléfono detrás de mí y me llevo el auricular a la oreja, Míster Elegante ha adoptado la misma posición que yo, cómodamente apoltronado en un sillón y copa en mano. Ray, por su parte, se reclina en la cama, con ésa insidiosa media sonrisa pintada en la cara. Están hablando, y entonces me doy cuenta de que el supuesto teléfono sirve para escuchar lo que ocurre al otro lado del espejo.

-… será caro –está aseverando mi protégé.

Menuda novedad.

Míster Perfecto se encoge de hombros.

-Estas cosas siempre lo son, ¿no? –comenta con voz ronca y el prostituto lanza una carcajada. El otro esconde la sonrisa tras el vidrio de su copa-. Voy preparando la tarjeta de crédito, ¿no?

-Mejor –Ray se levanta, muy despacio. Los pies se hunden en la alfombra sin hacer el menor ruido, igual que su mano al apretar la entrepierna de Míster Elegante. Tanto éste como yo pegamos un bote en el sitio- ve preparando esto.

-Sí, será mejor.

Con una sonrisa sinuosa, mi protégé da un paso atrás y separa con las piernas las rodillas de su cliente mientras se pasa la camisa por encima de la cabeza, con movimientos deliberadamente lentos. La lámpara del techo derrama luces rojas y sombras sobre su cuerpo. Los dos espectadores nos quedamos fascinados con la forma en que sus músculos cambian y se estiran, con sus largos dedos deshaciendo el nudo del pantalón, y para cuando sus piernas quedan al descubierto, tengo la mano que sujeta ese teléfono tan pegajosa de sudor que me veo obligado a pasarme el aparato a la otra.

¿Por qué estoy haciendo esto?

No lo sé. No lo sé. Lo único que tengo claro es que no puedo despegar los ojos de su figura desgarbada, y que mi aliento se condensa cada dos por tres en el espejo.

Aunque eso no me impide ver cómo Ray, ahora de rodillas entre las piernas de Míster Elegante, arroja el cinturón del tipo por encima de su hombro mientras hace trepar una mano por su muslo. Por culpa de una extraña empatía, casi puedo sentir el calor en mi propia pierna.

Respiro. El vaho vuelve a empañarme la visión.

Paso la mano por el cristal y me encuentro con que mi protégé ha hecho avances. Con la mejilla apoyada en la ingle de su cliente, pasa la punta de la lengua por la abultada tela de su slip. Huelga decir que la erección de Míster Elegante –quien, sudoroso como yo, ya no lo es tanto- es más que evidente.

Casi tanto como la mía.

Cruzo las piernas. No lo puedo evitar. Hay algo en Ray, no sabría decir qué, que es electricidad bruta, es magnético. Pura sensualidad. Me hace querer sentir sobre mí esas mismas manos que liberan la polla de Míster Elegante de su prisión de algodón, me provoca un dolor de estómago el contemplar cómo los mismos labios que me han dejado sabor a nicotina en la boca recorren ahora aquel pedazo de carne insulso, teñidos de un tono grosella por la luz del cuarto.

Ya tengo bastante con contener mis propios quejidos de frustración como para preocuparme por los de nadie más, de modo que apenas oigo al otro tipo gimotear cuando mi protégé le da un buen repaso a su capullo. Sólo soy capaz de concentrarme en la suave rotación de ésa lengua, en la expresión indescifrable de su dueño al probar todas y cada una de las perlas de preseminal, y no puedo evitar jadear al mismo tiempo que Ray al partir los labios y succionar con delectación la punta.

-Oh, j-joder…

Cállate, Míster ya-nunca-más-Elegante.

Míster ya-no-más-elegante cierra el puño con fuerza sobre el pelo del prostituto, quien ni siquiera varía el ritmo de la mamada. Separando un poco las mandíbulas y ladeando la cabeza, continúa tragando centímetro tras centímetro, haciendo al tipo retorcerse en el sitio entre exabruptos muy poco distinguidos.

Yo siento un calor inenarrable en el bajo vientre. Quema. La manga de mi traje está húmeda de desempañarlo una y otra vez. Ray, que parece ajeno a casi todo lo que ocurre a su alrededor, separa un poco las mandíbulas para terminar de tragar la polla venosa del cliente, su nariz recta rozando el vergel de rizos del mismo. Los dos, Míster y yo, suspiramos al unísono.

¿Qué me pasa? ¿Qué está haciendo conmigo, por qué?

La pregunta, por supuesto, no tiene respuesta, no mientras observo las mejillas de mi protégé deformarse y ahuecarse una y otra vez, no tocándome por encima del pantalón.

No con el Míster lanzando al aire un grito ahogado, ni con aquellos primeros trallazos de semen que Ray parecía querer exprimirle de las pelotas y que van derechos a su garganta.

Gimo, pero de rabia. O de envidia. No lo sé. Me estoy volviendo loco. Loco. De repente me doy cuenta de que estoy sudado, y empalmado y dolido con vete tú a saber quién, y las paredes de la diminuta sala para voyeurs –¿eso es lo que soy, un vulgar voyeur?- se empiezan a cerrar sobre mí.

Enjaulado. Me siento enjaulado.

Me levanto precipitadamente, y la silla golpea la pared al caer. Cuando vuelvo la mirada hacia la otra habitación, mis ojos de animal atrapado se encuentran con la mirada verde de Raymond. Y es una tontería, sólo un momento, pero esta vez parece centrada en mí, sin parpadear, fija en mi posición.

Tengo que salir de aquí. Ya.

 

 

El teléfono da seis toques exactos antes de que alguien descuelgue al otro lado de la línea. Es el tiempo justo que tarda mi padre en recorrer la pequeña distancia entre el sofá y éste en nuestra casa de Auvert-sûr-le-Pont, aunque cada año se demora un poquito más en alcanzar el aparato. La vejez, supongo.

En cualquier caso, su voz siempre me hace volver a las playas provenzanas de Marsella, al brillante sol del Mediodía francés. Cada vez que lo llamo sé que puedo cerrar los ojos y volver a sentir el calor en mi piel y el salitre del mar en el paladar. Y una añoranza tremenda.

Por mucho que ame París, la Ciudad de la Luz nunca podrá darme esa tranquila quietud junto al Mediterráneo de mi viejo hogar que tan de menos echo siempre.

-¿Hola? ¿Quién es? -bajo el suave crepitar del teléfono, el tronar de la voz de mi padre retumba en mis oídos, sobresaltándome

-Eh, hola… -comienzo, pero el no tener un discurso preparado y mi vacilación dan lugar a que él ruja:

-¡Maldita sea, ya les he dicho que no quiero esa estúpida televisión por satélite! ¡En mi casa no entrará un medio idiotizador y masificador como ése! Mis hijos se han criado sin el yugo de la televisión y…

-¡Papá, soy yo! -exclamo desesperado, cortando así el discursito de siempre antes de que sea demasiado tarde. Las palabras de mi padre quedan entonces en el aire y se disipan lentamente para dejar un silencio entre nosotros solamente roto por el maullido cansino de Polilla, el gato familiar.

-¿Paul?

-Louis.

-Louis -repite, y de pronto detecto un temblor peligroso en su voz. Por favor, por favor, que no se eche a llorar. Me partiría el alma-. Mon petit oiseau se acuerda de su padre por fin.

Hace una breve pausa en la que se le oye respirar pesadamente. Polilla vuelve a reclamar su atención con un maullido estridente antes de comenzar a emitir un sonido grave, como de motosierra. Casi puedo verlo, una peluda y diminuta bola marrón enroscándose en torno a las piernas de mi padre.

-Papá… Tengo veintitrés años. Ya no soy ni petit ni ningún oiseau

-¿No seguirás vendiendo televisiones por satélite, verdad? -brama él de pronto, sin hacerme el menor caso y provocando que el corazón casi se me salga por la boca.

Claro que no iba a echarse a llorar. Sólo estaba preparándose para dejarme sordo de un oído. ¿Pero qué le pasa a este hombre, que tiene que andar siempre gritando?

-¿Qué? ¡No! Te he dicho mil veces que hace meses que ya no soy vendedor a domicilio. ¡Y trabajaba para una operadora de telefonía móvil!

-Basura -gruñe él-. Son todos los mismos chupasangres… Ya, Polilla, ya… Por dios, qué gato más pesado…

-Papá, ¿me haces caso?

Él espira con fuerza por la nariz.

-¡Claro que te hago caso! -vuelve a vocear, y yo tengo que apartar el teléfono de mi oreja para que no me reviente el tímpano-. Eres tú el que me ignora. Desde que te fuiste con esos estirados de la capital ya no tienes tiempo para un viejo provinciano como yo.

-He estado muy ocupado…

-¡Ja! Ocupado, dice, y vende televisiones por satélite… Tu hermano también trabaja como un poseso y sí tiene tiempo para su padre. De hecho, si no fuera por Paul pensaría que te ha secuestrado alguna mafia para prostituirte en un burdel de Europa del este -se lamenta, y yo casi me atraganto con mi propia saliva, preocupado por lo poco descabellada que suena la idea de pronto.

Oh, parece que a Paul se le ha pasado investigar algunos detalles recientes de mi vida. Como que su mejor amiga me ha esclavizado en un prostíbulo para puteros de buenas carteras. Una nadería, ya ves.

-De eso precisamente quería hablarte -digo, los dientes apretados para no gritarle yo también. No es que lo haga a propósito, ni se está quedando senil. Es que mi padre tiene la asombrosa habilidad de conseguir que en menos de cinco minutos cualquier persona crea que está completamente chalado. A veces yo mismo me descubro pensando que es así-. Tengo trabajo. Y no, no es en ningún canal de televisión por satélite.

Mi padre resopla, claramente decepcionado por no poder meter cizaña con su tema favorito, pero debe haber algo en mi voz que le hace ponerse serio, porque enseguida se olvida de las puñeteras televisiones:

-¿Es un trabajo respetable, a la altura de mi hijo, o se trata de otra de esas hamburgueserías del demonio?

Yo trago saliva.

-Eh… Define respetable.

-Louis. Ni se te ocurra jugar conmigo.

Ah, ¿y lo dices precisamente tú?

Tomo aliento muy despacio un par de veces antes de volver a hablar. Un paso en falso supondría una catástrofe peor que Hiroshima.

-Papá, necesito que te tomes esto con calma –digo con suavidad, como quien habla con un caballo salvaje-. Con mucha calma.

Lo oigo removerse. Su tontuna ha desaparecido.

-¿Qué pasa? –inquiere él con desconfianza-. ¿Y dónde narices estás? Hay como eco.

Yo me encojo como si me hubieran pinchado y al hacerlo casi me dejo la nuca en el canto de la bañera. Estoy acurrucado dentro, con el pestillo de la puerta del baño bien cerrado. No quiero sorpresas desagradables mientras hablo de asuntos delicados con mi padre. (Y con sorpresas desagradables me refiero a Raymond y a su sonrisa de pervertido). Me he escondido aquí aprovechando que he tenido que cambiarme de pantalones otra maldita vez para rumiar en soledad mi desgracia.

-Eso no importa ahora –cierro los ojos con fuerza, hasta que lucecitas de colores bailan ante mí. Tengo que soltarlo ya, antes de que pase más tiempo y todo esto se convierta en una enorme bola imposible de tragar para él-. Mira, una amiga de Paul, que tiene algunos contactos, me ha buscado un puesto de trabajo en… una especie de hotel. Lujoso. Mucho. –añado con infinita cautela. Mi padre, propietario de una humilde embarcación de pesca, siempre ha mantenido un odio visceral hacia cualquier exhibición innecesaria de riqueza. Y no es por nada, pero solamente la grifería del Chat ya dice a gritos: “¡Eh, miradme! ¡Soy una exhibición de riqueza absolutamente innecesaria!”.

Tras recibir la información, mi padre se queda callado un minuto entero en el que Polilla maúlla desesperadamente como el buen gato esquizofrénico que es. Nadie sabe por qué lo hace, pero así él y su dueño forman una muy buena pareja. Después de callar al minino. El vozarrón de barítono de mi progenitor vuelve a hacerse oír, como un trueno que me sacude los huesos.

-Bueno –dice, aunque sin ninguna inflexión de tono-. Bueno. ¿Y qué pintas tú en un hotel? Porque después de lo de Pigalle, no creo que te hayan puesto a servir desayunos continentales, ¿eh?

Ahí, papá, di que sí. Estoy seguro de que una patada en los testículos hubiera dolido menos que eso.

-Pensaba que habíamos quedado en que lo de Pigalle estaba muerto y enterrado.

-Sí, sí, claro. Sólo dime qué hace un chico con carrera como tú trabajando en un hotel para esnobs.

-Es… difícil de explicar. Digamos que formo parte de la plantilla de los de relaciones públicas, ¿vale? -frotándome la sien con un dedo, me deslizo un poco en la superficie lisa y de puro mármol de la bañera-. Pero ese no es el caso, papá. Quería pedirte consejo, en realidad.

-Pues como no sea sobre jureles… -yo le obsequio con un silencio aterrador y él lanza una risotada-. Lo siento, lo siento. Te escucho.

Tomo aire, con la paciente respiración de mi padre de fondo. No sé por qué estoy haciendo esto. Lo lógico hubiera sido hablar con mi hermano, la única persona de mi mundo en este momento que no está como una regadera, pero no me cogía el teléfono. El último recurso que me quedaba eran mi padre y su gato loco.

-Ya sé que suena extraño -le confío-, pero creo que he tenido mucha suerte con el puesto. Quiero decir, no es como trabajar friendo carne rancia. Aquí tengo un sitio en el que caerme muerto y un buen sueldo, con lo que he podido dejar el apartamento de Alice, y aunque todo estemundo es muy diferente y un poco extraño, estoy bastante seguro de que conseguiré acostumbrarme.

Tampoco es que me quede más remedio, tengo que pagar la jodida alfombra.

-Parece que hay un pero en todo eso.

-Lo hay -instintivamente dirijo la mirada hacia la puerta cerrada, casi esperando ver a mi protégé aparecer por el quicio. Gruño nada más imaginar la escena-. Es… es mi compañero. Dios, papá, no te puedes hacer ni la menor idea de lo que es ese tipo –antes de decir nada más trago saliva en un vano intento de contener una oleada de rabia, pero mi padre debe notarlo, porque no hace ningún comentario jocoso al respecto-. ¿Alguna vez has odiado a alguien de una forma tan grande y absurda que sólo con ver a ésa persona ya sentías impulsos asesinos?

-¿A tu madre?

-Joder, papá.

-Te estoy hablando en serio. Ésa mujer se estaba buscando que alguien la tirara por la borda algún día. Y yo mismo me hubiera encargado gustoso si no se hubiera fugado con aquel notario –entonces emite un sonido extraño por la nariz que no sé clasificar-. Fugarse con un notario teniendo a este macho provenzano en casa, ya ves tú cómo estaba la tía.

Un macho provenzano que apesta siempre a atún rancio.

-Volviendo al tema –continúo, poniendo los ojos en blanco. Lo último que me apetece ahora es recordar la época en la que mi madre todavía seguía con nosotros. Estoy muy bien con un padre loco, no necesito dos, gracias-, no sé si puedo aguantarlo. A mi compañero, digo. Mira, Alice ha puesto en mí su confianza, y ella nunca había hecho eso antes. Gracias a ella tengo este empleo, así que necesito mantenerlo como sea y demostrarle que soy capaz de no decepcionarla. Pero nunca me había topado con nadie tan… engreído. Y caradura. Y cínico. Y desesperante. Estoy seguro de que no voy a poder contenerme, que tarde o temprano lo terminaré tirando por la ventana. Y eso no es bueno.

-Pensaba que después de romperle una botella de Budweiser en la cabeza a uno de los amigos de tu compañero de piso se te habían quitado las ganas de ejercer la violencia sobre otros seres humanos.

Ya, pero Léo no era un dios del sexo.

-No es el mismo caso. Mi compañero tiene un estatus muy alto en esta empresa. Si le estrellara una botella de Budweiser en la cabeza, la mía terminaría en una pica –sí, la verdad es que a Ava parece no disgustarle la idea-. Además, mi psicóloga se volvería loca. Después de todas esas sesiones de control de la ira, no voy a darle ese disgusto.

Eso, y que cada vez que se me planta delante, mi polla toma el mando y no me deja pensar.

-Así que no sé qué debería hacer. Siento que mi deber para con Alice es quedarme aquí y seguir adelante, pero ése tío parece empeñado en… invadir mi espacio vital y dejarme en ridículo continuamente. Estoy muy confundido, papá. De verdad.

Después de decir aquello, se hace el silencio entre los dos otra vez. Es tan denso que puedo oír el mar batiéndose contra la costa y el ronroneo de Polilla. Yo me incorporo un poco en la bañera. Me duele la cabeza a horrores, y oír de nuevo la voz grave de mi padre no ayuda.

-Louis, eres un Daguerre. Un poco canijo y con miedo al agua, pero mi hijo a fin de cuentas. Y a pesar de todas las putas sesiones con la loquera, sé que eres capaz de defenderte tú solito, con y sin botellas de cerveza (Dios, qué orgulloso me sentí de ti ese día). Así que demuestra quién eres y cuál es tu territorio, pajarito. Es todo lo que tengo que decirte.

-Pero…

El clásico pitido de la línea corta cualquier cosa que pueda decir.

-Gracias, padre. Gritando a los vendedores a domicilio eres un poeta, pero dando consejos a tu hijo nos quedamos más bien cortos -me río en voz alta, cual desequilibrado emocional, y me quedo mirando la pantalla en negro del teléfono-. Así que demostrar cuál es mi territorio, ¿eh? Ni que fuera un puto perro en celo.

Luego cierro los ojos y pienso en la belleza salvaje de mi compañero. Y decido que, puestos a ser animales, lo somos los dos y con todas las consecuencias.

Demostrar… defender. Defender mi territorio.

7

Interludio: Sacha + Amor fraternal

Habitación 6c, nivel cero de la Jaula. ¡Ven un ratito! (si quieres… ö)

¡Besitos!

Al final de la nota carmesí que alguien ha deslizado por debajo de mi puerta hay dibujados un corazón y una carita sonriente. Yo, con el pelo todavía goteando, releo como seis veces las dos líneas escritas en tinta dorada y con una caligrafía pequeña y redondeada, de chica, antes de volver a doblarla.

No hace falta que nadie me diga quién es el remitente.

Suspiro y dejo el papelito sobre la mesita. Todavía sin vestirme, me arrastro envuelto en la penumbra hasta el ventanuco y dejo caer mi cuerpo dolorido en la silla frente a éste. El baño caliente no ha hecho nada por aliviar el peso en mis hombros, y mis pensamientos son un barullo abstracto. Seguramente Picasso hubiera alucinado de haber visto mi encefalograma.

La oreja pegada al cristal helado capta los sonidos nocturnos de París, que en mi cabeza suenan amortiguados, como ruido blanco. Cierro los ojos. No voy a intentar poner orden ese lío, sé que sería inútil. Ya tengo bastante con lidiar con la culpa de haberme dejado solo a Raymond allá abajo, con carta blanca para seguir haciéndole la vida imposible a los seres humanos de su entorno. De momento, la única opción viable para mi mente saturada es quedarme aquí con la luz apagada, sentado en silencio, desnudo.

No es la primera vez que me quedo bloqueado así y necesito esconderme en sitios silenciosos y oscuros durante un rato. Mi padre no entendía muy bien por qué de pequeño pasaba horas mirando al infinito acurrucado dentro de una caja de cartón después de volver del colegio. Lo cierto es que los demás niños me asustaban y aturdían demasiado como para que mi cerebro pudiera procesar correctamente lo que ocurría a mi alrededor, y aquel trozo de cartón era lo bastante aséptico y acogedor para poder volver a poner las cosas en su sitio.

Lamentablemente, luego crecí y papá decidió que no era muy normal que su hijo de nueve años siguiera refugiándose dentro de cajas de naranjas por ser un inadaptado social. Tuve que evolucionar. Sobrevivir. Y aquí estoy.

El tiempo se estira como un chicle, aunque la lentitud me sienta bien. Como una tortuga que se despereza fuera de su caparazón el primer día de primavera, mis funciones vitales vuelven a palpitar lentamente y al poco puedo dejar de aplastar la cara contra el cristal y me incorporo en la silla otra vez. Me sigue doliendo la cabeza, pero es un avance.

Al otro lado del cristal, la vida sigue. Luces, coches y gente, todo muy rápido, muy confuso. Como la vida en el Chat. Pero nadie va a pararla por mí. Tengo que volver a salir de la caja.

Enfrentarme al mundo de ahí fuera. Suena fácil, pero para mí es como intentar arrancarme un brazo a mordiscos. Con un suspiro empaño el cristal, y al ir a pasar los dedos sobre la condensación, la imagen de la curva perfecta de la espalda de mi protégé se sobrepone un instante al curso del Sena. Parpadeo con fuerza, pero la forma fina y afilada, como una cimitarra, de sus labios se ha quedado impresa en mis retinas. No me puedo librar de él ni cuando no está presente.

Lanzando un sonido de animal herido, obligo a mi cuerpo a moverse y a esquivar el estuche del violín de Raymond, que éste ha dejado apoyado en la pared, junto a la silla de la ventana. Al verlo siento el irracional y cruel impulso de patearlo, pero mirándolo entro en razón in extremis y en lugar de hacer eso, lo levanto con infinito cuidado del suelo. Curiosamente, la música es lo único hermoso que mi compañero parece ser capaz de hacer, así que no voy a cargarme la fuente.

El estuche no es nada del otro mundo; barato y de carcasa dura, es de esos que puedes encontrar en cualquier tienda especializada. Me sorprende la sencillez de la funda, pero lo que me termina de descolocar es el interior. Yo, que esperaba encontrarme un Stradivarius, un Guarnerius o un Amati, me encuentro con un instrumento que parece sacado de un museo. De arqueología. Sujetándolo con el temor sincero de que vaya a desmoronarse en mis brazos igual que un castillo de arena, me acerco a la ventana para ver mejor la madera oscurecida por el paso del tiempo. Contrariado, me pregunto de dónde habrá salido y por qué Raymond conserva tal antigualla. Por el sonido no debe ser, porque ya pude escucharlo antes y no es nada del otro mundo; mediocre más bien. Me inclino hacia la luz y paso un dedo por el barniz arañado.

Espera.

Doy la vuelta al instrumento. En el talón del violín hay grabado un nombre en letras pequeñas y toscas. Erik.

No. No.

Nada más verlo, sacudo la cabeza y dejo el violín en su funda. No. No sólo no me interesan los rollos raros de Ray (que estoy seguro de que es la clase de persona que robaría un violín con tal de demostrar que es capaz de hacerlo), sino que directamente no quiero volver a pensar en él mientras pueda. Al tiempo que intento desterrar su sonrisa arrogante de mi cabeza, dejo la funda en el mismo sitio en el que estaba. Doy media vuelta y la cama ocupa mi campo de visión.

De pronto me siento muy cansado.

Quizá lo más sensato sería intentar vestirme y volver al curro, aunque estoy tan dolido y enfadado conmigo mismo que el esfuerzo se me antoja inhumano. Me limito pues a lanzarme de cara al colchón, que no hace el menor ruido al recibirme. No tengo el ánimo suficiente que requiere abrir la puerta y volver al mundo artificioso y excesivo del Chat, y desde luego no me siento con fuerzas para volver a mirar a la cara a Raymond después de las cosas que se me han pasado por la cabeza al ver su performance.

Aprieto los dientes y ruedo sobre el colchón hasta apoyar la cara sobre la almohada. Si cierro los ojos puedo volver a ver la luz roja derramándose sobre la piel de mi protégé. Entierro la cara en las sábanas, aunque eso tampoco ayuda. Su olor está mezclado con el de mi colonia en el algodón.

¿¡Es que no hay una jodida forma de librarme de él!?

Al parecer no. Mi cabeza se empeña en volver una y otra vez al ambiente opresivo del cuarto para voyeurs cada vez que poso la vista en cualquier punto de esta habitación. Me levanto. Necesito hacer algo, que me dé al aire. Lo que sea con tal de no pasar un minuto más aquí dentro.

Y mientras forcejeo por meter la pierna en el primer pantalón que se me pone a tiro, la notita de Sacha aparece ante mis ojos como una explosión roja en la oscuridad.

INTERLUDIO

Sacha

-¿Qué tal así?

Sacha da un paso fuera del vestidor de su cuarto en la Jaula y abre los brazos en un gesto casi solemne. Chiara, sentada en el suelo con las piernas estiradas sobre la mullida alfombra y los tobillos cruzados, tuerce un poco la cabeza, entorna los ojos y frunce los labios, todavía sin desmaquillar y de un rojo brillante.

-¿Qué narices es eso? –Inquiere, estudiando con gesto crítico el undécimo outfit de su compañero-. ¿Un… batín?

Sin hacerle demasiado caso, el ruso da una vuelta apreciativa sobre sí mismo, ajustándose la cinta de seda azul que hace de cinturón alrededor de su estilizada figura.

-El betún es para los zapatos, boba –dice al cabo de unos segundos, todavía muy ocupando en atusarse el flequillo rubio-. Es un kimono.

Chiara obvia el comentario del betún y enarca una ceja mientras da un rápido repaso visual a las pantorrillas que emergen de debajo de la seda azul.

-Lo que tú digas. Pero te recuerdo que intentas ligarte a un escritor, no hace falta que te emperifolles en plan guarrilla del shogun para eso.

Sacha, que estaba batiéndole las pestañas a su reflejo, se queda muy quieto de pronto, con un brillo vidrioso en sus ojos. Es su cara de “estoy traduciendo al ruso todo lo que has dicho y de diez palabras, once no están en mi registro”. A veces le pasa.

-¿Qué? -dice al cabo, cuando por fin algo de la traducción cobra sentido en su cabeza, y da media vuelta procurando que el supuesto kimono ondee a su alrededor de forma muy coqueta-. Yo no quiero ligarme a nadie.

-No, claro que no -Sacha vuelve a dedicarle ésa mirada vacía y ella levanta las palmas de las manos juntas, donde lleva escrita, en mayúsculas, la palabra sarcasmo.

-Oh. No sé de dónde te sacas eso.

Chiara se queda en silencio, con cara de póker, durante tanto tiempo que él empieza a sentirse incómodo.

-¿Qué haces?

-Esperar a que saques tú también el cartel de sarcasmo -su amigo  hace un gesto despectivo con la mano y le da la espalda-. Venga, no fastidies. Sólo lo conoces desde hace menos de un día y ya estoy de oír hablar de Louis hasta el moño.

-Es porque es nuevo.

Ahora la que sacude la mano de uñas rojas es Chiara

-Ya, claro. Igual que los otros, ¿no?

Él gira la cabeza y abre la boca, pero a falta de ideas cruza los brazos sobre el pecho con toda la dignidad del mundo. Chiara no comprende que él es buen chico que sólo quiere ayudar, y no parece vaya a esforzarse en hacerlo. De modo que, ajustándose de nuevo el cinturón –porque Sacha será prostituto, pero es un puto con mucha clase-, pasa por el lado de su amiga sin mirarla siquiera y se deja caer teatralmente entre los cojines de su enorme tresillo con un suspiro lánguido.

-Nadie me entiende –se lamenta, y empieza a juguetear con los flecos de un cojín que acaba de colocar en su regazo. De reojo y por debajo del largo flequillo ve cómo Chiara esboza una sonrisa divertida mientras se sienta a su lado y le hunde el dedo entre las costillas-. Au.

-Tonterías –suelta ella antes de atacar de nuevo-. Yo sé lo que te pasa.

Sacha se retuerce en el sillón, y aunque ataca a la recepcionista con el cojín, no puede librarse de sus largos dedos, menos cuando ella

-¡Puta! ¡Deja de pincharme!

-Sólo si confiesas.

Con una risa histérica, el otro rueda sobre sí mismo, en un lío de brazos y piernas, y suplica con voz entrecortada. Entonces Chiara le deja respirar un instante:

-Venga, desembucha.

-¿Desenqué? –inspira él, intentando desviar la atención en un último intento desesperado de seguir haciéndose de rogar, pero un dedo entre sus costillas le ayuda a recordar cuál es el tema que están tratando-. ¡Ay… para! Sólo quiero… no estar solo….

Chiara se detiene en seco. Sacha aprovecha la coyuntura para escabullirse y empujarla contra el reposabrazos.

-Me has despeinado, zorra –gruñe.

Ella no reacciona hasta un poco después, tirándole del flequillo mientras su carita de duende se transforma con una sonrisa perversa.

-Pobre Sacha, lo he despeinado –se yergue y toma la cara de Sacha entre sus pequeñas y estilizadas manos-. Ya no va a estar guapo para su escritor.

Sacha hace un mohín, pero no puede evitar que se le suban las comisuras de los labios. ¡Vaya, con lo que le había costado hacerse el interesante!

-Ya, ya sé. Ya sé qué está pasando aquí -Chiara le toca la nariz para después sentarse con los brazos cruzados en un gesto triunfal. Sacha, derrotado, se arrastra hasta apoyar la nuca en las rodillas de su amiga, como suele hacer cuando ya está cansado de que esa diablilla le tome el pelo-. Han pasado dos semanas desde que herr volvió de aquella conferencia en Bangladesh, ¿verdad?

Sacha asiente. Su amo ha pasado un mes fuera de Europa y desde que ha vuelto, no se digna a visitarle en el Chat. De hecho, en las últimas dos semanas sólo ha pasado por el club para renovar su parte del contrato de exclusividad que mantiene con el ruso.

-Pobrecito. Rodeado de sexo y sin poder catarlo… Normal que en cuanto haya llegado el rubito, te hayas tirado a su cuello ¿eh?

-Ay, calla. Es que es tan mono… -suspira él, y se cubre la cara con un cojín.

Chiara apoya la espalda en el respaldo del sofá y se queda con la vista fija en la lámpara del techo, que emite la misma luz rojiza que todas las bombillas de la Jaula.

-No, no está mal, supongo -dice en respuesta a la sentencia de colegiala hormonada de su amigo, quien al oír aquello vuelve a pegarle, sin quitarse el cojín de la cara.

-No hables de cosas que no entiendes.

-¿De pollas?

-Sí.

La recepcionista se encoge de hombros. Ése es el fin de la conversación, que queda sustituida por el sonido suave de sus respiraciones. Desde que se conocieron, el silencio es su tercer invitado cada vez que están juntos. Es normal, ni a Chiara ni a Sacha les incomoda. Siendo los mejores amigos, incluso en el silencio están en perfecta sincronía.

Después de largo, largo rato, el ruso se remueve en el regazo de ella.

-¿Crees que vendrá? -murmura, y el cojín se balancea con el movimiento de sus labios.

-No sé. ¿Lo asustó mucho tu lengua cuando intentó llegarle al intestino delgado?

-Perra.

-Entonces no tengo ni idea. Aunque seguramente Ray se encargue de espantarlo más que tú. Quién sabe.

Otra intervención del silencio.

-¿Crees que le gustaré?

-¿A quién, a su polla?

La mano de Sacha se agita en el vacío, pero con el cojín en la cabeza no hay forma de acertarle en la cara a ella. Al final de un par de patéticos intentos infructuosos, deja caer el brazo.

-Sí.

Chiara asiente.

-Seguro que sí, Sacha -replica-. Eres un amor, ¿cómo no le vas a gustar a nadie?

-A Ray no.

-Ray no se quiere ni a sí mismo. De todos modos, no querrás liarte con él, ¿verdad?

-Dios, no, qué asco.

-Entonces no hay problema, ¿no? –Sacha niega con la cabeza, lo que provoca que el cojín vaya a parar al suelo, y Chiara alarga la mano para quitarle el flequillo de la cara, igual que una madre atenta-. Estoy segura de que le gustas. O le gustarás. Eres una monada, incluso aunque tengas polla –dice inconexamente. Su discurso está preparado para recibir de forma encantadora y acogedora a los clientes del Chat, no para tener conversaciones de adolescentes. Aun así, Sacha, con las mejillas arreboladas, le dedica una gran y adorable sonrisa-. ¿Ves? Eres muy cuco. Si ése escritor tiene un poco de cerebro, Ray no tiene nada que hacer contra ti. Y si ya dejaras de acosarlo con regalos de los que nunca te podrá devolver el favor, sería ya perfecto.

-Eh. Me gustan los regalos -protesta él desde sus rodillas.

Chiara se arregla el pañuelo azul del uniforme antes de decir nada. El tema de los regalos es un asunto delicado para Sacha, despilfarrador nato incapaz de comprender que si bien para él el dinero no significa más que un chorro de ceros en su cuenta corriente, para mortales de clase media-baja como Chiara y Louis supone el resultado de una ardua labor.

-A todos nos gustan los regalos –afirma-. Lo que no es muy normal es hacérselos a alguien a quien acabas de conocer. Más que nada porque ello se acerca sospechosamente al comportamiento de un acosador –añade, para turbación de Sacha, que ladea como puede la cabeza, los ojillos grises abiertos como platos.

-¿Acosador? ¿Por qué?

Chiara se frota el ceño con el dedo índice. Ha sido un día duro y lo único que quiere es irse a casa para dormir las pocas horas que le quedan antes de ir a la universidad. Quiere a Sacha, y no tiene otra intención que la de ayudarlo en sus extrañas empresas, pero está demasiado agotada como para pensar con claridad la forma de explicarle a un nouveau riche como su amigo por qué estaba mal intentar comprar a sus allegados.

-Parece mentira, Sacha –suspira-. Porque no suele funcionar el intentar ganarse a la gente con dinero. O con trajes de Armani.

A pesar de los esfuerzos de la italiana por hacer comprender a su pequeño amigo, la palabra Armani parece suscitar el efecto contrario en Sacha, que se incorpora como activado por un resorte y comienza a barbotar incoherencias con un brillo de emoción incontenible en sus pupilas:

-¡Oh, sí! ¿Viste cómo le quedaba el gris perla? Parecía un… ¿cómo se dice en francés? Una estrella de cine… ¡Qué guapo!

Afortunadamente para Chiara, el móvil de su compañero reprime el más leve impulso asesino que el ruso haya podido suscitar en ella. Aliviada, ve cómo él abandona sus rodillas y comienza a buscar el teléfono entre la montaña de ropa del suelo, aparentemente sin percatarse de que el modelito que lleva está retorcido y abierto hasta el ombligo. Cuando por fin lo encuentra la melodía ha cesado, pero ambos saben que no es motivo de preocupación. El móvil de Sacha únicamente puede recibir mensajes, y de una sola persona.

Ava.

-¿Qué quiere? -Chiara se inclina con interés, siempre procurando que su falda de tubo no suba más de lo conveniente, aunque no recibe respuesta. Sacha, de rodillas en mitad del caos de ropa, se ha quedado congelado, con una expresión extraña-. ¿Qué ocurre?

-Es… es él.

-¿Quién? ¿El escritor? –se extraña ella.

-¡No! -Sacha se levanta a toda velocidad. Como un géiser a punto de reventar, el pánico burbujea en todos sus gestos amenazando con estallar.

-¿Herr? – Él gimotea, y Chiara lo ayuda a arreglarse el kimono y lo arrastra hacia la puerta, porque él está todavía paralizado, mirándola con angustia-. Lo tomaré como un sí. Pero bueno, ¿qué haces ahí quieto? ¡Mueve el culo!

Sacha se deja llevar dócilmente hasta el pasillo, pero una vez fuera se vuelve hacia la recepcionista y la agarra de las solapas casi con desesperación.

-¿Y Louis qué? Va a odiarme si lo dejo plantado.

Sin dejar de empujarlo, Chiara llega hasta el ascensor del final del pasillo y aporrea el botón de llamada.

-Eso si viene –exclama ella, para inmediatamente saludar con una voz dulcísima y una educación exquisita a un cliente habitual que se apresura a meterse en la habitación-. Y en el caso de que aparezca, no va a odiarte, no seas histérico. Le diré que tienes trabajo, lo entenderá.

-¡No! -Sacha se revuelve, pero Chiara tiene más fuerza que él y de un empellón lo mete dentro del ascensor justo cuando sus puertas acaban de abrirse.

-¿Qué mosca te ha picado? ¡Pensé que estabas deseando que Derek volviera al Chat!

Sacha querría decirle que sí, pero que en este momento está más preocupado de lo que pueda pensar Louis Daguerre de sus tendencias masoquistas; no obstante, las puertas oscuras del ascensor se cierran entre ellos, y antes de que se quiera dar cuenta la luz del primer piso ciega sus ojos acostumbrados a la tenue iluminación de la Jaula.

El jovencito ruso hace un giro perfecto sobre sus talones para ver las puertas cerrarse otra vez. Mientras escucha alejarse al ascensor, dice unas cosas en su lengua natal que habrían hecho sonrojarse a su señora madre, aunque no piensa volver a bajar. No teme a Chiara, ni siquiera a herr.  La ira da Ava, en cambio, sí que le pone los pelos de punta.

Derrotado, se arrastra hacia la escalera que lleva a su cuarto del ático, sin hacer caso de las miradas que atrae su peculiar atuendo. Cada escalón que sube suma un latido más a su corazón ya desquiciado de por sí. Los culpables son, a partes iguales, su adorado Louis y la sorprendente visita de Derek (eso sin contar con esas putas escaleras, que no se acaban nunca…)

Se siente mal por el nuevo. Su deseo por conocerlo mejor y por llegar a atisbar dentro de sus pantalones es tan enorme que lo ha llevado incluso a mentirle acerca de Chiara (su mejor y única amiga). Ahora, su mayor temor es que él se decepcione al descubrirlo, aunque lo único que puede hacer es esperar y desear que, si de verdad el escritor llega a bajar a la Jaula, la recepcionista sepa salvar la situación.

Suspira, porque en el otro lado está su herr. Pensar en él lo aterroriza de una forma absurda e irracional. En realidad, es una mezcla de sensaciones que van desde la inquietud hasta el miedo, aunque seguramente Sacha no sabría poner su nombre francés a ninguna. Y es que a pesar de lo repentino e inesperado de la llegada de herr Zimmermann, para él no es normal sentirse así; sus nalgas están más que acostumbradas a los abusos del alemán. Es… algo que va más allá del natural egoísmo que gobierna todas sus acciones.

Algo que recuerda haber sentido sólo una vez en su vida, años atrás, en San Petersburgo.

Al detenerse ante su puerta, tiene que obligarse a respirar varias veces. También está nervioso, en el buen sentido. Las rodillas le tiemblan un poco de emoción, y un cosquilleo en su barriga se anticipa a lo que posiblemente vaya a ocurrir al cruzar el umbral. Aunque sigue preocupado por Louis, no puede evitar que su imaginación tendente a la divagación comience ya a fantasear con cuál será el próximo capricho de Derek.

Sin más dilación, deteniéndose sólo para echar un breve vistazo al corredor vacío, se desliza dentro. En el interior, la oscuridad es casi total, como siempre, y Sacha necesita un momento para acostumbrar sus ojos a la penumbra. Y cuando lo hace, no puede evitar soltar un gritito muy masculino.

Herr Derek parpadea extremadamente despacio, sentado en la cama. Es difícil saber su edad, que rondará los cuarenta o cuarenta y muchos. En este momento, en cualquier caso, lleva un jersey de cuello vuelto y unos mocasines de un negro resplandeciente, el pelo rojo oscuro peinado de forma impecable hacia atrás. En cuanto la pequeña figura de su prostituto aparece en escena, levanta sin prisas la mano izquierda y dedica una larga mirada a su reloj dorado.

Sacha lo imita, y ambos miran el reloj durante mucho tiempo, más del necesario, hasta que el chico se da cuenta de la obviedad.

-Oh. Creo… que llego tarde –dice, su acento del este sonando de pronto mucho más marcado que lo habitual. En la cara afilada de herr no se mueve ni un músculo.

-No lo creas –sus ojos claros descienden por la piel lechosa y rasurada por completo del ruso-. Al menos no vamos a perder más tiempo.

La cama no hace ningún sonido cuando Derek la deja para acercarse a Sacha, quien ni siquiera respira, y amarrar sus muñecas cruzadas a la espalda. Aquel ritual se repetía, no recordaba ya desde hacía cuánto, y aun así la sangre atronaba en sus oídos. Es el extraño efecto que surte en él aquel gesto impasible, incluso tras tantas largas sesiones y después de haber visto y sufrido en sus carnes (casi) de todo.

Su mente bulle mientras herr se mueve a su alrededor en círculos silenciosos. Sacha sólo puede ver esos mocasines aparecer y desaparecer frente a sus pies desnudos. Prefiere no levantar la vista. No sabe si su amo está enfadado o esa primera salida de la rutina forma parte del juego.

En realidad, con él nunca puede dar nada por seguro.

-Pensé que ya habíamos superado esto.

Los mocasines están donde no pueden ser vistos. El aliento caliente en su nuca le templa el resto del cuerpo en cuestión de nanosegundos. Unos dedos enguantados en negro se posan en la base del cuello, donde se cierra el collar de cuero. Esos guantes de látex y el collar son los únicos elementos razonablemente fetichistas que Derek utiliza.

-A lo mejor necesito… recordar algunas cosas.

El contacto en su cuello se convierte en un cuidadoso pero firme apretón al mismo tiempo que otra mano baja vértebra por vértebra en la espalda. Sacha respira entre dientes para no emitir ningún sonido. Mostrarse insensible suele hacer las cosas más divertidas.

-Cada vez suenas más como una puta de polígono –se oye un siseo. Es el cinturón de herr, marca Versace. Sacha lo conoce bien. Más de una vez se ha levantado con la insignia tatuada en el culo-. ¿Serán las compañías?

Al oír aquello el ruso se envara, pero el chasquido del primer latigazo en sus nalgas ahoga cualquier pensamiento que pueda haber cruzado su mente. Es tan sorpresivo que no puede evitar quejarse en voz alta, aunque el repentino ardor en su trasero se contagia también a su entrepierna.

-Pobre puta de polígono –la mano del cuello desaparece y al momento siente el látex rodeando la longitud de su polla, tiesa y goteante. Ya sin importarle suspira, las rodillas temblorosas otra vez.

¿O quizá debería sentirse mal por esperar aquello tanto tiempo?

-Estos dos meses te han ablandado también. Habrá que empezar otra vez –como si quisiera comprobar dicha blandura, Derek le castiga con una palmada que convierte el dolor lacerante de antes en un pulso caliente y continuo, y que además tiene la fuerza necesaria para impulsar a Sacha hacia adelante. El movimiento provoca que se frote contra la mano que le sujeta por delante. Y es breve y glorioso al mismo tiempo-. Pero hoy no tengo tiempo para eso.

A pesar de sus palabras, herr le propina otro azote que retumba en los oídos del chico, por encima del latido enloquecido del corazón. Una vez más, el dolor nuevo se mezcla con el viejo, aunque ahora el estallido de placer que le sobreviene consigue camuflar el escozor de su piel.

Después de eso, la presencia de Derek se aleja un instante de él para recoger algo del suelo. Por el tintineo que lo precede, Sacha deduce que se trata del cinturón. No recuerda haberlo oído caer, pero tampoco le importa. Sólo se queda quieto, los labios convertidos en una fina línea blanca, esperando el silbido del cuero y el fuego en su espalda.

No obstante, en lugar de eso escucha la voz de barítono del alemán en su nuca.

-Hoy no hay tiempo –repite, en apenas un susurro, y algo duro se aprieta contra la piel lacerada de Sacha.

Y entonces él comprende. Un polvo rápido después de un largo viaje. Debería haberlo sabido.

Aun así no puede evitar que la decepción se deslice por su tráquea hasta caer haciendo un ruido sordo en el estómago.

Los dedos enguantados acarician el collar de cuero.

Seguro que después de esto volverá a Colonia a follarse a la zorra de su mujer. ¿O ya es su exmujer?

-Puede que otro día –susurra. Sabiendo qué es lo que Derek busca, camina hasta el colchón y se deja caer de cara. El crujido de la cremallera del pantalón del alemán da pie a su entrada en escena.

-Así no –gruñe, y de un zarpazo lo coloca bocarriba.

Cogiéndole de los tobillos, le levanta las piernas. Sacha se estremece y separa los labios sin llegar a articular sonido alguno. A estas alturas ya no sabe muy bien cómo sentirse. Nunca ha sido bueno en esas cosas, de todos modos.

Sin mediar palabra, Derek desliza su glande pegajoso entre sus cachetes. La suya es una polla sin nada fuera de lo común, pero él parece sentirse bastante orgulloso. A Sacha realmente sólo le interesa cuando está dentro de él. Y poco más.

Cierra los ojos. Le palpita todo el cuerpo. Está algo molesto, pero también está cachondo. Las cosas en orden, piensa. Su cerebro no es capaz de abarcar tanto a la vez.

Unos dientes se clavan en su hombro cuando el alemán se hunde en él sin piedad, y Sacha gime, alto y claro. Su cuerpo tembloroso se arquea bajo las manos de herr. Éste ni siquiera se ha despojado de la ropa.

La siguiente embestida hace sacudirse al somier y termina de ensartar al ruso. Esta vez los caninos muerden justo debajo de su mandíbula. Él acierta a gritarle algo entre dientes, pero no sabe el qué. A lo mejor ni siquiera es francés. La piel le quema allá donde Derek le ha pegado, siente la cabeza ligera. Éste retrocede y vuelve a hurgar en lo más profundo del chico La siguiente embestida hace sacudirse al somier y termina de ensartar al ruso. Esta vez los caninos muerden justo debajo de su mandíbula. Él acierta a gritarle algo entre dientes, pero no sabe el qué. A lo mejor ni siquiera es francés. La piel le quema allá donde Derek le ha pegado, siente la cabeza ligera. Éste retrocede y vuelve a hurgar en lo más profundo del chico. Una vez. Y otra. Y otra.

Sacha gimotea y solloza con los dientes del alemán apretándole un pezón y el golpeteo rítmico de sus cuerpos llenándole la cabeza. Se siente bien. Ojalá se sintiera así siempre. Ojalá pudiera hacer entender a Louis Daguerre que ésa era la única forma de hacerle sentir bien.

Los movimientos se vuelven erráticos y desacompasados. Él se corre en una explosión de calor, seguido pronto por herr.

Derek, con el rostro algo desencajado y la voz trémula, lo llama puta. Él sonríe

-Bueno –murmura, su pequeño pecho subiendo y bajando rápidamente y el flequillo cubriéndole un ojo-. ¿No es eso exactamente lo que soy?

2ª PARTE

 

Sacha vuelve al cuarto de la Jaula arrastrando los pies. Una vez diluida la escasa emoción del sexo con herr Zimmermann, al ruso sólo le queda un poso agrio de insatisfacción que le nubla el humor, aunque peor todavía es la certeza que ha ocupado su mente tras el triste polvo y que se va afianzado a cada paso que lo acerca a su puerta.

Louis no va a venir. ¿Para qué? Sacha no tiene absolutamente nada interesante que ofrecerle a un escritor culto y serio y guay que seguramente está muy ocupado en nivel uno de la Jaula, haciendo a saber qué cosas con ese estúpido de Raymond. Ese estúpido y fascinante de Raymond.

Mierda. Cómo lo odia. Y cómo quiere evitar que Louis caiga en sus garras. La cuestión es cómo.

Las alfombras rojas del nivel cero ahogan sus pasos. En la puerta de la habitación contigua a la suya, un corrillo de mujeres en diferente grado de semidesnudez charlan animadamente, pero a pesar de lo amigo de los chismes que es Sacha, se limita a encogerse como una tortuga en su kimono y trata de abrir su puerta sin que ellas se percaten de su presencia. Lo último que le apetece ahora es que las zorras de sus compañeras de trabajo se ceben con él.

Por supuesto, las cosas no le salen como pretendía.

-Huy, Anita, mira quién es.

El tono estridente de esa voz llega hasta la materia gris de Sacha, golpea sus terminaciones nerviosas como un puñetazo y envía un calambrazo por su espina dorsal. Envarándose, él trata de responder a la señal de peligro y gira el pomo, pero es demasiado tarde: una mano empuja la puerta contra el marco y sus intenciones se esfuman con un ruido sordo. Él se queda inmóvil. Las opciones se han reducido de repente a una: bajar la cabeza y aguantar el chaparrón.

-Qué pronto vuelve la princesita de herr, ¿no?

Anita le saca casi una cabeza y media. No es que ella sea especialmente alta -el enano es Sacha-, pero el tener que mirar hacia arriba no es lo que intimida al ruso. Es el brillo maligno en los ojos de corte oriental de ella, que no encaja con su rostro marmóreo y angelical de veinteañera.

La mujer se pasa la punta de la lengua por los finos labios. Las yemas de sus dedos todavía se apoyan en la puerta, una larguísima cortina de cabello negro escurriéndose sobre el frente del picardías rosa que cubre ligeramente sus formas.

Sacha la mira de reojo. Anita es, con toda seguridad e incluso para él, la criatura más perfecta que se le ha cruzado nunca. Y aun así…

-A ver si va a ser cierto es cierto lo que se cuenta por los pasillos del nivel tres –ronronea ella, y Sacha fija la vista de nuevo en la puerta cerrada. Ni siquiera intenta empujarla. El grupo de Anita (que por cierto, ya se ha encargado de rodear al ruso como una jauría de hienas) ya debe tener noticias del desastre de la sesión con herr, y su mayor regocijo ahora, por supuesto, es hacer leña del árbol caído. Todo muy acorde con su actitud de adolescentes hijas de puta, pero él no puede hacer nada. Ya sabe que las represalias por ponerse gallito con ellas resultan en el ostracismo más absoluto. Lo descubrió por las malas, cuando todavía no era consciente del carácter depredador propio de la mayoría de trabajadores del Chat. Y ya tuvo bastante entonces, no quiere que hagan de su vida un infierno otra vez.

Así que no hay forma de evitar la humillación. Sólo encogerse y aguantar el chaparrón.

Mientras él se prepara, el grupito de tres se cierra a su alrededor. Una vez que está segura de que Sacha no va a intentar escabullirse, Anita se aparta de la puerta y se lleva una mano al pecho, fingiendo consternación.

-¿Es verdad lo que dicen, Aleksandr? ¿Que Derek ya está aburrido de venir aquí y pagar para dar placer en lugar de recibirlo? ¿Que ya está cansado de… esto? –y señala el largo flequillo rubio con un gesto despectivo, lo que provoca una cascada de risitas. Sacha aprieta los dientes y parpadea con fuerza. Los ojos están empezando a escocerle peligrosamente. Pero no por sus regodeos; a eso ya está más que acostumbrado.

Es por De…

-¿Qué pasa aquí?

La puerta abriéndose de golpe tras se carga el hilo de sus pensamientos y su equilibrio, mandándolo derecho a los brazos de alguien.

Su acosadora arruga la frente, las acólitas se inclinan hacia él. Sacha levanta la vista.

Y casi le da un pasmo.

-¿Qué pintáis vosotras aquí? -pregunta Louis, y el ruso se estremece de arriba a abajo al darse cuenta de que está en sus brazos y que el suave rumor a su espalda corresponde a la respiración del escritor.

Anita les sonríe. Es un gesto encantador, pero Louis sólo gruñe. Eso y el pelo revuelto le hacen parecer un león enfadado.

-¿Y tú? -ella sacude la cabeza, y el larguísimo cabello negro se sacude suavemente- Ay, el novato, ¿no? Ya veo que nadie te ha advertido. Deberías saber que si quieres prosperar en el Chat, lo más sensato sería volver a tu puesto de perrito faldero de Raymond. Porque aquí hay ciertas compañías con las que es mejor que no te encuentren, querido, al menos si aprecias tu vida social.

Sacha, que aún no se creía muy bien lo que estaba pasando, se queda congelado, colgando de los brazos del escritor, mientras algo desagradable y frío comienza a descender camino de su estómago. Es similar a lo que sintió con Derek y consigue desvirtuar la increíble sensación de tener a Louis sujetándolo. No quiere que estos dos tengan un enfrentamiento. No quiere que Louis termine siendo un paria como él.

Por desgracia, la originalidad no es uno de los fuertes del ruso. Tampoco es un hombre de acción, dado que la mejor idea que tiene es volver a encogerse y bajar la cabeza en espera del chaparrón.

La voz de Louis le llega enseguida, vibrando en el oído de Sacha.

-Seré el nuevo, sí, pero no idiota -inspira. Su tono es plano y firme-. Chiara me ha hablado de vosotras. ¿No sois un poco mayorcitas para seguir con el rollo de animadoras resentidas de instituto? Y lo que es peor: ¿no es una pena que en un club tan prestigioso como el Chat se den tales comportamientos? ¿Debería informar a Ava? Quizá si lo hago pueda volver a congraciarme con ella. Porque no parecía muy contenta conmigo esta mañana, ¿sabes? ¿Tú qué crees, Sacha?

El chico da un respingo al oír su nombre, pudiendo sólo parpadear en respuesta sin llegar a entender bien lo que se le ha dicho. Está demasiado ocupado mirando a su salvador con los ojillos abiertos como platos. Es vagamente consciente de que Anita está diciendo algo muy grosero, pero su cara se encuentra pegada al pecho de Louis y lo único que es capaz de escuchar con claridad los latidos rítmicos del corazón del escritor. Es un sonido intoxicante, que ahoga todo lo demás. Sacha emite un suave quejido. No recordaba cómo se siente uno cuando alguien lo tiene completamente seducido, y lo gracioso es que no entiende ni cómo ha sido. Todo ha ocurrido tan rápido que todavía está intentando asimilar lo que le ocurre.

Un estampido y Anita gritando, ahora desde el otro lado de su puerta, lo arrancan de repente del trance.

-¡Pues vaya con el muñequito hinchable de Raymond!

Louis resopla en su nuca antes de soltarlo.  Al rusito se le erizan todos los pelos de la nuca. Está en su cuarto, en la Jaula. Dios. El escritor está en su cuarto.

Gritaría de emoción, pero mamá vendría y le sacaría los ojos si su radar detecta que se está saliendo de la tangente, sin olvidar que ver a Louis derrumbarse en su sofá bajo la íntima luz de la lamparita lo deja sin aliento.

Así que… ¿ahora qué?

-Ahora entiendo a qué te referías con lo de estar solo en el Chat –Louis, que no tiene ni idea del lío emocional de la cabeza de Sacha, se pasa una mano por la melena rubia. A juzgar por el nivel de despeine que lleva, ése debe ser un gesto que ha repetido mucho en lo que lleva de noche. Parece un Einstein más divino.

Sacha iba a empezar a disculparse muy atropelladamente por la mentirijilla de Chiara, pero se queda en silencio al verlo restregarse la cara, los hombros hundidos. Un dolor súbito le atraviesa el pecho.

¿Por qué parece tan derrotado? ¿Es por él?

Seguro que sí. El tonto egoísta de Sacha lo está molestando haciéndolo venir a su cuarto. ¿Y para qué? Para nada. Seguro que está perturbando el poco rato de descanso que tenga con Ray ahora que éste está ocupado en la Jaula.

Con el corazón encogido, se apresura a tomar asiento a su lado, con tanto ímpetu que casi los tira a los dos del sofá. Louis bufa algo parecido a una risa y le dice algo entre dientes, pero Sacha ni se da cuenta y, angustiado, se remueve en el sitio. Si cuando envió a Chiara de mensajera a dejar esa notita en la puerta estaba embargado por la emoción, ahora todo eso le parece estúpido e irresponsable por su parte. Algo de lo que, por supuesto, le encantaría disculparse. Y lo haría, de no ser por la tonta obsesión de su garganta a cerrarse y la tendencia de su francés a negarse a verbalizarse cada vez que levanta la vista para encontrarse con los iris azul eléctrico del escritor.

Tampoco es que ayude el hecho de que su expresión oral sea más bien mediocre incluso en ruso.

-Sacha. Eh, Sacha. Oye, ¿estás bien?

-Lo siento –gimotea él, aferrándose al brazo de Louis, los ojillos brillantes-. Soy tan molesto

Su invitado parpadea despacio, desconcertado.

-No, qué va. No es culpa tuya que haya esa clase de inadaptadas sociales en el Chat –y levanta la mano libre para darle unas palmaditas en la cabeza-. Aunque deberías plantarles cara alguna vez. Y puede que no sea el más indicado para dar sermones, pero también tendrías que dejar de mentir compulsivamente –añade con el ceño fruncido, pero Sacha no tiene tiempo para preocuparse por eso ahora.

-No… son ellas. Es… no hacía falta que vinieras. Seguro que tienes cosas mejores que hacer y…

Aprieta los dientes. Le da demasiada rabia pensar en esas cosas mejores que hacer que pueden mantener ocupado a su adorado escritor. Esas cosas tienen colmillos brillantes y unos ojos verdes magnéticos contra los que él no puede competir. Mientras busca la forma adecuada de enmendar su error, Louis lo mira con los ojos ligeramente entornados, sin terminar de entender. Al final, y a falta de palabras, Sacha salta del sofá y tira de él.

-Te acompañaré a tu cuarto.

-¿Qué? ¡No!

El escritor lo toma de los hombros y lo hace sentarse otra vez con firmeza. De pronto se ha quedado un poco pálido. El ruso menea la cabeza y hace ademán de volver a levantarse.

-Eres muy bueno, pero no hace falta que estés aquí si no…

-No quiero volver arriba –corta el otro, sin soltar sus hombros. Sacha tuerce la cabeza-. No puedo volver a esa habitación, ¿vale? Estoy bien contigo. No sabes lo agradecido que te estoy por invitarme.

Estoy bien contigo.

Ha dicho eso, ¿no? ¿En serio lo ha dicho?

-¿De verdad quieres quedarte? –pregunta muy bajito, al tiempo que alarga la mano tímidamente para alisarle una arruguita de la camiseta.

La expresión de inquietud vuelve al rostro de Louis un instante antes de que su cara quede enterrada en las palmas de sus manos otra vez.

-Desde luego –farfulla-. Pero no sé si debería. No sería ético dejar mi trabajo y permitir que Raymond pulule por ahí a sus anchas. Ava se hará un sándwich mixto con mis tripas si se entera.

El tono resignado de Louis sorprende a Sacha, que pensaba que después de ver a su protégé en acción el novato… bueno. Se transformaría en un zombi baboso, como los demás, y se convertiría en la sombra inseparable de Raymond hasta que éste le chupara incluso el tuétano.

Pero parece ser que no. Y eso es todavía más alucinante que todas las cosas que han pasado esa noche desde que él entró en escena.

Sin poder contenerse, vuelve a abrazarse al bíceps de Louis y restriega la mejilla contra él. Que le follen a Raymond. O no, que seguramente es lo que le estén haciendo ahora mismo.

-Ray está castigado esta noche –dice, quizá con demasiada satisfacción. Louis lo despega un momento para mirarlo fijamente a la cara, haciéndole sonrojar.

-¿Cómo?

-Ava lo castigó por lo que pasó en la piscina –Sacha se escurre entre sus manos y consigue continuar con su proceso de arrumacos, temblando de emoción y sin terminar de creerse que Louis le permita hacer eso. También tiene que desviar la vista de la cara del escritor, porque su mirada lo perturba profundamente-. Ray no tiene más de tres clientes por noche, y hoy tendrá que trabajar hasta que salga el sol.

-No parece tan grave, teniendo en cuenta cómo es Raymond.

-Pregúntale mañana a su culo –replica él en mitad de una oleada de oscuro placer.

Louis suelta una suave risa y se frota un ojo. Por favor, sí que está realmente agotado. A Sacha le encantaría pedirle que se quedara a dormir, le ofrecería incluso su regazo como almohada. Menos mal que en el último momento recuerda el consejo de Chiara acerca de no parecer un acosador y se abstiene de hacer tonterías. Quizá si es perseverante eso salga directamente del escritor.

-Menos ganas tendrá de violarme entonces.

-No creo que su culo lo pare –gruñe él.

Louis suelta una suave risa y se frota un ojo. Por favor, sí que está realmente agotado. A Sacha le encantaría pedirle que se quedara a dormir, le ofrecería incluso su regazo como almohada. Menos mal que en el último momento recuerda el consejo de Chiara acerca de no parecer un acosador y se abstiene de hacer tonterías. Quizá si es perseverante eso salga directamente del escritor.

-Um… ¿Louis?

-¿Sí?

-Puedes venir aquí cuando quieras. Y, erm… siento lo de Chiara –Louis lo mira de reojo, un grueso mechón ondulado cubriéndole parte de la cara-. No quería mentirte –prosigue el ruso en tonto compungido. Lo lamenta de verdad y no, no era su intención principal. Pero estaba tan deseoso de proteger al escritor de Ray que la mentira salió sola. Era su último recurso, teniendo en cuenta su limitad capacidad verbal y lo difícil que resulta demostrar los estragos que la presencia del otro prostituto termina causando en la mayoría de los empleados y clientes del Chat que pasan demasiado tiempo en su órbita.

Louis se encoge como si le hubieran pinchado.

-¿Sabes? Yo tampoco quería hacerlo -empieza, mirándolo casi con vergüenza. Sacha tuerce la cabeza, inquisitivo-. Yo tampoco he sido del todo sincero contigo.

¿Qué? ¿Cómo?

-No soy escritor –Louis se encoge de repente, como si le hubieran pinchado, y dedica una mirada vacía a la lámpara del techo-. Bueno, no oficialmente.

-Pero…

El (no)escritor cierra los ojos.

-Sacha –corta-. Sólo quiero que sepas que seguramente no soy como tú crees. No hay un solo editor en este país que no se haya dado un gustazo metiendo mi manuscrito en una trituradora de papel. Casi prendo fuego a todo el barrio de Rivoli cuando trabajaba en un restaurante, y desde entonces toda la zona está empapelada con mi cara para que mis conciudadanos puedan reconocerme y pegarme con un palo cuando se me ocurra pasar de nuevo por ahí. No tengo dinero para alquilar una habitación siquiera, así que vivía de okupa en casa de una amiga de mi hermano hasta que ésta decidió que estorbaba más que otra cosa y me tendió una trampa para abandonarme aquí como a un anciano en una gasolinera. Y una vez en el Chat, ni siquiera…

La frase se corta abruptamente al hundir el escritor la cabeza entre los hombros con un resoplido. Sacha se tensa, pero todavía está intentando el principio de la perorata, no tiene tiempo de preocuparse por el final. En realidad, no puede siquiera centrarse en descifrar lo que pasó en Rivoli, porque Louis desvía su atención al levantarse lentamente. Con una fascinación insana, el ruso estudia los cuidados movimientos con los que Louis esquiva el caos de ropa desperdigada por el suelo, conteniendo la respiración.

La forma en que el otro sortea con sumo cuidado un par de botas verde lima, el movimiento sinuoso de sus hombros bajo la camiseta; todo en él provoca que algo se revuelva en sus entrañas con el vigor de un animal insatisfecho.

Tiembla, al mismo tiempo que ve a Louis torturando su frente a golpes contra el muro. Hasta este preciso instante, no había sido consciente de ése tirón en su estómago. No tenía ni idea de qué es exactamente lo que le atrae de Louis con tanta pasión, sólo se había dejado arrastrar alegremente por su campo magnético. Ahora sabe que lo que lo descoloca por completo es un anhelo tan profundo que lo atraviesa de parte a parte.

Le gustaría saber con exactitud qué es lo que tiene el nuevo que consigue escarbar en la memoria de Sacha para desenterrar el vívido y brillante recuerdo de Kolia. Es agradable y desgarrador al mismo tiempo.

Aunque casi siempre resulta mucho más placentero.

-No importa -susurra, de pronto justo detrás del proyecto de escritor. Desconoce cómo ha llegado hasta ahí. De todos modos, concluye que es un movimiento acertado de su subconsciente al sentir el suspiro de Louis cuando apoya las manos en su espalda.

-Ni siquiera ahora puedo olvidarlo.

El rusito desliza los largos dedos a través de los costados de Louis hasta llegar a su vientre, donde titubean un momento antes de entrelazarse, y la tensión en los músculos de su invitado parece relajarse un tanto. En el fondo, no son tan distintos. Seres de pequeñas, patéticas existencias, aferradas a un punto del pasado del que no pueden desprenderse.

Sacha roza con la nariz la camiseta de algodón. La voz de Chiara retumba en su cabeza, pero él necesita eso, necesita el contacto humano como el respirar.

Y si es con el escritor, mejor.

-Yo tampoco -dice, en apenas un suspiro, y Louis lo toma con cuidado de las muñecas y se libera de su abrazo para enfrentarse a él. El cinturón de seda que tan recatadamente se ceñía a su cintura está desaparecido en combate. No es algo que le preocupe en este momento, de todos modos.

Louis deja caer los ojos sobre su piel. Da la impresión de que su cabeza está en otra parte, lejos, y cuando al final reacciona, lo hace sólo parpadeando parsimoniosamente. Parece algo perdido, pero ¿quién no lo ha estado alguna vez?

-Yo tampoco –insiste él, justo antes de que el (no)escritor lo silencie mordiéndole los labios.

Sacha levantó con el pie un extremo de la alfombra y deslizó perezosamente la aspiradora por debajo un milisegundo antes de volverse por enésima vez hacia la puerta con gesto ansioso. Como le ocurría con el resto de tareas domésticas, detestaba hacer la limpieza, pero todavía detestaba más aguardar de brazos cruzados las largas horas que pasaba Kolia en la universidad. A falta de nada mejor que hacer (porque Sacha y los estudios habían demostrado sobradamente que no se llevaban bien), sus desastrosos intentos de cocinar o poner lavadoras le mantenían la mente ocupada.

En aquel caso, no obstante, la espera se había prolongado durante más de una semana, y el síndrome de abstinencia tenía a la cabeza de Sacha un poco trastornada. Así, por más que intentaba concentrarse en toda clase de actividades banales, siempre se terminaba descubriendo a sí mismo con la aspiradora ronroneando inútilmente en la mano, a la espera de que él despegara la vista de la ventana empapada de su apartamento.

Olvidando momentáneamente su tarea, se detuvo en mitad del salón minimalista y dedicó otra mirada angustiada al reloj.

Kolia no era la clase de personas que llegan tarde a ningún sitio. De hecho, constituía el modelo del obseso de la puntualidad británica, un responsable enfermizo en ese aspecto. Su avión, proveniente de Moscú, había tomado tierra hacía ya casi una hora y tres cuartos, y Sacha no podía entender qué era lo que estaba haciendo que se demorara tanto en llegar, pero la espera le ponía enfermo de preocupación.

Mientras rumiaba las posibilidades –que oscilaban entre un accidente termonuclear y el inicio del apocalipsis zombi-, apagó de forma casi inconsciente el aspirador y se acercó al ventanal para contemplar el tráfico de San Petersburgo, que latía incesante a sus pies.

Le gustaban las vistas. Hacía apenas dos meses que su madre les había dejado a él y a Kolia aquel espacioso ático en el mismo corazón de la ciudad, y Sacha no le encontraba ninguna pega aparte de las odiosas vecinas que les espiaban desde el bloque de enfrente y no paraban de quejarse por su “conducta indecente”. Precisamente en ese mismo momento, unos ojillos malévolos y desaprobadores estudiaban su atuendo asomados tras una espantosa cortina de girasoles. Al verla, Sacha se pegó más al cristal, para que la miopía de la vieja no le impidiera perderse nada, y articuló un claro ZORRA, los labios rozando el frío vidrio. La respuesta inmediata fue un fruncimiento de la nariz ganchuda. Сука. La muy bruja parecía una versión moderna de Baba Yaga.

Él le sacó la lengua y volvió a centrar su atención en el maremágnum de coches. El tráfico era infernal, acorde con el tiempo. Sacha no podía distinguir el de Kolia entre tantos faros y con aquella cortina de agua salpicando su cristal. Gimió. No quería ponerse histérico, pero si Kolia era un ser equilibrado, Aleksandr se acercaba de forma irremediable a la neurosis. No podía evitarlo, nunca habían pasado tanto tiempo separados.

Estaba tan concentrado en amargarse la existencia con suposiciones aciagas mientras se congelaba la mejilla contra el vidrio helado que no escuchó el chasquido de la puerta. Tampoco oyó las pesadas botas de montaña haciendo crujir el entarimado, y para cuando acertó a ver el reflejo de una figura en el cristal, ya era demasiado tarde.

Unos brazos mojados le rodearon el pecho por detrás y lo estrujaron, levantándolo del suelo y arrancándole un gritito estúpido. Al principio Sacha se quedó paralizado, el corazón encogido de terror, aunque pronto algo húmedo le rozó la oreja y una voz deliciosamente familiar acarició su oído:

-Me parece que has olvidado la ropa que va debajo del delantal.

Toda la piel desnuda de la espalda de Sacha se erizó al instante contra el abrigo empapado de su atacante. Sí, se había olvidado de ella. Intencionadamente. Pero todas las contestaciones provocadoras que había ensayado para esa situación se deshicieron como castillos de arena, sepultadas por un alivio y una emoción inmensos y absurdos.

Sólo ha sido una semana, tonto. Le recriminó una vocecita en su cabeza, y aun así no pudo evitar que el estómago le diera un vuelco cuando Kolia lo dejó en el suelo y le hizo darse la vuelta sin librarlo de su húmedo y frío abrazo.

Nikolay tenía las mejillas arreboladas y los labios agrietados por el frío, pero sonreía ampliamente mientras sujetaba a Sacha por la cintura. Él empezó a temblar, el agua traspasando la fina barrera de su delantal. Kolia pareció darse cuenta, porque se apartó un poco y le dedicó una mirada crítica, sus ojos de un gris idéntico al de los de Sacha relampagueando.

-No es un delantal muy bueno, ¿lo sabías? –arrulló, pero a juzgar por el movimiento de sus yemas por la espalda de Sacha, parecía satisfecho con el recibimiento.

Él abrió la boca, aunque no tenía en mente nada lógico que pudiera decirle. Debería estar enfadado con Kolia, tal vez, por haberle hecho pasar tan mal esos siete días de ausencia, y sin embargo no era capaz de sentir otra cosa que no fuera aquella intensa emoción sin forma ni nombre.

El pulgar del otro recorriendo su mejilla hizo que se esfumaran todas esas trivialidades. Sacha parpadeó, casi al mismo tiempo que el semblante de Kolia demudaba rápidamente. Él se revolvió y le dio la espalda enseguida. No soportaba la forma en que  le retorcía el estómago aquel gesto de preocupación. Superponiéndose a la imagen nocturna de San Petersburgo, el cristal le devolvió el reflejo de su cara magullada.

A veces le sorprendía su habilidad para estropearlo todo.

-¿Todavía duele? –Kolia se acercó por detrás y volvió a rodearlo con los brazos. A pesar del gesto reconfortante, hablaba con cierta cautela. Sacha sacudió la cabeza-. Mamá preguntó por ti. Le dije que estabas enfermo, como acordamos.

Lo sabía. Ella había llamado más de veinte veces para saber cómo se encontraba en cada momento. Mentir le había hecho sentir enfermo de verdad, pero de algún modo eso se estaba convirtiendo en una faceta más de su vida.

-También la convencí para que no viniera a visitarte –Kolia se removió tras él. Sus dedos, que llevaban un rato distraídamente intentando deshacer el nudo del delantal, se detuvieron-. Sacha –murmuró-, ¿estás seguro de que no quieres…?

-¿Ella no vendrá?

Sacha oyó a Kolia aspirar con fuerza.

-No.

-Entonces está todo bien. ¿O prefieres preocuparte por ella ahora y pasar de esto?

Con un tirón resuelto, se arrancó el ridículo delantal del cuerpo y lo arrojó por encima del hombro de Kolia sin mediar más palabras. Lo último que buscaba en ese momento era pensar en su madre. Había pasado una semana a solas con el eco de la culpa retumbando en su cráneo y dando la vuelta a todos los espejos para no encontrarse con el moratón en su pómulo. Estaba cansado y desesperado. Sólo quería revolcarse con él hasta sentir que todo estaba en su sitio otra vez.

Nikolay permaneció un instante inmóvil, y Sacha llegó a temer que fuera a declinar la oferta de follárselo hasta dejarlo definitivamente tonto. Al final, Kolia apartó los restos del delantal con el pie con el ceño fruncido.

-Deberías plantearte buscar otro delantal mejor que ese –Sacha bufó indignado, los brazos cruzados sobre el pecho, y su gesto consiguió arrancarle la sonrisa definitiva a su hermano a su hermano-. Te he echado de menos.

– Pues no lo parece. Tonto  –replicó él, con un mohín que Kolia se encargó de borrar de su cara estampándolo contra la ventana en un beso ansioso y torpe.

Sacha suspiró, aliviado, y agarró a su mellizo del cabello teñido para ganar estabilidad mientras éste lo aupaba. De repente, la ropa de Kolia acompañaba al delantal en el suelo y sus manos sobre la piel del rubio marcaban un extraño contraste con el frío cortante del cristal a su espalda. El chasquido de los labios marcaba el tempo desquiciado del beso y empezó a volver intrépidas a las manos de Kolia, cada vez menos centradas en sujetar a Sacha contra la ventana y más en explorar cada recoveco de su cuerpo. Aleksandr levantó la barbilla entre escalofríos y dejó que su hermano progresara lamiendo y cubriendo de besos cada centímetro de cuello y pecho.

Todo su cuerpo vibraba con necesidad, le ardía el pecho. De hecho, sentía como si un animal salvaje se revolviera y luchara por rasgarle la piel. Sujetaba la cabeza de Kolia y lo obligaba a levantarla periódicamente para meterle la lengua en la boca, jadeando entre sus labios.

Hasta que Kolia se detuvo, la mirada fija en algún punto por encima de la cabeza de Sacha.

-Ahí está.

Él se retorció para intentar ver por encima de su hombro.

-¿Q-quién?

-Baba Yaga.

Sacha gruñó una risotada y le dio un piquito cariñoso.

-Salúdala de mi parte.

En lugar de dirigirse a la mujer la mano de Kolia llegó a su entrepierna, pero él brincó y cerró de pronto las cortinas, no sin antes dedicarle un guiño a la mirona del otro edificio. Su hermano, la cabeza ligeramente ladeada en un gesto interrogativo que compartía con Aleksandr, arqueó una ceja.

-¿Qué pasa? –inquirió.

De un paso, Sacha salvó la diminuta distancia entre ellos y le tomó la cara entre las manos.

-Me acabo de dar cuenta de que la vieja seguro que se toca mirándote el culo.

-Ya.

-Pues tú eres mío y sólo yo puedo masturbarme con tu culo. O encima de él. O debajo.

Kolia rió y lo levantó en volandas.

-¿Y qué tal si me haces una demostración ahora? –propuso, y avanzó a trompicones hasta la habitación que ambos compartían con Sacha mordiéndole la oreja de manera casi feroz.

El cuarto estaba en penumbra, pero Kolia conocía el camino a la perfección y arrojó a Sacha justo al centro de la cama deshecha. El más joven rodó hasta quedar boca arriba, su cabeza rozando el borde, en el momento preciso para ver a su hermano coger algo de entre las sábanas.

A pesar de estar temblando de excitación, Sacha no pudo evitar lanzar una risita tonta cuando Kolia sacudió el objeto delante de sus ojos.

-Ya veo que te lo has estado pasando bien sin mí –dijo desde arriba, y le tiró el consolador, que Sacha atrapó al vuelo-. Drochila pervertido.

Iba a decir algo más, pero el otro empezó a lamer la silicona lila, mirándolo insolente, y aquello debió parecerle infinitamente más interesante. Cuando Sacha separó los labios para hacer envolver la punta, la polla de Nikolay ya se hundía en su mejilla.

-¿Te diviertes? –el rubio abrió la boca para que viera cómo su lengua recorría el falso glande del dildo en respuesta. El calor húmedo que desprendía el falo pegado a su mejilla lo estaba volviendo loco-. ¿No sería mejor probar con uno de verdad? ¿O prefieres que os deje a solas y vaya a machacármela delante de la ventana?

Kolia todavía tuvo que hacer fuerza para arrancarle el juguete de entre los dientes. Se dejó caer en la cama como un peso muerto y de un empellón obligó a Sacha a colocarse sobre él, mirando a su entrepierna.

El rubio se quedó a cuatro patas, maripositas rondándole el estómago al toparse con la perfecta visión de aquella polla. No es porque se tratara de su hermano mellizo ni nada, pero su pene era una obra de arte viviente. Normal que sintiera maripositas. Daban ganas de comérselo de primero, segundo y para el postre también.

-MiniKolia se alegra de verme –dijo estúpidamente, y le dio un besito en la punta-. Un montón.

Kolia resopló.

-¿Cómo no se va a alegrar, si eres su putito preferido?

Sacha dejó caer la cabeza entre los brazos para mirarlo.

-¿Ah? ¿Pero no soy el único?

-El único, el beneficiario exclusivo de MiniKolia. Y ahora come y calla.

Dicho esto, Nikolay recuperó el consolador baboseado y presionó con él el ano prieto de Sacha, quien emitió un sonido estrangulado. Preocupado, su hermano se detuvo en seco.

-¿Te hago daño? ¿Quieres que vayamos más despacio? –sugirió con voz suave y una mano que acariciaba su espalda, pero Sacha sacudió la cabeza y repasó con la lengua todo el capullo a su disposición a modo de instarlo a seguir. El suspiro que le llegó de atrás mandó un escalofrío por todo su cuerpo que se intensificó con el tacto suave de la silicona abriéndolo, invadiendo su cuerpo. Aunque intentó volver a enfrascarse en su mamada, los movimientos circulares con los que Kolia trataba de dilatar sus músculos le impedían concentrarse. Inconscientemente, arañó los muslos de Nikolay al mismo tiempo que éste terminaba de introducir el instrumento y, siempre lento y parsimonioso, retrocedía y volvía a empezar.

-K-Kolia, ah… –le sorprendió su vocecita, trémula y suplicante, como el resto de su cuerpo. El aludido no contestó inmediatamente, se entretuvo primero en sacar y probar a meter ahora un dedo junto al dildo lila-. ¡Kolia!

El oír su nombre de forma tan vehemente afectó a la polla de su hermano, que palpitaba furiosa contra la mejilla se Sacha. Él apenas la sentía, se mezclaba con el pulso furioso de su propio corazón.

-¿Qué quieres? –replicó al fin, la voz ronca, también entrecortada.

Su mano libre rodeaba el pene tieso de Sacha, pero no llegó a masturbarlo en ningún momento. Si temía que el rubio fuera a correrse con el más mínimo movimiento, estaba en lo correcto.

-A ti…

-Ya me tienes aquí –jadeó él, y sacudió un poco la cadera para golpearle con la polla en la cara.

-No… fóllame, Kolia…

Otro dedo pugnó por abrirse paso en su interior, y Sacha tuvo que cerrar los ojos. El mundo había empezado a dar vueltas a su alrededor y su sangre ardía en las venas.

-P-pídemelo.

Sacha quiso levantarse y gritar que quién era el pervertido ahora, pero eso era físicamente imposible, no con el temblor de sus extremidades.

-Por favor… Por favor, Kolia, móntame.

-¿Montarte? –Kolia ladró una risotada nerviosa-. Ni que fueras un caballo.

-Seré lo que tú quieras que sea… –gimió él en respuesta, y su amante se quedó inmóvil un segundo antes de darle la vuelta y ponerlo de espaldas otra vez como a un gatito indefenso. Otro segundo más y se encontró con la cara de Kolia frente a la suya.

-Joder –farfulló-. Joder.

Agarró el consolador y tiró de él sin llegar a sacarlo. Sacha levantó las piernas y rodeó su cuerpo, dándole espacio para que Kolia se posicionara. En un par de rápidos empellones, su hermano consiguió penetrarlo con ambas cosas. Y dolía, vaya que si dolía, pero él procuró enmascararlo bien. Su propio miembro estaba tan rígido como una barra de hierro al rojo. Y todo por aquel dolor controlado. Era el pequeño secreto de Aleksandr, lo único que lo separaba irremediablemente de Nikolay.

Kolia bombeaba con fuerza acompañando con el consolador. La mano libre se había enterrado en el pelo rubio de Sacha y lo aferraba con fuerza ciega. Su hermano pequeño culebreaba con cada embestida, mordiéndose los nudillos para no gritar y gimiendo entre dientes. Dios. No había palabras que expresaran lo mucho que había echado de menos eso.

Cansado de utilizarlo, Kolia se deshizo pronto del pene de goma y centró sus esfuerzos en el movimiento cada vez más rápido de sus caderas. Sus dedos pegajosos acariciaron la mejilla herida de Sacha, de un rosa intenso que competía con el púrpura del moratón.

-Di mi nombre –pidió en su oído, casi sin aliento.

La voz áspera por el esfuerzo de Kolia en su oreja provocó que el rubio descargara sobre su vientre en rápidos trallazos, pringándolos a ambos pero sin que le importara demasiado a ninguno.

-Nikolay –suspiró con voz desmayada, y sujetó la cara de Kolia con ambas manos mientras éste también se corría dentro de él con un quejido.

 

 

Sacha salió de la ducha con cuidado y, goteando, pasó la mano por el espejo empañado del baño. Se encogió un poco al ver su cara todavía marcada, y desvió rápidamente la vista. Después del polvo, y entre arrumacos, Kolia le había prometido que en cuanto se graduara y fuera un abogado por fin, se largarían “de aquel país de homófobos fundamentalistas” e irían a París. Sacha soñaba con la Ciudad de la Luz, pero aquellas palabras no lo hacían sentir mejor. Más que nada porque no había sido un grupo de jóvenes homófobos el que le había dejado la cara hecha un cuadro. Porque estaba mintiendo a Kolia, a su otra mitad, de quien jamás se había separado y en quien confiaba ciegamente. ¿Cómo se sentiría él si descubriera que Nikolay le hacía lo mismo que estaba haciéndole él?

El vaho había cubierto de nuevo el espejo. Suspiró. Se vistió en el cuarto de baño, sin hacer ruido y sin prestar demasiada atención a lo que se estaba poniendo, y salió arrastrándose. Kolia dormía acurrucado sobre un costado, casi sin emitir ningún sonido. Sacha cogió su gorro y se dispuso a salir de la habitación, pero al final no pudo resistirse y volvió para acariciar por última vez la cara de su hermano.

Para evitar hacer ruido, se puso las botas en el recibidor. No cogió el paraguas, aunque fuera la lluvia torrencial había arreciado. Sabía que Borya estaría esperando a la vuelta de la esquina, con el motor del coche encendido.

Justo antes de cerrar la puerta tras de sí, no obstante, se hizo una promesa.

Aquella sería la última noche que dejaba ese apartamento a hurtadillas.

 

 

El coche de Borya era un Lada de un color entre gris y negro, casi tan feo como su dueño. Aquella vez, estaba haciendo anillos con el humo del cigarrillo, que se disiparon cuando Sacha entró y se acurrucó en el asiento trasero, mojándolo todo.

El rubio vio esos ojos claros volverse hacia él por el retrovisor. Sintió náuseas. Ya ni siquiera recordaba cuánto tiempo llevaba chantajeándolo el detective.

-Llegas tarde –gruñó éste. Sacha se mordió el labio. Por norma general, llegaba tarde a todas partes, daba igual a donde fuera, menos a sus citas con Borya. Su cara era un ejemplo de lo que sucedía cuando osaba retrasarse. Él ya estaba muy cansado de ese juego.

-Borya –comenzó, haciendo un esfuerzo por ignorar el leve temblor de su voz-. Yo… no voy a venir la semana que viene. Nunca más.

Borya se volvió para mirarlo. Tenía unos ojos pequeños, porcinos. Acto seguido, lanzó una risotada que retumbó dentro del coche, pero Sacha pudo ver que la mano que sujetaba el volante tenía los nudillos blancos de apretar el volante.

Sin duda iba a ser la noche más larga de su vida.

 

 

8

Un gatito marcado con la v de venganza

He estado a punto de cometer un gran error.

Yo no soy así, ¿sabes? Es éste lugar. Ésta presión. Es el pasado, que después de tantos años enterrado en alguna parte de mi subconsciente, vuelve ahora para alimentarse de mi debilidad.

He estado a punto de cometer un gran error.

No sé qué se me pudo pasar por la cabeza en ese momento. Nada, en realidad. Me estaba moviendo sobre arenas movedizas, mi cerebro se había convertido en un puré de barro y lo único que necesitaba era algo sólido a lo que agarrarme…

Eh…

Quizás ésa no es la expresión más adecuada…

-Louis, querido, no deberías torturarte tanto. El Chat es un prostíbulo y Sacha un puto de lujo, a fin de cuentas, el sexo es algo común. Según mi experiencia, además, es un detalle encantador que quisiera tenerlo contigo de forma libre y voluntaria. Ratifica mi teoría, por otro lado.

-Yo no soy así…

Maya suspira y me golpea con sus prismáticos en la cabeza, y el mundo a mi alrededor se vuelve aterradoramente real. Los sonidos del nivel cero de la Jaula, conversaciones comedidas y música hipnótica, me rodean y se amplifican en mi cráneo hueco. Una mujer canta en un rincón de la sala, pero estoy demasiado ocupado en mis problemas para centrarme en su voz tenue. La luz rojiza es ahora mínima en la sala de las sillas, suficiente como para preservar la intimidad de los nuevos. Me remuevo en el sitio, tirado en el suelo junto al asiento de Maya, pero es imposible distinguir las caras. Tampoco es que importe. Después de haberles dado calabazas a todos, ninguno de los presentes me hace caso ya, a excepción de la mujer de los prismáticos de teatro.

¿Queréis la verdad?

No tengo ni idea de cómo he llegado hasta aquí.

Después volver en mí y encontrarme a cuatro patas en la alfombra, encima de mi anfitrión, sólo podía pensar en poner pies en polvorosa y buscar algún lugar tranquilo en el que retorcerme en la autocompasión. Yo no quería eso. Quería deshacerme de la sensación pegajosa y asfixiante que impregna cada rincón de la habitación que comparto con Raymond. Desprenderme del recuerdo de Édouard, que, desde que estoy aquí, no deja de ocupar de forma inexplicable mis sueños.

Pero no necesito complicar más las cosas con sexo, ya me ha provocado bastantes quebraderos de cabeza.

Maya vuelve a inspirar. Es una mujer de mediana edad, pequeña y desvergonzada, aunque utiliza un nombre en clave para moverse con total desenvoltura por el nivel cero de la Jaula, en el que pasa gran parte de su tiempo libre. Según sus propias palabras, este piso es el “nido de pequeñas fortunas que no tienen acceso al mejor material del Chat”. Ella, como copropietaria de una farmacéutica francesa de segunda categoría, no puede permitirse siquiera disfrutar de los servicios del trabajador más asequible de la tabla; ya ni hablar de niveles como el de Ray.

-Desde que mi André decidió cambiarse el nombre por Edwina y se unió a aquel espectáculo de variedades en las Vegas, vengo aquí a pasar el tiempo -había comentado justo después de que yo entrara en el salón dando tumbos y enredándome en las cortinas. Ella me había arrastrado hasta su silla para invitarme a compartir su bebida, de una gradación absurdamente alta, pero que yo apuré de un trago. Como casi todo lo que hago en la vida, fue mala idea. Todavía me arde el esófago-. No te engañes, no necesito tener sexo con ninguna de esas personas –todavía algo aturdido por la sucesión de los acontecimientos, seguí con la mirada sus prismáticos dorados, que señalaron el televisor con el listado de precios-. Si quisiera algo así, lo buscaría por mis propios medios, no pagaría por ello. Aunque parezca mentira, hay bastantes clientes como yo, que buscan tranquilidad, buena música y, si se presenta, compañía decente.

Me quedé rumiando en silencio la información. El sólo pensar en la existencia de algo así como clases sociales dentro de los propios clientes del club hacía (y hace) que me doliera la cabeza.

-¿Compañía? -pregunté, con tal de librarme de ése pensamiento.

Maya sonrió y volvió a señalar la tabla.

-¿Crees que para todas esas personas es divertido tener que obedecer los deseos de una media docena de momias excéntricas cada noche? Puede que haya quien disfrute con ello –me estremecí, pensando directamente en Ray-, pero puedo asegurarte que no es la tónica general. Incluso ellos necesitan relaciones reales. Conversaciones alejadas de la banal superficialidad del sexo. Y si bien este salón está plagado de babosos deseosos de que llegue carne nueva que baje los precios, los chicos del Chat suelen imitarnos y pasan sus ratos de ocio por aquí. Es un trato justo, si quieres mi opinión. Pero ahora háblame de ti, querido. Eres el nuevo gatito de Raymond, ¿verdad?

¿Qué estoy haciendo?

Dejo caer la cabeza, apoyando la frente en las rodillas. Oigo beber en silencio a Maya, una completa desconocida a la que acabo de bombardear con mis interminables problemas. Lo peor es que no es la única. Algo parecido ha ocurrido con Chiara, hace unas horas, e incluso el mismo Sacha ha tenido que sufrir el espectáculo lamentable de mi angustia.

Es ridículo.

Miro de reojo a mi acompañante. Con los ojos cerrados, escucha la música mientras recorre el arabesco dorado de sus prismáticos con un índice largo y blanco. Es probable que diga la verdad y no le interese lo más mínimo el listado de precios. Parece disfrutar simplemente con el ambiente de la sala y los cotilleos. Pues espero que mis penas sirvan al menos para tenerla entretenida. Quizá luego se eche unas risas a mi costa con su grupito de amigas en algún selecto café parisino. Me parece bien. Supongo que me lo merezco.

Aunque ello no quita que sea un poco zorra.

Aprovechando que ella está distraída con la música, me incorporo despacio. Hora de hacer mutis por el foro antes de que alguien en la sala decida olvidar mi plantón de antes y trate otra vez de llevarme a la cama.

Como un dardo paralizante, la voz melosa de Maya congela mi huida.

-¿Sabes, Louis? -los prismáticos de teatro ante su pequeño rostro parecen dos pozos oscuros que escrutan mi cara-. Te pareces un poco a un chico que también tuvo a Ray a su cargo hace tiempo. Puede que fuera algo más jovencito, un chico muy mono. Sí, lo cierto es que os parecéis bastante. Él también era un poco llorica.

Más bien bastante zorra.

Sí, soy un llorica –claudico de mala gana. Sólo quiero salir de aquí. Me duele la cabeza-. Siento no estar a la altura de sus expectativas, madame.

Maya sonríe lentamente y alarga una mano para rozarme. Sus uñas son medias lunas perfectas.

-Sé que quieres marcharte a lamerte las heridas. No te culpo. Sólo permíteme que te diga una última cosa, cher: nunca he visto un novato que dure más de seis meses. Ava los selecciona muy cuidadosamente, pero al parecer todavía no ha encontrado la combinación perfecta, porque Raymond los devora, pela los huesos y los guarda como trofeos. Para nosotros, aquí en el salón de la Jaula, algunos son más divertidos que otros. Los mejores son los peleones, desde luego, aunque a algunos también nos gustan los lloricas. Son entretenidos en extremo –es difícil saberlo en la oscuridad, pero su sonrisa parece haberse ensanchado hasta límites crueles-. En cualquier caso, si hay una cosa cierta, novato, es que los derrotistas nunca han durado mucho en el Chat. Ni con Ray, ni con nosotros.

La mano vuelve al regazo, los prismáticos dejan de escrutarme. Anita, aquella irritante asiática, está sentada en el regazo de un hombre joven que me recuerda vagamente a alguien (¿se trata de un famoso actor, quizá?). Es una escena mucho más interesante que yo.

Hora de escaquearse.

Justo antes de deslizarme entre unas cortinas, aún llego a escuchar la voz de Maya escurriéndose dentro de mi cráneo.

-No seas un derrotista, Louis. Los derrotistas son los que más rápido se consumen y no ofrecen espectáculo alguno.

No quiero escuchar más a esa mujer, su voz me acelera el corazón por algún motivo y sus palabras esconden una amenaza velada que me pone los pelos de punta. Sacudo la cabeza mientras me refugio en las sombras, donde puedo estudiar la pausada actividad del salón, la voz estridente de Anita retumbando por encima de la música, pero no sobre el runrún de mi cabeza.

Mentiría si dijera que no me siento un poco deprimido. Desamparado, más bien. Me pregunto si por culpa de mi inutilidad habré perdido a mi único amigo aquí en el Chat. Al pensarlo, un ramalazo de pánico me cierra el estómago. Agraviado Sacha, también puedo olvidarme de Chiara, su mejor amiga y aparentemente la única criatura racional en este hotel de locos. Sólo he podido hablar con ella unos minutos antes de que saliera disparada, pero me ha bastado para formarme una idea bastante clara de ella. Estudiante italiana de Bellas Artes, al igual que nos ocurrió a mi hermano y a mí, se dejó encandilar por los encantos de París; y tal y como le pasó a un servidor, acudió al Chat acuciada por los gastos de la universidad y sin tener ni la menor idea de lo que se cuece tras los imponentes muros del club. Según sus propias palabras, “el Chat te ataca por detrás, te muerde el culo y te devora, pero con el tiempo te las apañas y terminas acostumbrándote a vivir en su barriga.”

Al menos ella tuvo la inmensa fortuna de no acabar como yo.

Suspiro. Ojalá no tuviera que preocuparme por estas cosas. Ojalá no…

Algo vibrando en mi bolsillo rompe oportunamente la retahíla de odiosa autocompasión. Al principio echo mano de mi móvil, con la esperanza de que Paul haya decidido colgar el delantal un segundo para hacerme caso, aunque enseguida me doy cuenta de que no puede ser. Mi móvil está sumido en las profundidades de mi abrigo cochambroso, allá en la habitación de Ray.

Oh, cierto.

Chiara dejó olvidado algo encima de la mesita del cuarto de Sacha. Yo me eché esa especie de móvil al bolsillo casi instintivamente con la esperanza de devolvérselo antes de que dejara el club, pero al abrir la puerta me encontré con Sacha y sus acosadoras y lo olvidé por completo. Ni siquiera sé realmente para lo que sirve. Ahora, amparado en la penumbra del salón, voy a examinarlo con detenimiento cuando el híbrido entre móvil y busca vuelve a vibrar en mis manos. La pantallita se ilumina, revelando varios números primero y después dos nombres, el de Anita y -oh, sorpresa-, el de un notable miembro del partido conservador X de Francia.

Al mismo tiempo que yo recibo la notificación, ella despega los dedos de la nuca de su joven amigo y se levanta con un movimiento fluido. No sé cuál habrá sido la señal, pero todos vemos cómo desaparece entre las cortinas contoneándose. Nadie parece sorprenderse excepto yo, por supuesto, pero eso no es lo que me preocupa ahora.

El aparato, con una interfaz más bien simple, es entre otras cosas una réplica a pequeña escala del muestrario de precios del salón. Consigo acceder a él tras trastear un rato con los botones, oculto en el umbral que separa la Jaula del Chat. Contengo el aliento. Nunca me había fijado en que la tabla parece un animal vivo en el último tercio. Las cifras cambian en cuestión de segundos, nombres suben y bajan en una especie de lucha encarnizada por el ascenso. Da un poco de miedo, aunque más miedo da ver el aumento exponencial de los precios en la segunda tabla, y la forma en que se triplican en los tres primeros nombres hace que me duela el corazón por mi padre y su barquito.

La última vez que comprobé el estado de mi cuenta corriente estuve a punto de abandonarme a los ansiolíticos y al vino de tetrabrick, así que los números me provocan un mareo indescriptible. Me dispongo a apagar la especie de PDA para devolvérsela a Chiara, pero golpeo sin querer la pantalla táctil y algo ocurre. Un menú se abre. Un menú que me da la opción de cambiarlo… todo.

Y entonces caigo en la cuenta.

Es un controlador.

Chiara debe utilizarlo para mantenerse comunicada con Ava y tenerla informada de todos los movimientos de sus subordinados. Desde el aparato puede accederse a todo tipo de información acerca de los trabajadores del Chat, y, por supuesto, modificarla.

Trago saliva, mientras paso el dedo por el primer nombre de la lista (¿adivináis el de quién, no?). La monstruosa cifra parpadea un instante y un teclado numérico aparece en pantalla.

Mi memoria me trae de nuevo a la mente las miradas hambrientas de los clientes frustrados del salón; en la PDA, la sonrisa felina de Raymond me desafía desde un rincón de la pantalla.

Los derrotistas son los que más rápido se consumen.

Por encima de la música, de las conversaciones, la sangre bombeando en mis tímpanos. La idea vuela en círculos sobre mi cabeza. Es deliciosa. Por supuesto, lo más probable es que acabe con el culo en la calle y Alice me parta la cara por incompetente, pero…

En realidad os estoy haciendo un favor a todos. A vosotros, esnobs arrogantes, al Chat y a la humanidad. Ya veréis como no es lo mismo cuando alguien le baje esos humos y lo devuelva al reino de los mortales.

Echo un vistazo al último nombre de la tabla. La suya es una cifra modesta, como es de esperar, y mi dedo se pasea sobre el teclado. El chorro de números de mi protégé se reduce a cuatro. Le doy a aceptar.

Aunque la información tarda en actualizarse en la pantalla del salón, en mi mente ya está hecho. Un remolino de emoción incontenible me sacude las tripas, y sí, es realmente delicioso.

Antes de que el nombre de mi protégé caiga por debajo de todos los demás y el caos se desate en el salón, yo ya me he escurrido dentro del ascensor del club para desaparecer de la escena del crimen.

¿Quién es el derrotista ahora, madame?

Ray está derrumbado en el sofá de su cuarto en la Jaula cuando su siguiente cliente hace acto de presencia. No se ha molestado ni en vestirse después de la última (mujer del director de una empresa textil ucraniana o algo así; tampoco es que les haga mucho caso cuando alardean de sus vidas de escaparate ni los entienda cuando chapurrean sus tonterías en un francés o inglés deplorables), ni se molestará en hacerlo cuando termine con el nuevo. No son ni las tres, todavía le aguarda una larga noche, y no le apetece que vuelvan a arrancarle la camiseta del cuerpo. Sería la cuarta que le hacen jirones este mes.

En cualquier caso, no se mueve a pesar de haber oído perfectamente la puerta cerrarse y unos pasos inseguros. Esas pisadas delatan a su cliente. Ray sonríe, los ojos todavía cerrados, y sigue punteando el bajo en un riff interminable.

-Sir Maidlow –saluda, burlón. Sus dedos acarician el mástil de caoba al bajar a los últimos trastes un instante, y el sonido se desparrama hasta llegar a los pies de Gareth Maidlow, quieto a escasos pasos de él. Ray siente su presencia silenciosa cerca, y lo escucha perfectamente removerse al son de su voz.

-Creo que ya mencioné que preferiría que no me llamases así.

Ray entreabre un ojo, sin dejar de tocar. Gareth viste muy elegantemente, como siempre, y se toquetea el pañuelo que le rodea el cuello con gesto nervioso mientras sujeta una botella sin etiquetar con la mano libre. Al verla, Ray se olvida del bajo, que deja abandonado en la cama, y se incorpora con una agilidad felina para arrebatársela. Gareth lo esquiva, acunándola.

-¿Qué trae su Excelencia? –lo hostiga él, mostrándole dos blancas hileras de dientes.

Su cliente le dedica una mirada casi avergonzada, sin soltar la botella, y Ray lo estudia a la luz de la única lámpara encendida del cuarto con los codos apoyados en las rodillas y con tanta intensidad que lo obliga a apartar la vista. Maidlow goza de buena presencia, ésa tan habitual en los hombres jóvenes de su estatus social y a la que el prostituto está tan acostumbrado: facciones aristocráticas, pelo corto y oscuro perfectamente cortado, educación exquisita. Típico. Le aburriría, de no ser por los detalles del carácter del galés que había ido descubriendo con el paso del tiempo. Debajo de la superficie de muñequito Ken, había cosas muy jugosas.

Alarga la mano en un movimiento tan veloz que ésta vez Gareth no tiene tiempo de apartarse. La botella acaba en sus garras.

-Es sólo una tontería, Raymond –farfulla con rapidez su cliente, despojado de su presente, y le da la espalda para quitarse la chaqueta. Ray despega la vista de la botella (vino, presumiblemente, nada del otro mundo) para contemplar la tensión en los hombros anchos de Maidlow. Gareth suele comportarse con timidez cuando está cerca de él, también tiene por costumbre traerle regalos, pero hay algo raro en la rigidez de su cuerpo.

-Es vino español. De… la bodega de un amigo de mi padre. Ésa botella forma parte de una reserva especial que guarda para nosotros…

Gareth toquetea la chaqueta sin volverse y sigue desbarrando acerca de bodegas y del ducado de su padre, y de cosas que a Ray no le interesan lo más mínimo. Éste deja la botella a un lado, en el suelo, y se le acerca silencioso por la espalda, encogido como un depredador que acecha a su presa.

Maidlow le gusta. Visita el Chat una vez al mes sólo para verlo a él, pero no con el mismo objetivo que el resto de sus clientes. Gareth lo arrastra a sitios caros, le hace regalos caros, y, en definitiva, lo trata como si fuera algún tipo de escort y no un puto de lujo. La delgada línea que separa una cosa de la otra es apenas apreciable, pero para Ray es clara como un cartel luminoso, y al principio, cuando Maidlow se limitaba a esquivar el sexo e intentaba sonsacarle detalles de su vida privada en restaurantes exclusivos de París, se sintió molesto. Agobiado. Hizo todo lo posible por deshacerse de él y se convirtió en un verdadero  grano en el culo. Más de lo habitual, vaya. No obstante, luego se hizo casi divertido ver cómo Gareth volvía al club todos los meses a pesar de sus cabronadas, y al final terminó acostumbrándose a sus visitas periódicas después de conseguir arrastrarlo hasta su cama.

Sí, con toda probabilidad, es su cliente favorito.

-Lord Maidlow, Excelencia –lo pincha, rodeando al galés por la ancha espalda en un ataque sorpresivo. Gareth se sacude en sus brazos un momento antes de envararse aún más-. ¿A qué se debe tal muestra de generosidad? -sus largos dedos de pianista se aventuran por debajo del cinturón de cuero de su víctima, rodean el bulto bien empaquetado de su entrepierna-. ¿Es para bañarnos en vino? Ava se volverá loca. Es perfecto. Aunque con una botella no basta, lamentablemente.

-No…

Retorciéndose repentinamente, Maidlow consigue librarse de su abrazo y lo sujeta por las muñecas, enfrentado a la sonrisa torcida de Ray y a su piel desnuda. Para delicia del prostituto, el otro se sonroja un poco con la visión. Si iba a decir algo, eso definitivamente lo deja cortado y callado.

-¿No? Entonces lo que quiere su Excelencia es emborracharme y violarme contra el sofá -como para corroborar eso, tira de Gareth aprovechando que éste todavía lo sujeta y ambos caen pesadamente sobre el mueble. El cuerpo recio y grandote del galés hunde a Ray en el sofá-. ¿Me equivoco? -murmura, su nariz a escasos centímetros de la de su cliente.

Maidlow respira con fuerza, y su aliento tembloroso acaricia la cara del hombre que tiene debajo. Huele a alcohol. A lo mejor esa botella tenía otras hermanas que no han sobrevivido todo el camino hasta la Jaula. Eso explicaría lo tenso, perdido y asustado que parece de repente su cliente.

Ray podría aprovechar la situación y pasar del sexo. De hecho, sería lo más conveniente teniendo en cuenta que Ava se está vengando por sus vinos y ha procurado saturar su horario de hoy con los ejecutivos de instrumentos de mayor calibre del país. Al recordarlo le duele el culo, pero es que Maidlow le gusta de verdad. Su timidez natural (a pesar de todo el tiempo que se conocen), esa torpeza infantil con la que le trata cualquier tema erótico con él y, sin embargo, la elegancia de duque con la que esquiva sus tretas, son aspectos que le resultan bien estimulantes.  Incluso le recuerdan un poco a su gatito.

No es un gran problema forzarlo a follar con él. A fin de cuentas, es su jodido trabajo

El galés parece recobrar un poco el sentido mientras él cavila, los iris de un color claro indefinido clavados en su cara, y hace ademán de incorporarse. Él le rodea el cuello con un brazo para evitar que se escabulla de nuevo y su lengua se escapa para dar un toquecito tentador a aquellos labios tan firmemente apretados. La presión en sus muñecas no tarda en acentuarse. Gareth emite un sonido apenas perceptible.

Es un tío grande y fuerte, probablemente acostumbrado a emplear en toda clase de deportes inútiles su ociosa vida, pero apenas opone resistencia cuando Ray le desabrocha la camisa y el chaleco de seda y los deja hechos un ovillo al lado de la botella de vino. Sólo deja escapar un gruñido dócil y se deja guiar por las manos expertas que lo instan a tocar el cuerpo escurridizo debajo del suyo. Ray ronronea en su oreja, satisfecho con lo fácil que es siempre llevarlo hasta tal situación.

-¿A dónde querías llevarme esta vez, Maidlow? –agarrándolo por los hombros, intercambia sus posiciones y hunde al proyecto de duque entre los cojines para sentarse a horcajadas sobre su regazo.

Gareth vuelve a adoptar una posición rígida, algo antinatural, y lo mira como lo haría un cachorrito mojado en la cuneta. Ray, que ya se las había arreglado para liberar el grueso cimbrel de su cliente y estaba prodigándole las atenciones pertinentes, detiene el proceso al ver la nula reacción que están provocando sus acciones y mira al galés.

-Permítame –comienza, con una petulancia que le resulta vomitiva incluso a él-, Excelencia, advertiros de que conseguiría levantarle la polla incluso a un Ken de plástico como su merced.

A fin de cuentas, me avalan años de…

-Seis años –balbucea de pronto Maidlow, mandando al garete su estudiado discurso. Sin dar oportunidad al hombre que tiene sentado encima en pelotas de planear su próximo movimiento, continúa, desviando la mirada:-. Hoy hace seis años que llegaste al Chat Bleu.

Ray parpadea. Sí, es posible. Tampoco es que recuerde la fecha, sólo que, efectivamente, Gareth fue uno de sus primeros clientes. Nunca ha sido muy fan de las interrupciones, a no ser que se trate de un calibre 18 (cm) o 95 (copa C), y no entiende qué hay de emocionante en cuándo o cómo llegó al club, así que vuelve a su labor. Lo cierto es que el problema en todo esto no está en las capacidades de erección de Maidlow, que lleva un rato apuntando al norte, sino que, a pesar de ello, el tipo parece bastante desconcentrado.

Eso le molesta.

-¿Y qué? –pregunta, y sin añadir nada más se sienta sobre la polla venosa de su cliente, provocándole, al fin, un respingo. Él siente un calambrazo de dolor. Mierda, ha calculado mal. Pensaba que después de una sesión con la ucraniana loca por el pegging bastaría para poder follarse al galés sin lubricación, pero resulta que éste calza un grosor que había olvidado por completo-. Joder, ¿qué os dan de comer a los duques?

Acto seguido, se incorpora y vuelve a dejarse caer de golpe sobre su atormentado cliente, apretando los músculos alrededor del falo que tiene entre las piernas. Es perfectamente consciente de que no tardará en arrepentirse de ser tan bruto, pero la expresión de Maidlow, la forma en que ha comenzado a sujetarlo por las caderas, instándolo con escasa discreción a continuar, merecen la pena.

Accediendo a su muda petición, Ray inicia un lento movimiento que el duque recibe con un gemido y alargando una mano para apoyarse en la espalda del otro. Sus dedos le dibujan formas abstractas sobre la piel, y él se estremece, al tiempo que agarra a Maidlow del cabello para obligarlo a levantar la cabeza. Para su sorpresa, Gareth ya no parece tan borracho ni tan perdido como antes. Su mirada tiene un brillo diáfano. Algo triste.

-Seis años… éstas también tienen seis años, ¿verdad? –dice en voz baja, y Ray se da cuenta de que en realidad los dedos del galés está siguiendo las formas irregulares y casi desvanecidas de sus cicatrices-. He estado investigando, Raymond. Tengo buenos contactos, fiables. Y ahora… ahora sé algunas cosas.

El cuerpo se le queda estático durante unos segundos, en los que puede escuchar con total claridad cómo su corazón vuelve a su ritmo cardiaco habitual. Mientras, Maidlow lo mira como si intentara atravesarle el alma.

Gareth ya se había interesado antes por el entramado casi imperceptible de marcas que le recorren la espalda. Y, si bien no había sido el único, sí que resultó ser el más insistente. Pesado incluso, al principio. Los años y las evasivas resueltas de Ray parecían haberlo puesto en el sitio, pero ahora…

Ahora ha estado investigando. Ray nunca pensó que el idiota se atrevería a llegar tan lejos.

-Escucha, desde el primer día sospeché que estaba pasando algo raro aquí. Y… la verdad es que todavía no lo tengo claro, pero sí que sé quién te trajo aquí, y también sé con certeza que puedo sacarte. Nunca he estado tan seguro –Ray entrecierra los ojos. Está cansándose de este juego a una velocidad que ni siquiera él esperaba. Quizá es la forma casi desesperada con la que Maidlow lo sujeta, que ayuda a acelerar el proceso-. Sólo tienes que venir conmigo. Por favor… Yo… yo te…

Un estruendo interrumpe para siempre aquello que fuera a decir. La puerta del cuarto se abre con tanta fuerza que rebota y hubiera vuelto a cerrarse con violencia de no ser por la presencia en el umbral de Chiara, precedida además por una pequeña muchedumbre de exaltados con los que mantiene una acalorada discusión.

Los dos, perplejos y todavía el uno encima del otro, observan la fugaz degradación de los pulcros modales de la recepcionista en una especie de mezcolanza de francés y un calabrés o italiano furioso.

-¡Señora, por el amor de dios, deje de empujarme! ¡Eh! Non mi rompere il cazzo o ti spacco la testa!

Sus exabruptos hacen una gracia tremenda a Ray y le permiten huir de la incómoda situación de hace apenas unos segundos.

-Chiara, ¿no ves que estoy ocupado? –comenta, jovial, palmeando el hombro de un Maidlow todavía estupefacto-. Oh, y eso ha sido terriblemente vulgar.

Vaffanculo! –vocifera ella, y su rugido hace que la muchedumbre enmudezca. En el fondo, Chiara es un pequeño demonio esperando devorarlos a todos-. ¡Todo esto es culpa tuya, hijo de Satán! ¡Me despedirán por esto!

Ray bufa y vuelve a moverse un poco encima de Gareth, más por insolencia que por otra cosa. Las damas y los caballeros de detrás de Chiara dejan escapar un poético suspiro de admiración prácticamente al unísono.

-No recuerdo haber quemado nada últimamente.

-¡Entonces dime quién me ha robado el controlador y ha jodido el sistema! –hace una pausa dramática, en la que el sujeto de su odio se limita a dejar caer los párpados. La recepcionista le dedica entonces una mirada de odio profundo y se arregla el moño con una tranquilidad inquietante-. No hace falta que confieses. Eres el epicentro de todo el mal que se dispersa por este club. Pues bien, espero que te estén dando bien por culo, porque aquí hay al menos veinte personas que, gracias a la simpática manipulación de sistema, están esperando a hacerte lo mismo ahora. Oh, y espero que no te olvides del resto del horario. Ellos llegaron primero. Disfruta mientras sigas entero, querido.

Y, sin despedirse de su séquito, que la contempla con una fascinación muda, se larga como un huracán pequeño por donde ha venido.

-Eh, un momento –grita él al espacio vacío en que el estaba la pequeña figura de la secretaria-. Yo no he sido, y veinte son demasiadas pollas.

Por primera vez en su vida, tiene toda la razón al decir que no ha hecho nada. Pero entonces…

Oh, claro.

Jodido gatito.

 

9

Un gatito borracho

Hacía un día brillante y soleado, algo menos caluroso que los de las últimas semanas, y aun así las dos señoras apoltronadas enfrente de Louis se abanicaban a un ritmo furioso con las revistas de la consulta. Aunque él no tenía demasiado claro si lo hacían obedeciendo a las altas temperaturas o esos calores se los provocaba la visión de su hermano, de pie a su lado, muy tranquilo y completamente ajeno a lo que ocurría a su alrededor.

Louis estaba furioso. Furioso con esas estúpidas señoras, con el estúpido de Paul, con el estúpido de Édouard, con la estúpida botella que le había provocado cinco puntos de sutura en la sien al estúpido de Léo, con la estúpida jueza y las estúpidas sesiones de control de la ira. Estaba enfadado con cosas que jamás imaginó que podrían hacerlo enfadar, pero la única forma gratificante de huir de esa oleada de ira era volver a la residencia y estamparle otra botella de Budweiser en su duro cráneo a ese imbécil. Y esa opción, por desgracia, estaba fuera de su alcance. Al menos si no quería dar con sus huesos en un correccional para adolescentes conflictivos.

Louis no se consideraba un adolescente conflictivo, aunque de pronto sintiera la imperiosa necesidad de romper cráneos y hubiera dedicado la última semana a deambular por París, obviando sus clases en la universidad y las sesiones con la psicóloga para fumar y seguir sintiéndose iracundo con el mundo. Fumar tampoco entraba en su lista de diversiones locas, pero era mejor que darse de cabezazos contra cualquier objeto sólido y, de momento, la forma más efectiva de mantener a raya su humor cambiante.

Era evidente que su escaqueo no podía durar mucho, de todos modos.

-No estoy enfadado contigo, Louis -Paul, que seguía sin percatarse de que era el centro de las miradas de aquellas dos señoras, se inclinó un poco para mirarlo. Iba muy bien arreglado, cosa poco habitual en él, pero es que la llamada de la psicóloga lo había pillado probando tartas para la boda con Gabrielle, quien, por cierto, se había quedado sola y enfurruñada en la pastelería. Eso hacía un poco feliz a Louis. Odiaba a la prometida de su hermano casi tanto como a Léo-. Pero necesito que colabores con madame Molyneux. El que asistas a las sesiones forma parte del trato que hicimos con la jueza, ¿recuerdas?

Louis gruñó. Con Paul, la única persona en el mundo que podía hacerle sentir mal por lo que había hecho, aquellos sonidos inarticulados eran su única vía de comunicación. Su ira mordaz estaba reservada al resto de seres humanos.

El frufrú de los improvisados abanicos había cesado hacía rato, y ambas mujeres (que no debieron aprender nunca que es de mala educación escuchar conversaciones ajenas) habían olvidado de momento el metro noventa y los anchos hombros de Paul para mirar a Louis con interés. Él las obsequió con un gesto torvo, pero ello sólo les indicó que si querían saciar su curiosidad, lo adecuado era acribillar al que menos pinta de sociópata tenía.

Paul todavía estaba intentando convencerlas de que era demasiado joven para ser un sexy padre soltero cuando el paciente que les precedía salió del cuarto. Louis aprovechó la coyuntura para huir del casposo flirteo de aquellas mujeres y se escabulló dentro, cerrando la puerta a su espalda con demasiada fuerza.

Madame Molyneux alzó la cabeza con el estruendo, y Louis se encogió un poco, con cautela. Era una mujer diminuta, de cuerpecillo regordete y graciosa postura, que lo estudió brevemente por encima de sus papeles antes de levantar las comisuras de una boca ancha, de labios finos.

-Louis. Por fin nos conocemos –dijo, con una voz tenue, casi inaudible. Con un gesto de cabeza, invitó a Louis a sentarse frente a ella, pero él permaneció rígido donde estaba. Contrariamente a lo que pensaba, su psicóloga no se parapetaba detrás de un ostentoso escritorio en un cuarto claustrofóbico custodiado por estanterías forradas de libros que nadie leería jamás ni a punta de pistola. Madame Molyneux lo miraba de forma inquisitiva sentada frente a un enorme ventanal con vistas al barrio de Le Marais.

Le Marais. Qué irónico.

-Quiero que quede claro desde el principio que estoy aquí porque no quiero terminar en un jodido correccional –escupió, malhumorado por aquella graciosa coincidencia-. No tengo ningún interés en lo que usted pueda decirme. No quiero que me psicoanalice. No aceptaré ir a un psiquiatra ni ninguna de sus estúpidas drogas. Quiero que quede claro que yo no quería un psicólogo, eso fue idea de mi hermano. Hubiera preferido las treinta horas de trabajos comunitarios limpiándoles la baba a los viejos de un geriátrico.

La psicóloga se recogió el pelo liso y negro detrás de la oreja, con aquella suave sonrisa tatuada en la cara. No pareció afectarle demasiado el discurso.

-¿Por qué no te sientas y hablamos de eso, Louis?

Él bufó y se cruzó de brazos.

-¿Vas a quedarte de pie en silencio cada sesión, entonces? –el aludido apretó los dientes. Ella se encogió de hombros y hojeó distraídamente sus papeles-. ¿Sabes que para evitar terminar en un centro de menores tengo que enviar un informe positivo acerca de ti a la jueza? ¿Eres consciente siquiera de que estas sesiones no le están saliendo gratis a tu hermano?

Al oír aquello Louis sintió que le flaqueaban las fuerzas. Hacía sólo unos meses que Paul había conseguido reunir el dinero suficiente que requería su sueño de abrir un restaurante en la Ciudad de la Luz. Las primeras semanas habían sido duras, y todavía estaba en una situación precaria. El pago de esas estúpidas sesiones no le hacía las cosas más fáciles, ni mucho menos.

Gruñendo entre dientes, se sentó en una silla libre a una distancia prudente de madame Molyneux, estrujando el pico de su camisa.

-Estupendo. He oído que Paul y tú…

-Paul no tiene nada que ver con esto. Vaya al grano. Cuanto antes termine con esto, antes podré volver a la residencia.

Mientras gruñía aquello, Louis apretó los brazos cruzados contra el pecho e irguió la espalda. Confiaba en conseguir tocarle lo suficiente las narices a esa mujer como para que lo echara de su consulta a las tres preguntas.

Eso no ocurrió, no obstante.

Madame Molyneux dejó sus papeles en el suelo, junto a su silla, y se inclinó ligeramente para estudiar su gesto. No había compasión artificial en su rostro; sólo un profundo interés. Louis no dejó que ése interés calara en él, pero sí permitió que formulara la siguiente pregunta:

-Ese chico al que golpeaste… monsieur Dupont, ¿verdad?. Parece ser que no es la primera vez que es protagonista de un enfrentamiento contigo; ¿me equivoco?

-Léo es un gilipollas homófobo con el volumen encefálico de un calamar. Claro que he tenido enfrentamientos con él -gruñó, desviando la vista. Pensar en la fea cara de ese tipo hacía que le ardieran las tripas. Pensar en la forma en que el muy imbécil lo había mirado al entrar en el apartamento de Édouard, como si fuera algún insecto especialmente feo y desagradable, espoleaba sus ganas de estamparle en la cabeza algo más que una botella de cerveza. Cómo había podido resistir todos esos años sin reventarle el cráneo, no lo sabía, pero el ver cómo atormentaba a Édouard con aquella sonrisa retorcida lo había desatado por completo. Ahora no podía (ni quería) parar-. Cualquiera en su sano juicio tendría enfrentamientos con él.

Cualquiera excepto su argelino.

Inspiró hondo, rechinando los dientes. Esa mala costumbre le provocaba unas jaquecas antológicas, pero sólo un pitillo podía solucionar eso. La idea de unos pulmones negros por el alquitrán no le terminaba de convencerle mucho, tampoco.

-¿Es posible que monsieur Dupont no sea el origen del problema?

Los brazos de Louis aflojaron un tanto la presión. Estaba furioso, aunque a aquella mujer no parecía afectarle ése aura densa y furibunda que lo rodeaba. Estaba furioso, pero también empezaba a cansarse un poco de estarlo.

Un reloj hacía tictac en algún sitio.

-Léo no es nadie -afirmó, con voz neutra, sin despegar la mirada de la actividad bulliciosa de las calles a sus pies-. Por mucho que quiera y por mucho que lo intente, nunca podrá hacerme sentir mal con quien soy.

Madame Molyneux se irguió despacio en su asiento, enfrente de Louis, sólo para retirarse un mechón del rostro.

-¿Entonces por qué le golpeaste?

Tictac.

Louis se frotó la sien con un índice. El dolor de cabeza que llevaba acosándolo toda la mañana se estaba convirtiendo en un monstruo palpitante. Además, comenzaba a sentirse terriblemente agotado. De esa cita con la psicóloga, de aquella situación.

-Estaba muy enfadado. Se me fue de las manos.

-¿Se te fue de las manos con Léo a pesar de que no lo consideras una amenaza para tu integridad psíquica? -madame Molyneux ladeó la cabeza-. No parece un comportamiento propio de ti, según la gente que te rodea. ¿Quizás haya algo más?

Tictac. Tictac.

Louis cerró los ojos. Recordar en el desamparado gesto de terror de Édouard cuando Léo pronunció la fatídica palabra aún le provocaba náuseas.

-Sí, hay algo más -admitió, tras un largo silencio en el que apretó la tela de su camiseta hasta dejarse los nudillos blancos.

Así que es cierto.

Es lo que había dicho el tío, apoyado en el marco de la puerta y con las llaves del piso colgando de un dedo. Su figura enorme, de oso, recortándose contra la penumbra del cuarto pareció ejercer un efecto fulminante en su compañero. El argelino apenas se movió de donde estaba, quieto sobre el sofá, todavía a medio vestir. Louis había visto esculturas en museos de Roma menos inmóviles y hermosas que Édouard en aquel momento.

Era realmente terrible.

Los chicos llevan diciéndomelo un tiempo, pero no quería creerlo, ¿sabes? Yo confiaba en ti como lo haría con mi propio hermano. Supongo que fui un estúpido al dejarme engañar por alguien como tú.

Las llaves emitieron un tintineo particular al golpear el suelo. Louis las había mirado brevemente, con una expresión de asco propia de la traición implícita en ellas, antes de volverse hacia Édouard. Quería gritarle ahí mismo, preguntarle por qué demonios había dejado que ese imbécil profanara el único refugio en el que se sentía seguro de verdad. Pero éste había desaparecido de su lado para materializarse junto a Léo, quien le ofreció una sonrisa torcida, tan cargada de cruel desdén como las palabras con las que atropelló cualquier explicación del argelino.

No me toques.

Maricón.

Encerrado en la consulta de madame Molyneux y acosado por el recuerdo casi físico del peso en sus manos de la botella medio vacía, Louis empezó a sentir un reflujo de ira naciendo justo en la boca de su estómago. Sin embargo, estaba demasiado agotado como para dejar que éste saliera a relucir.

Édouard había pasado de ser una fuente constante de dolor a provocarle una rabia sin precedentes. Ahora que empezaba a agotar esa energía, sólo le quedaba un cansancio permanente.

Y por la forma en que su psicóloga suavizó su gesto hasta adoptar la tan temida compasión, ella también se había dado cuenta.

-Bueno, Louis. ¿Por qué no me hablas de ése algo más?

-Tendrías que… que haberlo visto, Louis…

Sacha se tambalea, resbalando en la gruesa capa de hielo que se ha formado sobre la última nevada y haciéndome perder el equilibrio a mí también. Por suerte, en el último segundo me da tiempo a abrazarme a una farola, aunque al verme intentando incorporarme con Sacha colgando de mí, un par de transeúntes se cruzan de acera. La noche es oscura y fría, con un cielo despejado.

-Al único que veo es a ti –farfullo, porque la cara de Sacha está a centímetros de la mía-. Algo borroso, de todos modos. Creo que he perdido una lentilla…

-¡Estás borracho! –ríe, lo cual me hace gracia, ya que él es el único de los dos que no puede tenerse en pie.

-No estoy borracho, no veo nada. Y todo por tu culpa. ¿Tienes idea de lo que cuestan esas cosas?

Sacha aprieta la nariz roja contra mi abrigo.

-Te compraré otras diez. O cien. O mil… Las que tú quieras…

Suspiro, mientras lo agarro por los hombros.

-No, no tienes ni idea, claro… En fin. ¿Qué es lo que tenía que haber visto? –concedo al fin, aunque ya sé la respuesta, y lo empiezo a arrastrar otra vez de vuelta al Chat. Ya hemos tenido suficiente celebración por hoy.

-Tenías que haber visto el pollazo que le soltó en la cara aquel tipo… Monsieur Enguerrand…

No puedo contener un bufido. Hace casi un mes y medio de la consumación de mi pequeña venganza y han pasado muchas cosas desde aquella noche. Sí, aunque el Sacha ebrio se empeñe en olvidar que estaba con él en la salita para voyeurs en el momento en que un señor bajito y entrado en carnes le dejaba a mi protégé toda la marca de su verga en la mejilla, no me quise perder ni un instante del espectáculo. Y fue altamente satisfactorio, no lo dudéis, pero hay un pequeño detalle acerca de Raymond que desconocía hasta aquel instante.

Es un bastardo vengativo y competitivo, o al menos eso aseguran las casi tres horas de erección que me provocó el cóctel de drogas con el que alguien se encargó de aderezar mi café un par de días después de aquello.

Desde entonces, pues, estamos en guerra. Bien es cierto que hace tiempo que las putadas mutuas han ido remitiendo hasta convertir el conflicto en guerra fría otra vez (¿será por la Navidad, o tal vez porque Ava nos amenazó con cortarnos las partes pudendas después de Ray hiciera guirnaldas con mi ropa interior y las colgara por toda la Jaula?). No obstante, desde el incidente de mis calzoncillos, me he encerrado en el cuarto de baño y duermo en la bañera.

Sólo por si acaso.

A pesar de ese pequeño detalle, esto tiene sus cosas buenas, por supuesto. Entre otras cosas, Ray me mantiene tan ocupado planeando mi siguiente movimiento que no tengo tiempo para quejarme de mi situación –la cual, por cierto, ya no parece tan deleznable-. Además, el episodio de la Jaula emocionó tanto a Sacha que pareció olvidar por completo que hacía sólo un rato que había huido de él para dejarlo tirado en su habitación, empalmado y desamparado. Ahora el ruso participa activamente en la cruzada contra mi protégé, y en mis ratos libres me arrastra a su cuarto de la Jaula, o me lleva a comer a sitios caros hasta decir basta y me compra cosas de forma compulsiva. Lo cual no me disgusta, la verdad. Sacha es un poco raro y lleva gafas de sol llueva, nieve o granice; diseña su propia ropa y suele cantar I will always love you en falsete cuando está pedo, aunque es divertido, desde luego.

Pero lo mejor de todo no es la batalla campal con Ray, o la compañía de Sacha. Lo mejor de todo es el motivo por el que hoy nos hemos escaqueado de la fiesta de Navidad del Chat Bleu para montar nuestra propia juerga en el piso de Chiara.

-¿Seguro que no… quieres que te acompañe?

Parpadeo, arrancado de mis pensamientos. Estamos a dos pasos del Chat, ya puedo distinguir el reclamo luminoso del gato azul, pero Sacha me mira intensamente con esos ojillos plateados y vidriosos por el alcohol, la nariz medio escondida en mi abrigo.

Sacudo la cabeza.

-Es trabajo, Sacha. Me las puedo apañar solo.

Además, estás borracho.

El ruso se escurre de mi abrazo y se planta delante de mí, con los brazos cruzados.

-¡T-tengo que ir! –balbuce, intentando parecer digno, pero enseguida noto cómo su cuerpo comienza a inclinarse peligrosamente hacia la derecha y tengo que adelantarme a toda velocidad para sujetarlo. Él se deja caer sobre mí como un peso muerto, aplasta la cara contra mi pecho y sigue rumiando incoherencias-. Es muy importante…

Lo es. Por eso no quiero tener a un prostituto ruso ebrio revoloteando a mi alrededor.

-Estás muy borracho. A no ser que quieras vomitarle a mi editor potencial en la cara, será mejor que vuelvas a tu cuarto y duermas la mona –replico, y lo arrastro hasta la puerta, donde Makoto (portero psicópata para los amigos) lo recibe con los brazos en jarras, como una madre enfadada.

-¡Aleksandr! –ruge, y yo, sobresaltado, le tiro a Sacha en un acto reflejo. No quiero que vuelvan a placarme, por dios. El portero agarra a mi amigo de la muñeca y le levanta el brazo para sujetarlo. El ruso se deja hacer, igual que un muñeco de trapo-. ¿Otra vez apareces así?

Mientras Makoto lo sacude en mitad de una reprimenda sobre lo indecente que es volver a un club del calibre del Chat con una moña de ese nivel, yo me escabullo en dirección al centro.

El corazón me bate a toda velocidad.

Poco después de consumar mi venganza, reescribí por completo mi primer manuscrito, ése que todas las editoriales francesas pasaron por la trituradora de papel. Aunque debería haber probado a escribir algo diferente, no he podido evitar volver al objeto de mis dolores de cabeza, y lo modifiqué de cabo a rabo. La historia no es nada impresionante, pero Chiara me pilló dando los últimos retoques y tuve que dejar que leyera el borrador. Fue ella quien se colaba en mi cuartel general/bañera y me pinchaba con un boli entre las costillas para instarme a escribir. En cuanto terminé, me arrebató el borrador sin que pudiera hacer nada para evitarlo y lo mandó a una pequeña editorial indie.

Y me llamaron.

Ahora tengo una pequeña reunión de prueba con un editor en un desenfadado bar de la zona y todavía no termino de creérmelo.

Con la respiración entrecortada y las palmas de las manos chorreando dentro de los bolsillos a pesar de la temperatura ambiente, camino hasta el local en cuestión.

El sitio es un hervidero de gente, oscuro y lleno de movimiento. Mientras me abro paso entre la ruidosa muchedumbre, encogido, me pregunto qué clase de editor queda con un autor la noche previa al día de Navidad en un club de moda del centro. Con ésa y otras preguntas circunstanciales rondándome el cerebro, busco una mesa en un rincón apartado, me acurruco en la silla y fijo la mirada en la puerta.

Y espero, con la única compañía de un hilo retorcido y peculiar de música. Hipnótico.

El tipo se detiene a tomar aliento, sujetándose un lateral del cuerpo. Mientras intenta recuperar algo de oxígeno, apoya la frente en un muro y se pregunta dónde quedó el espíritu deportista de su yo adolescente. En un rápido vistazo a su reloj, se da cuenta, horrorizado, de que llega con casi media hora de retraso.

Dios mío.

No puede ser. Ya la cagó con su anterior escritor, no puede permitirse el lujo de fallar otra vez. No va a tener más oportunidades.

Su nuevo autor tiene un pseudónimo algo pretencioso y su manuscrito es un poco plano, pero el editor está seguro de lo que hace. Sabe que en esas páginas hay potencial que él puede exprimir. Es su gran oportunidad, así que no puede dejarla escapar.

Inspira hondo y, deseando que su escritor sea también paciente, Édouard sale disparado de nuevo hacia el punto de encuentro.

La música me ha atraído hasta aquí.

Bueno, la música, la botella de vodka que anda revolucionando mi torrente sanguíneo y la intención de reprimir la repetición del impulso suicida que me ha llevado a salir a la calle y tirarme a la calzada mojada. (Ningún coche quiso pasarme por encima, de todos modos).

Mi cerebro estaba trabajando a toda velocidad, algo descoordinado por el alcohol y empeñado en recordarme una y otra vez lo fracasado que soy. No lo soportaba más.

Sí, el editor no había venido, pero estoy bastante acostumbrado a que se rían de mí en mi cara. ¿Por qué habría de preocuparme más por esto?

De manera que, tambaleándome un poco, despegué la cara de la mesa y huí del ruido de conversaciones y de la gente feliz a mi alrededor para seguir aquel hilo tenue de música.

Y, tras recorrer de punta a punta el bar y cruzar una gruesa cortina negra, aquí estoy.

El cuarto tiene forma cuadrangular y está pobremente iluminado. A mis pupilas confundidas les cuesta unos segundos contraerse y luego dilatarse para poder captar al máximo la débil luz amarilla y distinguir las formas irregulares de varias decenas de cabezas. Unas treinta personas forman un círculo casi perfecto en torno a un grupito de tres. Apenas se oye un débil murmullo aparte de la música. Es la primera vez que veo un concierto tan silencioso.

Intrigado, obligo a mis piernas a abrirse paso entre los espectadores. La orden tarda un poco en ser procesada en la materia gris, pero poco a poco consigo acercarme a las primeras filas. Mientras, la música se vuelve tenue hasta finalizar por completo y una voz se hace oír en el silencio.

Una voz que hace que se me pongan los pelos de punta.

-Ahora voy a contaros una historia, ¿sí? ¿Qué te parece, Ellie?

El público responde con entusiasmo, enviándome de un empellón derecho al suelo, entre dos adolescentes con faldas demasiado cortas y una ropa interior tan fosforescente que brilla en la oscuridad. Mientras yo observo esas bragas sobre mi cabeza, deslumbrado, otra voz femenina se eleva por encima del barullo:

-Me parezca lo que me parezca, vas a hacer lo que te dé la gana, así que dale.

Dicho esto, se hizo un breve silencio cargado de estática. Casi puedo ver una sonrisa felina dibujarse en la cara de su interlocutor. Me estremezco, la cabeza dándome vueltas.

El estado de mi cráneo no mejora con el retumbar de un bombo de batería, que hace temblar el suelo, y la gente apiñándose a mi alrededor no me deja escuchar los primeros acordes de la canción. Las palabras consiguen llegar a mi cerebro, pero forman una amalgama sin sentido. Yo gimo.

Eh, cerebro, compórtate.

Hay casi un litro de alcohol barato dando vueltas dentro de mí.

Cerebro, es inglés. Sabes inglés.

¿Qué dices de tus pies?

INGLÉS.

Oh.

Mantengo esta breve conversación con mis sesos al tiempo que intento entender la música y meto la cabeza entre las chaquetas de cuero de dos tipos grandes como osos. Lo que veo en el centro es, sin lugar a dudas, bastante interesante.

En mitad del haz de luz que sale del techo hay una mujer tocando el bajo y con más tatuajes en el cuerpo que un pandillero de poca monta. En el otro extremo, un tío barbudo marca el tempo en la batería, pero mi interés, por desgracia, se ve irremediablemente atraído por la tercera persona en discordia.

La luz arranca destellos rojizos a su cabello castaño cuando se inclina sobre unas chicas. Lleva una sudadera con la cremallera abierta, y sus dedos se deslizan sobre los mismos acordes en un ritmo perfecto. La voz de Raymond no necesita micrófono, de alguna manera se introduce en las cabezas de los presentes y se impone sobre los demás instrumentos…

She had disrobed and she was waiting on the floor. She asked me what it was I want, I thought that I wanted it all! –canturrea, con una sonrisa petulante, y en el mismo momento en que las palabras calan en mi cabeza, hago rodar los ojos.

¿En serio, Raymond? Hay algún momento de tu vida en el que no sea tu cabeza de abajo la que esté pensando en meterse en agujeros?

Ray se detiene, y en un absurdo instante de pánico pienso que me ha leído la mente, aunque antes de huir despavorido me doy cuenta de que sólo estaba dando pie a su compañera.

What did you say? –interviene ella, en un movimiento brusco de cabeza que hace que su corta melena a lo garçon  y la tonelada de pendientes que perforan sus orejas se sacudan.

Tiene una voz angelical, contrapuesta con su aspecto. Ray la escucha relamiéndose y con la guitara preparada para continuar, lo que provoca que una chica suspire a mi espalda. Yo pongo los ojos en blanco otra vez.

I said stand up and move your body to the bed. She quickly stood and slowly turned, and here’s exactly what she said…

La tal Ellie se inclina hacia los espectadores de mi zona antes de llevarse una mano al pecho y cantar, con voz afectada y dulce:

Please, be soft and sweet to me, this life has not been good, you see. It’s hard with  such a history buried in misery.

Desde un poco más atrás, el batería pregunta qué pasó a continuación.

I broke a smile, reminding that I paid her well, and I felt his hands unbuckling my belt. Oh, it felt like heaven, but I’m sure she was in Hell. I made my money worth out of the goods she sell…

Mis músculos se agarrotan de golpe. De repente no me parece tan obvio que esté hablando de algún ligue. Algún rincón muy recóndito en el cráneo se me activa, una señal luminosa que grita algo desesperada, pero tengo un pote espeso como sistema nervioso. Ya me cuesta bastante tenerme en pie, mirar hacia delante y entender lo que está cantando mi protégé.

Break and bind yourself to me, deliver what you sold. You see that I will only take from you,

And use you up.

I’ll use you up.

What was your name?

 

 

-Ya decía yo que me parecía haber visto a un lindo gatito rondando la Madriguera.

Louis despega la cara de su mesa por segunda vez en lo que va de noche para contemplar, con una mueca, a su protégé dejarse caer casi encima de él en el sofá. Ray estira las piernas sobre las del escritor y se despereza como un gran felino al sol, controlando con un ojo entreabierto las reacciones del otro. Louis le dedica una mirada algo vidriosa unos segundos y luego vuelve a golpearse la cabeza contra la mesa, lo que hace sacudirse la botella vacía de vodka blanco.

-Genial –dice, arrastrando las sílabas hasta convertirlas en un sonido sin sentido apenas discernible del ruido ambiente-. ¿También vas a… acosarme aquí?

-Este es mi territorio desde hace años; has sido tú quien ha metido la patita dentro para oírme cantar –sin dejar de hablar (y sin hacer caso a Louis, que con voz vacilante trata de explicarle que ni de broma estaba allí para verlo a él), Ray alarga el brazo para alcanzar la botella-. ¿Qué celebramos?

-Si no desapareces en diez segundos… tu funeral.

Mientras dice esto, Louis trata de empujarlo de su regazo, pero sus reflejos lo traicionan y termina golpeándose el codo contra la mesa. El prostituto sonríe ampliamente al verlo maldecir de forma entrecortada. Su noche, que presumía ser otra víspera de Navidad escaqueándose de la fiesta del Chat y teniendo quizá sexo con su vieja amiga Ellie, ha mejorado sustancialmente de un plumazo.

-Vaya, vaya. Mi gatito se lo ha estado pasando bien. ¿Es tu primera borrachera, o ya te habían dejado catar el vino en el monasterio?

-No estoy borracho –le rebate el rubio, pero el color de sus mejillas y sus movimientos descoordinados dicen lo contrario-. Y cállate.

Ray inclina la botella y apura las últimas gotas. Después cruza los dedos en la nuca y se recuesta sobre el reposabrazos del sillón. Está disfrutando enormemente del gesto enfadado de Louis, que parece no darse cuenta de que tiene la mano apoyada justo en la entrepierna de su protégé.

-Venga, dime qué celebramos y te invito a otra –insiste y mueve las caderas con malevolencia para restregarse contra la mano de Louis. Quiere vengarse por lo de la semana pasada, cuando su protector utilizó unas esposas de Sacha para encadenarlo a la cama y azotarlo con un cinturón. Todavía le duele el culo y tiene el orgullo resentido.

El escritor frunce el ceño y se apoya con un poco más de fuerza sin darse mucha cuenta de lo que está haciendo.

-Deja de molestarme –le ordena con algo de esfuerzo-. No estoy de humor.

Todavía está gruñendo algo entre dientes cuando Ray se incorpora y le rodea el cuello con un brazo. No obstante, en lugar de sobresaltarse y enrojecer hasta la raíz del cabello, Louis entrecierra los ojos, cruzado de brazos. Él chasquea la lengua. Qué pena que su gatito esté perdiendo ese aura de colegiala virgencita.

-Oye, Louis –ronronea en su oreja-. ¿Qué te parece si salimos por la puerta de atrás y te soluciono todos tus…?

-¿Louis?

Las cabezas de ambos se levantan al mismo tiempo, como activadas por algún misterioso mecanismo biológico, para encontrarse con un tipo alto y de aspecto marcial que se acaba de detener frente a ellos. Ray se inclina hacia delante, interesado, para observar con detenimiento su aspecto. El desconocido viste una americana debajo del abrigo salpicado de nieve, pero sus formas están bien lejos de las de los clientes del Chat. Piel canela, rasgos sureños, una melena de espesos rizos negros y ojos a juego, bordeados de gruesas pestañas.

Aunque no es exactamente una belleza, sí que resulta lo bastante llamativo como para que algunas mujeres de la barra le regalen miraditas de cordero degollado.

Pero el hombre en cuestión no está pendiente de las chicas que susurran a sus espaldas. Se encuentra mucho más ocupado mirándolos a ellos como si acabara de volver a ver a Ozzy Osbourne mordiéndole la cabeza a aquel murciélago.

-¿Louis? –insiste, con una mezcla de preocupación e incredulidad en la voz-. Dios, Louis, ¿eres tú?

El aludido (que todavía tiene las piernas de Ray cruzando su regazo) lo mira sin parpadear. Luego empieza a inclinar la cabeza, como si fuera a volver a golpearse contra la mesa de nuevo, aunque al final sólo se queda mirando fijamente su vaso.

-¿Por qué siento ganas de vomitar de repente? –farfulla, y sin dirigirle una sola palabra al misterioso desconocido, aparta a Ray de un empellón (¡qué maleducado!) y se tambalea hacia la puerta principal.

El extraño, sin embargo, lo intercepta a mitad del camino, agarrándolo por los hombros.

-¡Louis! Louis, yo…

-¡B-basta! –balbucea él, y para delicia de Ray (que sigue espatarrado en el sofá en la misma posición en que lo ha dejado Louis), se cuelga de los brazos del tipo y lo imita, con una risilla incontenible:-. Louis, Louis, Louis… Me vas a gastar el nombre… Mira, Ray, me va a gastar el nombre… ¿cómo me vas a llamar ahora, eh?

-Gatito –replica él al momento, acodado en la mesa mientras se regocija con la expresión de profundo desconcierto del recién llegado.

La risa tonta de Louis se corta abruptamente al oír aquello.

-Ahora quiero vomitar otra vez.

-¿Prefieres que te llame princesa, como al ruso?

-… Gatito me produce menos náuseas.

-Perfecto –sonríe él.

El nuevo se remueve, incómodo, y tras examinar con preocupación el peso muerto en sus brazos, fulmina con esos ojos negros  a Ray, quien está disfrutando del momento como nunca.

-¿Quién eres tú y qué le has hecho? –suelta, con agresividad, pero el prostituto sólo se estira perezosamente y le devuelve la mirada, los párpados caídos.

-Se lo ha hecho él solito –obviando la primera pregunta, señala a Louis, todavía derrengado en los brazos del desconocido-. Mi gatito tiene tendencia a ponerse en situaciones muy graciosas por su cuenta. ¿Eres un exnovio celoso? –añade, curioso, y el recién llegado tuerce el gesto con acritud.

-Creo recordar que he preguntado yo primero.

Ray puede sentir su hostilidad como algo casi físico y denso que revolotea a su alrededor. Sonríe lentamente, mostrando al nuevo sus colmillos.

-Soy su chulo.

-Cállate, Raymond. No eres gracioso –gruñe Louis, pero nadie le hace caso. Las dos personas que lo acompañan están absortas examinándose con sumo detenimiento, como gallos de pelea.

Mientras ellos se miden sin palabras, el intento de escritor vuelve a sentir un arrebato de pena que en su estado se traduce como otra náusea, de modo que se aparta un poco del tipo que lo agarra para tomar aire. Al hacerlo, no obstante, se encuentra con la cara enfadada de éste, y algo parece ir terriblemente mal de repente.

Louis frunce el ceño, arruga la nariz. Y entonces la sangre vuelve a regar su cerebro y se da cuenta.

-¡Tú! -grita, desasiéndose de él, y se aparta hasta chocar contra la mesa-. ¿De dónde…? ¿Cómo… cómo te atreves a tocarme?

Para sorpresa de Ray, que acaba de atrapar al vuelo la botella en el momento justo de evitar que se estampara contra el suelo, el desconocido muda su expresión de digno enfado por algo parecido a un híbrido de angustia y vergüenza.

-Louis –comienza, otra vez repitiendo su nombre con voz vacilante-. No es lo que tú piensas… me he reunido aquí con alguien por trabajo…

Una sonrisa suficiente se esboza en la cara del prostituto al oír aquello.

-Si me pagaran por cada vez que me han dicho eso… Bueno, no sería mucho más rico de lo que soy ahora, pero estaría definitivamente podrido de pasta.

-¿Quién se reúne para trabajar en un sitio así? –gruñe Louis en tono afirmativo, lo que provoca que la cara de su interlocutor palidezca un poco, aunque al terminar de preguntar, se gira la cabeza con esfuerzo y le ladra a su protégé-. Y tú cierra el pico.

Ray mira al desconocido y se encoge de hombros mientras su sonrisa se transforma en una mueca malévola.

Viéndose en clara desventaja, el recién llegado retrocede un poco. Durante un instante Ray piensa que va a huir de un momento a otro y no puede evitar sentirse algo decepcionado (¡justo ahora que se iba a poner divertido!), pero entonces el tipo respira, cuadra los hombros y le dedica un gesto amenazador.

-Esto no va contigo –le advierte, en voz baja y peligrosa.

Louis ladra una carcajada tan exagerada y fuerte que gente de todos los rincones vuelve la cabeza en su dirección.

-¿Quién eres tú para decidir si él pinta o no en esto? –salta, arrastrando las palabras con un deje de agresividad que no pasa desapercibido a nadie. Ray se da cuenta, divertido, de que, si bien hace menos de un minuto lo estaba mandando a callar, ahora se contradice para poner contra las cuerdas al nuevo, incluso aunque para ello tenga que defenderlo precisamente a él. Mientras el prostituto se regocija, el nuevo hace ademán de hablar, pero su protector lo interrumpe ferozmente:- ¡Fuera de aquí, Édouard! ¡N-no me fui a vivir durante cinco años a la otra punta de París con esa bruja timadora para encontrarme ahora contigo!

Antes de que el nombre pueda calar en la mente de Ray, el desconocido-ya-no-tan-desconocido parece reunir el valor suficiente para agarrar a Louis del brazo y apartarlo del rincón. El rubio se deja hacer, sin tener mucho tiempo ni fuerzas para darse cuenta de lo que está ocurriendo, pero al ser un peso muerto no puede ser arrastrado demasiado lejos. La conversación llega hasta Ray nítida y clara a pesar de todo:

-Dejaste la universidad y desapareciste sin dejar rastro, ni siquiera pude…

Louis deja escapar otra risa histérica, aunque tras el velo de alcohol que le nubla la mirada hay algo oscuro y gélido flotando en el azul de sus iris.

-Eres todo un pieza, Édouard, viniendo ahora con reproches –balbucea, y se desase de él de un tirón. El otro compone una mueca de frustración y angustia, pero no se mueve del sitio. Ray se inclina sobre la mesa. De pronto acaba de recordar de qué le suena ése nombre. Sonríe, despacio, sin apartar los ojos de la escena-. M-me partiste el corazón de la forma más humillante y yo… creo que estaba en mi derecho de no querer verte la cara nunca más.

-Lo que ocurrió aquella noche… ¡No pude hacer otra cosa! ¡Tenía las manos atadas!

-Precisamente tú no eras quien tenía las manos atadas.

Tras esas ásperas palabras, Ray ve cómo el escritor gira sobre sus talones de forma  muy poco elegante (en el proceso está a punto de caerse encima de una camarera) y se aleja tambaleándose en dirección al fondo del local. Él abandona el sofá para caminar hasta donde su protector ha dejado al tal Édouard, que parece a punto de echar a correr detrás del rubio.

-Yo que tú no lo haría –le dice en tono confidente, un Marlboro apagado colgando de una de sus comisuras-. Es rencoroso y vengativo.

Édouard se vuelve para encontrarse con la sonrisa suficiente del prostituto. Ray estudia su expresión cristalina, una amalgama de sentimientos, mientras se pregunta qué será eso tan terrible que ha pasado entre ellos dos. Le gustaría saberlo.

Tiene pinta de ser tremendamente jugoso.

-Tú no lo conoces –el tipo frunce el ceño, pero el aspecto derrotado que ha adoptado de forma inconsciente desde que Louis le diera la espalda no juega mucho en su favor. Viéndolo así, con el aire de un cachorrillo abandonado bajo la lluvia, Ray no puede evitar pensar en el mal gusto en hombres que tenía el Louis adolescente.

-Cierto, no lo conozco. No a la persona, al menos –replica, las manos en los bolsillos y esa mueca tan narcisista en la cara-. Su culo, en cambio, me lo conozco perfectamente.

Édouard, que había dado la vuelta para seguir la estela de Louis, se detuvo.

Y si bien hace un instante el prostituto estaba pensando en lo pusilánime y patético que era éste, quizá tenga que replantearse esa imagen ahora que el puño del argelino acaba de encontrarse con su cara.

Estoy hecho una mierda.

El callejón es frío y húmedo, pero no ayuda a atemperar mis nervios ni a mejorar el pote de mi cerebro. Frustrado, intento dar una patada a la nieve que se acumula contra el muro y en todas partes; desafortunadamente, la coordinación de mi sistema nervioso con las extremidades es escasa y termino de culo sobre el hielo. Ni siquiera intento levantarme, sé que sería un espectáculo muy triste también, de modo que me quedo donde estoy, congelándome el trasero, y aunque intento no pensar en nada, es imposible.

Siento que me ahogo.

¿Por qué ahora? ¿Por qué aparece justo ahora que mi vida empezaba a enderezarse? ¿Y por qué no se limita a desaparecer de mi vista y a dejarme en paz?

Si no podía recuperarme de aquella noche con su recuerdo acosándome, ¿qué voy a hacer con el Édouard de carne y hueso?

Con un gruñido, me golpeo la cabeza contra el muro medio helado y lleno de pintadas y mugre. Quiero volver al Chat y dormir hasta la primavera, pero ahora mismo no sé ni dónde estoy. La cabeza me da vueltas y el suelo parece tan estable como una cama de agua.

-Mierda –digo en voz alta, y un gato que estaba hurgando en un contenedor delante de mí levanta las orejas, vuelve la cabeza hacia donde estoy y sus ojos relumbran en la penumbra. Yo le hago una mueca-. No me mires así. Porque no creo que tú sepas por dónde queda tu primo azul, ¿verdad?

El gato, que con toda seguridad no tiene ni idea de dónde está el Chat, salta al suelo y vuelve a dedicarme una mirada indiferente antes de echar a andar con un movimiento ondulante del rabo, aunque no llega muy lejos.

La puerta trasera metálica del pub se abre con un estampido, y el animal da un bote y suelta un bufido, su orgulloso rabo convertido en una especie de plumero erizado, antes de refugiarse de un salto bajo el contenedor del que acababa de salir.

Y cuando veo a los dos que emergen de las sombras, me dan ganas a mí también de meterme debajo del contenedor. O dentro, directamente.

Mi protégé y Édouard están a punto de caerse rodando por los tres escalones que separan la puerta del suelo al intentar salir al mismo tiempo por el umbral. Ray tiene el labio partido, pero no parece muy preocupado al respecto. Al argelino se le ha alborotado el pelo y ha perdido su bufanda, que un tipo enorme y con cara de estreñimiento crónico se encarga de devolver arrojándosela a la cara.

-Ni se te ocurra volver a poner un pie aquí –le ladra el gorila, y Édouard se encoge un poco, aunque enseguida el de seguridad se olvida de él y apunta con un dedo regordete y amenazador a Ray-. Y tú, nada de peleas, ya lo sabes. La próxima vez te partiré la cabeza con tu guitarra, me da igual lo que diga el jefe.

Y dicho esto, la puerta vuelve a cerrarse con un estruendo metálico y mi protégé da la espalda a Édouard para componer un gesto de fingida sorpresa al verme sentado en la nieve.

-Eh, así que aquí se había metido mi gatito –arrulla, sonriente. Su labio partido ha empezado a chorrear un hilillo de sangre, que él señala-. Tu churri me ha pegado. Exijo una satisfacción.

Oigo a Édouard quejarse sonoramente tras terminar de recuperarse del susto de haber sido zarandeado por el gorila, pero no le hago mucho caso. Mi cerebro está intentando procesar la imagen del argelino golpeando a alguien. Es inverosímil.

-¡Se lo merecía totalmente! –está exclamando él cuando vuelvo en mí, al tiempo que señala a Ray como si éste fuera un chucho pulgoso-. ¡Estaba hablando mal de ti!

Parpadeo, y miro a mi protégé, que se lame la sangre del labio mientras, sin disimulo alguno, se arregla el paquete delante de un escandalizado Édouard.

Sí, seguramente se lo merezca. Sin embargo…

-¿Hablando mal? ¿No crees que sacas los puños un poco… tarde para eso? –digo, y me sorprende encontrar en mi voz un porcentaje mínimo de la rabia que burbujea dentro de mi cabeza-. Tarde… siempre tarde, Édouard…

-Puedo perdonar a tu churri si se me satisface como es debido –insiste Ray desde atrás, acariciándose el mentón, y mi antiguo compañero de cuarto lo fulmina con la mirada antes de acercarse y extender el brazo hacia mí.

-Louis, necesito hablar… disculparme, pero no puedo hacerlo con propiedad en tu estado –empieza, con voz suave y suplicante-. Por favor, déjame llevarte a casa y…

No. ¿Qué estás diciendo? ¿Es que crees que soy idiota? ¿Qué he borrado esa noche de mi registro?

Cierro los ojos, todo me da vueltas, y otra vez esa sensación asfixiante me cierra la garganta.

-¿Tienes siquiera la menor idea de dónde vivo? –corto. Édouard se queda congelado en el sitio, la mano todavía abierta cerca de mí. Al final se ve obligado a sacudir lentamente la cabeza, en silencio.

-Conmigo. En mi cama. Hasta que hice guirnaldas con sus gayumbos, ahora duerme en la bañera. La verdad es que no fue un movimiento acertado –añade mi protégé, sus blancos dientes destellando, lo que consigue arrancar una expresión de horror genuino a la cara del otro.

-No me puedo creer que estés con este… tipo –Édouard niega con la cabeza y vuelve a tenderme la mano-. Ven conmigo, por favor. Podemos hablar con tranquilidad en mi apartamento… Necesito que lo entiendas, Louis –suplica, pero yo lo aparto en un torpe manotazo, momento que aprovecha Raymond para acercarse felinamente por detrás de mi ex compañero.

-Yo tampoco puedo creerme que estuvieras con este subproducto de Tarta de Fresa. ¿Fue él quien te hizo monja, o venías así de serie?

Deja de meter cizaña, Raymond, nadie tiene la culpa de que no te dieran amor de pequeño.

-Oh, cállate –gimo yo, porque un dolor agudo que ha comenzado a gestarse en mis sienes me impide pensar nada más coherente-. ¿Es que ni partiéndote la boca cierras el pico?

-¿Por qué no vienes y me lo cierras tú?

Respiro hondo. El corazón me palpita dolorosamente fuerte en el pecho. Tengo el culo tan congelado que hace rato que dejé de sentirlo. Estoy lo bastante borracho como para sentirme más seguro con el culo helado en la nieve que de pie. Es patético. Sólo quiero irme a casa, de verdad.

Irme a casa y quitarme de encima la mirada de pena de Édouard.

Así que en un rápido movimiento, agarro a mi protégé del cinturón y lo atraigo hacia mí.

-No estoy con él –le aclaro a Édouard, señalando al otro-. Sólo soy su estúpida niñera en el trabajo.

-Me pagan cantidades ridículas de dinero por follar –asiente Ray, muy serio de pronto.

Antes de que a ninguno le dé por decir nada más, mi dedo acusador pasa a dirigirse al argelino y continúo.

-Y él no es mi churri. Y espero que se vaya ahora mismo.

Es oír esto y Édouard empieza a entrar en pánico.

-Louis, espera, te prometo que… ¿qué demonios haces?

La hebilla del cinturón de Raymond tintinea bajo mis dedos. Es un sonido intoxicante.

-Estoy compensando a mi compañero de trabajo por lo que le has hecho, o me lo estará recordando hasta el día del Juicio Final… -el argelino abre y cierra la boca sin llegar a emitir ningún sonido audible mientras yo meto la mano dentro del pantalón de Ray (a quien no parece sorprenderle en absoluto la situación) y libero su polla, totalmente tiesa. La bola de su perforación brilla ante mí, insolente-. ¿O es que echas de menos esto? –pregunto, descapullando a mi protégé, aunque sin mirar en ningún momento a Édouard-. Se siente… Es a lo que renunciaste cuando tuviste que elegir entre el armario o yo y te decantaste por el primero.

Y, dictada la sentencia, me meto la verga de Raymond en la boca.

Sin duda ha sido una noche excelente.

Esto es, básicamente, lo que piensa Ray cuando llega a su cuarto en el Chat y tira a Louis contra su cama. Todavía siente un agradable y placentero resentimiento cerca del área de su piercing, así que sabe que ha merecido la pena que le hayan pegado un puñetazo en la cara y lo hayan echado a patadas de la Madriguera.

-Eres bueno, gatito –afirma en tono grave y solemne mientras se arranca la sudadera y la arroja a algún rincón de la habitación-. Deberías buscarte un futuro mejor en el club. Tengo clientes a los que les volvería majaras tener la cabeza de un rubito mono como tú entre las piernas.

Louis, desmadejado bocabajo en la cama y con la cara aplastada contra las sábanas, deja escapar un sonido de derrota.

-Me siento sucio.

-Bueno, eso es en parte porque todavía tienes parte de mi corrida en la cara.

-Genial. Creo que… que el día de hoy ha sido en sí el mejor regalo de Navidad de todos los tiempos, pero… tu lefa debe ser la guinda del pastel.

Ray sonríe, todavía saboreando su victoria, y le da una palmadita en la cabeza.

-Encantado de que te guste, gatito –ronronea-. Sólo una cosa más: ¿qué hizo Tarta de Fresa?

Louis permanece inmóvil largo rato, tanto que él comienza a pensar que ha entrado en alguna especie de trance cósmico.

-Me traicionó –susurra al final, sin despegar la cara del colchón, y entonces el vodka lo arrastra a un largo sueño, preludio de la bonita resaca de la que hará gala al día siguiente.

El prostituto lo deja donde está y se aleja en dirección a la ventana sin hacer el menor ruido. Su cabeza está trabajando a toda máquina, la imaginación sobreestimulada por todo lo que acaba de presenciar.

-Un traidor, ¿eh? –dice con voz queda, justo cuando pega la mejilla al cristal y cree distinguir una figura en particular al otro lado de la calle. Una figura de apariencia exótica y espesa melena de rizos negros que cruza una mirada desafiante con él antes de desaparecer en la noche parisina. Ray se relame despacio-. Esto va a ser interesante.

 

10

Interludio: Ray

Un dolor sordo en la mandíbula despertó a Ray.

Su cuerpo, forzado en una posición antinatural, aullaba de dolor sólo con respirar. Tenía la cara pegada al suelo, y la superficie sobre la que estaba apoyada se encontraba ligeramente húmeda y pegajosa.

Entreabrió un ojo, despacio. Lo primero que vio fue el manchado dibujo en arabesco de la alfombra bajo su mejilla. Lo segundo, el reflejo de las llamas del hogar en los mocasines impolutos de Hans.

-Vaya, vaya. Nuestro bello durmiente despierta al fin.

El dueño de la mansión estaba a un metro escaso de él, sentado en el reposabrazos de un sillón orejero. Su voz le golpeó el cerebro con fuerza. Era real, algo casi físico que le hizo estremecer a pesar de las protestas de sus articulaciones. Un sentimiento acuciante comenzó a cerrarle el estómago e intentó abrir el otro ojo, pero una costra de sangre le bañaba ese lado de la cara, inmovilizándola.

Al verlo moverse débilmente, Hans abandonó su posición cerca de la chimenea e inició un lento paseo por la sala. Ray trató de ubicarse en el espacio y el tiempo, pero dentro de su cabeza los recuerdos formaban una maraña confusa. Su mente funcionaba a mínimo rendimiento, como una máquina escacharrada. Cerró el ojo. Los contornos del mundo habían empezado a difuminarse y confundirse entre ellos.

Su oído, no obstante, funcionaba lo bastante bien como para escuchar a la perfección los pasos de Hans detenerse cerca de su cabeza.

-Parece ser que no estaba en lo cierto cuando pensé que se te habría pegado algo del instinto de conservación de Erik, chico.

La punta del zapato se clavó en su mejilla y él se vio forzado a mover sus músculos para colocarse de espaldas sobre la moqueta. Los brazos, que tenía fuertemente amarrados a la espalda, respondieron con una oleada de dolor que provocó una lluvia de chispas rojas tras sus párpados.

Él dejó escapar el aire a través de los dientes, pero no emitió ningún sonido. Volvió a abrir el ojo, y se encontró con la expresión adusta de Hans, que lo miraba desde arriba sin apartar el pie de su cara.

-¿Es esto lo que querías conseguir? -dijo, una nota de disgusto en la voz. Entonces levantó algo que llevaba en la mano (un largo bastón de paseo), y aunque el cerebro de Ray no supo reconocerlo, todos los músculos de su cuerpo ignoraron el dolor para tensarse con la visión. Hans se limitó a hundir la punta en uno de sus costados, aunque ello bastó para hacerle casi brincar en el sitio-. ¿O es que disfrutas llevando al límite mi paciencia?

El fuego crepitó un instante en el silencio. Su mecenas volvió a alzar el bastón.

-¿No teníamos un trato, Raymond? ¿No crees que te he dado suficiente manga ancha dejándote vagar por la ciudad con esa vagabunda resabiada que tienes por amiga? -Ray desvió la vista. En la chimenea, las llamas tenían un color cálido y agradable. Nada que ver con el brillo acerado en los ojos de Hans, el cual estaba torciendo la boca en un rictus de odio-. Mírame a la cara cuando te hablo, maldita sea.

El impacto de la vara de madera en su vientre lo dejó sin aliento y lo hizo doblarse sobre sí mismo. El mundo se convirtió en una mancha color bermellón asfixiante antes de volverse horriblemente brillante y nítido: el dibujo de la alfombra, el naranja ardiente del fuego, los zapatos brillantes de Hans; todos los colores hirieron sus pupilas al tiempo que él boqueaba por aire, igual que un pez fuera del agua.

Mientras él se retorcía en el suelo, Hans arrojó el bastón lejos. Estaba gritando algo, pero Ray no podía oír otra cosa que no fuera un molesto pitido en los oídos. Su mente no hubiera podido concentrarse en el sonido, de todos modos, no cuando su cuerpo entero era una fuente de dolor pulsante.

Tardó algo más de lo acostumbrado en recuperarse del golpe. Dentro de aquellos muros no había peleas callejeras. El mundo le había arrancado a Erik y la vida al pie del cañón, y lo había ablandado con una existencia monótona al lado de Hans. Y seguramente ese mundo también lo había vuelto un poco estúpido, porque en su vida anterior jamás se le hubiera ocurrido desafiar a su mecenas de forma tan escandalosa.

Los recuerdos de la noche anterior comenzaron a tomar forma conforme su respiración volvía a regularse. El chute de adrenalina había espabilado a sus neuronas. Y al rememorar lo ocurrido se sintió un soberano estúpido por creer que escabullirse de Hans sería tan fácil como saltar el muro que cercaba sus dominios y echar a correr.

Pero me asfixio. Fue lo que pensó al incorporarse sobre un codo y observar, con la vista desenfocada, la mancha granate oscuro que salpicaba la alfombra debajo de él. Me asfixio.

Esa sensación, la de una mano cerrándosele alrededor del cuello, lo estaba matando lentamente. Y esa mano pertenecía a Hans.

-Crees que sigues siendo el perro callejero que eras con Erik –su mecenas se detuvo frente a él. Desde arriba, Ray tenía una perspectiva en contrapicado de su cara que lo hacía parecer una especie de dios terrible-, pero ahora llevas correa, Raymond. Y quiero que te quede claro de una maldita vez: puedes tirar de ella todo lo que quieras, revolverte y morder la mano que te da de comer –en un gesto enfático, Hans alzó la mano izquierda. Tenía los nudillos hinchados y resentidos. Él imaginó que aquello tendría algo que ver con el dolor intenso de su cara, pero no recordaba exactamente cuál era la relación entre esas cosas-. Siempre volverás aquí. Tanto si es de forma voluntaria o si, por el contrario, los chicos tienen que volver a traerte a rastras desde la otra punta del mundo. Siempre volverás aquí, y lo único que puedes hacer al respecto es no intentar tratar de huir otra vez para ahorrarnos a todos tiempo y esfuerzo.

Ray parpadeó. Si se concentraba podía sentir el collar metafórico de Hans alrededor de su cuello. Agotado, volvió a apoyar la cabeza contra la alfombra.

Hans suspiró larga y profundamente. Él lo había oído respirar igual antes de arrancarle todas las uñas de las manos con unos alicates a un tipo que había intentado quedarse con una décima parte de un botín, hacía unos años. Suspiraba como si tratar con él se hubiera convertido en otra tarea desagradable de ese estilo, como si Ray se hubiera convertido en un elemento discordante de la banda, igual que su padre.

De hecho, lo era.

Hans se pasó la mano por la cara antes de acuclillarse a su lado. Tenía el pelo rubio algo apelmazado y revuelto, bolsas bajo los ojos. La banda no estaba pasando por su mejor momento, y aparcar su apretada agenda durante dos horas para apalearlo a él debía producirle dolores de estómago. Lo miró como quien mira a un perro que se sigue meando en la alfombra, con un cierto gesto de desdén añadido en la cara.

-Ya conoces de sobra a mis perros, chico -Hans tenía dos chuchos; un par de dóbermans con las orejas y el rabo recortados y nombres pomposos que la memoria de Ray nunca llegaba a retener. Eran devotos hasta la náusea con su amo, pero a él lo perseguían con pasos mudos por toda la mansión, la cabeza gacha y los ojos brillando de forma amenazadora. No eran agresivos por naturaleza, pero parecían querer dejar claro el límite entre Hans y él-. Pura raza, hijos de un campeón. Fue un regalo estupendo, pero vinieron con un hermano rabioso e incapaz de obedecer una orden simple. No pongas esa cara, no es ninguna analogía. Ese pequeño hijo de puta se hizo enorme en menos de dos semanas y le arrancó un dedo a Jordan de un mordisco. Ni siquiera podía convivir con sus hermanos. Así que yo mismo le pegué un tiro entre los ojos antes de que se nos fuera de las manos.

Ray no pudo contener una sonrisa burlona. La costra de sangre se resquebrajó sobre una de sus comisuras con un tirón doloroso.

-Ahora viene la moraleja, ¿no? –susurró, casi sin mover los labios. Su voz sonó como si acabara de tragar cristal.

En un movimiento veloz, Hans lo agarró del cabello y tiró hasta que sus ojos estuvieron a la misma altura. El dolor en el cuero cabelludo fue ridículo comparado con la sonora protesta de su vientre magullado. Aun así, y como siempre, no emitió ningún sonido. Sostuvo la mirada de Hans sin dejar que la ira burbujeante en ella perturbara su faz inexpresiva. No es que no quisiera transmitirle a su hospedador lo que ocurría dentro de su cabeza; es que nada de lo que se sentía era lo suficientemente significante como para exteriorizarlo.

Tampoco se movió cuando Hans apretó el cuchillo contra su piel, sobre la carótida.

-La moraleja es que ahora mismo podría degollarte como a un animal y dejar que te ahogaras en tu propia sangre encima de esta alfombra –dijo en voz queda, sin inflexión de tono. Seguramente hubiera empleado el mismo timbre monocorde si estuviera hablando del tiempo con alguno de sus subordinados-. Tal vez no cortaría tan profundo. Me sentaría ahí delante y vería cómo te desangras durante unos diez, quince minutos como mucho. Luego te cortaría en cachitos y mis perros darían cuenta de tus huesos. Y estoy seguro que en menos de tres días ya nadie preguntaría por ti. ¿Es ahí a donde quieres llegar? ¿Es hasta ese punto donde me quieres llevar, Raymond?

El cuchillo era frío al tacto, pero el calor del cuerpo de Ray había terminado por templar el metal. Como si éste estuviera extrayéndole la vida del cuerpo lentamente. El chico se preguntó qué se sentiría. Al morir desangrado, claro. Su morbosa imaginación escenificó el filo abriendo su carne en un corte fino y limpio, un dolor tan vivo como las tonalidades un cuadro impresionista, el calor viscoso descendiendo por su cuello. Los colores apagándose, el mundo echando el telón por última vez.

Su estómago dio un tirón tan fuerte que sintió el deseo real de vomitar sobre la alfombra.

Pero al mismo tiempo, la voluntad hipnótica de inclinarse sobre el cuchillo inundó sus terminaciones nerviosas del mismo modo que un veneno letal.

Cerró los ojos. Veía luces brillantes contrapuestas con la oscuridad de sus párpados. Hans incidió en su piel con el cuchillo, y él percibió un dolor agudo y fugaz. El estallido de una pequeña supernova. Su corazón enloqueció. Sístole y diástole, sístole y diástole. Un mensaje desesperado en morse activado por un mecanismo biológico de defensa que Ray era incapaz de comprender.

No dejes que esto pase, sigue adelante, sigue luchando, sigue luchando. Esto no puede acabar. NO PUEDE ACABAR.

Sin embargo, lo que su cuerpo no entendía es que aquella era la única salida.

Ray despierta de golpe, arrojado a la realidad como a una piscina llena de agua helada. Se incorpora con brusquedad, la respiración dolorosamente acelerada e irregular y la sangre tronando en sus oídos, mientras un sudor gélido le recorre los músculos agarrotados de los hombros bajo la piel. El brillo metálico del cuchillo de Hans sigue deslumbrándolo, una imagen que se resiste a abandonar sus retinas y que se mezcla y superpone con los contornos del cuarto en penumbra del Chat. Su cuerpo termina de tensarse de forma automática. Una sensación desagradable de irrealidad le sube por la garganta. Se escucha jadear.

Me asfixio.

Está tan concentrado en luchar por desvincular el sueño del ahora que la voz que resuena en su oído casi le provoca un infarto.

-Ya está, ya está –antes de que él pueda reaccionar y volverse hacia la fuente del sonido, algo caliente y suave le roza la cabeza. Desconcertado, parpadea en la semioscuridad, pero la mente se empeña en arrastrarlo de nuevo al conflictivo mundo de su memoria, y se ve obligado a dirigir la vista hacia la ventana. Las imágenes que afloran son demasiado perturbadoras todavía-. Sólo es una pesadilla.

Ray espira entre dientes. Le duelen vagamente los dedos. Cuando se atreve a mirarse las manos, se encuentra con unos nudillos blanquecinos apretando las sábanas.

-Todo va bien –insiste la voz, que suena algo ronca y arrastra las vocales. El prostituto se concede un último segundo de observación de sus propias manos antes de volver la cara en su dirección.

La luz del exterior incide en el rostro soñoliento de Louis, otorgándole un aspecto fantasmal. Tiene un ojo entrecerrado y su boca se tuerce en una sonrisa que el vodka hace algo burlona. Él tarda un poco más de la cuenta en percatarse de que el escritor borracho y medio dormido es el dueño de los dedos que reposan sobre su cabeza.

-Ya no estás dondequiera que estuvieses –la mano de Louis trata de empujarlo con torpe suavidad de vuelta a la almohada. Ray no sabe muy bien en qué momento ni cómo se ha quedado dormido en su cama. Él nunca duerme ahí. Siempre lo hace sentado en la silla que hay junto a la ventana, con la cabeza apoyada en el cristal, y nunca más de unas pocas horas.

En cualquier caso, está tan tenso y Louis es tan poco consciente de sí mismo que éste ni siquiera es capaz de moverlo un centímetro, y el escritor no tarda en desistir y quedar inmóvil, todavía apoyado en Ray. El contacto desorienta al prostituto, que aún se aferra a las sábanas, mirando a Louis de reojo, sin creerse mucho que ahora está en este mundo y no en el de Hans.

-Se acabó –prosigue su compañero, afable. Sus palabras son cada vez más incomprensibles, pero él sólo escucha la cadencia de su voz-. No tengas miedo. ¿O es que un tío duro como tú tiene miedo de algo? No, claro que no. Venga. A dormir.

Terminado el vacilante discurso, Louis se desliza hasta quedar desmadejado en la cama, como si se lo hubiera ordenado a sí mismo, y su frente queda apoyada en el muslo de Ray.

Inspira. Espira.

Ya no vuelve a moverse. Se queda donde está, despanzurrado bocarriba. Ray observa en silencio la curva entre el cuello y los hombros que su camisa abierta deja entrever. Sube sin prisas por su mandíbula, con ésa sombra casi permanente de perilla en el mentón. Deja arrastrarse la vista por sus labios entreabiertos, pasado después por la nariz fuerte y algo respingona de su compañero hasta llegar al rebelde flequillo ondulado. Lo estudia como si quisiera buscar en él la forma de desentrañar los secretos más profundos del universo. Louis duerme plácidamente, sin moverse, y la sensación de control que embarga a Ray al verlo relaja un tanto la tensión en sus músculos. Pero no es suficiente para borrar de su mente el rojo de la sangre manchando esa alfombra.

Suelta las sábanas. Tiene los dedos entumecidos, aunque ello no le impide inclinarse sobre Louis para rodearle las muñecas. Su compañero vuelve a abrir un poco los ojos, sólo un pequeño destello azul, aunque enseguida vuelve a sumirse en el sueño con una pasividad extraña. Ray lo sujeta contra la almohada durante un momento, experimentando de pronto algo tan intenso que un escalofrío recorre de arriba abajo su columna.

El cuerpo debajo del suyo es sólido, no se desmorona con su tacto para retrotraerlo a la oscuridad de sus recuerdos. No está viviendo un sueño, no ha vuelto a las calles húmedas de Ámsterdam. Sigue respirando, a pesar de todo.

Aunque eso no cambia nada.

Sólo una jaula por otra. Se dice, con amargura, y despega los ojos de la figura delgada de Louis para barrer la habitación. Aprieta los labios.

-Me asfixio –susurra, antes de levantarse, recuperar su sudadera y huir escaleras abajo.

Ava Strauss está en el centro del enorme salón principal del Chat, que se encuentra abarrotado de vestidos de cóctel y chaqués que podrían pagar la deuda externa de varios países europeos. Todo está decorado al milímetro, con la pulcritud elegante que caracteriza al club. Ava agita el contenido de su copa suavemente, distraída. El suelo de mármol blanco refleja las miles de diminutas bombillas engarzadas en su lámpara de araña de cristal. Ella la mira con disgusto desde abajo, sin prestar atención a la infernal perorata de uno de sus inversores (Robert Bonnet, o algo así), que la acosa desde que dio comienzo la fiesta de Navidad para intentar impresionarla con datos que no le interesan lo más mínimo. La araña es totalmente tópica y algo hortera, pero fue un regalo de su difunto padre. Nunca se ha sentido con fuerzas para quitarla y cambiarla por una iluminación más moderna, y lo cierto es que es uno de los detalles del salón que más alaban sus clientes. Precisamente ahora el estúpido de Robert está intentando atraer su atención hablando del maldito trasto. ¿Qué dice, que es magnífico? Sí, magnífico para un palacete dieciochesco de poca monta. Dios, qué ganas de que acabe ese infierno. Los zapatos la están matando y Aleksandr ha entrado trastabillando en el salón a medianoche para tropezarse con madame Olivier y ponerla perdida de barro y nieve. Por fortuna a ella los encantadores lloriqueos del chico le han parecido suficiente disculpa. El ruso tiene suerte de ser tan mono como para derretir los fríos corazones de las cincuentonas que acuden al Chat.

Ava sacude la cabeza. Robert está hablando ahora de su empresa informática. Pero qué hombre más pesado. Aburrida, intenta que su lenguaje corporal le transmita a su acompañante que no tiene ganas de seguir con esa conversación, y al dejar que hable mientras ella se interesa en las personas a su alrededor, ve algo interesante.

Raymond se desliza por la sala, pegado a la pared, caminando por detrás de las cortinas con pasos largos. Nadie excepto Ava parece haberlo visto. Aunque parezca extraño (el egocentrismo del prostituto siempre lo hace ser el protagonista de todos los desvelos de sus clientes y de los desastres que ocurren en el club), Ray tiene la asombrosa capacidad de pasar desapercibido cuando le interesa y esfumarse de un plumazo. La propietaria del Chat lo sabe de sobra; ésa capacidad le ha costado más de un quebradero de cabeza.

Hoy, sin embargo, su díscolo trabajador no parece estar escaqueándose sin más. Camina rápido, con los hombros encorvados y los labios convertidos en una línea fina y blanca. Ava agita su copa una vez más, viendo cómo desaparece por la puerta principal, en dirección al hall. No hace nada por detenerlo. Volverá. No tiene más remedio que hacerlo.

Suspira, y vuelve a contemplar su lámpara de araña. Frunce el ceño ante las bombillitas y el discurso de Robert, pero su mente divaga lejos. Por más que lo intente, no puede evitar preocuparse por el aumento de la frecuencia de esas escapadas crepusculares. Sabe que no debería sentir nada por el muchacho; ésas son las órdenes. Nada de lástima, nada de compasión. Sólo mantener al pájaro dentro de la jaula. Ya hace bastante dejándolo volar en círculos por la ciudad.

A veces todo eso es simplemente complicado.

Ava Strauss se frota el puente de la nariz con el índice, agotada. Odia esa maldita lámpara, la fiesta se está desarrollando de forma desastrosa y Robert va a hacer que le estalle la cabeza. Todo es complicado, en realidad, y ella no tiene tiempo de preocuparse por Raymond.

Así que da media vuelta, dejando a su acompañante con la palabra en la boca, y abandona la sala con paso digno.

La mano gélida de diciembre golpea a Ray en la cara justo después de haber conseguido que Makoto le abra la puerta principal. Fuera, y a pesar de los comercios festoneados de luces, nieve artificial y Santas de todas las formas y colores, las ciudad de París hace rato que dormita. Él toma una bocanada de aire helado antes de que sus pies comiencen a arrastrarlo sin rumbo. No puede pensar en nada, sólo es muy consciente de todas sus funciones vitales. De cómo la maquinaria de su biología sigue moviendo engranajes para mantenerlo respirando, a pesar de todo. Con esa certeza en mente, acelera el paso, la nieve crujiendo ruidosamente a sus pies.

El movimiento en el Pont des Arts es, por suerte, escaso a esas horas, y Ray se acerca a la barandilla enrejada y sembrada de candaditos. Se supone que están ahí para sellar el amor de sus propietarios, pero nada es eterno, el amor no va a ser una excepción; cualquier parisino sabe que el ayuntamiento se ve obligado a retirarlos periódicamente para evitar que su peso haga derrumbarse a toda la estructura.

El prostituto los ignora. No es eso lo que ha ido a buscar. El metal de la barandilla está frío y bajo él, las aguas oscuras del Sena fluyen silenciosas e inmutables. Ray suelta de golpe todo el aire que llevaba guardando en los pulmones desde que salió del Chat, rígido como una tabla.

El río, el río siempre ha sido una de las mejores opciones. Hay algo atractivo en el movimiento incesante de la corriente, en cómo las aguas devorarían y harían desaparecer a cualquier cosa que cayera en ellas.

Desaparecer para siempre.

Volviendo a coger aire, se inclina sobre la baranda. Como de costumbre, se está preguntando si esa altura bastará. Ladea la cabeza, lo que provoca que el flequillo desgreñado le cubra un ojo. Parece que sí, aunque necesita inclinarse un poco más, sólo un poco más, y cuando su torso queda suspendido en el vacío, un escalofrío eléctrico le recorre el sistema nervioso.

Algo muy adentro de su cerebro grita desesperado.

Pero él se inclina todavía más.

Un segundo después, vuelve a estar de pie en el borde y una mano le sujeta fuertemente el hombro. Una mano de cuatro dedos.

-Cuidado, muchacho –la voz a su espalda es áspera y le acaricia la oreja. Ray intenta que el oxígeno entre en su cuerpo, pero un nudo en el pecho se lo impide. El río sigue fluyendo, al alcance de su mano, y al mismo tiempo tan lejos-. A nadie le gustaría que un chaval como tú sufriera un accidente.

Oye una suave risa a su espalda al mismo tiempo que Jordan retira la mano mutilada de su hombro. Él permanece quieto, frente a la barandilla. Su estómago parece de repente un agujero negro capaz de devorar cualquier emoción.

No ha cambiado nada.

-Ven, pajarito –el tipo, de altura y corpulencia monstruosamente desproporcionadas, echa a andar sin volver la vista. Ray lo sigue tras un instante de contemplación, sin despegar la vista del suelo blanquecino. Hacía tiempo que no veía al matón de Hans. Todo sigue igual que siempre-. Es hora de volver a tu jaula.

Ray creyó que algo enorme y vacío se desgarraba en su interior cuando el filo del cuchillo abandonó su cuello y cayó a un lado con estrépito metálico. El arma resplandeció con el color de las llamas, y él sintió que el suelo a sus pies se sacudía. Jadeó. Era incapaz de despegar la mirada de aquel objeto, que todavía tenía algo de su sangre salpicando el metal. La cabeza le palpitaba dolorosamente. No oyó a Hans levantarse, ni a sus perros alborozarse por el pasillo.

Ni siquiera sabía si estaba asustado o aliviado.

Temblando, se obligó a mirar al frente. Su mecenas volvía con un barreño de agua y un trapo. Dejó ambos objetos sobre una mesa auxiliar al ver el gesto atormentado del chico y se acuclilló a su lado.

-No me digas que estás acojonado, Raymond -siseó, una sonrisa cruel asomando a sus comisuras, y se inclinó para rodearlo con los brazos. Él se envaró, pero Hans sólo quería desatar el nudo de sus muñecas-. ¿O es que lo has entendido por fin? -añadió en apenas un susurro, antes de arrojar la cuerda y volver a la misma posición de antes. Al ver la expresión vacía del otro se relamió y alargó los dedos para recuperar el cuchillo y mostrárselo, alzándolo por el mango-. ¿Quieres salir de aquí? Esta es la única llave. Ojalá ahora te quede claro de una vez por todas.

Su mecenas hizo oscilar el objeto entre los dedos un instante. Ray jugó a enfocar y desenfocar la vista, difuminando y perfilando los contornos del cuchillo. Entonces, y movido por un impulso eléctrico, movió el brazo en un movimiento fugaz y le arrebató a Hans el instrumento de las manos, al tiempo que reculaba rápidamente. La sangre se le escurrió por la muñeca desde la palma, aunque él no sintió el dolor del corte. Sin pensarlo, se llevó el filo ensangrentado al cuello y miró a Hans, que aguardaba inmóvil, un amago de sonrisa en la boca.

-Sólo está a un paso de salir de esta casa, caballero. Usted dirá a qué sucio rincón prefiere que arrojemos su cadáver. ¿O quizá deberíamos buscar la misma cuneta en la que te encontró Erik? Sería muy propicio, ¿no crees? Acabar en el mismo lugar del que saliste.

Un zumbido en los oídos impidió a Ray escuchar la última parte de la frase. Tenía la boca seca, el cuchillo pesaba en sus manos. Trató de hundírselo en el cuello, pero el mundo estaba girando vertiginosamente a su alrededor y las manos le temblaban descontroladamente. Falló, rasguñándose sin más por encima de la clavícula.

Tragó saliva. Le dolía el pecho, como si una parte de él estuviera tratando de partirlo en dos y separarse para siempre, mientras que la otra hacía lo imposible por mantener a la unidad intacta. Como si una fuerza invisible tirara de su mano para alejar de sí el cuchillo. Y esa parte debió ser la que se impuso sobre la otra, porque en una sacudida el arma se le resbaló de entre los dedos y golpeó la alfombra.

Hans sonrió. Él contempló el objeto, mudo, hasta que el otro lo recogió del suelo y lo puso fuera de su alcance. A partir del instante en el que el cuchillo hubo desaparecido de su vista, los temblores cesaron de golpe y Ray volvió a sentirse como una cáscara de nuez. Vacío por dentro, con únicamente el dolor intermitente que le proporcionaban sus terminaciones nerviosas alterando ese estado.

-Instinto de conservación, Raymond –Hans se sentó junto a la mesa auxiliar, de nuevo en el reposabrazos del sillón, y con una mano mojó distraídamente el paño en el barreño-. Deberías haberlo visto ya.

Ray lo había visto, en todos los hombres que alguna vez osaron traicionar a Hans. Él estaba recibiendo un trato extraordinario, por supuesto. Debía sentirse afortunado por conservar todas sus uñas y dientes, pero no tenía fuerzas para expresarlo. Hans prosiguió, sin esperar contestación:

-Sólo somos animales deseosos de seguir existiendo. Asquerosos y cobardes animales. –Ray escuchó un chasquido y a continuación le llegó un jirón de humo-. Ven aquí. Estás sucio.

Él tardó unos segundos en enviar la orden a sus músculos, pero obedeció y se arrastró penosamente hasta Hans. No lo pensó demasiado y apoyó la mejilla ilesa en su rodilla. Estaba demasiado cansado y turbado para analizar con claridad lo que hacía.

-Buen chico –murmuró el otro. Ray sintió el trapo húmedo ablandar con un cuidado casi milagroso la costra de sangre en su cara-. No entiendo por qué intentas hacerlo todo tan difícil, Raymond. Jordan ya me ha hablado del lío que montaste cuando los chicos fueron a sacarte de ese agujero del Barrio Rojo en el que vive tu amiga –Hans chascó la lengua y frotó con más fuerza, hasta casi hacerle daño-. Llegó sangrando como un cerdo en matanza y yo llegué a pensar que a alguno de los perros se le había ido la pinza. Pero resulta que no, que el único causante de esos seis puntos de sutura en el dorso de la mano eres tú. No creo que Erik te educara para convertirte en un animal salvaje que va mordiendo a la mano que le da de comer.

Ray cerró el ojo y dejó que le limpiaran sin moverse. Oía el runrún de las palabras de Hans, pero había dejado de analizar el discurso. Aún sentía el filo frío en su cuello.

¿Por qué no había podido hacerlo? Llevaba meses planeando aquello con meticulosidad. Ya sabía que no podría esconderse mucho tiempo en casa de Ellie, así que había aprovechado para organizarlo todo en una de las salidas de la guitarrista. Después de pensarlo largamente, había decidido que el cuchillo era la única forma viable. Era una faena hacerlo en casa de su amiga, pero no tenía tiempo de buscar otro sitio. No lo tuvo para nada, de hecho.

Y ahora ni siquiera había podido hacerlo.

Mientras él divagaba, Hans enjuagó el trapo y dio una última pasada a su cara.

-Levántate –dijo, sacudiendo la rodilla en la que se apoyaba Ray-. Y quítate ese trapo andrajoso.

Su voz sonaba grave y suave de repente. Menos como un padre aleccionador y más como… otra cosa. Él se puso en pie con dificultad, con la sensación de una mano helada estrujándole el estómago, y se despegó la camiseta. Inmediatamente después, Hans dejó su posición en el sillón con un crujido y su aliento acarició la nuca de Ray, erizándole todo el pelo del cuerpo. Al chico le sorprendió el contacto de algo cálido entre sus omoplatos. Su mecenas debía haberse dejado olvidado el trapo y el agua, sustituidos ahora por una mano que le agarró la base del cuello, en un apretón firme y autoritario.

-Siéntete afortunado, muchacho –escuchó, de forma apenas audible, aunque bien clara-. Porque te libré de una existencia penosa con el paquete de Erik. Porque después de la que has montado hoy podría haberte hecho pedazos igual que hice con él, y sin embargo aquí estás. Porque Jordan lleva meses queriendo romperte todos los dedos de las manos para que no puedas volver a tocar jamás ese dichoso violín y yo no se lo he permitido.

Una dedos aún húmedos buscaron los de Ray y tiraron hasta ponerlos a la altura de sus ojos. Él trató de imaginarlos retorcidos y rotos, intentando colocarse fútilmente en el mástil de su instrumento. La angustia formó una bola sólida en su garganta sólo de pensarlo.

Hans soltó su mano y se paseó por la pequeña colección de magulladuras que Jordan y el resto de matones se habían encargado de dejarle después de dejar el bajo de Ellie patas arriba. Allá donde pasaba dejaba un rastro húmedo, descendente.

-Tienes que aprender cuál es tu sitio aquí –silabeó. Su cuerpo se pegó al de Ray al rodearle la cintura (esta vez sí) con el brazo seco. El calor que le transmitió era envolvente. Agobiante.

Asfixiante.

-Pronto harán dos meses desde que viniste, ya va siendo de que asumas quién eres y cuál es tu único cometido en esta casa.

Ray quiso hacer algo cuando la mano mojada de Hans se aventuró por debajo de su pantalón; cualquier cosa. Probablemente escabullirse y deambular por las oscuras calles de Ámsterdam durante un par de días, como solía hacer con Erik. Pero ahora no podía. Hans lo retenía, y no sólo metafóricamente. Una mano sujetándole con firmeza el hombro, otra en su entrepierna, su aliento en la nuca. No podía huir, de ninguna manera.

Hans le acarició por debajo de la ropa interior y él separó los labios, aunque no llegó a emitir ningún sonido.

-Aun así… -la barba de su mecenas le rascó el cuello. El chico centró la mirada en el fuego en el hogar, hasta que pareció que todo el mundo se reducía al movimiento serpenteante de las llamas-, ¿cuántos tienes aún, dieciséis, diecisiete? Diecisiete, sí. Todavía eres lo bastante joven como para seguir siendo estúpido a veces.

Los dedos dentro de su pantalón abandonaron las caricias para rodearle con fuerza la polla. Él se estremeció e involuntariamente hizo ademán de escapar, y entonces Hans afianzó la mano de su hombro y lo empujó hacia atrás en un movimiento sorpresivo que lo hizo caer de espaldas al sillón.

El recipiente del agua se volcó en la alfombra, derramando todo su contenido sanguinolento.

La voz de Hans se clavó en su piel mejor que el filo del cuchillo.

-Pero el que sigas siendo estúpido todavía no quiere decir que no merezcas un correctivo.

Ray intentó incorporarse, pero el alemán fue más rápido de reflejos y se abalanzó sobre él, agarrándolo del cuello y clavándolo al respaldo.

-Ya estoy harto de este juego, ¿sabes? –siseó. Ray le respondió con una patada que Hans encajó casi sin inmutarse-. Ni se te ocurra intentar escurrir el bulto otra vez, muchacho.

De un tirón, le arrancó los pantalones; el chico se revolvió como pudo y volvió a sacudirle con la pierna en un lado del cuerpo, aunque lo único que consiguió fue que la mano en su cuello se cerrara a su alrededor con fuerza y que la que quedaba libre le levantara el pie con el que le había golpeado, dejándolo expuesto.

-No –jadeó él, apretando los dientes. Hans le dedicó una sonrisa torcida, y Ray pudo atisbar un segundo la fugaz visión del miembro venoso del alemán antes de que éste se hundiera en su cuerpo-. ¡Joder!

Se oyó gemir, un sonido inarticulado que pareció llenar la habitación, igual que la polla de Hans lo llenaba a él por dentro, dura como el acero. El dolor lo sacudió y paralizó en el sitio durante un instante en el que sintió relajarse ligeramente la presión de su cuello, incluso los dedos de su mecenas acariciándolo. Fue sólo un espejismo, claro está, porque la humillación de verse doblado como un muñeco de trapo lo hizo patalear de nuevo, y la mano de Hans volvió a ejercer automáticamente la presión férrea de antes. Sintió que se quedaba sin aire, al mismo tiempo que una nueva embestida hacía temblar al sillón y retorcerse a él, en una mezcla vergonzosa de dolor y placer.

-Siempre eligiendo la vía difícil… -barbotó Hans, remarcando cada palabra con golpes de cadera que, unidos a la falta de oxígeno, hacían ver a Ray luces brillantes detrás de los párpados-. ¿Es que nunca aprendes?

El otro intentó agarrarle el brazo que lo sujetaba contra el sofá y cerraba sus vías respiratorias, pero sólo logró hacerle un pequeño rasguño. El alemán lo penetraba con sacudidas secas y rápidas, sin detenerse, y él notó que se quedaba sin fuerzas. El mundo se emborronaba rápidamente a su alrededor mientras el dolor se convertía en una molestia sorda, sustituido por una sensación hormigueante y agradable. Demasiado agradable. Tembló, boqueando cada vez que Hans lo ensartaba, cada vez con más fuerza, haciendo que se le saltaran las lágrimas. Y esa sensación lo invadía y amenazaba con llenarlo y eliminar todo el dolor para ahogarlo en un deleite insoportable.

Y justo cuando todo se volvía oscuro y él sentía que no podía más, que iba a romperse en mil pedazos, algo caliente y viscoso se deslizó dentro de él y sobre su piel. La presión en su cuello desapareció y sus pulmones recibieron de golpe todo el aire que les había faltado, provocándole un débil espasmo de tos. Entre brumas, y sin poder moverse, medio vio cómo Hans se guardaba el pene en el pantalón, indolente, y le dedicaba una mirada condescendiente. Con una mano, rozó los restos de semen (su propia corrida) de su vientre y luego se los restregó por la cara.

-Sólo eres otra mascota, Raymond. Quizá un poco por encima de mis perros, pero una mascota a fin de cuentas. Y deberías estar agradecido de que te haga sentir cosas que jamás hubieras podido imaginar, de forma exclusiva. Pero claro, eres demasiado ególatra. Ególatra y cobarde.

Esto último lo dijo ya saliendo del salón, su voz lejana para Ray, que apenas acertó a oírlo llamar a Jordan para que se encargara de su sucio e ingrato juguete.

Me asfixio, pero no de este modo. Fue lo último que pensó, antes de sumirse en un sueño pesado y tempestuoso.

11.5

Un  gatito de resaca y una nota (Primera parte)

Es mediodía, y en el pequeño patio interior del Chat se solazan damas y caballeros distinguidos bajo la tibia luz de diciembre, que se cuela a través de la monstruosa cristalera del techo. Normalmente, cada uno de esos pedantes estaría regodeándose en la absurda banalidad de sus problemas, pero hoy tienen algo más interesante de lo que cuchichear, claro. Si los oigo desde aquí, maldita sea, y siento sus miradas clavándose en mi nuca y atravesándome. Queman como la luz del sol

¿Dónde quedaron esos magníficos modales de los que tanto alardeáis, snobs de pacotilla?

-Louis, ¿quieres hacer el favor de quitarte eso de la cabeza y sentarte derecho? Están mirándonos.

La voz de Chiara se eleva por encima de todos los cuchicheos, me trepana el cráneo y le pega una patada indolente a mi cerebro. Yo gruño sin despegar la cara de la mesita de madera, y me aprieto esa cosa (mi viejo abrigo recién rescatado) aún más contra la cabeza.

-Esa cosa es mi abrigo –replico, con voz pastosa. Tengo la lengua hecha un pan y la cabeza palpitante-. Esto es lo que quieren, espectáculo, ¿no? –Chiara resopla y yo me asomo por debajo del abrigo. El sol me fríe las retinas-. En cualquier caso, ¿por qué me echas la bronca a mí si el que está dejando la mesa llena de moco es él?

Enfrente de mí, Sacha se sacude bajo mi dedo acusador y, como para corroborar mis palabras, suelta un hipido y se sorbe ruidosamente la nariz. Tiene incluso peor aspecto que yo: su pelo platino –siempre impecablemente liso- muestra ahora su verdadera naturaleza, encrespado y salvaje; y parece un mapache resabiado, con ésas ojeras y los ojos irritados. Él también ha tenido una noche desastrosa. No hemos podido descifrar el noventa por ciento de sus balbuceos, pero la cosa tiene algo que ver con tropezarse y llenar de barro a una dama en la fiesta del Chat, y en particular con provocar la ira de herr. Por lo que cuentan las malas lenguas (esto es, la zorra de Anita y compañía), las cosas entre Sacha y Derek están algo tensas, de manera que encontrarse a su prostituto privado hecho unos zorros y completamente borracho sin su permiso debe haber crispado un poco más todavía a Monsieur Zimmerman. El aire desastrado que rodea a Sacha lo demuestra sin necesidad de más explicaciones.

Aun así, sigue habiendo algo encantador en la forma en que se restriega la nariz enrojecida antes de volver a prorrumpir en sollozos incoherentes.

Chiara me tira una horquilla a la cabeza.

-Ya la has fastidiado –me reprende, mientras le arroja de forma mecánica el vigésimo pañuelo de papel al rusito. Después me fulmina con la mirada. De nosotros tres, Chiara es la que mejor ha sobrevivido a la noche del desfase absurdo de Navidad. De hecho, asegura haberse largado derecha a la cama poco después de dejar su casa Sacha y yo. Y me lo creo, claro. No se me ocurren muchos más sitios en los que puedan haberle dejado ése chupetón del tamaño de Asia Menor que luce justo debajo de la oreja.

-Louis malo –solloza Sacha, e inmediatamente comienza a desbarrar, preguntándose qué demonios va a hacer si Derek no vuelve nunca más al Chat.

Chiara no parece hacerle mucho más caso del que lleva haciéndole toda la mañana. En lugar de eso, asiente y tira de mi abrigo con malevolencia. Cuando el sol me da de pleno en la cara, siento cómo mi cerebro empieza a fundirse.

-Sí, Louis malo y amargado –dice mientras, aunque sus labios fruncidos se relajan un tanto justo después, y alarga la mano para tocarme en un gesto consolador que suele dedicarle a menudo a Sacha-. Oye, por lo que sé, esta mañana Ray trabaja porque tiene un encargo especial de un cliente habitual. No va a saltárselo ni nada, como otras veces, así que deberías mover tu culo de vuelta a la habitación y dormir la mona hasta que cambies el chip de maricón menopáusico.

Ante eso, sacudo la cabeza. Sí, es cierto que mi protégé tiene trabajo extraordinario esta mañana; Ava se ha encargado de informarme de ello por busca (a las seis de la mañana, por cierto). Pero no es eso lo que me preocupa.

Me he despertado en la cama de Raymond, con la cabeza a punto de implosionar, mis recuerdos más tempranos de la noche anterior hechos pedacitos como un puzle irresoluto (el resto de la velada es una página en blanco), y una mancha sospechosa en la cara. Y todavía ahora sigo sin saber por qué me emborraché anoche.

No voy a deciros qué se me pasó por la cabeza en ese momento, porque ya tengo bastante con los cuchicheos que se escurren por los pasillos del Chat. Me ponen los pelos de punta.

-Es fácil decirlo –comienzo, cansado. Me pongo en pie con los ojos entrecerrados y hago un gesto obsceno a los tipos de la mesa más cercana, que se habían inclinado para no perderse un detalle de la conversación. Esto me costará otra bajada de sueldo, pero ¿y lo a gusto que acabo de quedarme?-. En fin. Si ninguno de los dos tenéis ni idea de si es verdad eso de que me pasé media noche en la Jaula travestido de Carmen Electra y con Raymond entre las piernas, creo que no tengo nada más que hacer aquí.

Y dicho esto, e ignorando los comentarios airados de los espectadores a los que acabo de agraviar, doy media vuelta sobre mis talones y desaparezco del patio.

Unas horas antes, barrio de Montparnasse.

Un insidioso teléfono sonando sin parar despierta a Édouard.

Él oye el tono retumbar en su apartamento vacío, enredado bocabajo en sus sábanas. Rezonga, y aprieta la cara contra la almohada hasta que salta el contestador y una voz femenina, distorsionada por el aparato, le llega desde el salón.

-Ed, soy Olivia. He visto que no estás por la oficina y tampoco hemos podido ponernos en contacto con el escritor, así que me preguntaba si algo fue mal con él. Sé que tenías algunos cambios que proponer en el manuscrito, y no tengo nada en contra de ellos, pero ya sabes lo sensibles que se ponen algunos escritores cuando se habla de modificar sus obras. Pero bueno, estoy segura de que habrás sabido manejar la situación… y, eh… Querría saber si ya has decidido algo acerca de lo de esta noche. Tenía el teléfono del sitio en la mano y… ya sabes cómo se pone ése restaurante si no reservas al menos antes de mediodía… En fin. ¿Podrías llamarme en cuanto oigas este mensaje? Te estaría muy agradecida…

El contestador pita, cortando la frase, y Édouard gruñe, todavía con la cara pegada a la almohada. Olivia, su editora jefe, es normalmente una mujer implacable en lo que se refiere al mundo editorial, pero con él parece descolocarse, perderse. A Édouard le sorprendió muy gratamente que una mujer del calibre de Olivia, atractiva e independiente, estuviera intentando llevárselo a la cama. Eso le hacía sentir importante al principio, empezó a incomodarle después, y ahora sólo le proporciona una culpabilidad constante. Y esa sensación le trae muy malos recuerdos.

Muy a su pesar, hace el esfuerzo de rodar en su cama, hasta que queda tumbado en el borde. El espejo dentro de su armario le devuelve una imagen desastrosa de sí mismo. En calzoncillos, ojeroso y con el pelo totalmente enredado y revuelto, Édouard se observa en el espejo un instante. Luego vuelve la vista y vuelve a refunfuñar al tiempo que se incorpora, sentándose en el borde del colchón. Está siendo egoísta y descuidado, pero lo último que le apetece es ir a la oficina a encararse con Olivia y decirle que dejó colgado a su escritor por perseguir a un fantasma de la adolescencia.

O un error. Un error, eso es.

Con algo de esfuerzo, se pone en pie y cierra el armario. Lo que sea con tal de no verse más reflejado en el espejo. Tratando de no pensar en nada, deja la habitación. Sus pies desnudos hacen un ruido sordo al golpear el suelo helado cuando camina hasta la cocina, todavía en penumbra. Mientras trastea con la cafetera, su madre enfurecida le espeta algo desde el teléfono. Él alcanza la lata de café con la perorata de la mujer de fondo. Como siempre, ha desconectado hace rato, y sólo oye un ruido sordo en alguna parte. Ya hace mucho que su madre lo atosiga con la misma cantinela y se sabe ya de memoria todos sus sermones.

Con movimientos mecánicos abre la nevera para encontrarse con un paraje desolador. Él frunce el ceño mientras olfatea un cartón de leche abierto.

-… disgusto. Todavía no puedo creerme que le dijeras esas cosas horribles a tu padre. Sólo quería ayudarte con Monsieur Lagard…

Édouard da el aprobado raspado al cartón, que deja junto a la cafetera, y se dispone a rebuscar en todos los armarios. La única rebanada de pan que queda, medio escondida detrás de unos envases vacíos, está tan dura que podría usarse perfectamente para cortar diamante. Él la vuelve a dejar donde está, suspirando, y se centra en la cafetera.

-… no te hemos criado para que te comportes como un engreído desconsiderado! Quizá Monsieur Lagard tenga razón y ese “amigo” tuyo también te lavó el…

El agua rompe a hervir. Édouard se sirve el café derramando gran parte sobre el fogón y se arrastra sin molestarse en buscar nada más para desayunar hacia el sofá. Hace tiempo que renovó todo el mobiliario del piso, pero eso… de eso no fue capaz de deshacerse.

Con la mente hecha un barullo, da un sorbo al café y deja inmediatamente la taza en la mesa auxiliar. Está asqueroso, como siempre.

-… volver con Monsieur Lagard. Por favor. Tu padre y yo sabemos que puedes cambiar. Tienes que entender que estás viviendo de forma equivocada. Sé que sigues intentando convencerte de que estás bien, pero no es así. Ese… ese tipo te ha convencido de algo que no eres. Estás torcido, Édouard. Estás torcido. Deja que…

Un pitido. Fin del mensaje. Otro pitido. Tiene un mensaje nuevo. Édouard alarga el brazo y desconecta el aparato.

Estás torcido.

Se frotó los ojos, y luego miró alrededor. La penumbra reina en el cuarto, pero la débil luz que se filtra por las cortinas cae sobre su apartamento diminuto y hecho polvo. Édouard lo observa todo en silencio.

Hace dos semanas que dejó de visitar a Monsieur Lagard. Había dicho cosas desagradables de Louis y… ¿qué sabía ése tío de Louis? Sólo era un don nadie que estaba cobrando una pasta a sus padres por intentar devolverlo a la normalidad. Le había costado tener una desagradable discusión con ellos, pero no quería volver a ver a ese impostor fracasado. Quería a Louis.

Pero Louis no lo quería a él.

Así que, ¿ahora qué?

Está tan perdido.

Despacio, recoge su abrigo, que la noche anterior había dejado abandonado en el respaldo del sofá. Y ahí sigue el sobrecito, dentro de uno de sus bolsillos. No lo ha soñado. Los remates dorados de la tarjeta que escondía el sobre relumbran en la penumbra de forma casi desafiante. Édouard no sabría decir en qué momento apareció aquello en su bolsillo, pero está seguro de que tuvo que ser anoche, poco después de su encuentro con Louis en el club.

Pensativo, da vueltas a la tarjeta entre los dedos. Se ha grabado a fuego en la memoria cada uno de los delicados trazos en tinta dorada, pero aun así la desdobla y vuelve a leer la impecable caligrafía con avidez.

20:30, mañana en la Sala Azul del Groupe Partouche. Venga solo. Por lo que sé, el asunto a tratar puede serle de alto interés.

Atte.

G.M.

 

 

Él se muerde el labio y deja la nota a un lado, las palabras llenas de florituras rondándole la cabeza. Entonces alarga el brazo y recoge algo que dejó sobre la mesa la noche anterior. El pliegue de papel, que también estaba dentro del sobre que alguien se había encargado de hacer aparecer en su abrigo, pesaba horriblemente entre sus dedos. Aquí está el quid de la cuestión, que él desdobla con cuidado.

La fotografía se despliega ante sus ojos por segunda vez, y la imagen medio difusa de Louis bajo la lluvia torrencial lo golpea. El desliza el pulgar, con la uña mordisqueada, sobre la cara enfurruñada del rubio. Y aunque a su lado está ese tipo odioso del bar, no puede evitar una dolorosa y al mismo tiempo agradable punzada en el pecho.

¿Qué es esto? ¿Una amenaza? ¿En qué está metido, para que alguien le cite a él en un exclusivo casino de París?

Casi de casualidad, recuerda la frase del acompañante de Louis en La Madriguera: No sería mucho más rico de lo que soy ahora…

Rico.

¿Estaría aquel tipo tan desagradable en algún asunto turbio? ¿Mafias? ¿Drogas?

Édouard no quiere pensarlo, pero ahí está el sobre, con su contenido esparcido por la mesa como los restos de algún sacrificio ritual.

Ocho y media en el Groupe Partouche.

Ven solo.

Un tirón de adrenalina y temor le sube por la garganta cuando deja a un lado la foto y, olvidando las hirientes palabras de su madre, consulta el reloj.

Todavía tiene veinte minutos. Si coge el metro quizá llegue al casino.

Clavado en el asiento, la fugaz tentación de volver a la cama y olvidarse de todo cruza su cerebro, pero entonces recuerda a su padre volviéndole la cara y negándose a hablar con él, a su madre atestándole de mensajes incendiarios el contestador, al impresentable de Monsieur Lagard, que tiene la desfachatez de autodeclararse médico.

Aun así, y a pesar de estar luchando desesperadamente por encasquetarse la primera camisa que ha visto, antes de salir por la puerta necesita detenerse un para enterrar la cara en el sofá, sólo un instante. Y como de costumbre, no puede evitar sentirse decepcionado.

Ni siquiera en el viejo mueble lleno de muelles sueltos queda nada ya de Louis.

Los pasillos del primer nivel de la Jaula están muy tranquilos (más de lo normal), y me alegra no toparme con nadie de camino al cuarto de mi protégé. Mi resaca de esta mañana se ha convertido en una migraña terrible, y lo último que me apetece ahora es encontrarme con otro millonario aburrido y con ganas de carne fresca que se interese por la orgía sado que -se supone- se celebró en mi cuarto anoche.

Me molestaría tener que admitir que ni yo tengo ni idea de si realmente eso tuvo lugar.

Refunfuño entre dientes. No me apetece nada encararme ahora con Raymond y darme de bruces con esa maldita sonrisa suficiente suya, pero no tengo más remedio que hacerlo. Por más que he preguntado por ahí, por más que he luchado por sacar algo de mi  memoria, todos mis recuerdos de anoche se reducen a unos tristes retazos de la fiesta de Chiara. Y eso, si os soy sincero, no saber qué hice con mi vida ayer me inquieta un poco.

En realidad, me pone los pelos de punta.

Llego al minúsculo pasillito lateral en el que está encajada la habitación de Ray, cada segundo que pasa de peor humor y nefasto dolor de cabeza.

Aunque un estruendo y una exclamación ahogada provenientes del cuarto de mi protégé  pronto consiguen arrancarme parcialmente de la mente lo que estaba pensando.

No sé por qué, pero con el ruido de pronto me asalta un mal presentimiento, y sin recapacitar mucho lo que hago, acciono el picaporte de la primera puerta que se me pone a tiro para precipitarme dentro del cuartito equivocado. Y lo primero que veo nada más entrar en la habitación de voyeurs es  impactante, tanto que me quedo parado de pie en mitad de la estancia, la cabeza torcida como haría Sacha y una expresión estúpida en la cara…

Lo que estoy viendo es desconcertante y algo alarmante a un tiempo.

Desconcertante, porque mi protégé acaba de estampar contra el cristal a un tipo grande como un armario empotrado, dos cabezas más alto que él. Y alarmante, porque ese señor tan enorme al que está sujetando de la pechera tiene toda la pinta de ser su cliente.

Debería hacer algo. Debería hacerlo ahora mismo, pero entonces oigo sus voces a través del telefonillo de la pared, que con el golpe debe de haberse descolgado, y mi primer impulso es quedarme quieto y escuchar…

-¿Crees que es divertido? –está diciendo mi protégé, con la cara a escasos centímetros de la de su víctima, un hombre alto y moreno que no se mueve un ápice. Yo agarro el telefonillo y me lo llevo a la oreja, y ahora sí, la voz de Raymond es perfectamente audible-. ¿Crees que con tu juego de detectives vas a salvar a un pobre puto como yo, Maidlow? ¿O a lo mejor lo único que buscas es tratar de demostrarle al mundo que no quieres ser el típico pijo malcriado y podrido de pasta? –el tal Maidlow tensa la mandíbula, pero no se mueve un centímetro. Desde aquí atrás no puedo verle la cara, pero no parece realmente asustado, ni siquiera enfadado.

Curioso.

-Ray, te equivocas, yo…

Mi protégé vuelve a golpearlo contra el vidrio, sobresaltándonos a los dos. Él tampoco tiene pinta de estar irritado, pero muestra una expresión extraña, sin esa sonrisa odiosa suya, como si estuviera aburrido de todo. Ahora que lo veo de cerca, me doy cuenta de que tiene el labio partido y un ojo rodeado de una aureola púrpura.

Qué has hecho ahora, maldita sea.

-Me aburres, Maidlow –continúa el prostituto, y sin dar lugar a que su cliente, nervioso de repente, llegue a decir nada, le golpea suavemente el pecho con el dorso de la mano y le da la espalda, soltándolo-. No hace falta que vuelvas a venir el mes que viene. Byebye, Excelencia.

El otro tipo se endereza bruscamente y se pasa una mano por el pelo oscuro, para enseguida restregarse la cara. Sus palabras resuenan en mis oídos un poco temblorosas, desesperadas.

-No puedes hacer eso.

Ray, que estaba a medio camino de ir a alguna parte en la habitación, se detiene. Con las manos en los bolsillos y casi sin volverse, le dedica a su cliente una mueca sesgada, como el filo de una cimitarra.

Es una sonrisa algo desagradable.

-Me pregunto qué diría Ava si descubriera que uno de sus clientes más fieles lo es sólo porque está enamorado de uno de sus trabajadores –dice, arrastrando las palabras y haciendo un gesto difícil de clasificar con una mano. Yo me quedo congelado. Su interlocutor, mudo -. ¿Cuántas normas de vuestro contrato infringe eso, eh, Excelencia? Porque eso es lo que os hace firmar a todos Ava Strauss, ¿verdad? Tres condiciones de servicio inquebrantables. Las recuerda, ¿verdad, caballero?

Espera, ¿qué?

Maidlow respira con fuerza. Es un sonido áspero en el telefonillo. Yo contengo el aliento.

Ya no sé muy bien por qué había venido. Pero no importa.

Estúpida curiosidad de escritor. Estúpida y sensual curiosidad.

-Raymond…

-¿La recuerdas, Gareth?

El tipo cierra la boca, aprieta y afloja los puños, y tras lo que parece una ardua lucha interna, asiente, los dientes apretados. Entonces, mi protégé vuelve a sonreír, y me parece que mueve los labios, pero el telefonillo no capta nada, así que supongo que lo he imaginado. Con pasos sinuosos, lo veo sortear la cama y desaparecer tras unas cortinas; y para cuando vuelvo la vista hacia atrás, buscando a su cliente, me sorprende darme cuenta de que el tipo se ha esfumado del cuarto como el humo.

¿Qué cojones…?

Frustrado, vuelvo a arrojar mi cuerpo contra la puerta, y, aunque cuando salgo al pasillo tampoco veo ningún rastro del tipo, puedo oír sus pasos apresurándose escaleras arribas.

Genial. Por lo menos no me estoy volviendo loco.

Suspiro. Mi cabeza me está matando, y el pensar en que probablemente ahora tenga que subir al despacho de Ava a reportar el incidente que acabo de presenciar me pone enfermo. Por suerte –o por desgracia-, justo cuando estoy a punto de arrastrarme arriba de nuevo, un sonido proveniente del cuarto de Raymond me clava en el sitio.

Parece música.

Sinceramente, tengo la cabeza como si se celebrara dentro un guateque de monos con rabia, y no me apetece lidiar con Ava y sus condiciones de servicio, así que, sin detenerme a pensarlo mucho, abro con cuidado la puerta entreabierta de la habitación. Nunca he estado dentro, pero (y aunque me cueste admitirlo) he pasado demasiados días acurrucado en la sala para voyeurs, estudiando los movimientos de mi protégé, así que las formas oscuras del cuarto me resultan familiares. Aun así, el ambiente denso, cargado de sexo que se respira entre estas cuatro paredes es algo totalmente nuevo para mí. Frotándome la sien, intento no empaparme demasiado en ello y sorteo elementos anodinos de mobiliario, siguiendo la fuente del sonido.

Desde luego, es música.

Detrás de la cama, y cubierta por un grueso cortinaje púrpura, hay una puerta imposible de ver desde el otro cuarto. La madera es oscura, sin vetas apenas, muy bien pulida, un trabajo muy decente de algún buen ebanista. Yo, plantado delante, suspiro, me pellizco el entrecejo. Y acciono el picaporte.

Nada más abrir la puerta, la música se cuela por el vano y me golpea con la fuerza suficiente como para dejarme totalmente atontado, de pie entre una y otra habitación, al tiempo que un fogonazo de luz blanca termina de dejarme ciego y hace puré mis maltratadas pupilas.

Mis ojos tardan un par de segundos en acostumbrarse al foco de luz, proveniente de una lámpara tirada en un rincón del pequeño cuarto al que acabo de entrar, y cuando lo hacen puedo distinguir las formas irregulares de unos estantes atestados que cubren el noventa por ciento de las paredes. Hay discos, de un gusto tan ecléctico que resulta extraño (Ravel y Hendrix comparten estantería), y efectos personales igual de variados. Al dar un paso, el suelo alfombrado de folios arrugados se hunde un poco bajo mis pies, y veo dos, tres guitarras bien protegidas en sus fundas, además de algo dentro de una carcasa que parece ser un saxofón. Y, en el mismo centro, está mi protégé.

Yo me quedo muy quieto.

El piano de cola ocupa una cantidad ridícula de espacio en el cuartito, pero a Raymond, descamisado en la banqueta, no parece provocarle ninguna claustrofobia. Lo confirma la forma apenas perceptible en que mueve la cabeza con cada cambio de acorde; el movimiento ondulante y relajado de los músculos de sus hombros bajo la piel, sincronizado con la cadencia perfecta de la composición. Ni siquiera parece percatarse de que tiene un espectador improvisado, de modo que sus dedos siguen deslizándose sobre las teclas de forma ininterrumpida, regalándome una interpretación privada de música impresionista.

Aunque la pieza me resulta vagamente familiar, no me esfuerzo en recordar el nombre. Simplemente me limito a apoyarme con discreción en el marco de la puerta y a escuchar.

Y es extraño, porque por un fugaz instante siento lo más parecido a la catarsis desde que llegué al Chat, pero cuando Raymond termina la pieza y empieza a tocar otra cosa, lenta y suave, algo parecido a una bola de incomodidad empieza a subirme por la garganta. No sabría decir muy bien por qué. Supongo que tendrá que ver con haber irrumpido de pronto en lo que parece el único y verdadero espacio privado de mi protégé, aquel no contaminado por la presencia de clientes molestos y su trabajo, y que a mí me deja un poco fuera de lugar. O quizá sea algo más profundo, relacionado con la desconcertante delicadeza con la que pulsa las teclas, que no se corresponde muy bien con esa sonrisa extraña y ácida que le dedicó, minutos antes, a aquel hombre. Realmente, la forma en la que se inclina, absorto, sobre el instrumento no encaja con ninguna faceta de su desgraciado carácter.

Por algún motivo, me produce inquietud el no saber si puedo seguir encajándolo ya dentro del marco de bastardo insensible.

-Estúpido Raymond –gruño, en un acceso de enfado, lo que provoca que la música se corte abruptamente en su punto álgido, y la cabeza del prostituto se vuelve hacia mí con una leve expresión de sorpresa, que a mí se me antoja muy graciosa.

Ja. Ahora sabes lo que se siente.

Es una pena que se recomponga tan pronto y recupere al momento su media sonrisa, una ceja arqueada, mientras apoya un codo en su instrumento.

-Louis, Louis –ronronea, y yo noto cómo se me eriza el pelo de la nuca al oír mi nombre en su boca. No es algo que ocurra muy a menudo. El diez por ciento de las veces que necesita llamarme, de hecho-. Si querías un concierto para ti solito sólo tenías que pedírmelo, no era necesario cometer allanamiento de morada.

-No había ningún cartelito en la puerta que rezara “no molesten”, en grande –replico yo mordaz, cruzándome de brazos.

Él me mira a través del flequillo revuelto, al que la luz blanca arranca destellos rojizos.

-En el cuarto de mirones de aquí al lado sí que lo hay, y no ha sido ningún impedimento para que te cueles allí cada vez que alguien tiene que follarme en este nivel –casualmente, es decir esto y yo me atraganto con mi propia saliva, prorrumpiendo en una tos ridícula. Ray se encoge de hombros, con una mueca victoriosa, y se aparta el pelo de la cara-. Estás hecho una mierda.

No pareces muy disgustado al respecto.

Yo abro la boca, dispuesto a hacer un comentario mordaz acerca de su propia cara, pero entonces me topo con su ojo morado y el labio partido, y me muerdo la lengua a regañadientes.

Raymond tiene muchos clientes, y algunos de ellos con gustos muy extraños, pero la discusión que acabo de presenciar no tenía nada de sexual. Al entrar en el cuarto para voyeurs he tenido la sensación de estar interrumpiendo algo ajeno por completo al Chat. Un momento… ¿íntimo? ¿Privado? (y mejor no hablar de ése rollo de las condiciones). No sé, no tengo ni idea. Pero estoy seguro que lo único que voy a conseguir arrojándoselo a Ray a la cara es que se cierre en banda y me pierda una información valiosísima, así que supongo que tendré que indagar por ahí si quiero saber algo de su Excelencia Maidlow, el cliente enamorado.

Por otro lado, no sé si me gustaría saber qué hay debajo de todo esto.

-Anoche fue algo salvaje, al parecer –mascullo simplemente, volviendo de paso al motivo principal de mi visita. Respiro y me subo las gafas de pasta sobre el puente de la nariz. Al final, sin poder contenerme, añado, de forma un poco vaga:-. Aunque parece que no soy el único que ha tenido un día movido.

Ray me estudia con ésa leve tensión en los hombros y el cuello (como un gran felino a punto de saltar y desaparecer en las sombras), tan típica de él. Después se lleva una mano al ojo hinchado, vuelve a encogerse de hombros y me dedica una sonrisa lobuna.

-Mereció la pena -hay algo en su voz que me provoca un escalofrío de desconfianza. Aunque… ¿cuándo no lo hace? No obstante, antes de que su tonito cale en mí, continúa:-. Ven, gatito.

Reforzando la invitación, da una palmada en la banqueta, a su lado, y vuelve a sonreírme, aunque esta vez no parece que vaya a devorarme. Con cautela, me adentro lentamente en territorio desconocido, y me siento junto a él, hombro con hombro, el cuero de la banqueta crujiendo con mi peso.

Y al volver la cara hacia mi protégé, me lo encuentro mirándome fijamente, con una mueca rara plantada en la cara.

-¿Qué?

-Tus gafas.

En un acto reflejo, producto de tantos años haciendo el mismo gesto, levanto un dedo para subírmelas y la mueca de Raymond se ensancha hasta convertirse en una sonrisilla insidiosa.

-¿Qué les pasa?

Te estás ganando una paliza.

-No sabía que llevaras gafas –y mientras dice esto intenta tocármelas, a lo que yo respondo haciendo un aspaviento absurdamente exagerado al aire-. Son graciosas.

-No tienen nada de gracioso –bufo.

-Sí. Pareces un modernillo intelectual. Déjame tocarlas.

-N-no, ¿para qué? ¡Estate quieto, vas a llenarme los cristales de huellas!

Ray me agarra de las muñecas, yo me retuerzo como una comadreja herida, y al final terminamos dando con nuestros huesos en el suelo, levantando una nube de papeles a nuestro paso y rodando hasta chocar contra una estatería, que se balancea peligrosamente. Estoy forcejeando con él cuando de repente se las apaña para sentarse encima de mí, y me hunde los dedos en un costado.

Es como si hubiera abierto las compuertas de una presa. La risa se me escapa de golpe, a borbotones, pero ello sólo parece arengar a mi protégé, que desconoce el significado de la palabra piedad y no deja de pellizcarme justo debajo de las costillas. Yo me sacudo riéndome como un histérico, intento arrastrarme lejos, suplico con voz ahogada y las lágrimas escociéndome en los ojos.

-JAJAJA… P-para… JAJA… ¡PARA, HIJO DE… DE UNA HIENA! JAJAJAJA…

Raymond parece un niño con un juguete nuevo (o un niño loco quemando hormigas con una lupa). La verdad, pocas veces lo he visto tan satisfecho, aunque la diversión se le acaba cuando comenta en voz alta lo sorprendido que está por acabar de descubrir mi capacidad para reír y yo lo recompenso con un cabezazo en la frente.

Después de haberle reventado el cráneo, Ray se aleja un poco haciendo la croqueta y me observa desde una distancia segura, todavía con un atisbo de sonrisa en la cara. Yo me quedo tirado bocarriba mientras me enjugo las lágrimas, con un dolor sordo en la tripa.

-Te pones muy guapo cuando te ríes, gatito.

Ojalá te muerda el rabo un mapache rabioso.

-Muérete, Raymond.

Mi protégé ladra una carcajada.

-Algún día -dice. Yo tuerzo la cara hacia él (sólo después de haber esperado a que ésta dejara de arderme de vergüenza). Tendido de lado, se relame muy despacio.

Con la luz de la lámpara caída incidiendo sobre su cuerpo, parece una pantera al sol.

-Si vuelves a hacer eso seré yo mismo el que ponga tu cabeza en una pica.

-Bueno, ha servido para distraerte… -Ray se lleva una mano a la boca, como sorprendido de su torpeza, pero puedo ver las comisuras de sus labios arqueadas entre sus dedos-. Ups.

Me incorporo de golpe, haciendo caso omiso a mi estómago dolorido.

¿Qué?

-¿Cómo, distraído? Un momento. Un momento –al prostituto le brillan los ojos de forma malévola, y yo no puedo evitar que el corazón de me suba a la garganta-. Estabas ahí, ¿verdad? Estabas en el maldito pub.

Vodka y algo más amargo descendiendo por mi garganta. Recuerdo a Raymond arrojándose sobre mí, en el sofá, con aquella mirada de depredador ardiendo bajo los focos. Pero…

-¿Por qué estabas ahí? -casi rujo-. ¿Por qué precisamente ayer? ¿Qué hiciste conmigo, desgraciado?

-Trabajo, gatito. Estaba en La Madriguera por trabajo, igual que ese tío…

Yo me quedo muy quieto un segundo.

No. No, no, no.

-¿Quién, Raymond? -farfullo, presa de un repentino y terrible temor-. ¿Qué tío?

Mi protégé tuerce un poco la cabeza y me estudia en silencio durante un segundo de cavilación en el que mis manos empiezan a temblar como aquel primer día en el despacho de Ava Strauss. No sé por qué, será la tensión, pero en un momento da la sensación de que su boca se tuerce en lo que parece un gesto de arrepentimiento.

-Ése hombre tan irritante -comienza, despacio, casi como si me tentara-. Un pelele que decía que estaba en La Madriguera por negocios (en La Madriguera, ya ves), y…

Nunca llegará a terminar la frase. Con un grito de guerra, me abalanzo sobre él y comenzamos a rodar de nuevo por la alfombra de papeles, aunque esta vez arramblando con todo lo que se cruza en nuestro camino, en un lío de brazos y piernas.

-¡Bastardo egoísta! -le increpo, cuando consigo aplastarlo contra el suelo, debajo de mí-. ¡Has destruido cualquier remota oportunidad que ése editor podría haberme brindado para salir de este agujero!

Ray bufa, un sonido parecido a una risa áspera, y me aparta de un zarpazo. Al caer de espaldas derribo un montón de discos compactos apilados contra un muro, y él aprovecha para sujetarme por los hombros.

-¿Editor? –dice, enseñándome los dientes-. Parecía más bien un exnovio celoso.

Le asesto un rodillazo, volvemos a rodar, y al golpear una estantería algo se tambalea y cae con estrépito a nuestro lado. Hasta que vuelvo a estar otra vez arriba…

-Estás loco. Como una puta regadera.

… y debajo de nuevo.

-Qué irascible, gatito.

Furioso, intento volver a quitármelo de encima, pero esta vez mi protégé es más rápido y me sujeta los brazos contra el pecho, inclinándose sobre mí para ayudarse de toda la fuerza de su cuerpo. Yo gruño, me sacudo, vuelvo a gruñir, aunque (y a pesar del barullo iracundo de mi cabeza), pronto comprendo que no voy a poder asesinarlo ahora mismo, y dejo de resistirme. Después de eso, hay un instante de tensa calma, rota solamente por nuestras respiraciones irregulares y el latido galopante de mi corazón en mis oídos.

-Te odio.

-No decías lo mismo anoche, con mi polla en la boca.

Al oír eso, el cerebro me da otro chispazo. La nieve helada bajo mis rodillas. Y el rabo de Raymond en mi cara.

Te mataré. Te mataré, te mataré, te mataré.

-Juro que cuando menos te lo esperes, yo te…

La lengua del prostituto en mi boca ahoga mi sentencia de muerte para siempre. Se queda ahí más tiempo del que me gustaría, acariciando la mía, la parte delantera de mis dientes, mis labios, y desaparece tras dejar un rastro húmedo en ellos.

-… te mataré.

-Lo siento.

Yo, que tenía la boca abierta, preparada para indicarle cómo iba  a hacerle picadillo y venderlo a una hamburguesería de Rivoli, me quedo paralizado, con la mandíbula desencajada. Ray, todavía sujetando mis brazos cruzados, me mira a los ojos con expresión genuina de no haber roto un plato, su cara a centímetros de la mía. Y yo estoy a punto de creerle, sólo a punto.

Porque entonces sus labios vuelven a torcerse irremediablemente.

-Pero estabas muy sexy con mi piercing entre los dientes.

Y me dedica una sonrisa amplia y torcida mientras me suelta y comienza a deslizarse hacia abajo, por mi pecho.

Yo durante un breve instante no sé si reír o llorar. Cierro los ojos, respiro hondo.

-Como una puta cabra –resoplo al fin, decantándome por lo primero, y puedo sentir la mueca de Raymond contra mi ombligo-. Y lo peor es que me estás volviendo loco a mí también.

-¿En qué sentido, gatito? –pregunta él, aparentemente complacido al oírme reír como un desequilibrado mental-. No te estarás enamorando, ¿eh? –añade, burlón, y a mí me da todavía más risa oír aquello, un ataque del que me cuesta un rato recuperar el aliento.

-A lo mejor –oigo chasquear mi bragueta y Ray se queda quieto. Yo me incorporo, apoyándome en los codos para verlo mejor entre mis piernas, los ojos verdes reluciendo bajo su flequillo desgreñado, igual que un gato pillado in fraganti con la zarpa dentro de la pecera. Me hace gracia ver que algunas cosas no han cambiado desde mi primera noche en el Chat Bleu, y él sigue intentando meterse en mis pantalones. La cosa es que, si bien la primera vez tuve que contener el impulso de arrojarlo por la ventana, ahora no me molesto en retener la mano que se afianza sobre la cabeza de mi protégé y lo guía sutilmente hacia mi entrepierna-, necesito un empujón para decirte con certeza.

Hay un punto ronco y grave en mi voz que me asusta un poco.

Quizá si me esté volviendo un poco loco, al fin y al cabo.

En respuesta, Ray me saca la polla del pantalón, que está oportunamente morcillona. Sus dedos la descapullan con ternura, lo que me provoca un escalofrío eléctrico que me trepa vértebra a vértebra por la columna, y cuando él apoya los labios de forma casi imperceptible en la punta húmeda, noto con perfecta claridad cómo se me eriza uno a uno todo el pelo del cuerpo.

-¿Eres así de lento con todos tus clientes y no se te duermen? –gruño, a pesar de todo, y él se pasa un momento la lengua por delante de los dientes.

-Sólo estoy haciéndote lo mismo que tú a mí –arrulla.

-Yo no soy tan maricón chupando pollas.

-Pues parecía que te gustaba bastante.

Y sin dejarme un minuto para contestar, empieza a lamerme desde la misma base, con todo el pedazo de carne pegado a la cara, y procura no dejarse ni un milímetro por el que pasar su lengua insolente, que quema sobre mi piel. Yo dejo escapar un sonido estrangulado, él vuelve a llegar al capullo. Lo rodea lentamente con la punta antes de separarse de mí, dejando únicamente un hilillo de saliva conectado entre los dos.

-Parecía que no era la primera que te llevabas a la boca, gatito.

-Aw, ¿estás celoso? –jadeo, y, con un movimiento seco de cadera, le golpeo en la mejilla, lo que le deja una marca brillante y pegajosa.

Él chasca la lengua, y vuelve a atrapar mi rabo entre los labios, aunque esta vez se aventura a ir más allá. Mucho más. De hecho, se lo traga entero, hasta rozar mi cuerpo con la nariz, y aun así, sus ojos siguen clavados en los míos. Tentándome.

Yo le sostengo la mirada, pero no puedo evitar despegar los labios en un gemido mudo. El color oscuro de los labios de mi protégé se me queda grabado en las retinas por alguna razón.

A partir de ahí, todo se vuelve un poco confuso en mi cabeza. Sus yemas acariciándome las caderas (en círculos), los labios envolviendo mi polla (dentro y fuera), mi dedos aferrándole el cabello y dictando el ritmo (arriba y abajo). Me escucho gemir primero su nombre (mis dedos casi haciendo surcos en la madera), insultarlo a voz en grito después (mientras me estira del frenillo con los dientes). Y ésos ojos del color del anticongelante hundiéndose en mi piel en todo momento, dejando una marca indeleble.

Puede que esto debiera aterrorizarme, pero, sinceramente, prefiero levantar las caderas y hundirle a Raymond mi polla en la garganta hasta descargar dentro de su cuerpo.

Ahora reconozco la música.

El cigarrillo cuelga de los labios todavía enrojecidos de Ray y asciende hasta el techo en volutas azuladas. Yo sigo su movimiento sinuoso desde la banqueta, mi hombro pegado al del otro otra vez en la banqueta.

Como si nada hubiera ocurrido.

-Así que, ¿estás enamorado de mí, Louis?

Por primera vez, Raymond no me mira. Está pendiente del movimiento de sus dedos sobre el teclado, aunque estoy seguro de que no le hace falta hacerlo. Yo dejo escapar una risa ronca.

-Ni aunque fueras el último hombre sobre la faz del planeta ni en todos los confines del universo conocido y desconocido. Ni aunque tuviera el cañón de un revólver en la nuca y la vida de un montón de cachorritos estuviera en mis manos. Ni aunque una catástrofe nuclear dependiera de ello. Ni lo estoy ni lo estaré. Jamás.

Él suelta un sonido de satisfacción que parece fundirse perfectamente con la música y continúa tocando. Las notas son largas, el tempo, lento. Pronto me noto entumecido y adormecido. Es una sensación agradable, a mi pesar.

-No sabía que tocaras el piano también –me sincero, y entonces se me escapa un elogio:-. Eres demasiado bueno para ser puto.

-Te sorprendería saber la cantidad de cosas que no sabes de mí.

Cierto.

– Pues deberías recompensarme por haberte aprovechado de mí estando borracho.

-Ya he dicho que lo siento, gatito.

-Ya. Buen intento, Raymond.

La música cesa con un par de notas apenas audibles. Ray me mira de reojo, se relame los restos de mi corrida y se encoge de hombros.

-Sí, fue un buen intento. Pero no me digas que al final no mereció la pena.

Y vuelve a enseñarme los dientes.

12

Interludio: Cera caliente

-No es verdad.

-Sí que lo es.

-No.

-Sí.

-¡No me lo creo!

Chiara hace un gesto exasperado y vuelve a ponerse a hojear su libro de texto. Sacha, sentado delante de ella entre los cojines del sillón en su cuarto del nivel 1 de la Jaula, se cruza de brazos, mira a su amiga, se revuelve en el sitio. Después de un insoportable silencio, abre la boca de nuevo, pero entonces su mirada se cruza con el cuerpo apolíneo de una escultura de Praxíteles en los apuntes de Chiara, y se queda un poco pillado un instante. Chiara, por su parte, pasa la hoja y sigue apuntando cosas con su letra pequeña y apretada hasta que su compañero no puede soportarlo más y, tras un brevísimo instante de duda, se inclina sobre ella y gimotea, agobiado:

-¿Por qué lo piensas?

El cuaderno de apuntes de la recepcionista se cierra con un golpe funesto.

-¿No lo ves? Pasa media vida aquí, en la habitación de los mirones, escribiendo como un condenado en ese cuaderno que no deja ver a nadie –con una mueca, Chiara arroja sus apuntes a un lado y le dedica una mirada condescendiente a Sacha-. Sólo faltaba que lo estuviera llenando de corazoncitos para parecer una colegiala hormonada.

-Pero… envió su novela a aquel editor…

-Te equivocas, YO le envié esa novela que tenía ahí aparcada. Pero eso no tiene que ver con la libreta que lleva a todas partes. Está escribiendo otra cosa como si no hubiera un mañana, no sé qué, y creo que ya ha elegido a su muso.

Sacha frunce el ceño, abrazado a un cojín casi tan grande como él.

-¿Y qué quiere decir eso?

-Quiere decir que el lobo feroz te está quitando a tu caperucita, abuelita –replica ella, para horror del ruso-. Oh, vamos, ya lo viste el día del resacón: bajó a la Jaula con pintas de ir a hacerse una estola con la piel de Raymond y salió de allí como si se hubiera chutado un camión de prozac, diciendo que tenía que llamar a la editorial para decirles que ahora tiene otro proyecto entre manos. Estoy segura de que Ray le metió la inspiración a base de…

Chiara todavía tiene tiempo de farfullar esa última y terrible palabra, pero el cojín que abrazaba Sacha acaba de impactar en su cara y ahoga el término. Y aunque ella consigue devolvérselo (incrustándoselo en la cara también, por supuesto) no llega a oír la respuesta de su amigo, interrumpida por unos suaves toques en la puerta que los congelan en el sitio.

Sin esperar respuesta, la persona al otro lado acciona el picaporte, y la figura casi regia de Ava Strauss aparece en el umbral, arqueando inmediatamente una ceja a su secretaria, sentada en el regazo de Aleksandr y embutiéndole el cojín en la boca.

-¿Es que nadie trabaja en este maldito hotel?

-Ha empezado él –dice al punto la italiana, y cuando la espalda de Ava se vuelve rígida (y la temperatura del cuarto parece descender diez grados), Chiara se levanta como activada por un resorte y sale disparada por la puerta, no sin antes articular un silencioso “te lo dije” a su amigo.

Sacha la ve marcharse en dirección a recepción con la boca abierta, su cerebro tratando de ponerse al mismo ritmo de la sucesión de los acontecimientos. No obstante, cuando es verdaderamente consciente de la presencia de la dueña del Chat Bleu en su puerta, algo frío y viscoso parece empeñarse por abrirse paso garganta abajo.

Ava Strauss jamás hace acto de presencia en la Jaula. Y menos con esa expresión derrotada.

-Necesito que vengas a mi despacho un momento, Aleksandr –dice, y hay algo en su voz que pone los pelos de punta. Más que nada porque ni siquiera parece ni un poquito enfadada-. Derek ha vuelto al Chat

Sacha está aterrorizado.

El despacho de Ava –demasiado pequeño, demasiado oscuro-, es un lugar que ningún trabajador del Chat desea visitar jamás. La relación despacho/a-la-jodida-calle es tan estrecha que siempre es mejor mantenerse alejado de él, al menos si no quieres recibir una patada en el culo que te saque fuera del umbral del club y con la que dar con tus huesos en la fría acera. El ruso, no obstante, debería haber previsto esta visita.

Desde que Derek Zimmermann lo viera entrar borracho y mojado en su cuarto, y después de que el alemán le dijera con voz gélida aquellas cosas tan terribles (que todavía traen lágrimas a los ojos de Sacha al recordarlas), su amo se había dirigido al tan temido despacho para anunciarle a Ava que tomaría medidas al respecto. Aleksandr, al que se le había pasado la borrachera de un plumazo, pasó la noche en vela después de aquello, temiendo que su jefa apareciera de un momento a otro con una carta de despido en la mano, pero eso no ocurrió. Tres días han pasado desde aquel fatídico día, y Sacha casi se había hecho a la idea de que había salido airoso del incidente.

Hasta ahora.

-He hecho lo posible por arreglar la situación y evitar que Derek corte con nuestro acuerdo –está diciendo Ava, de brazos cruzados en mitad del corredor que lleva a su centro de operaciones. Sacha no puede concentrarse en lo que se le dice. Su mirada tiene a desviarse una y otra vez hacia esa puerta. Tras ella espera un herr enfadado que está dispuesto a arrancarlo del Chat, de su vida. Él tiembla-. Eso es todo lo que estaba en mi mano. Lo que ocurrió la otra noche… supongo que ha sido la gota que ha colmado el vaso… ¡Aleksandr, por el amor de dios, escúchame! No quiero tener que echarte del club. De verdad que no quiero. Así que intenta relajarte y colabora conmigo, ¿entendido?

Al oír esto último, el ruso se vuelve para mirarla. Ava Strauss no es una mujer que se suela prodigar en palabras bonitas, y el detalle de admitir que ha intentado evitar tener que despedirlo hace que a Sacha se le empiecen a poner vidriosos los ojillos.

Ella suspira, se pasa una mano por la cara, agarra a Sacha del hombro, lo empuja hasta la puerta, y, justo antes de abrirla y lanzarse con él a la jaula del tigre, le pide:

-Haznos un favor a los dos e intenta congraciarte con él de nuevo.

Sacha asiente, aunque en cuanto ve la figura imponente de herr Zimmermann, de espaldas a ellos en uno de los sillones del cuarto, el corazón empieza a palpitarle muy deprisa y comienza a sentirse mareado, tanto que Ava casi tiene que tirarlo a la otra silla libre.

-Disculpa la demora, Derek –a juzgar por el crujido de su asiento, Ava debe haber recuperado su sitio al otro lado del escritorio, algo que Sacha, de pronto muy interesado en las líneas de las palmas de sus manos, no ve. Sólo puede estremecerse al oír el nombre del empresario. Él y Ava son viejos amigos, aunque no sabe si eso será suficiente para salvarlo-. ¿Me recuerdas por dónde íbamos?

El silencio que se impone en el cuarto tras la pregunta dura unos sesenta incómodos segundos que obligan a Aleksandr a despegar la vista de sus manos. El corazón casi se le sale del pecho al descubrir que los ojos impasibles de herr Zimmermann están posados en su cara, un par de témpanos que parecen querer congelarle la sangre en las venas. Él oye a Ava cambiar de posición y tomar aire, dispuesta a romper ese horrible silencio, pero entonces Derek la interrumpe, su voz grave y baja golpeando a Sacha y reverberando en sus huesos.

-Veo que al menos has tenido la decencia seguir llevando mi collar. Aunque supone un desacierto que eso sea lo único que hayas decidido dejarte puesto en presencia de otros hombres.

Ah, el dolor. Las palabras lo golpean como un puñetazo en la cara, especialmente porque no son ciertas. Él siempre ha respetado su contrato con el alemán, y es eso lo que se apresura a corroborar Ava:

-Sabes que Aleksandr nunca ha quebrantado su acuerdo de exclusividad. Ni siquiera esa noche.

Derek hace un leve gesto de desdén con la mano.

-Ya, eso es lo que él dice –gruñe, ya sin mirarlo siquiera, y tras pasarse una mano por el cabello pelirrojo, añade en tono aburrido-. Ya hemos discutido esto, y no quiero volver a hacerlo.

Ava respira hondo. La tensión es apreciable en cada pequeña arruga de su cara.

-¿Qué ha pasado entonces? -inquiere, dedicándole una breve mirada a Aleksandr-. Porque este problema viene de lejos, ¿verdad? -su interlocutor parpadea despacio, pero Sacha puede ver el brillo calculador de depredador que a veces relumbra en el fondo de sus pupilas-. De hecho, creo que siempre ha estado ahí, en el fondo. Desde aquel mismo día en San Petersburgo.

El ruso siente algo extraño al oír hablar de esa noche. Sus recuerdos son algo confusos todavía hoy, y no tiene tiempo de detenerse a ahondar en ellos, porque su herr, que estaba reclinado en el sillón jugueteando con la alianza de su tercer matrimonio, acaba de incorporarse.

-Me aburre -dice simplemente, y Sacha vuelve a tener la desagradable sensación de ser golpeado en la cara.

No es que lo pille de sorpresa. La desgana con la que Derek lleva más tiempo del que le gustaría apareciendo por el club se lo ha estado insinuando. Aun así, no puede evitar emitir un quejido apenas audible, los ojos escociéndole peligrosamente.

-Te aburre -Ava vuelve a suspirar, frotándose el puente de la nariz-. Dios, Derek. Esta es una vieja discusión.

-Una vieja discusión que no tendríamos por qué haber entablado. Recuerda que te estoy haciendo un favor, querida -Sacha levanta la cabeza, ligeramente ladeada, con los ojos aún húmedos. No tiene ni la menor idea de lo que están diciendo, aunque por la forma en que Ava acaba de torcer la boca, no puede ser bueno-. Pido una cosa muy sencilla que hasta el más sucio prostíbulo de esta ciudad puede hacer el esfuerzo de ofrecer. Y sin embargo, sigo acudiendo religiosamente al Chat, porque sé perfectamente cuál es tu situación. Las facturas que te dejó herr Strauss senior debajo de la alfombra no van a pagarse solas, hein?

La forma en que su jefa está apretando sus dientes no puede ser sana.

-Todavía tengo algo de alma, monsieur Zimmermann -afirma, en voz baja, lo que provoca que Derek vuelva a levantar la mano en un ademán desdeñoso al tiempo que su espalda se pone recta sobre el respaldo.

-Entonces supongo que es hora de romper nuestro contrato con el ruso.

El nudo que llevaba largo rato cerrándole la garganta a Aleksandr parece estrecharse tan bruscamente que de repente se siente mareado y aturdido, tanto que apenas ve a Ava casi saltar de su asiento.

-¿N-no preferirías negociarlo un… ? -comienza, pero Derek está muy ocupado arreglándose los puños de su camisa de algodón egipcio.

-No -la corta tranquilamente-. No quiero negociar nada más relacionado con un asunto tan poco rentable. Aunque eso no quiere decir que no quiera seguir hablando de negocios contigo. De hecho, he de admitir que tu última adquisición no ha podido ser más acertada si lo que querías era reanimar el ambiente del club.

-¿Última adquisición? ¿Te refieres a Anita? –la voz desconcertada de Ava flota alrededor de la cabeza de Sacha, sin llegar a calar en su cerebro aturdido.

-No, estoy hablando del rubito francés que en cosa de un mes ha vuelto loca a media Jaula, un tal Daguerre…

Oír el apellido del escritor provoca que Ava casi se atragante con su propia saliva y arroja a Sacha repentinamente al mundo real.

-… ¿Louis? –está diciendo su jefa, a lo que Derek responde con un cabezazo impaciente.

-Sí, sí, como se llame. ¿Tiene algún cliente? Doblo lo que él o ella te esté ofreciendo.

Ahora le toca el turno de atragantarse a Aleksandr. Ava le lanza una mirada de advertencia fugaz antes de pasarse una mano por la frente y dedicarle una sonrisa agotada a su interlocutor.

-Lo siento, Derek, pero Monsieur Daguerre no es ese tipo de trabajador. Él está aquí para controlar a Raymond simplemente.

-Ya lo sé, lo he estado observando –replica herr de forma sorpresiva. Sacha parpadea. No puede hacer otra cosa cuando ve a su adorado alemán sacarse algo de la americana, plantarlo en la mesa y deslizarlo hasta Ava.

Es un cheque en blanco.

-¿Q-qué es esto?

-Te estoy diciendo que le pongas el precio que quieras al chaval. Estoy dispuesto a pagarlo.

-No puedo hacer eso –Ava sacude la cabeza comedidamente, pero Sacha la ve aplastar con furia una colilla en su cenicero. Él se abraza el cuerpo, mira a Derek. El alemán mantiene el semblante impertérrito-. No puedo obligar a Louis a… -ella vuelve a menear la cabeza-. No puedo.

-Y sin embargo sí que pudiste tomar la decisión de cambiar las cláusulas de mi contrato con Aleksandr sin consultarle.

De nuevo, el silencio, con Sacha muy quieto y rígido después de haber escuchado su nombre. No ha entendido mucho, no obstante. El sonido atronador de su sangre zumbándole en los oídos no le permite concentrarse.

-Lo hice por su bien –dice ella al cabo, pero ni siquiera parece convencida. Derek debe de notarlo, porque entonces se encoge de hombros y recoge el cheque, que vuelve a acabar en el fondo de su chaqueta.

-Puedes entenderlo así, si quieres, como un bien para el ruso. Pero desde luego, no va a suponer ningún beneficio para el Chat. Probablemente ni siquiera termine siéndolo para él, que con toda seguridad se quedará en la calle.

Esa última frase activa algo dentro del cerebro de Sacha, algo que toma el control de su cuerpo y lo obliga a levantarse bruscamente, casi derrumbando la silla y sobresaltando a su protectora, que se lleva una mano al pecho.

-¡No! –exclama, aunque tarda más de la cuenta en percatarse de que prometió a su jefa colaborar con ella (y eso está lejos de su idea de colaboración). Sin embargo, para cuando lo hace es demasiado tarde para arrepentirse, así que se vuelve hacia Derek, quien lo estudia con atención-. No, por favor…

Ava da un golpe en la mesa que reverbera en su cabeza, pero él está hipnotizado, ahogado en el color acerado de los iris de herr Zimmermann.

-Aleksandr, siéntate.

-Por favor –la ignora él, desesperado y sin despegar la vista del hombre que tiene su destino entre manos-. L-lo siento, yo… haré lo que sea… пожалуйста

-¡Aleksandr!

-Siéntate, chico –antes de que Derek empiece a levantar la mano, Sacha vuelve a derrumbarse en la silla, temblando y todavía con los ojos suplicantes clavados en el pelirrojo-. Es una lástima tener que dejar el club, pero las condiciones de Madame Strauss no me permiten… disfrutar de tus servicios como me gustaría

Condiciones. Ava frunce el ceño con la palabra, aunque no dice nada. Parece derrotada, arrepentida, quizá.

-Sólo quería lo mejor para ti –asegura débilmente, y ante la expresión confundida de su empleado, continúa:-. Cuando te conocí, estaba buscando a un candidato que se ajustara a las peticiones personales de Herr Zimmermann, y si te soy sincera, no pensé que tú fueras a ser ese elegido. Pero herr insistió en que te quería en el Chat, así que llegamos a un acuerdo.

Su otro interlocutor emite un sonido de asentimiento.

Frau Strauss estableció en nuestro contrato que debía cumplir las mismas condiciones que cualquier otro inquilino del club. Como sabes, estas condiciones son tres, y muy claras: la primera impide dañar de cualquier manera a un trabajador del Chat; la segunda, prohíbe coaccionar u obligar a dicho empleado a hacer nada que no quiera; y una tercera, obvia, expulsa de inmediato del club a cualquier persona que intente entablar una relación más allá de lo estrictamente profesional -Derek termina la enumeración pasándose una mano por el cabello. Sacha asiente en silencio, mientras los nervios le devoran el estómago-. Pero, evidentemente, dos de esas condiciones chocan de forma frontal con la naturaleza BDSM de nuestra “relación”, de modo que Ava concedió hacer una excepción de forma extraordinaria con nosotros eliminando del contrato la primera de ellas. Aun así…

-Aun así Derek considera que este esfuerzo que hice por él no es suficiente –irrumpe la venerable dueña del Chat Bleu en un repentino ataque de orgullo. Sacha la mira sin entender. Tiene la cabeza aturullada, llena de términos que no entiende, y el corazón encogido de miedo-. ¡Pretende convertir lo vuestro en una especie de relación de esclavitud consentida!

-Tan dramática como siempre –herr suelta una risotada, un sonido que Sacha jamás había oído en sus muchos años de trato con el alemán y manda un escalofrío que sacude cada fibra del pequeño cuerpo del rusito. Entonces las facciones afiladas de su cliente se vuelven hacia él, con ése brillo vehemente en los ojos-. Sólo quiero que renuncies a tu segundo derecho… En nuestro caso, a tu palabra de seguridad.

Oh. Oh.

Sacha parpadea. Muy despacio, al mismo ritmo que tarda su cerebro en procesar toda la información que acaba de recibir: Derek Zimmermann quiere que renuncie a su palabra de seguridad y se entregue a él por completo. La idea le hace sentir raro, como si estuviera al borde de un profundo precipicio, tentado de arrojarse al vacío pero aterrorizado al mismo tiempo. Esa palabra es la casi imperceptible línea que separa el dolor del placer, lo único que lo ata a la realidad cuando está dentro de su cuarto a solas con el alemán.

Por si fuera poco, el nombre de Kolia es su palabra de seguridad. Es poco adecuada por una infinidad de motivos, pero al mismo tiempo no puede ser otra. Dejarla supondría abandonar lo poco que le queda de su hermano.

Y sin embargo…

-Es una locura, Derek. Seguro que podemos llegar todos a un convenio que…

El asiento apenas cruje cuando Aleksandr se pone en pie por segunda vez, aunque no hace falta ningún sonido para hacer enmudecer a Ava. El ruso puede notar a la perfección los ojos de herr Zimmermann clavados en su nuca, y al hablar casi no escucha su propia voz, baja y trémula.

-Lo haré.

El golpe seco con que Derek cierra la puerta de su cuarto en el piso superior eriza todo el vello del cuerpo de un Aleksandr entumecido y atontado.

El camino a su habitación, siguiendo la estela de su herr, ha sido extraño, igual que uno de esos sueños abstractos, de los que al despertar, uno no recuerda más que unos pocos detalles. Mientras subía los escalones de la escalera de caracol semiescondida, sólo era consciente de cómo la desesperación que se había apoderado de él en el despacho de Ava se diluía para ser sustituida por una emoción distinta y vibrante. Sacha no puede ponerle nombre (su francés no llega a tanto), sólo sentirla zumbando en su sangre, y es tan intensa que lo deja aturdido y débil.

Lo único que tiene claro de lo que acaba de ocurrir es que su contrato con el alemán sigue en pie. Con todo lo que ello conlleva.

Afortunadamente, no tiene la oportunidad de detenerse a pensar en ello, porque el eco del portazo todavía no ha terminado de retumbar en la habitación cuando la voz áspera de Derek le cosquillea el cuello desprotegido.

-¿Asustado? –susurra, su aliento caliente sacudiéndole el pelo. Sacha se estremece. Da igual el tiempo que pase, o las circunstancias; la presencia del pelirrojo a su espalda resulta siempre igual de ominosa-. Te he visto muy tenso ahí abajo. ¿Pensabas que realmente iba a dejar el club?

¿Cómo? ¡Claro que lo pensaba! De hecho, aún tiene el corazón encogido de miedo, sin creerse del todo que se ha librado de terminar en la calle. Aun así, no dice nada. No sabe si su cliente está enfadado, o la escena del despacho de Ava ha supuesto una victoria para él. Derek, por su parte, interpreta su silencio como un mudo asentimiento y ríe suavemente, de nuevo ese ruido que a él le provoca un cosquilleo en la tripa.

-¿No crees que es un sinsentido montar en cólera por algo tan tonto como lo ocurrido la noche de Navidad, si puedo corregir tu comportamiento con un fustazo? –hay algo en la voz de herr, un tono casi imperceptible de humor que desconcierta a Sacha-. Con tu estúpida borrachera del otro día me diste sin quererlo la oportunidad perfecta para apretarle las tuercas a Ava Strauss –sus labios se aprietan contra la parte posterior del cuello del ruso. Sacha tiene que cerrar los ojos. La semioscuridad de su habitación ha empezado a tambalearse ante ellos-. Negocios, Aleksandr. Todo son negocios. Tu jefa puede ser un hueso duro de roer en ese sentido, pero no es idiota: sabe cuándo debe rendirse y aceptar la derrota. Y después de casi dos años de tiras y aflojas, por fin ha llegado ese momento.

Los dedos de Derek, que han estado rondando sus hombros, deslizándose por debajo de su camiseta y trepando por el cuello, alcanzan sus labios. El movimiento de esas yemas tiene una orden implícita que Aleksandr capta sin necesidad de palabras, y abre la boca para tragar sin más la pastilla, pequeña y roja, que el alemán deja sobre su lengua.

-Buen chico. No entiendo cómo Ava es incapaz de entender que no puedo dejar pasar todas las posibilidades que ofrece un putito obediente como tú.

Al terminar la frase, herr despega la mano de su cuerpo y se aleja hacia la cama, en cuyo borde toma asiento. Sacha lo observa con una excitación y un temor reverencial crecientes. Su cabeza no deja de dar vueltas al hecho de que su estoico cliente haya estado enfrentado con Ava tanto tiempo sólo por él. Por conseguir poseerlo completamente. Sólo de pensarlo se le acelera la respiración, y cuando su cliente le ordena en tono monocorde que se desnude, interrumpiendo el hilo de sus pensamientos, siente que empieza a faltarle el aire.

El corazón vuelve a redoblar sus pulsaciones de forma exponencial conforme se pasa la camiseta por la cabeza y lucha por quitarse de encima los pantalones hiperceñidos, mientras nota la mirada de Derek resbalando sobre su cuerpo pequeño y pálido. Después, se queda muy quieto, viendo su ropa hecha un ovillo en el suelo y su polla dolorosamente tiesa. La sangre burbujea en sus mejillas, en su entrepierna, y quema como si tuviera fiebre.

-¿Quieres que juguemos, Aleksandr? –la pregunta lo golpea con más fuerza que ninguna fusta, lo pone en marcha, lo enciende, y durante un breve momento se siente tentado de dejarse de tonterías y gritarle que lo que quiere es que se lo folle de una vez, allí mismo, de pie si hace falta sin remilgos de ningún tipo. Al final sólo es capaz de asentir, ardiendo por dentro, al tiempo que ve a Derek ponerse en pie y acercarse despacio-. Ahora que no tenemos reglas puedo hacer que me odies en menos de un parpadeo –con el índice, le obliga a levantar la barbilla. El color acerado en los ojos del alemán queda impreso en sus retinas al instante-. ¿Recuerdas todo lo que has vivido en mis manos? Pues olvídalo. Esta noche podría doblarte como una cucharilla para el té… Pero es eso lo que quieres, ¿verdad? Lo necesitas igual que necesitas el aire que respiras.

Sí, lo necesita. Dios, lo necesita.

Da –dice, en un hilo de voz, aunque suficiente para hacer sonreír a Derek. A él el corazón le da un vuelco. Jamás había visto sonreír a su cliente.

-A la mesa. Bocarriba.

No sabe cómo, pero apenas herr ha terminado de formular su petición y él ya ha apoyado su cuerpo en la fría superficie de madera. Respirando con fuerza, como si hubiera corrido una maratón, no lo oye trastear en uno de sus armarios.

Además, está pensando en la cantidad de cosas que Derek ha querido hacerle a su cuerpo alguna vez y de las que su palabra de seguridad le ha salvado. Aunque por algún siniestro motivo, de repente ninguna de ellas le parece tan aterradora.

Tal vez la culpable sea esa pastilla sin nombre. A lo mejor sólo es su cerebro. El caso es que Derek regresa para encadenar sus muñecas a los extremos de la mesa, dejando sus músculos deliciosamente tensos y tirantes, y él sólo acierta a gemir su nombre de forma inconsciente. Herr responde chasqueando la lengua y cerrando una pinza dentada sobre un pezón, lo que le provoca un calambrazo exquisito que recorre su cuerpo de punta a punta.

-¿Cuántas veces te he dicho que no me llames así? –lo reprende el otro mientras ajusta las cintas de cuero a sus muslos y a los tobillos, unidas entre sí y manteniendo sus piernas dobladas. Entonces vuelve a clavar esos ojos inquisidores en los de Sacha y levanta la barra extensora que lleva en una mano-. ¿Vas a comportarte y abrirte de piernas o necesitas esto todavía?

Sacha abre la boca, pero para cuando lo hace la barra de metal ya separa sus piernas y él se ve inmóvil, expuesto al cualquier capricho que se le pase por la cabeza al alemán. Ahora sí, no hay nada que hacer, ninguna fórmula mágica que lo saque de allí si las cosas se ponen tensas.

El riesgo de su total entrega le hace sentir mareado, aunque Derek se las apaña para reubicar su atención en el lugar correcto con una segunda pinza. Su cliente también se asegura de haber colocado bien la primera. Tirando de ella.

Oh, joder, el dolor. Y oh, joder, el placer. Sólo en momentos como éste Sacha comprende que no son más que las dos caras de una misma moneda. Su cuerpo arde y da igual por qué o cómo, no tiene que pararse a pensar en nada, lo único que importa es a dónde lo va a llevar Derek, y la duda de si esta vez él podrá soportarlo. Ésa incertidumbre lo vuelve completamente loco.

Un chasquido. El rostro de herr se ilumina a la luz del mechero un instante antes de que la llama baje para encender una vela larga y blanca. Con el pecho subiendo y bajando frenéticamente y el vientre húmedo de preseminal, Sacha ve cómo la deja con cuidado a su lado.

-Vamos a jugar, pues –dice sin más. Con el último objeto que ha sacado del armario, un pañuelo de seda, le venda los ojos, y el mundo se vuelve negro. Aleksandr no se da cuenta, pero ha empezado a temblar. No sabe si es por el miedo o la excitación (o ambas cosas), pero a partir de ahora lo único que va a guiarlo será la voz ronca y grave de Derek… y su propia piel-. Aunque no te aseguro que no vayas a quemarte por el camino.

Tras oír esto con los labios del alemán acariciando su oreja, gime al sentir su mano enguantada volver a tirar de una de las pinzas, y sigue estremeciéndose con el camino descendente de ésta, que recorre su pecho rozando apenas las formas irregulares de las costillas, desciende por la curva suave y lisa de su vientre, esquiva deliberadamente su miembro latente y separa sus nalgas. Los dedos de esa mano tardan lo que parece una eternidad en presionar –sólo presionar- su ano, pero cuando lo hacen, él grita algo en ruso especialmente obsceno y se retuerce en el sitio todo lo que sus restricciones le permiten.

El calor lo va a matar. Es como si su corazón lo bombeara a oleadas al compás del movimiento circular de las yemas de esos dedos en su esfínter. Derek aprieta, muy despacio, cada vez más, justo hasta que está a punto de penetrarlo; entonces vuelve a empezar.

-Y-a… mételo ya… -gimotea después de unos minutos insoportables de suspiros, y estremecimientos-. ПожалуйстаPor favor…

Sin detenerse, Derek lo agarra del cabello y lo obliga a levantar la cabeza.

-¿Desde cuándo eres tú quien da las órdenes aquí? –gruñe, y justo después de que suelte su pelo algo salpica su vientre, un algo tan caliente que lo hace brincar en el sitio con un quejido-. Te dije que podías quemarte, pero nunca escuchas.

Y vuelve a castigarlo con un chorretón de ese líquido caliente, que esta vez aterriza en su pecho. Eso quema por encima del calor asfixiante de su cuerpo, pero Sacha no puede centrarse en eso, porque su herr ha decidido romper la barrera que llevaba un rato tentando maliciosamente, y hunde un dedo en su interior. Su polla empieza a palpitar con una fuerza dolorosa, Derek mete un segundo, con un ondulante movimiento de metesaca que el ruso acompaña con una original salva de súplicas. Pronto, la sustancia espesa y caliente con la que es castigado se ha extendido por sus muslos, y el dolor es lacerante y ardiente, aunque ya no sirve para cerrarle el pico. Un tercer dedo consigue abrirse paso dentro su cuerpo, y está a punto de liberarlo, pero Derek le aprieta la entrepierna y no le permite correrse.

Placer y dolor pueden ser las caras de una misma moneda, pero el segundo empieza a imponerse y Sacha no sabe si podrá resistir la tensión que intenta partirlo en dos. El alemán no bromeaba cuando decía que podría doblarlo como una cuchara.

Aunque no va a hacerlo, por supuesto.

El mundo parece detenerse un instante cuando herr deja abruptamente de follárselo con los dedos y lo libera de sus ataduras. Sus músculos se quejan al recuperar su forma original y aunque la luz de la vela, ya bastante consumida, es débil, hace contraerse de forma brusca sus pupilas dilatadas. Con los ojos húmedos, Sacha contempla un segundo el reguero de cera blanca que salpica su cuerpo. No tiene tiempo de nada más. Derek lo obliga a ponerse contra la mesa en un movimiento tan brusco que apaga la vela de un plumazo y su verga lo ensarta sin piedad, arrancándole un gemido patético y llevándolo derecho a un orgasmo avasallador a la segunda embestida.

Su cliente aún tarda bastante en llegar hasta donde está él. Bombeando sin cesar, alcanza su collar y tira de él para poner la cara del ruso a la altura de su boca.

-Hay algo que no he podido conseguir hoy, putito, y lo quiero –jadea de forma ronca y entrecortada. Entonces tiene que hacer una pausa para mandar tres espesos trallazos de esperma al interior de Aleksandr, quien los recibe sin moverse apenas, todavía demasiado ido para entender lo que ocurre a su alrededor-… tráeme al rubito… Tengo algo especial para él…

Y Sacha, cubierto de cera, lleno de la lefada del Derek Zimmermann y con la cabeza en otro mundo, muy lejos de allí, sólo puede decir que sí.

Que lo hará.

2ª parte 

Un gatito deseado

Nivel uno de la Jaula. Salón principal, lleno total esta noche. En el centro de la estancia, y sobre una mesa, Raymond está tocando el violín de forma frenética (¿Opus 16 de Wieniawski, tal vez?), para delicia de los presentes. El espectáculo del prostituto, no obstante, no es lo que interesa a Derek Zimmermann, que acaba de regresar de su satisfactoria sesión con el ruso. Ni siquiera es la lista de precios del salón, no.

Se trata más bien del rubito malhumorado que, armado con una silla, intenta hacer volver a su trabajo a su protegido.

-Es un placer volverte a ver entre los mortales, Derek –sentada a su lado, en las tinieblas del anillo exterior de sillas del salón, Maya le presta sus prismáticos de teatro dorados-. ¿Ya ha rechazado Ava tu oferta por el novato? –añade, con una risita. Él no le hace mucho caso, como es habitual. Aunque Maya ha intentado seducirlo por activa y por pasiva desde que comenzó a visitar el Chat, no es una solterona con el suficiente patrimonio como para atraer la atención del empresario. Él se lleva los prismáticos a los ojos. El objetivo enmarca la figura del rubio y la separa del salón y todos sus elementos secundarios.

-Cuéntame más de él –pide, sin despegarse de los binoculares, y casi puede oír el resoplido decepcionado de su colega.

Louis-Philippe Daguerre. De origen marsellés, tiene un hermano mayor y un padre pescador. Veintitrés, recién licenciado (con excelentes resultados), mala suerte en los negocios (incluyendo el Chat; una deuda enorme con Ava por un asunto de una alfombra persa le impide abandonar el club). Un idealista, amante de la literatura, al parecer intenta escribir sin mucho éxito…

Maya habla y habla en tono monocorde, pero Derek ha estado siguiendo la pista del francés y ya sabe todas esas cosas. Así que, mientras su compañera no cesa de enumerar detalles insignificantes, él estudia los movimientos de su objetivo, que parece haber desistido de intentar derribar a Raymond con la silla y le está azotando con su propio cinturón. Viéndolo, el alemán piensa en todo el potencial que debe tener y que él podría exprimirle, y lentamente las comisuras de sus labios comienzan a curvarse.

-… y es virgen -termina Maya, hasta hace un momento absorta en la tarea de recordar a la perfección todos los aspectos de la vida del escritor. Entonces se vuelve, ve la leve sonrisa taimada plantada en el rostro de Derek y, enrojeciendo, se apresura a añadir:-. ¡Bueno, eso es lo que cuentan! Ni siquiera creo que sea verdad, es lo que se rumorea entre los círculos de Anita, y ya sabes cómo es ella…

-Lo es.

La aseveración deja a la mujer con la boca entreabierta, en mitad de una palabra nunca dicha. Sin mirarla, Derek ensancha un poco más su sonrisa y deja los prismáticos sobre el regazo de su confidente. La música ha cesado, Louis ha conseguido arrebatarle el arco del violín a su protegido y lo pincha con él entre las costillas, y todos los presentes parecen casi más encantados con aquel espectáculo que con el recital de Raymond.

-Eso… es imposible saberlo, Derek -consigue articular finalmente Maya, dirigiendo la vista al mismo punto que el alemán.

Herr Zimmermann, por su parte, acaba de ponerse en pie. Sus ojos acerados recaen un instante en ella antes de volver a dirigirse al centro de la sala.

-Siempre es posible saberlo, chére –afirma, con evidente satisfacción, mientras se arregla la corbata-. Y él tiene esa misma aura de antes de que alguien lo empotre contra el somier por primera vez.

El alemán dice esto de espaldas a su compañera, la mirada fija en la figura trajeada del escritor. Y mientras se rasca con el índice un pegote de cera, piensa que no hay nada que le apetezca más que ser aquel que empotre primero contra el colchón a Louis Daguerre.

Acabo de clavarle el arco en el hígado a Raymond en una estocada victoriosa que lo arroja sobre un cúmulo de empresarios encantados de poder sobarlo a conciencia. Triunfal, apoyo un pie en la silla y enarbolo mi arma, rodeado de una salva de aplausos que confirman la victoria sobre mi protégé.

-Diez-once, Raymond. Estás perdiendo facultades –digo, mientras veo orgulloso cómo el dinero de las apuestas pasa de mano en mano a nuestro alrededor. Mientras me regodeo, la mano de Ray emerge de entre la muchedumbre que está sobándolo, el dedo corazón en alto, y yo frunzo el ceño.

-Son diez-diez, en realidad –traduce uno de sus adláteres, y entonces mi protégé levanta el dedo gordo en señal de aprobación.

-Y una mierda.

Raymond, que acaba de sacar la cabeza de entre la marea de brazos, chasca la lengua y me replica algo relacionado con mi mal perder, pero yo ya no lo escucho. Hay algo extraño en el ambiente. De pronto la temperatura del salón parece haber descendido a la mitad, y un violento escalofrío me recorre el espinazo. Con un picor insistente naciendo en mi nuca y la irritante voz de Raymond de fondo, vuelvo la cabeza.

Alguien me está atravesando con la mirada desde el otro lado del salón, un pelirrojo trajeado que, al saberse descubierto, sonríe lentamente. Y no sé por qué, pero esa sonrisa me pone los pelos de punta…

-Eh, ¿qué miras? -La voz de Raymond en mi oreja casi me provoca un paro cardiaco. De alguna manera, ha conseguido librarse de sus adoradores, y su jeta asoma por encima de mi hombro, escudriñando la misma dirección que yo.

No es lo que yo miro. Es quién me mira, y el que lo haga como si quisiera… yo qué sé.

-N-nada –farfullo, y meneo la cabeza, rozando su cara en el proceso, mientras le asesto un codazo en la tripa-. Te he ganado, así que vuelve a tu maldito trabajo.

Y, sin hacer caso de la gente que intenta volver a toquetearlo, lo empujo hacia las habitaciones. Aunque justo antes de desaparecer entre las cortinas no puedo evitar volver la vista atrás, a tiempo para ver esos ojos gélidos clavarse en los míos una vez más antes de desaparecer entre la muchedumbre del salón.

La terraza del Chat está vacía –hace tiempo que cerró para los clientes-, pero eso no importa mucho a Sacha, derrengado de cualquier manera sobre una silla y con la mejilla apoyada en la madera de caoba de la mesa. No quiere a nadie cerca que lo vea digerir la amalgama de sentimientos que le ha provocado su sesión con Derek. No hay ni un solo ápice de felicidad en su cuerpo, sólo vacío.

No entiende por qué está tan deprimido. Sabe que debería estar brincando de alegría, ahora que se ha librado de la calle, pero por algún motivo no puede. Desde hace unas horas le pertenece a Derek en espíritu y cuerpo, acaba de experimentar sólo una décima parte de todo el placer que éste va a provocarle, ¿qué más podría pedir? ¿Qué más podría necesitar? Y sin embargo… Sin embargo la voz de su herr sigue resonando en sus oídos y haciendo vibrar sus terminaciones nerviosas, en una petición que sólo lo deja confundido.

¿Confundido… o celoso?

Cierra los ojos, con la cabeza hecha un lío. Todavía tiene que pasar un rato sumido en silencio, poniendo en orden sus pensamientos, antes de que decida sorberse la nariz, en un ruido que retumba en el patio vacío, y enjugarse los lagrimones, despegando la cabeza de la mesa. Todavía no se le ha pasado el dolor punzante de su cuerpo, algo que quizá tenga que ver con los cuarenta y cinco minutos que ha pasado en su cuarto tratando de rascar la cera de su trasero y muslos. Sus esfuerzos, por supuesto, han resultado infructuosos. Ahora le escuece todo el cuerpo, y eso no hace más que aumentar su desdicha.

¿Por qué está su amo tan interesado en Louis, si lo tiene a él?

¿Y por qué se siente tan solo, a pesar de todo?

Un suave golpe en la mesa interrumpe la perorata de preguntas sin respuesta que la mente de Sacha se encargaba de fabricar a un ritmo incansable. Alguien ha plantado un bollo impecablemente decorado con azúcar glasé delante de sus narices. El ruso parpadea, desconcertado, y cuando levanta la barbilla para encontrarse con el autor de tal presente, se topa con un imponente metro noventa de hombre.

Un imponente metro noventa de hombre con delantal.

-Estaba trabajando en la cocina, y llevo un rato viéndote aquí solo –le dice, con una voz sorprendentemente suave y amistosa para su enorme tamaño, al tiempo que señala algo a su espalda. Sacha, mudo, sigue la dirección de su dedo y se topa, efectivamente, con las puertas acristaladas de las cocinas del club-. Eh… aunque no quiero inmiscuirme en los asuntos de los demás, estoy seguro de que sea lo que sea que te preocupa, tiene solución. Probablemente yo no pueda dártela, pero… -el ruso lo ve encogerse de hombros, de forma casi tímida, y darle un suave toquecito al bollo. Entonces el desconocido le sonríe un poco, y Sacha nota cómo se le descuelga la mandíbula-. Tal vez ayude esto. Si quieres más, estaré ahí atrás. Pero no llores más, ¿vale?

Y mesándose el pelo rubio y rizado, hace un breve gesto de despedida y vuelve por donde vino, dejando a Aleksandr con la boca todavía entreabierta y un bollo sobre la mesa.

-Como vuelvas a intentar meterme la lengua hasta la laringe otra vez, te la arranco y me la trago.

-Aw, gatito, ¿es que no habías pasado antes por debajo del muérdago?

-No. Y camina, maldita sea. Ava va a matarnos.

-En todo caso, te mataría a ti.

Porque soy el único de los dos que no quiere hacer su trabajo, ¿verdad?

Gruño, aunque el condenado tiene razón, y sigo empujándolo a trompicones. Raymond se ha dejado caer sobre mis brazos y no hace absolutamente nada por dejarse arrastrar. Es muy colaborador, como veis.

No puedo imaginar por qué está tan empeñado en no hacer sus obligaciones hoy, pero está empezando a tocarme… la moral.

-Camina y calla.

Y sigo avanzando hasta su puerta, la número 4a, pero al llegar él clava los talones en el suelo y yo me como su espalda y me dejo la nariz incrustada entre sus omóplatos.

-Bueeeeeeno, fin del trayecto –dice, al tiempo que me despega de su cuerpo y me deja plantado a un metro-. Ya tienes lo que quieres, gatito, eres un excelente trabajador –sonríe, dejando al descubierto dos hileras blancas de dientes-. Adióooos.

Ni de coña.

-¿Piensas que soy imbécil? Yo no me largo hasta que entres ahí.

-Byebye.

-Ya nos conocemos.

Arrivederci.

No pienso moverme de aquí.

Ray parpadea, igual que un gatito abandonado bajo la lluvia. Yo me cruzo de brazos. Y acto seguido, me lanzo sobre él, acciono el picaporte y nos lanzo dentro a los dos.

Nada más entrar, sé que me arrepentiré de haber hecho lo que acabo de hacer. El estruendo de una silla golpeando el suelo nos deja paralizados en el sitio es la primera señal, pero el vozarrón que me sacude todo el cuerpo hasta la misma punta del pelo termina de confirmármelo.

-¡Mira quién se atreve a aparecer de una jodida vez! –su dueño, un tipo ya mayor pero enorme (tanto a lo ancho como a lo alto) parece a punto de reventar de la ira. Nunca he visto a nadie tan furioso por un retraso de mi protégé, quien, por cierto, está tan inmóvil como yo, cada músculo de su cuerpo en cuidadosa tensión-. ¿Piensas que tengo todo el tiempo del mundo para dedicárselo es exclusiva a un puto arrogante y narcisista?

Me gustaría intervenir y decir cualquier cosa para apaciguar al hombre rubicundo y amenazante, pero no tengo tiempo. El bofetón retumba en mis oídos y en todo el cuarto, y lo único que puedo hacer al respecto es ver a Ray inclinarse bruscamente hacia un lado y oír sin llegar a entender un nuevo torrente de palabras iracundas. Y todo es confuso, porque entonces, de improviso, me encuentro sujetando a mi protégé y levantando una mano, como una barrera que se interpone entre nosotros y el tipo.

-¡Eh, basta! Tranquilícese, ¿me oye?

El caos parece suspenderse un instante en el tiempo; de hecho, la mano del cliente ha quedado congelada también, aunque la cosa dura sólo un instante que parece más bien una mala jugada de mis sentidos.

-¿Y a ti quién te ha dado vela en este entierro? –me ruge, y a mí me llega una vaharada caliente de alcohol con su aliento-. ¡Vete a joder a otra parte!

-No voy a ir a ningún sitio hasta que…

Jamás terminaré la frase, porque Raymond, que ha vuelto a la vida, me agarra por los hombros y me arrastra hacia la puerta.

-Ya, ya se iba, Monsieur Maidlow –está diciendo. Sus pupilas, algo dilatadas, se centran en las mías con intensidad, pero la sangre que le salpica la herida reabierta del labio llama más la atención-. Vete, Louis. Vamos –me conmina, ya en el umbral, y yo abro la boca para protestar, una vez más, sin éxito-. Está bien. Todo irá bien.

Y tuerce un poco la boca hacia arriba antes de cerrarme la puerta en la cara y echar el pestillo. Aunque sé que es demasiado tarde para hacer nada, no puedo evitar abalanzarme sobre éste y sacudirlo con furia.

-¡Raymond! –grito a la puerta, como un idiota-. ¡Ray, ábreme, joder!

Es inútil, por supuesto, igual que quedarme muy quieto para tratar de escuchar algo del interior. Tardo demasiado tiempo en recordar que todas las habitaciones de la Jaula están perfectamente insonorizadas, pero es que mi cerebro está demasiado ocupado dándole vueltas una y otra vez al mismo nombre.

Maidlow. Maidlow.

En un último intento desesperado, me lanzo sobre la puerta de la habitación de mirones, y es abrirla y llegarme la voz de aquel animal, incluso a través del grueso cristal que separa las habitaciones. La imagen no es mucho mejor, y aunque el respaldo del sofá sobre el que está doblado Raymond me tapa gran parte de la escena, lo agradezco.

-¿Crees que puedes hacer lo qué te dé la gana? –el tipo lo agarra del cabello y vuelve a empotrarlo contra el sofá. Lo único que hace Ray en respuesta es hundir los dedos en el respaldo, los ojos fijos en algún punto indeterminado del espacio y la mandíbula rígida-. ¿Crees que puedes extorsionar a mi hijo como lo hiciste el otro día e irte de rositas?

En un acceso de locura pienso en romper el cristal con la única silla del cuarto, aunque muy en el fondo sé que eso sería estúpido y sólo empeoraría las cosas. Aun así tengo que obligarme a detenerme en el último momento, con ella ya en las manos.

-Eras una mierda el día que llegaste aquí y sigues siendo una mierda seis años después… y espero que no se te vuelva a olvidar eso, porque… si se te ocurre acudir a Ava y contarle lo de Gareth, pienso hacer de tu vida un puto infierno…

La impotencia me sube por la garganta y me deja casi sin respiración cuando por fin decido entrar en razón y darme cuenta de la obviedad. Soy yo quien lo ha metido ahí dentro.

Y no puedo hacer nada para remediarlo ya.

13

Un gatito preocupado

Me siento enfermo.

-Ray.

Enfermo y culpable.

-Ray, para, por favor.

Y no hay forma de deshacerme de esa sensación.

-¡Joder, déjame ayudarte!

Mi mano alcanza el picaporte de la puerta de nuestro cuarto en el segundo piso en un movimiento fugaz, evitando que mi protégé se me escape otra vez. El corazón me late muy rápido mientras veo cómo Ray se queda un segundo con la mano en el aire, extendida hacia la puerta. Luego él me mira y hace rodar los ojos. Yo no me siento mucho mejor.

-Eres muy pesado, gatito.

-No estaba en la lista de clientes –insisto, ignorándolo y sin soltar el picaporte-. No había ningún Maidlow en la lista. Lo que ha pasado… lo que ha pasado es culpa mía. Debería haber revisado…es culpa mía…

Lo siento. Lo siento mucho.

Estas últimas palabras resuenan en mi cabeza, pero se me atragantan por algún inextricable motivo y desaparecen bajo una ola repentina de rabia y vergüenza. Cerrando el puño sobre el picaporte, intento no ahogarme en ella y mantener la cabeza lo suficientemente fría como para encontrar la forma de convencer a Raymond de que puedo realmente ayudarle.

Incluso aunque ni yo mismo sepa cómo.

-¡Escúchame! ¡Tiene que haber algo que podamos hacer!

Para mi consternación, Ray ladra una risotada al oír eso. Tiene el pelo revuelto –más que de costumbre-, allá donde aquel tipo lo agarraba mientras… No. Sacudo la cabeza para apartar la imagen de mi mente, casi con furia. Mientras, él observa la evolución angustiosa de mis emociones como quien mira un telefilm especialmente cutre.

-Dime, ¿qué piensas hacer? –pregunta al fin, sus ojos destellando bajo el desordenado flequillo-. ¿Cuál es tu plan brillante, héroe?

No lo sé. Dios, no lo sé. Y no puedo concentrarme en una solución si pone esa cara. Como si no le importara en absoluto.

-Hay que decírselo a Ava para que tome medidas.

Ray vuelve a reír, aunque ahora no se limita a soltar una sola carcajada, sino que ésta se alarga durante unos segundos en los que su risa me golpea y me deja descolocado.

-Buen intento. Y ahora déjame pasar a mi habitación –aprovechando mi confusión, Ray me aparta de un empellón y abre la puerta del cuarto, pero en el último momento consigo interponer mi cuerpo entre ésta y el marco.

-Raymond, seguro que Ava…

-Eres terriblemente ingenuo, gatito –su cara, repentinamente despojada del tajo irregular de su sonrisa, es extraña. Misteriosa. Yo siento algo espeso y muy incómodo subiendo por mi garganta y cerrándola-. Crees que Ava va a regañar al viejo y expulsarlo del Chat, ¿no?

Estúpido Raymond. ¿Por qué haces esto?

-No lo entiendo –gimo, desesperado-. No puedes dejar que ése tipo se largue como si nada. No puedo creerme que se le consienta venir y hacer lo que ha hecho de forma impune.

-Y no puede. No según el contrato que ha firmado con madame Strauss.

Yo enmudezco de golpe. El pecho de Ray sube y baja lenta y rítmicamente unos instantes antes de que éste se incline hacia mí para apoyarse en el marco, su cara a unos centímetros de la mía.

-¿Dónde te crees que estás? –susurra. Su aliento me acaricia la cara. La mezcla  de nicotina y alquitrán parece una vieja conocida ya-. Esto es un prostíbulo, gatito. La gente que viene aquí está podrida por dentro, da igual la pasta que tengan. Por muchos modales de caballero victoriano mariquita de los que presuman, en el fondo lo mejor que te van a considerar es como a un objeto con el que pueden hacer lo que les dé la gana durante unas horas. Un objeto que, después de pasar por sus manos, vuelve a ser nada. Así que Ava puede escribir todas las normas que quiera, pero en el fondo todos sabemos que nadie va a respetar un reglamento que intenta defender a la nada. Y menos cuando ellos saben que pueden tumbarlo a golpe de cartera –mi protégé sonríe, aunque sus ojos son imposibles de leer-. Aquí la gente suele acatar las normas para no perder prestigio delante de la gente de su casta. Hasta que los haces enfadar, claro. Entonces harán lo posible por destruirte.

Parpadeo. No puedo creérmelo. Hay algo muy adentro de mí que se niega a creer que todo esto sea una idiosincrasia encubierta, y que Ava no pueda (o no quiera) hacer nada al respecto. Simplemente no puedo. Presa de una rabia incontenible y absurda, golpeo la puerta con el puño cerrado, sobresaltando un poco a Raymond.

-Lo que ha hecho ese hombre es demasiado –grazno, en un tono animal y obstinado. Entonces Ray se yergue y separa un poco la puerta para mirarme. En su expresión hay humor contenido y amargo. Se está riendo de mí. De mi supuesta inocencia.

-¿Crees que es la primera vez que me violan? –suelta, y la palabra me abofetea igual que una mano sólida, dejándome sin aire. Mi cara debe ser todo un cuadro, porque su boca se tuerce hacia un lado y abre los brazos en un gesto indiferente-. Bienvenido al verdadero Chat Bleu, gatito. Vete acostumbrando. Y ahora lárgate por ahí a hacer manitas con el ruso. Me gustaría respirar diez minutos sin tener a nadie pegado a mi culo.

Y me cierra la puerta en la cara.

El cuarto del segundo piso está a oscuras. Al verse dentro, Ray aguarda un momento en silencio, sin moverse, hasta estar totalmente seguro de que ya no se oye nada al otro lado. Sólo entonces puede permitirse el lujo por fin de respirar hondo, apoyarse contra la puerta, y cediendo al temblor de sus rodillas, deslizarse con la espalda pegada a la superficie de madera hasta quedar sentado en el suelo.

El viejo lo ha tocado. La certeza hace que se estremezca de asco, una repugnancia viscosa y densa abriéndose paso a través de su garganta como lodo frío. Todavía puede sentir sus manos en el cuerpo, su aliento caliente y nauseabundo contra la nuca. Él vuelve a temblar, y esta vez su cuerpo lo reprende con un calambrazo de dolor.

El viejo lo ha tocado y roto.

Lo peor es que la culpa es suya. Sólo acaba de recibir su castigo por olvidar cuál es su sitio con Gareth Maidlow. Sólo quería meterle un poco de miedo a su cliente (madame Strauss no va a expulsar del club a un habitual del calibre del galés por algo tan nimio como andar enchochado por él), pero debería haber supuesto que Maidlow senior aparecería tarde o temprano para recordarle lo peligroso que puede ser ponerse chulito con alguien como él o su hijo. De hecho, muy en el fondo sabía que el duque haría acto de presencia en su cuarto. Lo que no sabía es que se fuera a tomar así su venganza.

Reprimiendo un quejido, se pone en pie. No hay nada que le apetezca más en este momento que meterse en la ducha y raspar su cuerpo a conciencia para eliminar de su piel hasta la última partícula del viejo. No obstante, Ray sabe de sobra que Louis tiene montado ahí dentro su centro de operaciones, así que se limita a deambular lentamente de una esquina a otra de su habitación, igual que un león enjaulado.

Aunque no quiere pensar en nada, su mente no deja de bullir, y, como la marea, lo arrastra poco a poco y de forma inevitable hacia aguas turbulentas. Sin hacer caso del dolor punzante de la mitad inferior de su cuerpo, camina hasta el ventanuco del cuarto y pega la sien al frío cristal. En realidad, no hace más que reflexionar acerca de lo que le ha dicho a Louis.

¿Cuántas veces lo han humillado así? ¿Cuántas veces no ha sido dueño de su propio cuerpo? Lo cierto es que no lo sabe.

Ya hace tiempo que perdió la cuenta.

En la sala había dos hombres y una mujer aparte de Ava Strauss. Ray no reconocía sus voces, pero procuró quedarse con el registro de todas. Aunque no le serviría de mucho, le hacía sentirse bastante más seguro el tener una idea de a lo que iba a enfrentarse.

-¿Y a qué se debe esta pequeña reunión, madame? –preguntaba por fin uno de los hombres, después de una larga e insulsa charla. La suya era una voz agradable, de tenor, y Ray identificó en ella una cadencia muy sutil, un acento bien camuflado-. Tiene que ser algo muy interesante, ¿verdad? Dudo que una mujer ocupada como usted nos haya reunido aquí para hablar de su lámpara de araña.

Él oyó carraspear a la dueña del Chat.

-No, claro, que no –replicó. Sonaba intranquila, y él pegó aún más la oreja a la puerta, tratando de relajar su respiración-. Tengo… un asunto un tanto complicado entre manos.

-Es ese chico, ¿verdad? –otra voz, femenina también. A su intervención siguió un silencio contundente. Con una suave risa, la mujer volvió a hablar:-. Venga, Ava. Ya sabes que aquí vuelan las noticias. ¿Se trata de una nueva adquisición?

Uno de los sillones crujió un poco. Madame Strauss no parecía estar pasando un buen momento.

-Algo así. En realidad… en realidad necesitaba ayuda con él.

En el salón volvió a hacerse un silencio tentativo. Entonces la voz del segundo hombre irrumpió tras un largo rato sin haberse dejado oír, y, a pesar de que Ray ya se había sobresaltado la primera vez que la escuchó, no pudo evitar volver a brincar en el sitio.

-¡Ava Strauss necesita ayuda! –se carcajeó aquel tipo. Éste arrastraba las palabras y no se molestaba en tratar de ocultar su fuerte acento, de algún lugar de Gran Bretaña.

-Tiene que ser algo grave, si necesita reunir a sus mejores clientes, madame –de nuevo el tipo de la voz comedida. Él oyó a su protectora emitir un sonido mortificado apenas audible.

-Más que grave, es difícil de afrontar. Sí, se trata de una nueva adquisición, pero este es un caso especial. Verán… les he reunido aquí porque sé que puedo confiar en ustedes a la hora de pedirles una valoración objetiva del chico. Les advierto que no ha pasado por un buen trance antes de llegar aquí, pero será mejor que no hagan preguntas. El asunto, lamentablemente, es confidencial.

Silencio, de nuevo. Él imaginó que los presentes estaban sopesando la idea, tanteando quizá la paciencia de Ava para tratar de sonsacarle información más sutilmente. Ray llevaba poco tiempo en el Chat, pero ya comenzaba a entender la forma de pensar de los clientes del club.

-Estoy intrigado. Y estoy seguro de que no soy el único –se trataba de la voz del hombre elegante. Su afirmación fue ratificada por un coro de murmullos-. Madame, tal vez debería mostrarnos ya sus cartas.

Esta vez no hubo respuesta. Ray se alejó bruscamente de la puerta al volver a oír un crujido, y un segundo después, Ava la abría y ambos se encontraban cara a cara. “Hora de presentarse en sociedad”, parecía decir su expresión. Él respiró hondo, apartándose el pelo aún húmedo de la cara, y madame Strauss forzó una sonrisa y se hizo a un lado.

El salón era lo bastante pequeño como para resultar acogedor sin resultar cargante. El chico, descalzo, no hizo ningún ruido al entrar en escena, y aprovechó un primer instante para escanear el cuarto rápidamente. En efecto, había dos hombres (uno delgado, de aspecto impecable, procedente probablemente de Oriente Medio; y otro grueso y rubicundo, algo pasado de copas) y una mujer, pequeña y rubia. Sin embargo, le sorprendió encontrarse con otra presencia silenciosa, acurrucada en un sofá, junto al viejo gordo. El tipo, mucho más joven y apocado que el resto de los presentes, desvió la mirada en cuanto Ray posó los ojos sobre él, aunque enseguida la mujer rubia carraspeó y el muchacho se vio obligado a romper el contacto visual.

-No puedo imaginar qué problemas puedes tener con él, Ava. Cada vez traes mejor material.

-¿Buen material? -El viejo lanzó una risa escandalosa que hizo tensarse a Ray. Su cuerpo enorme se inclinó peligrosamente hacia adelante cuando se puso en pie-. Parece una rata callejera despeluchada… Aunque sí que has acertado llamando a Gareth. A mi hijo le va ése estilo, ¿eh?

Y le dio una palmada al hombre sentado a su lado, que se estremeció bajo el contacto, para a continuación comenzar a quejarse con voz vacilante de que Ava lo hubiera llamado para poner precio a un chico raquítico y otras cosas cada vez más incoherentes. Por las caras de los otros tres invitados y Ava, Ray no era el único a quien la presencia del viejo medio borracho comenzaba a resultar cargante. Por suerte, éste decidió pronto que tenía algo más interesante que hacer fuera de esa habitación, porque tras balbucir una disculpa poco sincera y una despedida, salió del salón. En cuanto la puerta se cerró tras su grueso cuerpo, Ray oyó suspirar a madame Strauss a su espalda.

-Debería haber supuesto que esto iba a ocurrir, Madame –el árabe también pareció haber escuchado a su mecenas, y le dedicó una leve sonrisa socarrona antes de centrar sus ojos oscuros en el cuerpo del chico-. Hacía tiempo que no traía a nadie nuevo al club –añadió. La otra mujer, sentada frente a él, murmulló un sonido de asentimiento fascinado.

-B-bueno. Tiene razón –Ava se frotó las manos. Por su tono de voz, Ray dedujo que estaba deshecha y deseosa de salir de allí-. Yo también tengo cosas que hacer, no obstante. Será mejor que les deje con él… a no ser que alguno de ustedes prefiera marcharse con Monsieur Maidlow.

A excepción del joven apocado, cada vez empequeñeciendo más en el sofá, los invitados de Ava respondieron a su tono mordaz con humor cortés. Entonces, Ray sintió la mano de su jefa apretarle discretamente el hombro (algo que sólo consiguió cerrar un poco más el estómago de su protegido), y salió del cuarto.

Ahora estaba solo. Solo con aquellas personas de las que no sabía nada. Ray no pudo evitar sentirse ridículamente traicionado, porque Ava no había mencionado nada de eso. Sus omóplatos se volvieron rígidos al instante mientras observaba los movimientos de esa gente. Siempre en estudiada tensión. Preparado para cualquier cosa.

-Tienes razón, Margo. Es interesante –Ray casi brincó, por culpa de toda aquella tensión vibrando en su cuerpo. Su mirada se dirigió al origen del sonido. El árabe elegante se la sostuvo durante largo rato, ninguno de los dos dispuestos a bajar la guardia. Había algo en esa cara serena, sin ningún rasgo destacable, que invitaba a confiar en él.

No es que Ray fuera a hacerlo, claro. Ya sabía lo que era confiar en hombres elegantes. Nunca había salido bien.

-Interesante pero rígido.

-Más bien atento –el tipo se levantó sin hacer el menor ruido. Él creyó que la incertidumbre iba a hacerle explotar, pero se las arregló para no saltar y salir huyendo cuando aquel hombre se le acercó para mirarlo de cerca. Apretó la mandíbula bajo el escrutinio de esos ojos oscuros. Sabía que los otros dos presentes también estaban pendientes de él, pero no parecían tan dispuestos a entrar en acción como ese hombre. Aunque el árabe se cubría tras una expresión sosegada, Ray había captado el brillo de sus ojos al entrar en el cuarto-. ¿Estás asustado, chico?

El destello de sus pupilas se volvió un poco vidrioso un instante. Por la forma en que escrutaba su figura, caminando en círculos a su alrededor, probablemente el hombre se estaba montando alguna fantasía muy elaborada con la que espolear su libido. Él se pasó la punta de la lengua por los labios, con sus músculos comenzando a relajarse.

Asustado. De un jeque repeinado. Casi se echó a reír.

Con la mirada fija en ésa cara oscura, y obviando la respuesta, alcanzó el borde de su camiseta y se escurrió fuera de ella con facilidad. Al verlo, el árabe cesó su paseo contemplativo y quedó plantado delante de él, muy quieto, al igual que los otros dos espectadores. Entonces Ray se permitió sonreírle un poco, una línea irregular más que otra cosa, y les dio la espalda.

El aire a su alrededor pareció densificarse. Las heridas de su espalda no tenían tan mal aspecto como el día que llegó al Chat, pero las cicatrices todavía eran muy tiernas y recientes. Finas nervaduras rosadas que mordían su piel a la altura de sus hombros y avanzaban incansables hasta rozar la cinturilla del pantalón. Ray esperó a que la imagen calara en los cerebros de sus acompañantes, y luego sus ojos asomaron por encima del hombro como dos pequeñas rendijas verdes. Sus caras de consternación le dieron, otra vez, ganas de reír, pero se contentó a levantar un poco más las comisuras, centrado ya de nuevo en el árabe.

-No tengo miedo –le dijo, casi desafiante. El hombre se limitó a parpadear, aparentemente incapaz de despegar la vista de aquellas formas abstractas. Su compañera, no obstante, dejó su asiento sin mediar palabra y, discretamente, abandonó la sala. Una mujer inteligente. Por otro lado, ni siquiera reparó en la tercera figura, cada vez más hundida en el sofá-. ¿Aún quieres ponerme precio?

Tenía la esperanza de que no. De que alguien de su estatus lo considerara mercancía defectuosa e hiciera correr la voz en el club. Nadie querría tirarse a un adolescente marcado y con pinta de ratero de poca monta, ¿no?

Ésa era la teoría, claro. Pero no contaba con la sonrisa del hombre elegante.

-Ahora entiendo el secretismo de Ava –susurró, acercándose a él. Ray se volvió para enfrentarse al brillo en sus ojos. Ahora eran brasas candentes-. Hacía siglos que no traía nada interesante al Chat.

El tipo lo sujetó por la barbilla, estudiando su cara, y él tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para no gritar. Hasta aquel momento, desde su primer día en el Chat, no había dejado que nadie excepto Ava Strauss le pusiera una mano encima. Lo habían arrojado a un lugar extraño –un prostíbulo- lleno de gente extraña, y Ray necesitaba sentir que era el único propietario de sí mismo por fin. Lo necesitaba de verdad, para no volverse completamente loco.

Ahora, la realidad acababa de pegarle un puñetazo en la cara y devolverlo a su sitio. Da igual dónde estuviera o por qué. Nunca iba a dejar de ser un juguete, siempre en manos de alguien.

-Es interesante, lo que tienes ahí detrás. La gente que trabaja aquí no suele tener nada que merezca la pena contar. Todo historias aburridas de telenovela.

Ray creyó que iba a vomitar, pero se obligó a agarrar las manos de aquel tipo y a dirigirlas hacia él. Buen material. Marcado y exótico.

El árabe apretó su cuerpo con esas manos grandes, dedos largos sobre sus costillas, aunque sin poder dejar de nadar en sus ojos. Ray tampoco desvió la mirada, guiándolo por el mapa accidentado de su piel. Podía deslumbrarlo y sacar un buen precio para él. La certeza de que aquella era la menos mala de sus salidas le hizo sentir la cabeza ligera, pero siguió agarrando con firmeza las muñecas del hombre. Notaba el calor de las palmas contra su vientre, descendiendo.

-¿Vas a contarme tu historia?

La voz, algo temblorosa, llegó hasta su cerebro. Ray volvió a lamerse los labios, lentamente, y forzó a esa mano pasar la frontera de su pantalón. El aliento húmedo del hombre le calentó la cara.

-Voy a hipnotizarte –replicó, en tono grave, firme y bajo. Su interlocutor sonrió como un idiota al oírle por primera vez, y algo dentro de su pantalón también pareció alegrarse de escucharlo.

-Llevas… l-lentillas, ¿verdad?

Qué fascinado parecía con eso. Ray soltó sus muñecas –sus manos ya se habían quedado pegadas al cuerpo del chico-, y deslizó los dedos entre los ojales de su camisa, siempre manteniendo el contacto con las pupilas del otro.

-No. Te gusta, ¿verdad? –no se refería a nada en particular. El tipo agarró su polla, lo que hizo sacudirse su cuerpo de arriba abajo. Él exhaló despacio y terminó de desabrocharle la camisa con una mano, mientras concentraba la otra en juguetear con su cinturón-. Te gusta lo que ves –el otro intentó desviar la mirada del color imposible de sus ojos, y Ray inclinó la cabeza para pasar la punta de la lengua por sus labios-. ¿Quieres ver más? Mírame a los ojos y escúchame, ¿sí?

El jeque asintió de forma desacompasada. Sus manos acariciaban el cuerpo del chico en movimientos erráticos. Las de Ray, por otro lado, se aventuraron dentro de los calzoncillos de algodón egipcio y sujetaron su verga gruesa y caliente.

-¿Qué crees que era antes?

El muchacho trató de desasirse para retroceder hacia el sofá, pero el hombre, todavía centrado en sus iris verdes, cerró las manos en torno a su cintura. Ray ladeó la cabeza y aprovechó para frotar su entrepierna en círculos contra la del “cliente”. Eso terminó de engarfiar los dedos del otro sobre sus caderas, hasta hacerle daño.

Él se estremeció, un hormigueo trepando por su piel. Un recuerdo, doloroso como un latigazo, saltó de su memoria, y el chico tuvo que esforzarse en enterrarlo al tiempo que liberaba la polla del árabe de su prisión y terminaba de descapullar el glande. Lo apretó con el pulgar, en círculos, muy despacio, y sus otros dedos envolvieron el miembro venoso. El calor le golpeó la cara. Quiso creer que se trataba de la excitación del momento.

Su cliente jadeó, temblando.

-Un tigre –y sonrió con su propia ocurrencia. Ray movió la mano, arriba y abajo, y le enseñó los colmillos.

-Un tigre, ¿eh? –ronroneó. El otro intentó besarlo, aunque el chico logró esquivarlo y hundió esos caninos en el cuello oscuro del tipo, sin llegar a romper la piel. Después le lamió, sintiendo el pulso atronador contra su lengua, y apretó la cara contra ese mismo lugar. La polla que tenía entre sus manos dio un respingo cuando volvió a emitir ése sonido gutural, casi un gruñido, contra su carótida-. Puede que fuera un tigre. Han intentado domarme muchas veces.

Muchas veces. Incontables veces. Hans era un domador pertinaz.

Ray se desasió tanto del abrazo del hombre como de su memoria con un movimiento sinuoso y se dejó caer de espaldas sobre el sofá del cuarto.

-¿Has intentado domar a un tigre alguna vez?

Dijo esto con los pulgares enredados en las trabillas de su pantalón, pero no tuvo la oportunidad de bajárselos más allá de la mitad de los muslos. El tipo, presuroso, se lanzó sobre él y se le adelantó para dejarlos enredados en sus gemelos. Después se quedó inmóvil, sujetándolo por los tobillos y manteniendo inconscientemente sus piernas en el aire, paralizado por la forma en que los músculos del chico se contraían y estiraban bajo la piel buscando adaptarse a la nueva posición. Un cuerpo esbelto y furtivo. Como un gran felino, sí.

El hombre estaba descompuesto. Ray observó sus pupilas dilatadas y sintió el miembro pegajoso clavarse en su ingle. Parpadeó despacio, y aunque su propia respiración resultaba temblorosa, la mano que guió esa polla entre sus piernas era firme y segura.

Se detuvo cuando sintió el glande palpitante contra su esfínter. El calor le abrasó el cuerpo una vez más.

-Creo que nunca lo has intentado –susurró. La verdad, no sabía muy bien qué estaba diciendo.

El jeque asintió ferozmente, aferrando sus tobillos hasta casi cortarle la circulación. Ray lo tentó un poco más, apretando la cabeza contra su cuerpo.

-Seguro que no –el árabe gruñó. No había un atisbo de humanidad en su cara ya. Él, con los labios entreabiertos, pasó la lengua por delante de sus dientes. Le gustaría volver a morderle, pero esta vez para clavarse en su garganta de verdad-. Qué suerte la tuya, que esté siempre atrapado. No tienes ni una pizca de lo que hay que tener para enfrentarte a un tigre salvaje.

Las palabras salieron rápido, delirantes y escupidas a la cara anónima de aquel tío, que en venganza lo embistió y lo invadió a la fuerza, duro y caliente como una barra de hierro al rojo. En un calambre eléctrico, su cuerpo se arqueó y él siseó igual que un animal furioso.

-Cabrón hijo de puta –gimió, en un acceso de rabia ciega. La polla del jeque pugnó por abrirse paso en su interior, pero no lo tuvo complicado. No había sido la primera, igual que no sería la última. Pronto alcanzó un tope físico, palpitando con fuerza y arrancando otro gemido al chico-tigre, aunque esta vez toda esa musculatura atlética pareció volverse un poco líquida en las manos del otro.

El cuerpo de Ray quería relajarse. El placer hormigueó en su vientre, la sangre bulló en su cara, y un sudor caliente y pegajoso empezó a hacer brillar la piel bajo la luz amarillenta de las lámparas. Pero cuando el cliente comenzó a moverse balbuciendo tonterías y el sonido irritante de sus pelotas golpeándole inundó la habitación, él volvió a olvidar dónde estaba. Su cuerpo, efectivamente, estaba ahí, y estaba siendo follado por un desconocido y se estremecía. Él estaba lejos. Oía la voz áspera de Hans riéndose de él.

Otra estocada. Ray pensó que sus huesos se volverían mantequilla al intentar cambiar de posición y darle la espalda al otro. No obstante, cuando consiguió hundir la cara húmeda en el sofá, la mano del árabe (¿o era la de aquel animal alemán?) tocó sus cicatrices y él recuperó la tensión, su cuerpo se contrajo y el dolor amenazó con romperlo. Gritó contra los cojines, su voz amortiguada, al tiempo que su primer cliente cedía a la presión y estallaba entre gemidos patéticos.

El chico-tigre (quien en realidad había dejado de ser un gran felino hacía mucho tiempo para convertirse en sólo eso, un chico), permaneció totalmente inmóvil mientras el cliente balbucía palabras de agradecimiento y se escabullía del salón. Tal vez volvería más tarde, cuando Ray ya estaba en lo más alto de la tabla de precios del Chat Bleu, aunque él nunca recordaría la cara del cliente elegante al que había conseguido reducir a poco más que un gatito excitado.

Sí, no se atrevió a moverse durante mucho rato después de aquello. Había quedado desmadejado en aquel sofá extraño, su mente luchando por mantenerlo en la realidad y no sucumbir a las imágenes que se sucedían a toda velocidad en la amalgama confusa de sus recuerdos.

Las cicatrices de su espalda tiraron de la piel cuando se encogió al sentir una mano sobre su cabeza. En un contacto casi imperceptible, alguien le apartó el pelo húmedo de la cara. Los ojos de un color indefinido de Gareth Maidlow se clavaron en los suyos, lo bastante fascinados y sobrecogidos como para no rehuir su mirada por fin.

Pero Ray estaba demasiado confuso como para poder recordar al cuarto invitado de Ava Strauss. No quería pensar. Su cerebro echó el telón y permitió que aquel desconocido siguiera acariciándole el pelo.

Era la segunda vez desde que llegó al Chat que dejaba que un extraño le pusiera la mano encima.

14

La tarde discurre de forma pausada y tranquila. Acodado en la mesa de la cafetería, miro sin ver a través del cristal el fluir de la vida parisina. Me gustaría dejarme arrastrar por la pasividad de los viandantes que hacen las compras del viernes, lo intento con todas mis fuerzas, pero mi pierna no deja de golpear el suelo frenéticamente al ritmo desquiciado de lo que me ronda la cabeza.

No he podido hacer nada con Raymond. O, más bien, él no me ha dejado hacer nada. Mi protégéha decido jugar a fingir queno ocurrió aquella noche, y cualquier intento por hacerle hablar del asunto ha terminado con el prostituto metiendo la mano en mis pantalones y poniendo fin al tema. Sólo cedió a mis insistencias la mañana después del incidente, aparentemente hastiado de tenerme rondando a su alrededor con cara de alma en pena. Él sólo se dio la vuelta y me miró, aburrido.

-¿Por qué te importa tanto? –preguntó simplemente, y yo tuve que callarme.

Todavía no tengo respuesta a eso.

Una camarera sonriente, con pinta de muñequita, se acerca para tomar nota de mi pedido y me obliga a centrarme en el mundo real. Cuando me deja la taza humeante sobre la mesa y se marcha, suspiro, echando un último vistazo al mundo diurno de la ciudad antes de regresar a mis apuntes.

Raymond no me lo está poniendo fácil (ni va a hacerlo, no en un futuro próximo), pero yo no pienso dejar las cosas como están. Si, tal y como dice, no puedo acudir a Ava, tendré que investigar al viejo por mi cuenta. Aunque no tenga ni idea de por dónde empezar. De entrada su nombre me es familiar, si bien no termino de recordar dónde demonios lo he oído antes…

Maidlow.

Lo escribo en la libreta, justo por encima del último capítulo escrito de mi manuscrito, como si eso fuera ayudarme a escarbar mejor en mi memoria. No es el caso. Las letras bailan ante mis ojos sin cobrar ningún sentido y yo, frustrado, las dejo donde están para centrarme en las líneas de debajo. Al leer el último párrafo recuerdo por qué estoy aquí y el estómago se me retuerce en un tirón de ansiedad. Pensaba que la noche de Navidad había culminado en una catástrofe que terminaría de condenar mis aspiraciones en el mundo editorial para el resto de mi historia, pero cuando les llamé para disculparme por lo que fuera que hubiera hecho Ray, los que se disculparon fueron ellos.

“Siento muchísimo lo que ocurrió la otra noche, Louis” había exclamado Olivia, editora jefe del grupo, apenas descolgó el teléfono “tu editor pilló un gripazo fulminante y no podía moverse de la cama. No pudimos contactar con él hasta esta mañana. De verdad que lo siento, pensaba que había acudido a vuestra cita.”

Al oír eso casi lloré de alivio. Me apresuré a responder que no había ningún problema, que lo entendía y que de todas maneras estaba escribiendo algo nuevo. Ella quiso leerlo, yo se lo envié por fax en cuanto pude, y, un par de horas después, la volvía a tener al teléfono, pidiéndome más.

Y aquí estoy.

Intento no pensar en lo nervioso que estoy mientras doy un sorbo al café y garabateo algo. Me llena de orgullo (y me desconcierta un poco al mismo tiempo) ver que ya me queda algo menos de la mitad para terminar la libreta de Alice. Nunca hubiera imaginado que llegaría tan lejos escribiendo algo nuevo. Aunque, bueno, tampoco hubiera imaginado jamás que fuera a escribir con esta… pasión.

El tintineo de la puerta de entrada me hace levantar la cabeza automáticamente como un lebrel, despegando mi atención de los papeles. La corriente de aire frío me lame los pies un momento, lo justo antes de que el recién llegado se gire para cerrarla. Y entonceslo veo yel corazón, que retumbaba ansiosamente en algún rincón de mi pecho, se me congela en el acto.

Édouard. Édouard apartándose el pelo de la cara, Édouard pasándose el paraguas de una mano a otra, Édouard echando un vistazo nervioso en derredor. Y reparando en mí.

El mundo entero da un vuelco en el momento en que sus ojos tropiezan con los míos. No estoy preparado para esto. Vivo en una ciudad de dos millones de habitantes y me he mudado tres veces, he vivido cinco años esperando no volver a encontrarme con él jamás, asumiendo que esto no iba a ocurrir.

Por más que mi memoria se niegue a olvidarlo, no quiero volver a verlo. No ahora.

-Louis –su voz me llega por encima del rumor de conversaciones, alarmada. Al oírlo me doy cuenta de que acabo de levantarme precipitadamente, casi derribando la mesa por el camino-. Louis, espera un segundo.

Él se acerca hacia mi mesa con paso ligero, sin darme una sola oportunidad de escabullirme. Yo trago aire, recojo mis cosas, cierro los ojos esperando el momento del choque, con el mismo sentimiento de fatalidad de quien ve descarrilar un tren. Cuando Édouard planta la mano en mi hombro, todo empieza a dar vueltas a mi alrededor.

Cinco años, y mi cuerpo sigue recordando su tacto como si nunca hubiera desaparecido.

-Déjame hablar contigo un minuto, Louis –dice en mi oído-. Sólo escúchame, por favor.

-No sé de qué me hablas. Creo que me estás confundiendo con alguien –replico con voz ronca e intento encaminarme hacia la puerta, su apretón no cede y me deja clavado en el sitio-. Tengo prisa. Estoy esperando a alguien.

No puedo respirar. Necesito que me suelte, que me deje en paz y que no vuelva nunca más a mi vida. Estoy seguro de que no es tanto pedir.

-Ya lo sé. Estás esperando a tu editor, ¿verdad?

Me detengo en seco.

-¿Has estado siguiéndome? –siseo, incrédulo, mientras me lo desquito de un manotazo y vuelvo la cara para fulminarlo. Édouard no ha cambiado nada. Tiene el pelo más largo, tal vez, pero la misma expresión turbada de siempre.

-Yo soy tu editor, Louis.

Yo me quedo rígido al instante, pero él se apresura a agarrarme sin darme tiempo a reaccionar de ninguna manera y con un leve apretón me conmina a tomar asiento. Sus labios están torcidos en un gesto de sumo cansancio.

-Te aseguro que no es lo que crees. Mira, sé que no estoy en posición de pedirte nada, pero por favor, sólo escúchame un minuto.

Deseo ver algo de maldad en sus ojos tristes. Quiero de verdad creer que me está mintiendo, porque la mera certeza de que puedo haber estado aquí sentado como un idiota esperándole precisamente a él, hace que se me revuelvan las tripas. Por desgracia, todo lo que puedo extraer de la cara de mi excompañero, a parte de ese atisbo melancólico tan propio de él, es sinceridad diáfana. Sintiéndome un poco mareado de pronto, me dejo caer en la silla y Édouard se apresura a imitarme.

-Olivia, mi jefa, estaba entusiasmada cuando llegó tu primer trabajo –comienza, tras unos eternos segundos de silencio incómodo y sin mirarme del todo a los ojos-. Hacía tiempo que no nos llegaba algo tan fresco, con potencial –hace una pausa, como esperando algún comentario por mi parte, pero yo todavía estoy pellizcándome el brazo, en un intento de despertar de la pesadilla-. Y… bueno. En cuanto te leí, supe que tenía que encargarme de tu manuscrito.

Cómo no.

Dejo la taza sobre la mesa con un golpe seco. El café se me ha agriado en la boca.

-No dudaste un segundo, ¿eh, Édouard? No dudaste en aprovechar la oportunidad para invadir mi vida –digo con amargura, y Édouard traga saliva ostensiblemente.

-Te juro que no tenía ni idea de que eras tú el autor. Se sigue una política muy estricta en la oficina respecto a los autores con pseudónimo. Sólo Olivia lo sabía. Puedes preguntarle cuando quieras –ante mi gesto adusto, él se pasa una mano por la cara y añade, algo avergonzado:-. Desde que llegué al mundo editorial, no he tenido mucha suerte con los autores que me han asignado. No sé por qué Olivia confía en mí, pero lo hace. Estaba pasando un mal momento, y fue ella quien hizo lo posible por ayudarme. Tiene un ojo increíble para estas cosas, trabajó para RandomHouse, y es un verdadero sabueso, tanto con los escritores que llegan a la editorial como con los que trabajamos con ella. Desde que tus manuscritos llegaron a la oficina, no para de decir que soy yo quien tiene que sacarlos adelante. Y la creo.

La cuestión no es esa. Es si yo puedo creerte a ti. O, mejor dicho, si quiero creerte.

Después de su monólogo, los dos nos sumimos en una pausa taciturna, interrumpida únicamente por la camarera que viene a tomarle nota a Édouard y por el repiqueteo incesante de la lluvia en los cristales.Dejo el café, ya frío, a un lado. Ya no iba a beberme el resto, no teniendo el estómago cerrado, centrado en digerir la situación surrealista que estoy viviendo. Él está sentado frente a mí en una cafetería, hablándome de mis manuscritos como si fuera lo más normal del mundo.No hay nada en esta escena que parezca ni remotamente natural.

-Supongo que pensarás que no tengo derecho a esto, pero en cuanto supe que tenía una obra tuya entre manos no pude evitar sentirme un poco orgullo –levanto la cara. Édouard tiene los dedos entrelazados con fuerza sobre la mesa y esboza una pequeña sonrisa entristecida-. Es genial, esto es lo que siempre has querido. Y créeme, tienes muchas oportunidades. Ya lo supe en cuanto leí el primer manuscrito tuyo que llegó a la oficina, pero con este último proyecto… Dios, Louis, está vivo. Tiene alma.

-¿Intentas comprarme así?

Édouard, que acababa de abrir la boca decidido seguir con sus alabanzas de mi obra, enmudece de golpe. Yo me aparto el pelo de la cara. Me siento ridículamente cansado de pronto.

-Me da igual lo que piense Olivia de esto, y me da igual lo que opines túde mí o de lo que escribo; de hecho, preferiría que no opinaras nada de esto último. No quiero que seas mi editor. No quiero verte más. Creo que no es mucho pedir, teniendo en cuenta lo que ha pasado entre nosotros.

Con un breve gesto de cabeza me pongo en pie, procurando no hacer caso de su expresión mortificada. Quiero salir de aquí cuanto antes. Ya pensaré qué hacer luego, porque ahora no puedo: tengo el cuello de la camisa empapado de sudor y una sensación agobiante me corta la respiración. He recogido mis cosas y estoy a punto de salir disparado del sitio cuando Édouard dice algo, un poco a la desesperada, que me deja clavado.

-Aquella noche, en la Madriguera… ocurrió algo –silencio. Alguien me observa respirar ruidosamente de pie en mitad del café. Un par de segundos después, las palabras de mi compañero vuelven a hacerse oír por encima del ruido de conversaciones-. Estabas muy borracho aquella noche. Te conozco y sé cómo te sienta el alcohol, así que… Siento haberos mentido a Olivia y a ti, peropreferí ahorrarnos ese momento a ti y a mí –giro la cabeza y lo veo, pálido y circunspecto, deseando que lo crea y confíe en él a pesar de todo. Yo no puedo moverme-. Alguien me dejó una nota en el abrigo, una nota y… fotos.

-¿Fotos? –grazno en voz muy baja, mientras me dejo caer pesadamente en el asiento-. ¿Qué fotos?

Tengo un mal presentimiento.

-Salíais tú y ese tipo de La Madriguera.

Un muy mal presentimiento.

-No sé en qué estás metido, Louis, pero aquel hombre está dispuesto a ayudarte. Ha donado una cantidad increíble a la editorial para publicar tu novela, cualquiera de las dos, ambas incluso.

Sólo necesito que me dejes ayudarte…

-¿Quién? –Pregunto, abalanzándome sobre él, pero mi excompañero menea la cabeza-. Tienes que decírmelo. Me lo debes. Por todo lo que hiciste, me lo debes, joder.

Él aprieta los labios. Pero sabe que es verdad. Sea lo que sea que le haya prometido a ese tío, no puede competir con todas las que me debe a mí.

-¿Quién y por qué?

Antes de contestar, Édouard humilla la mirada, encorvándose en el asiento. Yo no tengo tiempo ni ganas de sentir pena por él.

-No me explicó nada. Sólo me dijo que te publicara la novela. Que con el dinero seguro que dejabas no sé qué club…

Mis manos alcanzan las suyas. Él se sobresalta, pero hay algo en mis ojos que lo deja inmóvil. Yo vuelvo a preguntarle, aunque no estoy seguro de si la voz ha salido de mi cuerpo o sólo lo he imaginado. Cuando suspira y el maldito nombre sale de sus labios, a mí parece que se me va a salir el corazón por la boca:

-Maidlow. GarethMaidlow.

-Tienes que apretar un poco más por arriba, si no, no saldrá bien.

-¡No puedo, es muy difícil!

-Sólo es cuestión de práctica, ya lo verás. Ven, deja que te ayude.

Las manos grandes y cálidas de Monsieur Cocinero envuelven los pegajososdedos de Sacha desde detrás. El gesto no tiene nada de erótico, pero él está a punto de saltar con el contacto. Ha pasado toda la mañana con Derek y aún tiene el cuerpo resentido y deseoso de contacto humano, no de fustazos en el trasero.

-¿Ves? Es muy sencillo. Sólo tienes que ser paciente.

Sacha no lo está escuchando mucho. Esas manos ya se han apartado de las suyas, dejándole un vacío desagradable en las tripas, y él sólo puede sentirse culpable. ¿Qué diría herr si lo viera?

-No deberíamos hacer esto –murmura, con tristeza. A su amo no le gusta que deje que otros lo toquen así, con tanta familiaridad. A excepción, tal vez, de Louis.

-Cierto –M. Cocinero, ajeno a los problemas del ruso, deja la manga pastelera a un lado y observa divertido a su improvisado pupilo restregándose la cara y pringándose de crema hasta las cejas-. Tu jefa me ha dejado una lista ilustrada de postres que hay que hacer para mañana por la noche que podría servirte de bufanda, debería ponerme ya con ello. La verdad, cuando me contrató no pensé que a esa mujer podrían gustarle tanto las fiestas –se ríe suavemente, un sonido grave y agradable a los oídos de Sacha-. ¿Quieres ayudarme a decorar los pasteles?

Su nuevo amigo dice esto sacando ya un par de cacerolas, moviéndose con agilidad a pesar de su enorme tamaño en el diminuto espacio dedicado a la repostería de las cocinas del Chat. Fascinado, el rusito lo oye silbar mientras mira la enorme lista de Ava. No parece muy preocupado por la cantidad de trabajo. Desde que Sacha empezó a pasar tiempo con él (justo después de haber devorado una cantidad ingente de pastelillos esa noche), el nuevo cocinero del club no ha dado muestras de desaliento frente a ningún reto, siempre optimista y amable a pesar de ser el único chef dedicado a la repostería en las cocinas.

Sacha sabe que no debería estar ahí molestando, pero por algún motivo no puede marcharse. Aquella noche que empezó de forma tan triste para él también metió en su vida a Monsieur Cocinero, y aunque el rubito ni siquiera sabe su nombre todavía, necesita disfrutar de la dulce compañía que ese hombre corpulento y sorprendentemente tierno está dispuesto a ofrecerle con total desinterés.

Además, le pirran las pequeñas maravillas que salen de sus manos.

-¿Vas a hacer más pastelitos? –pregunta tímidamente al recordar eso, y el otro le sonríe, socarrón.

-No sé, ¿me dejarás sin reservas otra vez? –Sacha enrojece, dejando que el hombre le pase un montón de cuencos sucios para lavar-. A ver cómo le explico a Madame Strauss que me he quedado sin uno solo. Nadie diría que cabrían tantos pastelillos en una cuerpecito como el tuyo.

El ruso se frota los churretones de crema de los brazos antes de ponerse a fregar los cacharros de Monsieur Cocinero. A pesar de que él le ha dicho muchas veces que no hace falta que lo ayude así, a Sacha le encanta hacerlo. Le recuerda a esos dulces tiempos de San Petersburgo, con Kolia, y le permite tener una excusa para pasar más rato en las cocinas.

El otro ya se ha puesto manos a la obra, y el ruso observa el movimiento de sus gruesos brazos como hipnotizado.

-Me recuerdas un poco a mi hermano pequeño –dice de pronto, justo cuando Sacha acababa de lavar todos los cuencos y los estaba disponiendo cuidadosamente en una pila-. Bueno, él es un poco más gruñón que tú, pero también era un devoto de los pastelitos –suspira, sin dejar de amasar-. Lo echo mucho de menos. Hace demasiado tiempo que no hablamos.

-¿Por qué?

Sacha se arrepiente inmediatamente de haber preguntado eso. No quiere inmiscuirse en los asuntos de los demás y que su enorme amigo piense que es un rastrero cotilla. Sin embargo, Monsieur Chef sólo se encoge un poco de hombros, la culpabilidad asaltándole el rostro.

-Él no ha tenido mucha suerte estos últimos años. Estaba pasando un mal trago con el trabajo y yo no podía ayudarle (es un algo patoso, el pobre). Y… es irónico el mundo, ¿sabes? Porque justo cuando a él empiezan a irle bien las cosas en la vida, voy yo y la fastidio con la mía. Pero bueno, no quiero aburrirte con mis problemas –ante la mirada curiosa de Sacha, él se pellizca el puente de la nariz, dejándose una mancha blanca de harina. Luego le sonríe-. Seguro que alguien como tú tiene una vida mucho más interesante que la de un pobre panadero.

Sacha piensa de inmediato en Derek y en los correazos con los que le adorna la parte de atrás de los muslos, día sí, día también. Piensa en Anita y su irritante voz chillona, que le persigue siempre por los pasillos del Chat, burlona. Piensa en la indiferencia de Louis.

Su vida no es nada emocionante. Algo deprimente, tal vez.

Y por algún motivo cree (con algo de desesperación, para qué negarlo) que este hombre puede hacer que eso cambie.

-No me aburre -asegura después de pasar un rato pensando qué decir, con el dedo metido en un bol de crema recién vaciado. M. Cocinero arquea una ceja-. De verdad que no.

El otro mete algo en el horno y programa el aparato.

-Que conste que te avisé -dice, y se quita el guante de cocina. Sacha prefiere obviar el hecho de que le está pidiendo que le hable de su vida, tal vez de algo doloroso, cuando él mismo prefirió no contarle por qué lloraba esa noche en la terraza-. Hace unos meses mi mujer y yo nos divorciamos. No fue algo agradable. Sé que puede que no sea muy justo que hable de ella así, sin que sepas su punto de vista, pero no se portó muy bien conmigo. Me dejó sin nada: el negocio que llevábamos juntos, nuestro piso en las afueras… Todo se lo quedó ella -se encoge un poco de hombros. Hay pena en sus ojos oscuros, pero él se encarga de maquillarla un poco con una tímida sonrisa, para luego desviar la mirada hacia la gran cristalera espejada que da a la terraza del club-. La cosa es que justo entonces mi hermano acababa de conseguir un buen empleo, o eso me dijo. No me pareció justo arruinárselo con mis penas. Él no estaba todavía en disposición de ayudarme. Así que gasté lo poco que me quedaba en un hotel y esperé. La oferta de tu jefa fue todo un alivio, la verdad, aunque creo que todavía no es el momento de contárselo todo a…

El chef enmudece, un gesto de comedida sorpresa que a Sacha se le hace encantador. Entonces él sigue la dirección de sus ojos, y se encuentra con el sempiterno gesto huraño de Louis cruzando la ventana, probablemente en dirección a su cuarto en el ático.

-… Louis -termina Monsieur Chef, y el ruso, a quien se le han iluminado los ojillos, asiente, repentinamente feliz.

-¡Sí! ¿Lo conoces?

Su corpulento amigo se rasca la cabeza todavía con esa expresión de desconcierto tan graciosa en la cara.

-Teniendo en cuenta que estábamos hablando de él hace un minuto… Sí, creo que al menos lo conozco un poco a mi hermano.

Después de darme el undécimo cabezazo contra el cristal del ventanuco de nuestra habitación en el Chat, tengo una revelación.

Mi vida es una patada en los testículos tras otra.

Vale, no es una gran novedad. Supongo que todos lo llevabais sospechando un buen rato. Pero el hecho de que el karma haya decidido arrearme otro guantazo mandando precisamente al infame de Édouard para que me dé la primera pieza del puzle sólo me ha dolido los primeros diez minutos (o cabezazos). Ahora mi cabeza trabaja a toda velocidad.

Así que Gareth Maidlow, ése era el nombre. Su Exelencia, como lo llamaba Raymond, quiere deshacerse de mí a cambio de una generosa suma y la publicación de mis libros. Intento no pensar mucho en lo triste que resulta el que sólo tenga una oportunidad en el mundo editorial mediante los sobornos de un millonario, y, aplastando la cara en el cristal, me pregunto por qué.

¿Qué quieres de mí, Maidlow?

Gruño, y el cristal vibra. Sólo hay una forma de averiguarlo.

-Eh, gatito. Estás en mi sitio.

Meditabundo, sumido en los porqués, al principio no oigo la voz de mi protégé. De hecho, no la oigo hasta que él agarra el respaldo de la silla en la que estoy sentado y la inclina hacia un lado, enviándome derecho al suelo y provocando que casi se me salga el corazón por la boca.

-¡Joder! -se me escapa, mientras abro mucho los ojos en la penumbra-. ¿Qué mosca te ha picado?

La sonrisa sesgada de Raymond brilla, bañada por la luz rojiza del crepúsculo. Señala la silla en la que acaba de derrengarse.

-Mi sitio -resuelve-. Tu culo estaba en él. Aw, ¿a qué viene esa cara? Puedes sentarte en mi regazo cuando quieras.

Dice esto mientras se palmea el muslo. Y he aquí el origen de todos mis males, sentado en una silla destartalada, despeinado y creído. El mayor de los misterios. Yo suspiro y me froto la cara. Una parte de mí sabe que debería desear estrangularlo ahora mismo, pero en vez de eso lo único que cruza mi mente es algo sospechosamente parecido al alivio al verlo tan de buen humor y con ganas de guerra después de su actitud evasiva de estos días.

Todo este asunto me está volviendo loco de remate.

Sacudo la cabeza, todavía con todas esas preocupaciones revoloteando dentro, y me pongo en pie.

-No, gracias -le digo, ya que todavía se estaba tocando la pierna, expectante-. No estoy de humor para gilipolleces. Voy a dormir, así que hazme un favor y no jodas ninguna alfombra vertiendo vino en ella mientras yo no estoy. Seguro que se te ocurre alguna forma menos letal para mi cuenta de ahorros de fastidiarle la noche a alguien en tu día libre. À demain.

Y me dirijo hacia el baño. Aun así, y a pesar de mis intenciones de acurrucarme en mi bañera, nunca llego a alcanzar la puerta. En salto fugaz, Ray me intercepta, rodeándome el pecho con los brazos y apoyando la barbilla en mi hombro.

-¿Cansado? -pregunta, y su pecho vibra contra mi espalda cuando añade, esta vez en un hilo de voz grave-. Ya te dije que no tenías que pensar más en eso, gatito. Gajes del oficio.

-Oye, a lo mejor te parece increíble y tal, pero da la casualidad que mi vida orbita alrededor de otras cosas que no son tú -miento descaradamente. No sé si Ray me cree o no, pero de todos modos aprieta un poco más el cuerpo contra el mío y hunde la cara en mi cuello. Yo refunfuño. Mis sentidos, chillan de alegría.

En estos dos días, he tenido la cabeza tan ocupada en otras cosas que casi olvido los estragos que provoca su aliento en mi piel.

-Entonces deja de poner esa cara.

-Y si se ha muerto mi abuela, ¿qué? Creo que tengo derecho a poner las caras que quiera.

-Mentiroso -me estremezco-. ¿Quieres que te ayude a olvidarte de eso que te ronda la cabeza?

-No.

Sí.

Raymond resopla una especie de risotada en mi oreja. Las yemas de sus dedos me erizan la piel al escurrirse por debajo de mi camiseta.

-¿Hoy estás más salido que de costumbre, o me lo parece a mí?

-Es esa ucraniana loca. La del pegging -ante el tono casi exasperado de su voz, no puedo sino lanzar una carcajada sin aliento, y como respuesta inmediata, él mete la pierna entre mis pies y me empuja, haciéndome rebotar blandamente sobre el colchón. Sus ojos centellean desde lo alto.

Y por primera vez desde que nos conocemos, quien enseña los dientes soy yo.

Ray acepta el desafío sin dudar y salta sobre mí. Los segundos que siguen son confusos, un caos de mordiscos, arañazos y vueltas en la cama, como una pelea de perros callejeros, hasta terminar tan enredados en las sábanas que apenas podemos movernos. La electricidad estática en el ambiente nos revuelve el pelo. Yo jadeo, con su nariz rozando la mía, y entonces me doy cuenta de que tiene la nariz y las mejillas salpicadas de pecas casi desvanecidas. Ladeo la cabeza en un intento de verlas mejor, divertido, pero Raymond aprieta su boca contra la mía y el calor que me asalta la cara me hace cerrar los ojos.

Como siempre, sus labios están calientes y húmedos. Mis dientes chocan con los suyos, él alcanza las trabillas de mi pantalón, y yo me retuerzo y le araño los hombros, sin saber muy bien lo que hago. A mi cabeza parece faltarle el oxígeno necesario para razonar correctamente.

-¿Seguro que no quieres saber lo que te haría? -inquiere tras despegar los labios, moviéndolos por encima de la comisura de mi boca antes de avanzar hasta el hueco justo detrás de la oreja. A mí la satisfacción (y la excitación) me infla el pecho al distinguir el temblor en sus palabras. Sin esperar una contestación, frota la entrepierna contra la mía. Yo tengo que hacer un verdadero esfuerzo para no gemir. No me hace falta mucha imaginación para notar a la perfección su erección a través del pantalón-. Te arrancaría la ropa, de arriba a abajo.

Como para enfatizar eso, deja mi oreja, me muerde un pezón por encima de la camiseta y tira. Aunque le asesto un puñetazo a modo de recompensa, algo dentro de mis pantalones de estremece.

-Típico… e incómodo.

Él me ignora. Su cuerpo, normalmente siempre en tensión, parece la cuerda de algún arco, vibrante y a punto de dispararse.

-Y después te adornaría el cuerpo a mordiscos… así…

Los caninos afilados me aprietan otra vez, ahora en el punto en que se unen cuello y hombro. Yo lo agarro del pelo, mareado por la forma en que el movimiento de sus caderas me acelera el pulso. Hace rato que me he olvidado del dichoso Édouard, de Maidlow y de todo; y sé que mi protégé se está saliendo con la suya, pero la verdad es que no me importa mucho.

Si había un punto tres en la lista, Raymond debe haberlo obviado, porque después de eso se limita a empujarme con suavidad, bajando hasta que el bulto duro de sus pantalones se me clava entre las nalgas. Una mano traviesa desciende para acariciarme la entrepierna, obligándome a respirar hondo, porque un hormigueo caliente y casi eléctrico se me extiende por la cara y el pecho y me está matando. Encima de mí, Ray se relame los labios entreabiertos, con el pecho subiendo y bajando, casi al mismo ritmo frenético que alcanza cuando decide atreverse a sacarme el rabo del pantalón y comienza a masturbarme.

Y yo me vuelvo loco.

Gimiendo, aprieto su mejilla contra la mía. Ahora me embiste sin pudor alguno, como si estuviera penetrándome realmente, y mi imaginación se dispara con una imagen que es sexy y aterradora a un tiempo. Mientras lucho contra esa fantasía, mi protégé me gruñe en la oreja, me aprieta el glande. Y yo, sin poder aguantarlo un instante, dejo escapar un sonido ahogado y me abandono al tirón que me sacude el vientre, corriéndome en su mano.

Inspiro, espiro.

-Quiero follarte.

-E-en tus sueños.

-En mis sueños hago algo más que follarte.

Me reiría, pero todavía no he recuperado el aliento. Ray me mira, a unos centímetros de mi cara. La luz de fuera incide en esos ojos imposibles de leer. No hay una sola veta en sus iris de otro color que no sea el verde intenso. Son una trampa, arenas movedizas que podrían tragarme en cualquier momento. Como si supiera lo que pienso, él tuerce la boca en esa sonrisa suya, pero yo dejo caer los brazos, ya sin sonreír.

No puedo evitar sentir un atisbo inexplicable de tristeza al verlo.

-¿Quieres jugar a un juego? -suelto, antes de poder arrepentirme, y él, que se estaba estirando todo lo que las sábanas le permiten, se deja caer a mi lado y entorna un poco los ojos-. Déjame hacerte una pregunta. No hace falta que la contestes si no quieres. Pero sólo déjame hacértela.

Ray sonríe lentamente, burlón.

-Qué poco original, gatito. El mío parecía más divertido, además -yo me encojo un poco de hombros. Ahora puedo ver con claridad esas pecas, marrones y apenas perceptibles. Me molesta no haberme dado cuenta de su existencia hasta ahora-. Bueno. Dispara.

Cierro los ojos.

-¿Qué demonios haces aquí, Ray?

Resopla y su aliento me calienta la cara. No sé si es una risa o… No lo sé. Con él nunca sé nada. Soy ciego, sordo y mudo.

-Esta es mi jaula, Louis -dice al final, y yo vuelvo a mirarlo para encontrarme con un brillo casi melancólico en esas pupilas siempre imposibles de leer.

Él, sin embargo, se inclina hacia mí y vuelve a besarme, tanto tiempo que llego a pensar que todo mi cuerpo va a deshacerse y a fundirse con el suyo, y para cuando se separa otra vez, sé que he perdido mi oportunidad. Otra vez tiene esa expresión maliciosa plantada en el rostro, como si se estuviera riendo de mí.

Probablemente lo esté haciendo de verdad.

-Así que en mis sueños, ¿eh?

Cómo lo odio.

-No pienses cosas raras -gruño, mientras forcejeo para darle la espalda, enfurruñado-. Esto es sólo un juego.

No estoy enamorado de ti.

 

 

15

Un gatito entra en acción

(1ª parte)

15

-¿Un baile?

El café del centro es bullicioso y acogedor a estas horas de la mañana. Sin Édouard, con un sol tímido asomando entre las nubes y Chiara sentada enfrente de mí, el lugar parece mucho menos hostil. Sería perfecto de no tener a Raymond echándome el aliento en la oreja e intentando meterme mano desde el asiento de al lado.

-Algo así. Ya sabes que Ava se queja mucho, pero le encantan estas cosas, todavía más su fiesta de reveillon. Es la oportunidad perfecta de mostrar todo el despliegue de pompa y estilo del que hace gala el Chat. Lo organiza todo ella misma, de arriba a abajo, y sólo deja que los clientes elijan el tema de la fiesta. Y siempre, siempre, deslumbra a todo el mundo -Chiara hunde la pajita en la montaña de nata montada que emerge de su batido. Ya va peinada con el moño que usa en el Chat, pero verla sin el uniforme azul de recepcionista sigue desconcertándome un poco incluso a estas alturas. Sus labios maquillados de rojo envuelven la pajita un instante antes de que la utilice para apuntar a Raymond-. ¿Qué hace este aquí?

Mi protégé no la escucha. Apoyado en mi hombro, sigue con la mirada el trajín de la camarera. Siendo sincero, no estoy seguro si lo que atrae tanto su atención son esas medias de rejilla o los bollos que lleva de un lado a otro. Yo lo aparto -sólo para que vuelva a dejarse caer sobre mí-, y encojo el hombro libre.

-Ava me lo ha encasquetado y no puedo dejarlo solo. Quemaría algo, o escandalizaría a alguna ancianita enseñando el rabo en la puerta de la catedral -Chiara frunce el ceño-. Tú limítate a ignorarlo y tarde o temprano se cansará y buscará otra víctima. No puede estar concentrado en una cosa más de cinco minutos seguidos, debe tener déficit de atención. Por cierto, ¿y Sacha?

Ahora a la que le toca encogerse de hombros es a ella.

-No lo veo mucho últimamente. Herr pasa mucho tiempo en el Chat, y cuando él no está Sacha desaparece. Todavía no he tenido la oportunidad de preguntarle por qué. Espero que no le pase nada.

Asiento. Yo también lo espero. Al igual que Chiara, yo tampoco he visto casi a nuestro amigo. Y es raro, porque hasta hace unos días, Sacha siempre aprovechaba cualquier resquicio libre en mi horario para pasar el rato conmigo o traerme alguno de sus regalitos. Sólo espero que Anita no tenga nada que ver con sus ausencias.

Aunque no sé si es peor ella o su herr…

-Bueno, seguro esta noche no tiene más remedio que ir a la fiesta -Chiara se encoge de hombros-. Derek estará allí. Todos estarán, de hecho. La gran fiesta de fin de año de Ava no tiene nada que ver con sus otras celebraciones, esto es algo que nadie en el Chat suele perderse.

Y sorbe su batido con gesto pensativo. Ray vuelve a intentar una incursión suicida en mi pantalón como quien no quiere la cosa y se lleva un puñetazo de recompensa, así que, frustrado y aburrido, pasa por encima de mí, recoge la funda de su violín y se dirige hacia la puerta con movimientos sinuosos.

-¡Te estoy vigilando! -le grito desde mi sitio, lo que provoca que algunas cabezas curiosas se vuelvan hacia nuestra dirección-. ¡Ni se te ocurra enseñarle el pene a nadie en público!

Él me dedica una media sonrisa lobuna antes de desaparecer con un tintineo de la campanilla de la entrada, y un instante después Chiara y yo lo vemos arrojar la funda a sus pies, en la calle, el dulce lamento del violín llegándonos a través del cristal.

Yo hago rodar los ojos, pero aprovecho que mi protégé ya no está para inclinarme hacia Chiara con un brillo ansioso en los ojos.

-¿Hiciste lo que te pedí? -pregunto, y la emoción debe estar más que patente en mi cara, porque ella sonríe ampliamente, todavía con la pajita entre los dientes, y se lleva una mano al pecho.

-Soy una mujer de palabra, Monsieur Daguerre, y prometo que estoy en proceso de completar su misión -su tonillo solemne me arranca una risita ansiosa-. Esta noche tendré toda la información que necesitas.

Esta noche. Guau. No puedo creerme que esté tan nervioso por esto. ¿Soy idiota, o qué?

-Aun así…

Levanto la vista de mi café noir. Mi compañera bate las pestañas, la cara medio escondida detrás de su vaso, aunque sus ojos negros no hay una petición directa. Supongo que es una reminiscencia que le ha quedado de la forma de actuar dentro de los muros del Chat.

-¿Aun así…?

Ella vuelve a llevarse la pajita a los labios, rojos y sensuales, a pesar de que ya no queda nada que sorber. Yo observo un momento el ribete negro y espeso que forman sus pestañas alrededor de esos iris. No puedo evitar sorprenderme por la capacidad camaleónica de la italiana de esconder su verdadero yo dentro del club para convertirse en la máquina perfecta y voluntariosa que se encarga de la recepción.

Chiara deja caer los párpados y finge estar atenta a los posos del chocolate en el vaso, pero sé que me está mirando de reojo.

-Ya sé que te dije que lo haría sin pedirte nada a cambio, pero… es una pena, lo de la fiesta de Ava, ¿sabes? Es la única opción que hay para sacar lo mejor de nosotros y pisotear un poco a todos esos estirados, y sin embargo -sus pestañas vuelven a sacudirse. Ahora me mira igual que un cachorrito en una perrera. Fuera, el violín de Raymond lanza un gemido muy acorde con la carita desolada de Chiara-, Anita siempre lo estropea. Y no es justo, ella tiene a los mejores compañeros…

Al oír eso caigo en la cuenta de lo que me está pidiendo y enseguida noto cómo se me suben los colores a la cara.

-Dios, Chiara, no puedo -balbuceo, pero ella se apresura a tomar mi mano entre las suyas, y su mirada se vuelve tan vehemente que parece querer atravesarme el alma

-Nada de eso; te vi hacerlo en nuestra fiesta de Navidad, eres increíble, ¿no lo entiendes? -y sonríe, una mueca irresistiblemente encantadora que me retuerce el corazón, muy a mi pesar. Ahora entiendo por qué es ella la que se encarga de las relaciones entre los clientes y Ava. Es demasiado para cualquier ser humano-. Vamos, Louis, no puedo perder ante ella un año más. No podría soportarlo. Antes que eso me pegaría un tiro. Me tiraría al Sena. Me atiborraría a pasti…

-Lo pillo, lo pillo -la corto, gruñendo, porque algunos comensales cerca de nosotros han empezado a esbozar sonrisitas al verme enrojecer con Chiara sujetándome las manos. Después me apresuro a esconder la cara detrás de la carta, aunque no puedo contener un ramalazo de satisfacción al ver los gestos frustrados de los mirones de la mesa de al lado, que no habían quitado el ojo de las largas piernas de la recepcionista desde que entramos en el café-. Eh… ¿cuál es el tema de este año?

-Los felices veinte.

-Oh, dios.

Chiara me arranca la carta de las manos.

-Puedes hacerlo, Louis. Confío en ti. Y créeme, nunca antes en mi vida le había dicho eso a un hombre, ni pienso volver a hacerlo jamás.

Yo trago saliva, pero esos ojillos enormes y expresivos ya han hecho mella en mi voluntad. Derrotado, me hundo en el asiento.

-Está bien -farfullo-. Pero no te prometo nada espectacular.

No puedo decir nada más, porque la italiana prácticamente se arroja sobre mí con grito de alegría y me rodea el cuello con los brazos, lo que hace bufar a los mirones de la otra mesa.

-Es usted un auténtico caballero, Monsieur Daguerre -me exclama en la oreja, y entonces me deja la impronta burdeos de sus labios en la mejilla-. Tú no te preocupes por nada, yo me encargo de todo -promete, mientras me sujeta la cara entre las manos. Su expresión es la definición genuina de la felicidad-. Será el mejor espectáculo que jamás se haya visto en el Chat Bleau.

Y yo sonrío a mi pesar. Habría sido un momento encantador si Raymond no hubiera decidido aparecer de repente para meterme la lengua en la boca en un asalto sorpresivo.

 

 

 

Interludio

Erik

 

 

 

31 de diciembre de 2010, Ámsterdam.

 

-Eh, pirata.

La voz de Alice, algo distorsionada por el telefonillo de la sala de visitas, vibra dentro del cráneo maltrecho de Erik y disuelve aquello que estaba rondándole la mente. En su lugar, la cara impasible de su subordinada detrás de la mampara de metacrilato ocupa casi todo su campo visión. Él no puede contener una sonrisa. A fin de cuentas, es la primera visita que recibe en casi seis años de encarcelamiento.

-Mira quién aparece por aquí -saluda, mientras se rasca de forma inconsciente el parche que le cubre el ojo izquierdo, el que le ha hecho ganarse el apodo de su discípula-. Empezaba a pensar que te habían hecho picadillo. De hecho, estás hecha una mierda.

Él mismo nota el leve temblor de emoción en su voz. Alice, embutida dentro de un traje color marengo, parece vivita y coleando, entera, aunque con ese gesto de mala leche acentuado por sendas ojeras púrpuras bajo los ojos. ¿Eso quiere decir que ha conseguido lo que le encargó Erik hace tanto tiempo, justo después de aquel fatídico accidente?

Alice bufa.

-Creo que estoy bastante mejor que tú después de que te sacaran de esa furgoneta hecha mixtos -al decir eso lanza un rápido vistazo a la cámara de seguridad de la sala, pero Erik menea la cabeza. Las autoridades neerlandesas hace tiempo que han desistido de intentar sonsacarle nada de Hans, y él es un preso ejemplar. No se molestaron en grabar la primera visita de Alice, ahora tampoco van a hacerlo. Pequeños descuidos de un país donde la criminalidad es tan baja que las cárceles se encuentran siempre medio vacías-. Meterse en esa mansión fue cosa de niños, más todavía sacar ese estúpido cuadro tuyo. Resultó incluso más sencillo que desplumar a todos esos peces gordos en el Chat Bleau. Y hablando de eso, si me dejaras venderlo podría pagar tu fianza y sacarte de aquí de una vez. Estoy harta de tener que jugar al póker con esa panda de lloricas.

Erik abre y cierra la boca, sin poder decir nada. Alice tiene el cuadro. Había llegado a pensar que su pequeña ladrona no lo conseguiría.

-¿Y Raymond? -farfulla, obviando el resto de la conversación y con el corazón latiéndole con fuerza en la boca. No obstante, es preguntar eso y Alice hace una mueca que a él le retuerce el corazón. Ver cualquier indicio de humanidad en el rostro de su trajeada subordinada supone poco menos que el mismo inicio del apocalipsis. Sin poder evitar apretar el telefonillo, se incorpora un poco-. Alice, ¿y Raymond?

Ella se cruza de brazos en actitud defensiva, casi enfadada.

-Tu hijo es idiota. Idiota de remate -replica, y Erik gime, hundiéndose de nuevo en la silla de plástico-. Hice lo que me pediste, maldita sea. Los saqué a él y al cuadro de allí y los llevé a mi piso franco, donde Hans no pudiera encontrarlos. Lo único que tenía que hacer el muy imbécil era quedarse ahí, nada más, pero al parecer su diminuto cerebro fue incapaz de procesar la orden y para cuando regresé, ese mismo día, ya no estaba allí.

Él volvió a lanzar un quejido y se pasó una mano por la cara.

-Odia estar encerrado. Y sobre todo, hará siempre justo lo contrario de lo que se le pida, ya te lo dije.

-Me dijiste que era idiota, y, en efecto, lo es -ella vuelve a bufar, al tiempo que se ajusta la corbata-. Y yo lo subestimé; nunca imaginé que esos niveles de estupidez rozaran el absurdo.

Con un largo suspiro, Erik se frotó la cara. Cuando una Alice casi adolescente había acudido a visitarlo, apenas una semana después de que él hubiera ingresado en prisión, y le contó su plan, el ex ladrón no tuvo muchas esperanzas. Lo cierto es que no le fue fácil confiar en esa americana extravagante, que parecía saber cada detalle de su vida y que desde el minuto uno declaró sin parar su intención de convertirse en su discípula. Su primera reacción, de hecho, fue despacharla rápida y olvidarse del tema. No obstante, Alice comenzó a acudir cada semana a verlo, implacable y seria, y para sorpresa de Erik, demostró ser brillante y conocer al detalle los tejemanejes de Hans. Él nunca llegó a saber cómo se las arregló (y se las arregla) para saber todas esas cosas, eso forma parte de las habilidades secretas de su compañera. El caso es que con el tiempo, Erik fue cayendo en la ilusión de que realmente podían colarse en la pequeña fortaleza del alemán y robarle sus posesiones más preciadas.

Era obvio que algo iba a salir mal.

-¿Sabes a dónde fue? -pregunta, después de restregarse las sienes durante largo rato. Un ramalazo de mal humor y desesperación ha empezado a treparle por el estómago, aunque él hace lo imposible por tragárselo. Con Alice no funcionan esas cosas. Si le grita, ella sólo le colgará el telefonillo y se largará sin más-. ¿O dónde está ahora?

La pregunta queda en el aire un momento. Erik oye crepitar el telefonillo con la respiración pausada de Alice. De pronto ella hace una mueca de enfado, y al preso el corazón empieza a latirle un poco más rápido.

-Yo no tengo la culpa de lo que pasó.

-Alice…

-Hans debió tropezar con él -gruñe entre dientes, y Erik tiene que sujetarse a la mesa, porque de repente el mundo a su alrededor empieza a girar-. Hijo de puta inteligente. Es casi imposible quitárselo de encima. Quiere el cuadro de vuelta…

Él golpea la mesa, una mano cubriéndole los ojos.

-¿Dónde lo tiene?

-En el club de Ava Strauss, ¿dónde sino?

El Chat Bleau. Ahora a quien le toca insultar entre dientes al alemán es a Erik. Entrar en ese hotel por la fuerza es imposible incluso para alguien como Alice. Frau Strauss sabe jugar bien sus cartas, su club es inexpugnable.

Alice resopla, y cuando Erik levanta la vista, se encuentra sus extraños ojos violeta inquietantemente cerca.

-Se me ocurrirá una forma de entrar. Sólo déjame vender el cuadro y sacarte de aquí.

El preso asesta un puñetazo a la mampara, con tanta fuerza que consigue sobresaltarla. Pero sólo un poco.

-¡Ni se te ocurra! -sisea, con voz ronca. Es consciente de que suena amenazador, pero en realidad la angustia le araña las tripas desde dentro-. ¿No lo entiendes? Lo único que mantiene vivo a Ray ahora mismo es ese cuadro.

 

 

Febrero de 2004, Ámsterdam.

 

La lluvia le golpeaba el rostro con insistencia a través de la luna rota, pero fue el dolor agudo en su cara lo que terminó de despertar a Erik. Incapaz de abrir el ojo izquierdo, se preguntó por qué demonios la oscuridad era casi total y su cuerpo protestaba sin parar. Trató de ponerse derecho, con la mente aún entumecida, pero las terminaciones nerviosas de sus piernas chillaron. Estaba atrapado.

Y entonces recordó esa jodida caja, el viejo y la herida del disparo chorreando sangre. Recordó el chirrido de los neumáticos sobre el asfalto. No había estado atento, no pudo controlar la furgoneta.

No pudo controlar la furgoneta porque Ray lo había llevado al límite.

Gimió, temblando en el asiento del conductor. Apenas podía respirar, y algo en su ojo herido lo estaba matando. Raymond lo había distraído con su discusión idiota, y él lo maldijo en voz baja por ello. Estúpido adolescente egoísta, tonteando en el nido de la víbora sólo para hacerle rabiar. No sabía dónde se estaba metiendo, no sabía…

El hilo de sus pensamientos se cortó abruptamente. Su mirada maltrecha acababa de tropezar con un cuerpo inmóvil a su lado, y él sintió que se quedaba realmente sin aire en los pulmones. -Ray -trató de llamarlo, aunque su voz no fue más que un torpe jadeo, amortiguado por el tronar del agua sobre la carrocería de su vehículo. Ignorando el agudo dolor de sus extremidades, se estiró todo lo que pudo para alcanzar su cara-. Criatura.

El chico no se movió. Tenía la cabeza algo ladeada, un corte en la mejilla. Erik tragó saliva, consiguió rozar sus labios con las yemas de los dedos y aguardó.

Respiraba. Dios, respiraba. Con cuidado, tiró de él, aunque sus costillas magulladas le hicieron escupir sangre. Ray se había golpeado la cabeza y una brecha un poco fea le adornaba la sien, pero su pulso era razonablemente normal. El alivio hizo sacudirse con violencia el cuerpo de Erik, que, sin fuerzas, bajó la cabeza hasta apoyar la frente en el hombro del chico. En esa posición el dolor no le dejaba pensar con claridad, pero no pudo apartarse. Ya no estaba furioso. La culpabilidad, como la hiel, le dejó un regusto amargo en el paladar.

¿Quién era el culpable de todo aquello, sino él mismo? Fue el propio Erik quien había arrastrado al muchacho a esa vida asquerosa, así que no era de extrañar que Raymond hubiera terminado convirtiéndose en la criatura rebelde y destructiva que era. Y sí, las palabras que su hijo adoptivo le había dedicado antes de estrellarse habían sido corrosivas, pero… ¿acaso la respuesta de Erik había resultado mejor, llamando puta a su madre?

¿Por qué? ¿Por qué lo hizo? Erik nunca cumplió con lo que esa mujer le había pedido aquel maldito día, y a pesar de lo torturado y arrepentido que se sentía por ello, seguía arrastrando a su hijo en esa furgoneta roñosa y le mentía.

Volvió a gemir. Bajo él, el cuerpo y la expresión laxos de Ray parecían casi inocentes. Así, le recordaba un poco a ella, y por un momento sólo deseó que despertara de una vez para decirle la verdad que llevaba años rumiando en su interior.

Pero eso no llegó a ocurrir nunca.

El sonido de la puerta del copiloto siendo prácticamente arrancada de sus goznes casi le provocó un infarto, y lo llevó a rodear instintivamente con un brazo a Raymond. Entonces una cara deforme, cosida a cicatrices, asomó por el hueco recién abierto y Erik apretó con fuerza el cuerpo inerte del muchacho contra el suyo.

-Aquí hay dos pajaritos -Jordan sonrió, enseñándole los dientes irregulares en una mueca un poco monstruosa.

-Pero sólo queremos uno, ¿verdad?

El rostro de Hans tenía plantado un gesto burlón cuando apareció tras el de su matón. Erik notó perfectamente cómo sus tripas se revolvían, pero la náusea fue total al ver a Jordan partir el cinturón de Raymond con sus propias manos.

No.

-Pobre pajarito herido -una mano enorme, de cuatro dedos, enganchó al chico por la pechera, pero justo en ese momento Ray se removió con un quejido y en un acto reflejo se agarró a Erik.

-No te preocupes, nos haremos cargo de él.

No. No.

A pesar de que lo sujetaba con todas sus fuerzas, Erik no pudo hacer nada cuando Jordan tiró del chico y lo arrancó del asiento. De Ray sólo escapó un ruido apenas audible, lo último que su padre adoptivo oiría de él. Impotente, se removió en el asiento, pero ni siquiera pudo salir de la furgoneta, sus piernas seguían estando atrapadas bajo el metal retorcido, y tuvo que ver cómo Ray desaparecía de su vista.

Sentía los ojos gélidos de Hans con casi más fuerza que el golpeteo de la lluvia.

-H-Hans -barbotó de la forma más patética posible, forzando su cuerpo hecho trizas en una posición dolorosamente imposible-, p-por favor, Hans…

Dios, no te lo lleves. Haz lo que sea, pero no te lo lleves.

El alemán ladeó un poco la cabeza. Sonrió.

-¿Oyes algo, Jordan? -un gruñido negativo-. Yo tampoco. Aquí sólo veo un pajarito muerto.

Después se inclinó dentro del coche, hasta que esa cara cruel estuvo lo bastante cerca de la de Erik como para que éste sintiera su aliento caliente. Su voz era un susurro afilado.

-Ya te lo advertí: nadie deja nuestra pequeña familia. No existe la vida fuera de la banda. Nunca. Es una lástima que no quisieras entenderlo. Pero tranquilo, procuraré que tu hijo no cometa el mismo error que tú.

Y dicho esto, lanzó un beso al aire y se alejó con paso seguro, dejando a Erik doblado dentro de la furgoneta, ahogándose en un dolor desgarrador. Solo, con el cuerpo cada vez más frío y entumecido, el ex ladrón se apoyó como pudo en el respaldo de su asiento y cerró los ojos.

Antes de que la conciencia lo abandonara, oyó el lamento de una sirena en la distancia.

 

 

(2ª parte)

Madrugada del 1 de enero de 2011, París.

 

 

Hace rato que la ciudad de París entró en el nuevo año, pero en el microcosmos del Chat Bleu, nadie es consciente de ello. En el Gran Salón, acondicionado para la ocasión, el tiempo se ha estancado en algún momento de la segunda década del siglo veinte, de modo que no hay momento para acordarse del turbulento dos mil once cuando el jazz se desliza alegremente entre los pies de los asistentes, ni cuando la luz de más de dos mil pequeñas bombillas en el techo se refracta y multiplica en los vestidos, copas y espejos.

Desde su posición privilegiada, al fondo de la sala con herr Derek y Ava Strauss, Sacha debería estar encantado. Adora verse en un puesto mucho más exclusivo de lo que Anita jamás llegará a encontrarse, y, en especial, le encantan sus zapatos brillantes y el elegante (y ceñido) traje blanco a medida, el que reservaba para la ocasión y que le sienta como un guante. Sabe que es el momento ideal para hacer lo que mejor sabe, lucirse, y sin embargo, no puede. ¿Cómo va a exhibirse, si Louis no aparece por ningún sitio?

Por si fuera poco, la discreta mano de Derek no deja de subir y bajar, subir y bajar… Él lanza un quejido angustiado, y su mecenas deja su conversación con Ava un segundo para llevarse un dedo de la mano libre delante de la boca. Sacha se muerde el labio inferior y trata de no retorcerse mucho, aunque es difícil. Los dedos expertos de herr rodean por debajo del pantalón el escandaloso bulto en su entrepierna, masajeando, acariciando y apretando por todas partes. Y a pesar de que los pequeños sonidos estrangulados que salen de Aleksandr quedan camuflados por la música, y esa mano que lo tortura no llega a verse, oculta tras una mesa, el rojo intenso en las mejillas del ruso es bastante delator.

Ni se te ocurra correrte. Tendré que castigarte si lo haces, ¿entendido? (le había susurrado al oído un rato antes, durante la cena, provocándole un escalofrío). No querrás ensuciar ese traje, ¿no?

Sacha no había entendido muy bien a qué se refería entonces, cuando las manos de su amo sostenían cuchillo y tenedor. Ahora, aquellos dedos suben el elástico de su slip y se posan sobre la erección tiesa y caliente del ruso. En público. En la fiesta cumbre del Chat Bleu.

Un violento hormigueo sacude el bajo vientre del ruso al asimilar todo aquello. Las luces brillantes bailan al ritmo de Django Reinhardt y lo hacen sentir mareado y abrumado de golpe. Oye vagamente la conversación entre Ava y Derek, el palpitar de la fiesta, pero no acierta a entender nada. Herr lo envuelve en toda su longitud, caliente y firme, moviéndose hasta la punta y frotando con el índice la piel sensible de su glande. Sacha se cubre la boca con la mano, un calor sofocante subiendo por su tripa, y hace rodar los ojos. Suplicante, mira a Derek, pero él todavía se encuentra enfrascado en la conversación con madame Strauss.

-Ya ha pasado la media noche, pero no veo a tu favorita por ningún sitio -está diciendo, con la vista sumergida en el mar de luces, y en particular en el vestido de corte japonés que revolotea como una mariposa en el centro de la sala-. Parece que las costumbres no cambian y Anita sigue monopolizando toda la atención.

Arriba y abajo. Apretando, sujetando y acariciando. Sacha gime, muy bajito, pero de forma lo bastante audible como para ganarse un pequeño apretón en los testículos.

Ava Strauss, por suerte a una distancia y en un ángulo poco propicios para verlo, se lleva la copa a los labios y enarca una ceja.

-Chiara vendrá, tarde o temprano. Tal vez no lo sepas, Derek, pero aunque tenga el tamaño de un chihuahua, posee el carácter de un rottweiler ebrio de esteroides -Derek se ríe ante la ocurrencia, algo que se traduce en un cosquilleo de placer sobre la piel de Aleksandr-. No tiene nada de gracioso. Es una característica encomiable. Chiara nunca se rinde, a pesar de que es perfectamente consciente de que Anita siempre juega con ventaja dentro del Chat.

Unos metros delante de ellos, las extremidades de la asiática se mueven al compás de la música, guiada por un tipo alto. Como es costumbre, ya tiene a un grupo considerable de admiradores que la contemplan hundidos en sus asientos.

-Noto cierto retintín en eso que dices.

-Me gusta Chiara. Tiene carácter, talento y es mucho más noble que cualquiera de los que estamos aquí. Ah, venga ya, no pongas esa cara. Esa chica sólo tiene mala suerte. ¿Sabes cómo llegó a la ciudad?

Sacha intenta escucharlos, pero no puede. Su amo lo está masturbando sin ninguna clase de pudor, de forma ostensible y obscena. Ojalá esta escena no fuera así. ¿Por qué no se lo lleva a su habitación y lo ata a la cama? Ese dildo enorme que tanto desconcertó a Louis en su primera visita al cuarto de Aleksandr está cogiendo polvo, ¿por qué no usarlo ahora? Ahora sería un buen momento. Aunque claro, Derek debe estar vengándose de Sacha por haber ignorado su orden de atraer a Louis.

Él siente el sudor, caliente y pegajoso, descendiendo por su espalda, pero aprieta los dientes. Pues bien. Soportará el castigo como pueda y seguirá adelante, como hace siempre.

-Chiara llegó aquí con dieciséis años, becada por su escuela. Ingresó en una de las academias de baile más exclusivas del país valiéndose sólo de sus méritos, con lo que te puedes imaginar el talento que se gastaba ya en aquella época. Yo la conocí en una actuación en la Ópera Garnier, y te puedo asegurar que era extraordinaria. De hecho, estaba decidida a esperar a que cumpliera los dieciocho y contratarla para el nivel dos de la Jaula.

-Y la contrataste -Derek aprieta la verga palpitante de su protegido, quien tiene que contenerse de verdad para no dejar que su cuerpo se descomponga en miguitas-, de asistenta. ¿Qué ocurrió?

Ava suspira. Por un instante, su voz suena genuinamente apenada.

-Ese mundillo es terrible, Derek, salvaje. Y más cuando uno se acerca a los niveles que alcanzó Chiara. Ahí no se mide a una persona por sus habilidades, sino por su capacidad para no vacilar ni un momento a la hora de despellejar a quien se interponga en su camino. Es bastante similar a nuestro universo, si lo piensas -se acerca la copa a los labios, como dándose tiempo para reflexionar sobre lo que acaba de decir. Su interlocutor aguarda con gesto paciente, mientras su mano se mueve de forma malévola dentro del pantalón de Sacha-. Chiara había obtenido un papel protagonista, y eso levantó ampollas entre el resto de la compañía. El clima era tal que, a la salida de los últimos ensayos, una de sus compañeras la empujó por las escaleras. Ella se rompió una pierna en la caída, pero ninguna de sus colegas movió un dedo por socorrerla, así que se las tuvo que apañar para pedir auxilio por sí misma. Se recuperó, pero nunca volvió a bailar de forma profesional. Ni siquiera yo pude convencerla para que bailara así en el Chat, aunque accedió a trabajar aquí de todos modos, para pagar sus estudios. Y cada año viene a la fiesta de fin de año y demuestra que sigue siendo la mejor, aunque los vestidos y los hombres bonitos de Anita desvíen todas las atenciones. Por eso, Derek, es mi favorita y lo seguirá siendo hasta que deje este club.

La pieza que estaba animando el ambiente muere, y Sacha casi se cae del sillón cuando siente desaparecer el contacto de su amo. Herr Derek, que ya se ha olvidado de él, tiene la cabeza algo ladeada, en dirección a la propietaria del Chat, yel ruso gime, sin decidirse por sentir frustración o alivio. No tiene que preocuparse mucho por ello, de todos modos, porque antes de que pueda elegir una cosa u otra, las puertas del gran salón se abren, y quienes emergen del umbral, irremediablemente, atraen toda su atención.

 

 

-N-no estoy seguro de si podré hacerlo…

-Venga ya. Si te he convencido para que llegues aquí, es que puedes.

-Me tiemblan las rodillas, Chiara.

-No seas gallina. Toma, bebe y calla.

En mis manos vacías aparece de pronto una copa. Yo miro sin ver el contenido homogéneo y sin nombre antes de inclinar el vaso y engullirlo de un trago. El cuerpo me arde un par de segundos, y luego la angustia vuelve a helarme las tripas. Yo estiro la copa vacía hacia Chiara.

-Más.

La italiana me arrebata el vaso de un manotazo, con una risotada.

-Ni en tus sueños. Venga, mueve el culo y ciérrales el pico a todos.

Y después de arreglarse el cloché y cerrarse el largo abrigo cruzado,me arrastra hasta las enormes puertas de doble hoja y me arroja sin remordimientos al Coliseo, al infierno.

Y por un instante juro que soy incapaz de oír la música, porque la sangre se agolpa en mi cabeza, en un palpitar furioso. Me quedo inmóvil, en mitad de la nada, mareado, aterrorizado y con la vista clavada en mis zapatos. Intento recordar en qué maldito momento he decidido que esto era una buena idea, aunque estoy demasiado concentrado en no caerme redondo mientras Chiara me arrastra decididamente hasta el centro del salón.

A nuestro alrededor, un murmullo que resuena en mi cráneo. Puedo sentir la expectación arrastrándose sobre mi piel, y un sudor frío que resbala columna abajo, empapándome la camisa blanca.

Joder. Joder. ¿Por qué estoy haciendo esto? Qué estúpido soy. Tengo que tener un aspecto ridículo ahora mismo y ni siquiera puedo salir huyendo. Al pensarlo siento el impulso de calarme todavía más el sombrero ante los ojos, pero el miedo escénico me paraliza en el sitio.

Respirando entrecortadamente, y sin atreverme a despegar la vista del suelo, empiezo a notar cómo se me cierra el estómago con ansiedad, en una náusea infinita. De pronto, y justo cuando mi imaginación amenazaba con desbocarse y a situarme en los peores escenarios del ridículo, la música languidece hasta morir y los pequeños y finos dedos de Chiara toman los míos. Su mano envuelve mi mano pegajosa y el mundo deja de tambalearse. Veo su abrigo hecho un ovillo en el suelo -una imagen que tarde en ser analizada en mi cerebro-, y luego su cara inclinada invade mi campo de visión. Esos ojos negros chispean furiosamente al son de los primeros acordes de la siguiente pieza.

-Respira, Louis -susurra-. Lo vas a necesitar si quieres seguirme el ritmo.

Y antes de que el terror vuelva a nublarme la vista, el contacto con su mano se convierte en un firme apretón y la italiana empieza a bailar. Yo tengo que alzar la mirada, y por suerte darme cuenta por fin de que realmente tenemos todos esos ojos clavados en nosotros ya no me produce tantas náuseas. Los flecos del vestido de Chiara, tachonados de lentejuelas, se sacuden reflejando la luz de las bombillas y devolviéndola en una nube de destellos dorados. Yo, fascinado al igual que el resto de espectadores, dejo que la recepcionista tire de mí y me arrastre al movimiento casi líquido de su cuerpo. Mis piernas empiezan a moverse solas, primero de forma un poco robótica y enseguida adaptándose a los gestos fluidos de mi compañera.

Y para cuando quiero darme cuenta, sujeto a la italiana como si llevara haciéndolo toda la vida, golpeando el suelo según exige el ritmo alocado de la música y en una combinación perfecta. Es una locura. No teníamos nada preparado, y aun así, bailamos una coreografía inexistente y frenética, que manda volando mi sombrero y hace aparecer rosetones en las mejillas de Chiara. El público, antes disperso, forma un corrillo a nuestro alrededor que termina constituyendo nuestra pista.

Quiero arrepentirme de esto, pero sencillamente ya no puedo.

Al final, sólo nos detenemos cuando la última nota de la canción ha dejado de rebotar en las paredes y se difumina entre chaqués y tacones de aguja. Nada más hacerlo, la multitud nos envuelve en un abrazo asfixiante y entusiasta, y una copa de champán se materializa en mi mano, mientras la otra es estrechada vigorosamente. Yo intento respirar, abrumado, y trato de no perder de vista a mi compañera, aunque eso no es difícil. Nuestros admiradores la aprietan contra mi pecho, incitándonos a un segundo baile.

Los ojos de la italiana brillan en una emoción que es casi contagiosa, pero cuando me agarra por los hombros puedo ver un destello malévolo en esas pupilas.

-¿Todavía te tiemblan las rodillas? -me grita, por encima del ruido de conversaciones, y yo gimo y arrugo la nariz como si me hubiera golpeado. Ella no me hace mucho caso-. Vamos a por otra, venga.

Y empieza a llevarme fuera de la maraña de gente, pero yo empiezo a gruñir. De repente acabo de recordar por qué estoy aquí, y me encargo de hacérselo saber:

-Oye, oye, ¿no te olvidas de algo? Tal vez una cosita que tenías que decirme, ¿hein?

Ella gira la cabeza, sus labios rojos curvándose lentamente.

-Te contaré lo que quieras de Gareth Madilow mientras bailamos, cher -replica, sin ningún atisbo de vergüenza, al tiempo que su cuerpo vuelve a moverse con la música.

Y yo no tengo más remedio que seguirla.

 

 

-Eso ha sido toda una sorpresa.

Para gran agrado de Derek, madame Strauss se yergue en su asiento y prorrumpe en una carcajada musical, justo tras ver la cara que se escondía bajo el fedora del acompañarte de la recepcionista. Él la escucha reírse, satisfecho. Hacía una eternidad que de su vieja amiga no salía un sonido tan alegre, y siempre es agradable ver menearse el trasero de Louis Daguerre.

-Bueno, no es para tanto, ¿no? -Maya, que se ha abierto paso hasta el sofá, junto a herr, tuerce el gesto como si acabara de chupar un limón. Normal, Anita y ella son buenas amigas, o eso es lo que dicen-. Quiero decir, míralo. Su estilo ni siquiera está pulido. Parecía un espantapájaros espasmódico.

De reojo, Derek mira a Aleksandr, que hasta entonces había estado acurrucado y hundido contra el respaldo, contemplando a su adorado rubio con fascinación. Ahora, el ruso lanza una ojeada venenosa en dirección a la mujer de los prismáticos.

Él vuelve a sonreír.

-Si se moviera como un espantapájaros espasmódico, no tendría a medio Chat intentando llevárselo a la cama ahora mismo, ¿no crees? -comenta, y señala con el vaso la nube de personas que rodea a monsieur Daguerre y lo atosiga con regalos y alabanzas. Maya casi se atraganta con su cóctel. Luego lanza un bufido, irradiando indignación, y con un taconeo se larga sin mediar palabra.

-Eres terrible, Derek -Ava le da una palmada en el hombro, pero el tono divertido en su voz no pasa desapercibido al alemán-. Sí, tú ríete. Si supieras los dolores de cabeza con los que me acuesto por tu culpa, no…

La frase se corta abruptamente, quedando para siempre en el aire aquello que la dueña del Chat iba a decir. Ava se ha quedado paralizada, con una expresión pétrea en el rostro, y cuando herr Zimmermann sigue la dirección de su mirada y descubre la alta y trajeada figura que acaba de atravesar el umbral del salón, su sonrisa también comienza a decaer.

-Esto que es inesperado -comenta , volviéndose hacia su amiga, pero Ava ya se puesto en pie y se dirige hacia su despacho con una resolución un poco funesta. Derek inspira hondo y se estira para dejar su vaso sobre la mesa.

Así que la fiesta ha terminado para Ava Strauss. Menudo desperdicio.

El alemán chasquea la lengua, decepcionado, antes de plantar la mano en la cabeza rubia de Aleksandr. El ruso está tan embobado con lo que ocurre en la pista improvisada que ni siente el contacto, pero Derek se encarga encantado de recordarle por qué está ahí, y sus dedos se cierran sobre ese pelo suave. Aunque sabe que no lo sujeta con la fuerza necesaria para hacerle daño, un leve temblor, casi eléctrico, sacude el pequeño cuerpo de Sacha.

-¿Por qué no subes a tu habitación y me esperas ahí? -le dice, en poco más que un susurro, e inmediatamente Aleksandr gira el cuello todo lo que su amo le permite, los ojillos brillantes. El ruso no se atreve a replicarle, pero su expresión suplicante hace curvarse los labios de Derek-. No es una sugerencia.

Aunque ahora vaya a encargarse de otros asuntos, no tendría por qué echar a Sacha de la fiesta; de hecho, normalmente suele dejar que el chico se pavonee toda la noche por el salón, como le gusta hacer. Pero esta vez es distinto. Derek quiere que aprenda la lección sin tener que ponerle la mano encima siquiera.

-Sube a la habitación. Tal vez así tengas más ganas de hacer lo que se te dice la próxima vez.

Todavía sujetándolo del cabello, deja que sus palabras calen en la cabecita hueca del rubio y después lo libera. Sacha sólo baja el mentón, rodeado de un aura triste, y su herr lo ve alejarse antes de dejar el sofá, vaso en mano.

No ha conseguido alejarse ni dos pasos cuando ante él aparece un hombre. El recién llegado a la fiesta muestra una media sonrisa igual de afilada que un cuchillo, cabello pajizo repeinado y ojos glaciales que recaen en Derek un instante antes de pasearse por la sala, como buscando a alguien.

Herr Hans Herke -dice el pelirrojo, acompañando el saludo con un movimiento del vaso-. ¿Viene sin avisar a la fiesta, o es que Frau Strauss ha cometido el descuido de no poner todos los objetos de valor del club a buen recaudo?

La sonrisa de Hans se ensancha lentamente, pero hay un brillo férreo en esos iris azules. Él casi puede percibir el odio tratando de acuchillarle mientras se apoya en el reposabrazos del sofá.

Bueno. Realmente hay algunas costumbres que no cambian nunca.

-Tan bocazas como siempre, Derek -escupe el otro-. No estoy dispuesto a malgastar mi tiempo contigo. ¿Dónde está Ava?

-Dale un respiro, Herke. No hay nada que puedas desvalijar ya en el Chat Bleu. ¿Por qué no pruebas a hacer un butrón en el Musée d’Orsay? Seguramente no encuentres el cuadro que estás buscando ahí, pero los que exponen se acercan bastante a tus criterios, y tampoco creo que tengas ningún reparo en llevarte dos o tres nuevas adquisiciones debajo del brazo. A fin de cuentas, es tu pan de cada día, ¿no?

Hans entrecierra los ojos inmediatamente. Al volver a hablar, Derek tiene que aguzar el oído para entenderlo, porque su voz no es más que un gruñido áspero y peligroso que apenas se hace oír por encima de la música.

-Eres un buen perrito faldero de Frau Strauss, pero deberías tener cuidado con lo que dices. Tal vez debería buscarte un buen bozal.

Derek se ríe entre dientes y da un sorbo al contenido de su vaso. El tintineo del hielo es el único sonido que interrumpe el silencio entre los dos hombres durante unos segundos, tiempo que el pelirrojo dedica a paladear con deleite  la bebida. Las amenazas veladas de Hans le producen una preocupación equiparable a la que siente al comprobar el pronóstico del tiempo cada día. Cercana a cero, vaya.

-¿Vas a azuzarme a tu matón deforme, o te lo has dejado atado en la puerta? -pregunta, al tiempo que posa su vaso sobre la mesa y salva la distancia entre los dos en un tranquilo paseo-. Siempre dispuesto a salpicarte los zapatos de sangre y vísceras, ¿eh? Qué pena. Sigues empeñado en demostrarme que sólo eres un perro rabioso, Hans, sin ningún tipo de los escrúpulos que precisa un verdadero amante del arte. Márchate de vuelta a Holanda con tu pataleta. Aquí no tenemos el cuadro que perdiste (y que no te pertenecía desde el principio), por desgracia.

En cuanto termina lo que quería decir, Derek hace un gesto de despedida con la mano y pasa junto al rubio, pero Hans es más rápido y sus dedos se enganchan en su hombro. Al inclinarse hacia él, su cabello rubio le roza la sien.

-Algún día haré que te tragues toda esa palabrería pedante, Derek Zimmermann, y no será algo limpio, precisamente. A este ritmo, la misma Ava tendrá que rascarte de sus bonitas alfombras persas.

Él lo mira de reojo, relamiéndose, y se desase del apretón de Herr Herke.

-No me hagas reír, por favor. Te recuerdo que yo no soy ese chico de diecisiete años al que tanto te gustaba sacudir. Y hablando de Raymond -sacude la cabeza, en dirección al centro del salón. La figura del prostituto destaca sobre la orquesta, tocando el violín-; te recomendaría que no dejaras que te viera por aquí.  A no ser que quieras que termine arrojándose al Sena de una vez por todas, claro.

Y lo deja atrás, con paso seguro. El otro no vuelve a retenerlo, aunque Derek siente aquellos ojos fríos clavados en su nuca como sendos puñales de hielo. Es cierto que no tiene miedo de su viejo rival, pero una parte de él sabe que debería andarse con más cuidado. Sabe de sobra cómo es un Hans enrabietado, y cuál es la situación de Ava. El que Herr Herke haya decidido reaparecer en el club no hace más que confirmarle que a partir de ahora las cosas no van a andar tan tranquilas por el Chat. Pero bueno, Derek es un hombre de negocios. Y como todo excelente hombre de negocios, sabe a la perfección cuándo tiene que dejar que su rival ejecute la siguiente jugada.

Además, Herr Zimmermann tiene otro frente abierto ahora mismo que se presenta mucho más jugoso e interesante que el de Hans, y, sumergido en la multitud, estira levemente el cuello, buscando a su objetivo. No tarda mucho en encontrarlo. Esa silueta desgarbada y flacucha es inconfundible, y él sonríe al distinguirla entre la marea de trajes.

Ya que Sacha se niega a hacerlo, es hora de que él mismo dé el primer paso para atrapar a Louis Daguerre.

 

 

Los clientes del Chat son caprichosos y nos hacen bailar mil cosas diferentes a Chiara y a mí, saliéndose incluso del tema de la fiesta. Entre el charleston, las copas que prácticamente me incrustan en las manos y el ritmo incesante de la música, empiezo a sentirme un poco mareado, pero de alguna manera me las apaño para mantenerme en pie. Necesito hacerlo, porque la recepcionista se encarga de ponerme al corriente, por fin, de su pequeña investigación, y, mientras me guía en un rápido quickstep, me habla de lo que ha descubierto del duque y de su relación con mi protégé. Yoprocuro escucharla y bailar sin perder el hilo, aunque, por desgracia, lo que tiene que contarme no es mucho.

Al parecer, Gareth Maidlow es un habitual casi religioso del Chat, pero prácticamente desde el inicio, sus visitas se limitan al primer nivel de la Jaula, a la habitación de Raymond. Lo introdujo en el mundillo su padre, copropietario de una empresa automovilística británica y toda una joyita aficionada a las lolitas y a la cocaína. Curiosamente, su hijo no tiene absolutamente nada que ver con él, con un historial intachable. Mientras el desgraciado de su padre pierde gran parte de su vida organizando orgías en el segundo nivel y amargando la vida al personal de limpieza, el duque se limita a acudir al Chat una vez por mes, pasar la velada con mi protégé y volver a Gales sin hacer mucho ruido. No hay más. Ni chanchullos, ni broncas, ni jaleos. Nada. Sólo una aburrida y mecánica rutina.

Es… casi decepcionante.

-¿Puede ser que realmente sólo se haya encaprichado de Raymond y esté intentado quitarme de en medio? -me pregunto en voz alta cuando termina la canción y me detengo a tomar aliento. Chiara, roja y acalorada, se aparta el pelo de la cara y se encoge de hombros.

-No sería el primero, ni el último -dice-. Aunque no lo creas, ocurre más a menudo de lo que parece, y es todavía peor con trabajadores como Anita o Ray, que están en lo alto de la tabla.  Algunos clientes habituales se vuelven un poco locos y se obsesionan. Recuerdo que, cuando empecé a trabajar aquí, había dos tipos que no hacían más que tirarse de los peluquines por Raymond cada vez que se cruzaban. Había pelo postizo por todas partes. Fue horrible.

Yo frunzo el ceño, algo asqueado por la imagen mental y reacio a conformarme con esa versión. Por toda la parafernalia que ha montado el duque (soborno incluido), imaginaba que tendría motivos más profundos que un enamoramiento adolescente. Pero visto lo visto, creo que me equivocaba y el tal Gareth es menos serio de lo que pensaba.

Mientras yo rumio lo que me ha dicho Chiara intenta que sigamos bailando, pero a mí me vuelven a temblar las rodillas, y esta vez no tiene nada que ver con los nervios. Ella me mira con los brazos cruzados, hace rodar los ojos y se larga detrás de las faldas de una de las vedettes del club, entre refunfuños acerca de lo blandengues que somos los hombres. De pie y solo como un idiota, la veo marcharse, sus contornos algo borrosos, para después percatarme de que ya hay varias miradas golosas clavadas en mí. Con un estremecimiento, me escabullo antes de que algún cliente decida obsesionarse conmigo en lugar de con su prostituto de confianza, y desaparezco de escena.

El entramado de pasillos que desembocan en el gran salón son mucho más tranquilos en comparación y no hay nadie que me pida bailar, para alegría de mi cuerpo agotado. Como no tengo nada mejor que hacer, vagabundeo sin un rumbo fijo, procurando fijarme en las caras de los pocos rezagados de la fiesta con los que me cruzo. Albergaba la ilusa esperanza de cruzarme con Monsieur Maidlow por aquí, ya que no se ha dejado ver por el salón, pero es una pena que no tenga demasiada suerte y que al final termine en un corredor pobremente iluminado. Todavía me mantengo en pie, pero las luces tenues del club deslumbran mis retinas y mi cabeza burbujea, del mismo modo que el interior de una botella de Perignon, así que este sitio, silencioso y tranquilo, parece un buen lugar para descansar un rato.

O eso es lo que pensaba. Porque, como es habitual (más aún en mi estado), él es tan sigiloso que no lo oigo acercarse por detrás. Al menos no hasta que siento su aliento en mi nuca.

-Me pareció haber visto un lindo gatito en la pista de baile.

El que faltaba.

Yo siento el calor demasiado tarde. Sólo puedo resoplar al notar, como una serpiente sinuosa, su brazo aparecer por uno de mis costados y rodearme la cintura.

-Raymond. Las manos -gruño de mala gana, aunque tampoco hago un gran esfuerzo por deshacerme de él. Mintiéndome un poco a mí mismo, le echo la culpa al alcohol y me abandono al agradable contacto.

Mientras, esos dedos maliciosos se retiran (un poco) de mi entrepierna igual que la marea, medio a regañadientes, pero mi cuerpo no tarda más de una fracción de segundo en electrificarse cuando su aliento, denso y caliente, se cuela por el cuello de mi camisa y resbala perezosamente sobre mi piel.

-¿No puedes dejar pasar una sola oportunidad para acosarme sexualmente, verdad?

-Es difícil no hacerlo después de casi una hora viéndote menearte así -replica él, restregando cebolleta con su falta habitual y absoluta de vergüenza-. ¿Por qué nadie me dijo antes que eras capaz de abrirte así de piernas? Eso hubiera facilitado mucho las cosas. ¿Qué más sabes hacer, eh?

Lap dance -balbuceo, muy serio, pero mi cuerpo me traiciona con una sonrisilla idiota. Ahora estoy seguro de que tanto champán está haciendo estragos en mi organismo, porque casi me alegro de verlo tan contento.

Pero sólo casi, ¿eh? Y por el champán. Nada más.

De forma un poco torpe, consigo librarme de su abrazo y me alejo hasta alcanzar la pared, sólo para sacudirme la sensación candente y hormigueante que estaba empezando a apoderarse de la parte baja de mi cuerpo. No obstante, cuando apoyo la espalda en el muro, cruzado de brazos y con el ceño fruncido, me doy cuenta de que he cometido un error.

Enfrente de mí, Raymond, todavía con el brazo que me rodeaba en alto, tiene un aspecto totalmente diferente a… bueno, a su pinta de desharrapado de siempre. Ava debe haberlo obligado a participar en la fiesta, porque viste unos pantalones de traje negros, camisa mal remetida, tirantes y un fedora azul oscuro. Al pillarme mirándolo, su lengua se escapa para recorrer la fina línea de sus labios en un movimiento rápido y nervioso antes de descubrir sus dientes.

Con verlo se me pone un poco dura.

… ¿Qué pasa? Uno tiene sus fetiches.

Definitivamente, el alcohol se me ha subido a la cabeza. Y no sólo el alcohol, también una oleada de sangre caliente que se me acumula en la cara, en el cuello, el pecho y todas partes. Cierro los ojos, en un intento de poner firmes a mis neuronas ociosas, pero entonces oigo pasos casi imperceptibles. Cuando levanto la cabeza, sus ojos me están perforando tranquilamente la piel. Y a mí el cerebro me hace un fundido en negro bastante dramático.

El pasillo solitario y el excelente humor de Raymond después de la fiesta. En un universo paralelo, tal vez este sería un buen momento para volver a intentar arrinconarlo y hacer que me hable de Maidlow y sus tejemanejes. De hecho, sería la ocasión perfecta de no ser por mi polla, que también ha decidido que este es el momento ideal para ponerse rígida como un bloque de hormigón armado.

-Me molestas -farfullo entre dientes, ya sin saber ni lo que digo, y entonces me echo a reír, como un gilipollas-. Me pones cachondo y eso me molesta, Raymond.

La sonrisa de depredador de Ray se ensancha lentamente, mientras la luz amarillenta arranca tonalidades misteriosas de verde a esos iris.

-¿Me haces una demostración? -ronronea, sin venir a cuento, y de pronto me agarra y me levanta en vilo, colándose entre mis piernas y aplastándome con su cuerpo contra la pared. De mí sólo escapa un sonido como de fuelle, al quedarme momentáneamente sin oxígeno,  y luego tengo que agarrarme a él, sujetándolo por los tirantes, porque el castañeteo que hacen sus dientes al chocar con los míos me pone la piel de gallina y me acelera el corazón en un redoble furioso. Su lengua me invade la boca, hambrienta y sin dar concesiones, durante un minuto entero, hasta separarse de mí con un sonido húmedo-. De lap dance, digo -añade, con voz ronca y entrecortada, y su cara se encuentra tan próxima de la mía que puedo verme reflejado en sus ojos, despeinado y enrojecido como una langosta.

Tampoco puedo concentrarme mucho en lo que dice, o en lo que veo. Los contornos de la cara de Raymond se difuminan en los bordes, entremezclándose con el fondo en mi cerebro. Él, impaciente, me aprieta el culo, me levanta un poco más y su lengua marca el camino hasta mi oreja, deslizándose sobre el cuello. Yo sólo jadeo, atrapando su cabello revuelto y escurridizo entre los dedos y con la mente saturada por la sensación ardiente y delirante de esos dedos amasando mis nalgas.

Sólo por pura malicia, muevo las caderas en círculos sobre su polla enhiesta, apenas contenida por el pantalón de traje. No tardo en oírlo gruñir con frustración en mi oído, mientras presiona todavía más sus caderas contra las mías hasta hacerme sentir su pulso frenético directamente en mis bajos fondos.

-¿No querías una demostración? -las palabras se escurren fuera de mi boca, empujadas por el alcohol y a trompicones. Incluso Raymond se sorprende del tono caliente y lascivo.

El culpable es el Perignon, por supuesto.Pero a Ray no le importa lo más mínimo. Al menos no es eso lo que dice la chispa que acaba de inflamarle la mirada, ni sus dedos hundiéndose casi con crueldad en mi carne. Ni qué decir de la forma tremendamente erótica en que se mordisquea el labio, que hace que me duela la entrepierna sólo de verlo.

-Quiero una demostración. Contigo en bolas y mi polla bien hondo dentro de ti.

Intento responderle con una risa sarcástica, pero esa imagen en mi cabeza la transforma en un sonido quejumbroso. Cabalgar a Raymond en una pervertida sesión de lap dance. Con pensarlo me dan palpitaciones y un temblor de excitación me sacude el pantalón a la altura del bajo vientre.

Y, sin embargo, al mismo tiempo algo en mi pecho se estremece con un pinchazo de inquietud.

-T-tendrías que hacer méritos para conseguir eso, estúpido -acierto a gruñir al final, tratando de contener ambas emociones. Sin mucho éxito con todas, a juzgar por el desafiante bulto en mi pantalón.

Raymond me ignora de forma flagrante y hunde la cara en mi cuello.

-Deja de resistirte y ríndete -resuella, en parte por el esfuerzo de sujetarme en volandas contra el muro, pero principalmente por la tortura a la que lo estoy sometiendo, restregándome contra él.

-Jamás.

Y en venganza consigo colarme dentro de su camisa y le pellizco un pezón.

-Déjame desvirgarte… -insiste, aunque tiene que detenerse a gemir un instante, porque mis dedos lo están retorciendo como si metieran la llave en el contacto de mi viejo Citroën AX. Yo me estremezco al oírlo, gimiendo también-. Puedo hacerte gritar.

-Me haces gritar todos los putos días. Cada jodido minuto que ocurre algo en el club.

-Quiero follarte de tal forma que no puedas ni respirar, sólo pedir más -asegura, esta vez sus labios rozando los míos mientras habla. El ruido sordo, breve y vibrante de nuestras respiraciones parece algo físico en el reducido espacio entre nosotros. A mí me va a estallar la cabeza y algo más-. Quiero tenerte sudando y temblando y gimiendo mi nombre hasta dejarte sin voz. Quiero romperte el culo, Louis, me lo lleva pidiendo desde el primer día. ¿En qué idioma quieres que te lo diga?

Y como corroborando sus palabras, me pellizca el trasero y aprieta su entrepierna caliente y dura contra mí. Yo me quedo en blanco mientras lo hace, la imaginación se me ha vuelto salvaje y mi polla me suplica cosas que no sé si puedo satisfacer.

Una parte de mí está aterrorizada, pero apenas la oigo detrás del velo de champán y excitación que me embota los sentidos. Aun así, es esa misma parte la que consigue abrirse paso entre las guarrerías de Raymond y sus malévolas caricias, y me oigo a mí mismo replicar débilmente:

-Que no, pesado…

-¿Por qué? -pregunta, mientras se las apaña para sujetarme contra la pared con una mano y deja la otra pasearse libre por debajo de mi camiseta-. Dame un solo motivo.

Hay miles de motivos. Miles, no exagero. Se me ocurren tantos que podría hacerme dos bufandas con la lista, una para mí y otra para Sacha. Pero en el momento que abro la boca, con la confusión y el muy hijo de puta sobándome por encima del pantalón, va y sale la más estúpida de todas.

-Soy activo… idiota…

La respuesta inmediata es una risotada que retumba en el corredor. La pega es que no proviene de mi protégé, que ha vuelto la cabeza con fastidio. Yo me asomo por detrás, todavía sin aliento, para ver tras nosotros a un grupito de espectadores muy bien vestidos y elegantes, pero con escaso sentido de la decencia. Nulo, teniendo en cuenta la forma entusiasta en que una de ellos graba nuestra pequeña exhibición con su teléfono móvil.

-No me mire así, Monsieur Daguerre -me pide el autor de esa risa, un tipo joven con una sonrisilla irritante, ante mi odio fulminante-. No me diga que no era una broma.

Raymond se relame los labios enrojecidos, con expresión hastiada.

-Estamos ocupados.

-Circulando -les increpo yo, y me olvido instantáneamente de ellos, mirando a mi protégé con los ojos entrecerrados-. No es ninguna broma. No me gusta.

-¿Cómo vas a saber si te gusta o no si no lo has probado nunca? -su cara vuelve a adoptar esa expresión subida de tono y pervertida de hace un momento, y sacude las caderas, hundiendo su verga entre mis nalgas y provocándome a mí un respingo, una salva de discretas risitas a nuestra espalda-. En cuanto te ponga a cuatro patas cambiarás de opinión.

Yo noto cómo el calor me invade las mejillas, y no completamente por el momento de cachondez.

-Te estoy diciendo que no soy pasivo -balbuceo, y como respuesta recibo otra tanda de risitas del fondo norte. Esta vez, aunque los intento asesinar con la mirada no sirve de nada-. ¡A callar, voyeurs de pacotilla!

Iba a seguir con la retahíla de improperios, pero por suerte o por desgracia Ray levanta la mano libre y me introduce dos dedos en la boca, y de mi cuerpo no sale más que una especie de gemido ahogado.

-¿Eres consciente de que pareces exactamente eso ahora mismo? -me suelta, con una risa gutural y sustituye esos dedos largos y delgados por su lengua, haciendo que mis ojos rueden un momento dentro de sus órbitas. Por otro lado, la mano húmeda de mi saliva desaparece de pronto de mi campo de visión, y el pinchazo de pánico de antes se convierte en un temblor que sacude mis extremidades. No obstante, la lengua de Raymond es una taimada experta, y pronto no puedo pensar en nada que no sea la manera en que se enrosca alrededor de la mía y me deja sin aliento.

Y el cuerpo de Ray es caliente y sensual, y la seguridad con que me aplasta contra la pared no me deja poner pies en polvorosa, y yo ya no recuerdo qué era lo que me daba tanto miedo hace unos segundos y…

Y…

-Eh, ¿y esa?

-Viene hacia aquí.

-¿Qué hace con eso?

-¡Está loca, apartaos!

Estaba nadando en el séptimo cielo del placer cuando algo húmedo me abofetea con fuerza y comienza a escurrírseme por la cara y la espalda. Y ese algo está jodidamente helado.

Godverdomme! -jadea un Raymond empapado, y de la sorpresa me suelta, con lo que yo resbalo contra el muro hasta quedar desmadejado en el suelo, con las piernas en alto, todavía medio enganchadas a sus caderas.

A nuestra izquierda, Chiara arroja la cubitera vacía al suelo.

-Se acabó el espectáculo -con un gesto impersonal, se dirige hacia nuestro grupo de boquiabiertos admiradores-. Despejen el pasillo, si no les importa.

Pero ellos se quedan quietos y mudos, viendo cómo la secretaria se agacha para recoger un puñado de cubitos del suelo.

-Sabía que no podía dejarte solo -me dice, antes de arrojárselos de uno en uno a Raymond, que parece estar tardando en recuperarse del shock-. Hombres -añade, en un resoplido enfadado-. Para uno decente que encuentras, es bobo como él solo.

El quinto cubito golpea la melena casi pelirroja de mi protégé, y la italiana, ya sin munición, se acerca, me agarra del brazo y me arrastra lejos de él. Sólo entonces Ray parece reaccionar y, tiritando, se vuelve hacia Chiara.

Kutwijf -es todo lo que dice, entre dientes, pero parece suficiente para encenderla, porque ella me libera de golpe (y hace que mi cabeza golpee el suelo y yo vea todas las estrellas más una).

Cretino! Sei uno stronzo, testa di cazzo!

Fascinados, los clientes y yo asistimos al cuadro único de la calabresa iracunda y gesticulante, lanzando insultos a cada cual más original; y a un Raymond encogido y erizado igual que un gato, respondiendo cosas en un idioma misterioso con el ímpetu de una serpiente escupiendo veneno.

Kankerhoer!

Figlio di zoccola, porco cane!

-Rot op, pokkenwijf!

Vai a farti dare nel culo, sacco di merda!

Mientras ruge, Chiara me obliga a levantarme de un tirón y empieza a arrastrarme por el pasillo. Desde atrás, Raymond le replica algo que, si bien no tengo ni idea de lo que significa, suena tal mal o peor que todo lo que llevan gritándose. La italiana se levanta la barbilla con un dedo.

Sei un rompipalle –y añade, para que lo entendamos todos finalmente:-. Sátiro holandés de mierda.

Y con las mismas sigue caminando sin mirar atrás, llevándome a tirones, como a un perro desobediente. Yo estoy demasiado aturdido para resistirme. Hace un segundo me encontraba en brazos de un dios del sexo (a punto de ser violado, vale, pero en peores me he visto, qué queréis que os diga), y ahora una italiana enfadada tira de mí de vuelta al salón del Chat, con el cerebro congelado y  el cuerpo empapado.

Eso sí, de mi erección rampante y la borrachera, ni rastro ya.

-¿Estás bien, idiota incompetente? -Chiara habla sin dejar de andar, como si el pasar un segundo más a menos de doscientos metros de Raymond pueda resultar detonante de un conflicto bélico a escala mundial. Yo tardo en contestar. Sigo desconcertado, casi tanto como antes, cuando Ray me sujetaba en vilo. Así que supongo que es normal que lo primero que me salga sea otra tontería como la que le dediqué a mi protégé y a los clientes presentes.

-¿E-es holandés?

Por primera vez en todo el trecho que llevamos recorrido, Chiara se detiene en seco, me suelta y lanza un gruñido exasperado.

-¿En serio, Louis? ¿Es que no puedes concentrarte un segundo y dejar de un testa di cazzo tú también?

La miro, al tiempo que me sujeto la cabeza con las manos. Ella se cruza de brazos, hasta que a mí se me dibuja una sonrisa bobalicona en la cara.

-Nunca había conseguido que me dijera de dónde es.

Vale. Un poco borracho sí que sigo.

-Si no supiera que con estos tacones podría matarte al instante, te pegaría una patada en la cara ahora mismo, Louis-Philippe Daguerre -Chiara se lleva una mano a la cara, que se frota varias veces en la más pura desesperación. Desde aquí, justo al lado de las puertas abiertas del salón, puedo oír perfectamente la música, que se desliza con alegría hasta nuestros pies. Así transcurren unos minutos de silencio entre nosotros, en los que la recepcionista se limita a masajearse las sienes y lanzarme miradas asesinas. Por mi parte, dedico ese tiempo a intentar volver a poner las riendas a mi mente, que se empeña en devolverme a la escena del pasillo una y otra vez y a crear posibles finales a ese momento, a cada cual más sucio y lascivo que el anterior.

Al final, las manos de Chiara sobre mis hombros me arrancan del ensueño. Hay algo en sus grandes ojos negros que, quiero creer, parece preocupación.

-Oye, Louis… me caes bien, ¿vale? Eres un poco cándido y a veces piensas con la polla, pero creo que aunque tengas esa monstruosidad entre las piernas puedo considerarte un amigo. Por eso no me importó que me pidieras ayuda buscando información sobre Maidlow. Y por eso… por eso creo que estoy en posición de decirte que esto se te está yendo de las manos.

Parpadeo, tras analizar despacio cada una de las palabras.

-¿Cómo? No entiendo.

-Mira, sé que es normal sentirse deslumbrado por Raymond. Les ha ocurrido a casi todos los que han tenido que lidiar con él alguna vez. Pero no quiero verte como ellos, ¿entiendes? No quiero que te coma y te vomite como al resto -hace una breve pausa, como esperando un gesto de asentimiento, pero yo no tengo ni idea de a lo que se refiere. Ella me sacude un poco-. ¡Despierta! ¡Desde la fiesta de Navidad estás totalmente absorbido por él! ¿Es que no lo ves? ¡Todo, todo lo que haces es por o para ese prostituto stronzo! Incluso has tirado a la basura tu novela para empezar a escribir sabe dios qué. Y ahora todo este numerito de detectives con el duque… ¡Te estás metiendo hasta el cuello!

Yo siento un acceso de rabia al oír eso, aunque empieza a diluirse enseguida en cuanto pienso en ello y la realidad me da un coscorrón. Es cierto que estoy algo obsesionado, y que Raymond se ha convertido en el único pilar en torno al que gira mi vida. Ni siquiera he tenido la decencia de devolver las ciento cuarenta y seis llamadas perdidas que mi padre me ha dejado en el móvil las últimas dos semanas. De hecho… incluso llevo un tiempo sin que ningún recuerdo de Édouard me asalte en sueños. Y si bien eso es bueno, también indica que he estado un tiempo con la cabeza en otra parte.

Pero todo eso tiene una explicación.

-Lo que ocurrió en la Jaula…

Chiara asiente, impaciente.

-Eso tan terrible que no puedes contar a nadie.

-Eso -yo compongo una mueca-. Todo lo que pasó fue culpa mía, de mi incompetencia. Y pensarlo… no me deja dormir por las noches, necesito resarcirme con él. Tal vez me haya entregado demasiado a solucionarlo, pero te prometo que se me pasará en cuanto lo consiga.

Termino la frase con una sonrisa que ella recibe en silencio, muy seria. Luego vuelve a pasarse una mano por la cara, aunque esta vez parece que es más para ocultar la forma triste en que se ha curvado su boca que por la exasperación.

-Louis… sabes que no es sólo eso -dice, muy despacio, intentando que las palabras lleguen a la parte racional de mi cerebro aturdido-. Por favor, hazme caso y deja que te desintoxiquemos un poco. Si sigues así, hurgando en los asuntos del Chat, vas a ganarte enemigos y a meterte en problemas -me ve menear la cabeza, y su rostro se contrae con consternación-. Todo esto es porque no te has dado cuenta todavía, ¿verdad? No te has dado cuenta de que no hay nada que hacer por Raymond. Pues hay algo que tienes que saber de él. No quería decírtelo, porque incluso a mí me da escalofríos todavía, pero…

Yo no la estoy escuchando. Quiero intentar convencerla de que no hay nada de lo que preocuparse, pero entonces capto algo por el rabillo del ojo y pierdo la concentración.

Una melena negra, tez clara y hombros anchos que se adentran en la marea de gente del gran salón.

Todos mis sentidos saltan.

-¡Es él! -exclamo, lo que hace brincar del susto a Chiara-. ¡Maidlow! ¡Tengo que atraparlo antes de que se me escape, perdona!

Y echo a correr detrás de la figura del duque, dejando a la italiana con la mano en el aire y la palabra en la boca.

 

 

En cuanto me zambullo de nuevo en el lío de trajes, música y alcohol, pierdo el rastro de mi presa. Lanzando improperios en voz baja, me abro paso entre la multitud de gente, y procuro esquivar a aquellos admiradores que intentar arrastrarme a un baile con ellos, pero no veo al galés por ningún sitio. Frustrado, estoy a punto de internarme de vuelta en los corredores anexos al salón, por si se ha marchado por allí, cuando una mano se deja caer sobre mi hombro y me deja clavado.

Monsieur Daguerre -dice una voz grave y monocorde cerca de mi oreja-. Es un placer conocerle al fin.

Por algún motivo, un escalofrío me pone el vello de punta al girarme y reconocer a su dueño. Es el pelirrojo extraño del nivel cero de la Jaula, el que me miraba insistentemente aquel fatídico día en que llevé a Raymond derecho a la trampa. Incómodo, hago como que sonrío.

-El placer es mío, eh…

-Derek. Puede llamarme Derek.

 

 

 

16

 

 

-Derek. Lo dicho, el placer es mío.

Mi voz suena pastosa, más al alzarla para hacerme oír por encima de la música y la cháchara insustancial de quienes tenemos alrededor. Pasada la euforia de mi revolcón con Raymond, ahora un dolor agudo se ha instalado en mis sienes y me hace ver el mundo dos veces más brillante de lo que es en realidad. Las piernas me tiemblan un poco, y mejor no hablar del estado ridículo de mi ropa.

En definitiva, lo último que me apetece es estar aquí charlando con este tipo, cuando lo que necesito, y de forma urgente, es encontrar por fin a Maidlow.

Pero, como es de conocimiento público ya, nunca he tenido demasiada suerte. El tal Derek no parece tener intención de dejarme ir tan fácilmente. Yo trato de enfocar la vista en su dirección sin parecer muy borracho. El hombre que me devuelve la mirada es alto y recio, y el caro traje azul marino que viste se ajusta perfectamente a las formas rectas y duras de su anatomía. La frente despejada, esos pómulos altos y las facciones angulosas parecen enmarcar unos ojos claros, de tonos fríos. Es atractivo, supongo. Al menos no parece tener la necesidad de pavonearse ante cualquier ser vivo, como les ocurre a muchos otros clientes del Chat Bleu.

En este momento, hay un brillo casi divertido en esos ojos azulados.

-¿Qué le ha pasado a su chaqueta?

Yo hago rodar los hombros por debajo de la ropa mojada, sintiéndome de pronto de mal humor, y me paso una mano por la cara para que no me vea enrojecer.

-Raymond -farfullo. No es del todo cierto, pero al mismo tiempo no es exactamente mentira. Es un buen resumen de lo que ha pasado ahí atrás. Y, qué demonios, Ray siempre se merece de alguna manera que le echen las culpas por cualquier cosa.

Mi interlocutor esboza una sonrisa apenas apreciable, anecdótica.

-Debí haberlo imaginado -dice, y se repeina el flequillo rojo oscuro hacia atrás-. ¿Sabe? Ava y yo somos viejos conocidos. Llevo acudiendo al Chat desde que abrió sus puertas al público, y, desde luego, viví la incorporación de Raymond a la plantilla del club. Y he de decir, Monsieur Daguerre, que usted destaca por encima de todas las personas que han sido contratadas para vigilarlo de cerca -el tipo se acerca un vaso de contenido indefinido a los labios, sin dejar de mirarme -. No exagero al decir que su adhesión al club ha sido una de las mejores decisiones de Madame Strauss. A lo mejor eso le sirve de consuelo. Por lo de su chaqueta.

Y tras soltar tal lapidaria afirmación, deja escapar una suave carcajada, tal vez por verme con la mandíbula desencajada y atónito.

-Debe estar bromeando -rebato, parpadeando, pero él no se retracta, sólo entorna los ojos y espera-. B-bueno, se lo agradezco, aunque le puedo asegurar que Madame Strauss no comparte su opinión.

De hecho, está deseando verme meter la pata una vez más para hacerse una estola con mi piel.

Derek hace un gesto de aburrimiento con la mano.

-Ava y yo disentimos en muchas cosas. Pero no le diría esto si no me basara en hechos objetivos. Hoy, sin ir más lejos, ha revolucionado a toda la clientela del hotel.

Sí, no hace falta que lo jure. Las miraditas ansiosas dirigidas a mi culo se han multiplicado por tres en lo que llevamos de noche.

-Sí, aunque no entiendo por qué, realmente.

-Será porque posee unos destacables… atributos.

Arqueo una ceja torpemente. La sonrisa de mi interlocutor se ensancha de forma muy sutil, casi zorruna.

En algún lugar, volvemos a oír el violín de Raymond.

-Disculpe mi atrevimiento – antes de que pueda dilucidar nada de su última afirmación, Derek inclina la cabeza, sin dejar de sonreír-, pero creo haber oído que anda metido en una pequeña investigación sobre su protegido.

¿C-cómo…?

No acierto a decir nada. Como si me leyera la mente, él añade:

-El Chat está lleno de gente aburrida, Monsieur Daguerre. Los chismorreos aquí son como carnaza fresca para los buitres.

Mareado, me sujeto la cabeza. La música me entra por un oído, se mezcla con la voz untuosa del pelirrojo y sale por el otro. No quiero creerme del todo lo que estoy oyendo. Pensaba que me estaba moviendo con algo de discreción. Pensaba. ¿Quién más lo sabrá? ¿Habrá llegado a oídos de Ray? Al pensarlo, una náusea que aúna miedo y vergüenza caliente me sacude por dentro.

-Podría ayudarle con Raymond, si usted quisiera -de improviso, el tipo se inclina sobre mí. Con mis reflejos ralentizados, y pillado con la guardia baja, lo único que puedo hacer es tensar dolorosamente los músculos, algo que no evita que la nariz de Derek me roce el pómulo al susurrarme al oído:-. Sé todo lo que necesitas saber sobre ese duque entrometido… y sobre Hans.

Trago saliva. La noto bajar, espesa y sin sabor. Los sonidos de la fiesta ya no resuenan tan nítidos en mis oídos como antes. Ahora lo único seguro es la controlada respiración rítmica de mi interlocutor. Ni siquiera he notado cómo ha abandonado el tratamiento de usted hasta que consigo analizar sus palabras por tercera vez.

-¿Hans?

La presión desaparece de mi cara. Tengo que enfocar y desenfocar para poder ver con un mínimo de definición al tipo delante de mí.

-Así que no has llegado tan lejos -se sorprende, mientras somete a mi cuerpo a un vistazo evaluativo-. Esto es mucho más interesante de lo que pensaba.

Por su tono de voz, Derek parece enormemente satisfecho. A mí me llega un regusto a bilis a la boca. La advertencia de Chiara acerca de no buscarme enemigos en el Chat me araña desde el subconsciente.

-¿Quién es Hans? -insisto, repitiéndome como un loro. Es lo único que he conseguido pescar del batiburrillo de cosas que es mi cabeza ahora mismo.

Derek se lleva la mano al interior de su chaqueta cruzada en un movimiento deliberadamente lento. Si no viera su rostro como sumido en la bruma, juraría que un ramalazo de compasión ha cruzado esas facciones ladinas. Mientras, sus dedos enguantados extraen un papel blanco, cuidadosamente doblado.

-Si siente algún interés -comienza, recuperando el tono formal y casi burocrático-, estaría más que encantado en prestarle mis servicios… aunque lamento decirle que no suelo hacer estas cosas por amor al arte. Espero que lo comprenda.

Yo, que estaba centrado en observar el pliegue blanco con una fascinación que rozaba el misticismo, no puedo evitar parpadear, confundido.

-¿Quiere decir que… ? -levanto la mano, en un gesto estúpido-. No tengo dinero.

Pensaba que eso lo sabían ya todas las altas esferas del panorama económico europeo.

Mi comentario arranca una risotada a Derek que provoca un montón de ojeadas incrédulas en nuestra dirección.

Monsieur Daguerre, ambos sabemos que el mundo en que vivimos está cimentado sobre el modelo capitalista más feroz. Todo lo que nos rodea son negocios. Pero… no todos los negocios son dinero -el papel termina en mis manos. Yo lo miro son ver, porque las letras bailan sobre la celulosa-. Mi única condición es que me permita transmitirle esa información en un ámbito más… ¿privado? No sé si me entiende.

Asiento de forma desacompasada, todavía concentrado en el papel. Por más que intento leer lo que pone, sólo me encuentro con una amalgama de tinta ilegible. Suspiro, agotado.

-¿Es un contrato? -pregunto, aunque la palabra me provoca escalofríos. Todavía no me he olvidado de que algo como eso fue el principal culpable de que esté en este agujero.

-Sólo es un documento para cubrirme las espaldas -Derek se encoge de hombros, acercándome una estilográfica. Otra vez, esa sonrisa de Míster Zorro ilumina su semblante, y yo no sé cómo interpretarla-. A mí y a usted, por supuesto.

Yo lo miro un instante, vacilante, y el violín de Raymond ameniza el silencio que se interpone entre ambos. No me gusta. No me gusta Derek con sus ojos gélidos, ni esas palabras directas y seguras. Pero precisamente esas formas tan arrogantes me insinúan que realmente este tipo sabe tanto o más de lo que dice. Y si es así y consigo la información que necesito, tal vez pueda encontrar la forma de arreglar el mal que hice con Raymond.

Por otro lado, la cabeza me palpita y soy incapaz de leer lo que pone en un papel; no creo que esté en condiciones de firmar esto.

Un momento.

Una figura conocida me mira desde un lado de la sala. Al distinguir (no sin dificultades), el cuerpo marcial de Gareth Maidlow, casi echo a correr sin pensar en nada más. Menos mal que el peso de la pluma me clava a la tierra en el último segundo, y me quedo mirando los objetos en mis manos como si tuviera algún tipo de problema mental. Cuando vuelvo a levantar la vista, confuso, Maidlow se mete las manos en los bolsillos y comienza a caminar lentamente en dirección a uno de los pasillos.

Pero esta vez no se me va a escapar. No va a poder.

-Disculpe, pero tengo que irme -murmuro entre dientes, y antes de que quiera darme cuenta, mi firma está estampada torpemente en una esquina del documento, del que me deshago como si quemara. Mi admirador tiene que recuperar su estilográfica casi al vuelo, con un resoplido de sorpresa, y yo sólo acierto a soltar una disculpa poco convincente antes de salir disparado tras la estela del duque.

No obstante, y a pesar de las prisas y el ruido ambiente, puedo oír perfectamente el tono complacido de Derek a mi espalda:

-Me pondré en contacto con usted, Monsieur Daguerre.

 

 

Me siento como Alicia en pos de ese estúpido conejo blanco.

Aunque la noche ya debe estar avanzada y queda menos gente celebrando el principio de año, todavía tengo que luchar a brazo partido por salir del salón y librarme de hombres engalanados y mujeres cotillas que quieren sobarme y saber qué se cuece en las profundidades de mis pantalones. Yo me zafo de ellos y me las apaño para avanzar con determinación férrea. Las luces bailan sobre los asistentes a la fiesta, una música frenética y chispeante se arrastra sobre el suelo de mármol, pero nada de eso atrae mi atención, y hago mutis por el foro, camino al hall del club. Mis pasos resuenan en el recibidor, desierto en contraste con el salón. Guiado por algún instinto básico, cruzo toda la estancia y me asomo al temido corredor que lleva al despacho de Ava Strauss.

Gareth me espera apoyado en un pilar, con los brazos cruzados sobre el pecho. Inmóvil, como una escultura figurativa, sólo sus ojos efectúan el más mínimo movimiento al caer sobre mí. Un rápido escaneo de mi figura y algo parece sacudir sus facciones desde el mismo hueso. Es un movimiento que empieza siendo imperceptible y que se extiende igual que la pólvora hasta sus extremidades, que lo lanzan hasta donde estoy yo en dos rápidas zancadas. Y juro que la primera fracción de segundo es aterradora, como ver un rinoceronte cargando en mi dirección, pero estoy tan mareado que soy incapaz de apartarme de su camino antes de tenerlo encima.

-No ha aceptado mi oferta -me increpa, su cara cerca de la mía, pero una expresión incrédula y casi cómica adornándole el rostro. Como si aceptar sobornos fuera cosa del día a día de cualquiera-. ¿Por qué no ha dicho que sí?

Viendo esos ojos bien abiertos, una irritación creciente comienza a gestarse en mi estómago.

-Su oferta -repito, arrastrando un poco las palabras, cuyo tono y volumen van in crescendo-. ¿Se refiere al plan para satisfacer su ridículo ataque de celos?

Maidlow se aparta de golpe de mí, al tiempo que arruga la nariz.

-¿Celos? -grazna-. No sé de qué me habla.

Un tic nervioso hace estremecerse uno de sus párpados. Yo doy un paso hacia delante, menos tambaleante de lo que esperaba  en un principio.

-¿No sabe de lo que le hablo? ¿Cómo tiene el valor de decirme eso después de andar hurgando en mi vida privada con la tranquilidad de quien revuelve el café por la mañana? Después de jugar con mis esperanzas en el mercado editorial y utilizar a… a Ed como una marioneta para quitarme de en medio…

Mi voz retumba en las paredes ornamentadas del Chat. No sé cómo, pero me las he apañado para arrinconar al duque contra el muro. Su enorme presencia parece haberse reducido al tamaño de un cachorro grande y torpe, y cuando vuelvo a gritar, hundiendo un dedo acusador en su pechera blanca, él se encoge con un sonido estrangulado.

-¡Sabe perfectamente de lo que hablo! ¿Cree que no sé que anda correteando tras Raymond como un chucho faldero? No se atrevía a mover un dedo por temor a que Ava tomara represalias, pero después de lo de su padre… -trago saliva, lo único que interrumpe momentáneamente mi furioso y atropellado discurso-. Después de eso, se ha dado cuenta por fin, ¿no? De que puede hacer lo que le dé la gana, usted, el perro violador de su padre, todos.

El aliento se me escapa del cuerpo en un suspiro largo, tembloroso, y el sabor ácido de la ira me entumece el paladar. Tengo que intentar volver a respirar, porque parece que el mundo a mis pies va a derrumbarse de un momento a otro. A lo mejor sólo es el alcohol en mis venas, pero siento que podría agarrar del cuello a este tipo hasta borrarle de la cara esa estúpida (y difuminada) expresión de sorpresa. De hecho, mis manos alcanzan las solapas de su sedosa camisa blanca, aunque por suerte consigo retenerlas en el último momento y no avanzan más allá. Seguro que si las dejo alcanzar el cuello de toro de lidia del galés, terminaré apañándomelas para estrangularlo aquí mismo.

Ante mí, Gareth espira con fuerza por la nariz. Uno, dos segundos pasan antes de que sus labios vuelvan a abrirse, pero mientras tanto el silencio es tan tenso que me hace rechinar los dientes.

-Cómo te atreves -comienza, y al momento siento sus manos cerrarse sobre mis muñecas, que todavía lo agarran por la camisa- a injuriar a mi padre de ese modo.

No me puedo creer lo que está diciendo. El personaje no sólo se toma la libertad de manejar las vidas de otros a su antojo para conseguir lo que desea tan obsesivamente, sino que además defiende las atrocidades de su progenitor…

-Tu padre es la peor cucaracha que ha osado pisar este club alguna vez -gruño, consciente de que la lengua se me traba de tal manera que incluso a mí me resulta difícil saber qué es lo que digo-. Y te juro que si él o tú o alguno de los de vuestra calaña vuelve a ser lo bastante estúpido como para acercarse a Raymond, haré que conozcáis un nuevo nivel de terror.

Abro las manos, con la intención de liberar a Maidlow y alejarme de vuelta a la fiesta con esa amenaza manifiesta en el aire, pero el duque sigue aferrando mis muñecas. Al mirarlo, veo cómo su faz enrojecida adopta un rictus de furia amenazador.

-¿Mi familia? -me ruge, y su voz de barítono hace vibrar mis huesos-. ¿Precisamente tú amenazas a mi familia? ¿De quién crees que intento proteger a Ray, sino de ti, pedazo de escoria? -su saliva me salpica la cara. Yo siento cómo mis dedos vuelven a enroscarse en su ropa. Lo siguiente que dice, no obstante, hace que mis músculos flojeen:-. Él está encerrado aquí, y tú eres su sucio carcelero.

-¿Q-qué tonterías dices? -barboto. De un tirón, trato de deshacerme de él, pero el duque es más rápido y con un empellón intercambia posiciones conmigo y me incrusta contra la pared. Todo se reduce al sutil olor de su colonia y el alcohol en su aliento. Aun así, y en lugar de amedrentarme, lo único que consigue es arrancarme un sonido ronco, amenazador.

-No intentes jugar con…

-No intento nada, imbécil. Si esto es alguna… estrategia, siento decirte que es una mierda.

Maidlow suelta mi pechera, pero sus puños se mantienen inmóviles en el aire, entreabiertos, como si estuviera preso de algún conflicto interno, y su ceño forma una arruga perfecta mientras entorna los ojos y recorre con ellos mi cara. Yo le respondo con un siseo hostil. Al final, un sonido incrédulo se escapa de su cuerpo, levantando sus hombros y las cejas de una forma que el alcohol hace graciosísima.

-¿En serio estás aquí sin tener ni idea de lo que haces?

-Sé perfectamente lo que hago -rebato, con un rubor incendiario que me quema las mejillas-. Eres tú el que ni sabe lo que tiene en su propia casa.

La imagen del viejo gordo y medio borracho gritándome a la cara se solapa con el gesto adusto del duque y hace que se me revuelvan las tripas. He venido a pedir explicaciones, pero ahora sólo quiero pegarle un puñetazo. Como si me leyera la mente, Maidlow retrocede un paso, mirándome de reojo.

-Siempre me había preguntado cómo sería el tipo de persona capaz de dejar que le paguen por ayudar a retener a alguien en contra de su voluntad en un sitio como este -al decir esto, adopta una postura rígida, echando una ojeada a mi ropa, la nariz levantada-. No puedo decir que esté sorprendido, de todos modos. Eres tan rastrero y penoso como imaginaba.

Yo no oigo esto último. Mi mente embotada se queda enredada en el primer concepto, que empieza a calar despacio en la materia gris hasta hacerme entender. Y entonces me quedo clavado al suelo.

-¿Insinúas que Raymond no puede marcharse del Chat?

Maidlow, que estaba paseándose por el corredor, se detiene para dedicarme una sonrisita suficiente antes de fijar la vista en sus manos.

Quiero hundir el puño en esa cara.

-No ha sido fácil investigar. En el club no gusta mucho que se hurgue en los asuntos de los demás. Pero creo que ya sé qué es lo que pasa aquí. Sólo necesito… -tuerce la boca, disgustado-, necesito saber por qué lo quieren aquí.

Meneo la cabeza, siguiendo su paseo incansable por los pasillos ricamente decorados. La idea es absurda, es como intentar atrapar el aire. Y sin embargo, algo dentro de mí se empeña en desenterrar mi discusión con Raymond tras el incidente de Maidlow senior, mientras una sola frase revolotea en mi cráneo, sin cesar.

Esta es mi jaula.

-Estás loco.

Es lo único que consigo decir, después de llevarme las manos a las sienes, pero al parecer no es lo que el duque quería oír. De pronto su sombra amenazante me cubre de los pies a la cabeza y yo tengo que levantar la cara para enfrentarme a esos ojos incendiarios.

Podría aplastarle esa bonita nariz de estirado.

-¿Eres en serio lo bastante imbécil como para creer que Ava necesita de un patán como tú para llevar su club? Jamás habrías puesto un pie en el Chat Bleu si ella no tuviera que llevar a cabo una tarea tan baja y penosa, idiota.

Apenas ha terminado de hablar cuando esas manos enormes agarran mi ropa y me zarandean, y la confusión y la rabia empiezan a mezclarse en mi estómago y a convertirse en algo extraño, vagamente familiar para mí.

-Sólo eres el chucho pulgoso de este club, el perrito guardián de Madame Strauss -suelta, por fin, y en su voz hay un desprecio pesado y tangible. Mientras habla, sus labios se curvan en una mueca desagradable-. Pero, ¿qué importa, si aquí dan las mejores galletitas de la ciudad, eh? Qué fácil debe ser olvidarse de un puto de mierda cuando en el salón contiguo todos te aplauden las gracias y te dan palmaditas en…

Lo siguiente que oigo de Maidlow es un crujido seco, acompañado de un calambrazo de dolor casi eléctrico, que me sacude las terminaciones nerviosas de todo el brazo. Bajo mis nudillos, los huesos del duque se estremecen y a mí me recorre el cuerpo un espasmo de puro placer al oírlo lanzar un quejido patético. Un goterón de sangre me salpica la camisa al apartarse bruscamente, llevándose las manos a la cara con un gemido, los ojos abiertos como platos.

-M-me has roto la nariz -balbucea, con voz gangosa, y puedo ver la sangre escurriéndose por su mentón.

Me siento bien. Embotado, pero bien.

Trés bien, capitán obvio -un poco ido, me masajeo la mano dolorida. El dolor se extiende por mis nudillos en pulsos sordos y se transmite hasta mi cerebro como un eco. Ver al duque retorcerse con la cara enrojecida y salpicada de bermellón me quita todas las ganas de discutir con él. Ahora sólo quiero dar media vuelta y terminar la fiesta envuelto en esta nebulosa de ebriedad y satisfacción.

Pero ni siquiera tengo tiempo de pensarlo, porque los dedos del duque se engarfian en mi muñeca y tiran de mí hasta que su nariz inflamada invade cada centímetro de mi campo visual.

-Haré que te arrepientas de esto.

Lo que dice es simple, pero a partir de ahí, todo se confunde y tengo que cerrar los ojos, mareado. Oigo al duque, pero no es más que un grito lejano al que, como el ruido de fondo de una vieja grabación, otra voz se superpone, cada vez más fuerte…

 

…Un bramido que me deja clavado en el sitio. Y en lugar de la nariz rota de Maidlow, los oscuros puntos de sutura en la sien de Léo, esa fuerza bruta que me pilló por sorpresa al incrustarme contra la pared, aquella calurosa tarde de agosto. Es un recuerdo tan realista que juraría poder notar de nuevo cómo me calentó la cara su aliento, la tensión casi dolorosa que volvió rígido mi cuerpo. Su intención era intimidarme, pero desde que le partiera la cabeza con esa botella, sólo inspiraba en mi un desprecio casi tan grande como el que le provocaba yo a él.

-Quieres jodernos a todos, ¿eh, pequeño hijo de perra? -escupió, demasiado cerca de mi cara. Al toparme con su fea herida, torcí el gesto en una mueca de asco y aburrimiento-. Quieres jodernos a todos y has elegido al pobre idiota de Ed.

-Tal vez deberías preguntarle a Ed quién eligió a quién -gruñí, notando al momento un pinchazo de dolor en un lugar indefinido del cuerpo. Por supuesto. Édouard se había olvidado de comentarle a ese pedazo de carne con ojos que había sido él mismo quien inició la táctica de acoso y derribo conmigo, desde el mismo momento en que nos tocó compartir habitación en la residencia.

Pero bueno, no es que importara demasiado. Lo último que esperaba ya era la sinceridad de Édouard, y Léo ni siquiera había venido a escuchar ni una sola de mis palabras. Sólo era un muro de músculo y hueso que había venido a dejar clara una sola cosa:

-Haré que te arrepientas de esto, muerdealmohadas de mierda. Desearás no haber nacido.

 

Parpadeo sin prisas para salir del ensueño. Todavía estoy plantado en mitad del pasillo, ahora silencioso y medio escondido en una penumbra que camufla el brillo del mobiliario. Maidlow ha desaparecido y, aunque sé que si quisiera alcanzarlo podría seguir el rastro sanguinolento que ha dejado tras de sí, de repente no tengo ni fuerzas ni ganas para hacerlo. Me gustaría creer que es un efecto exclusivo del alcohol, que ha empezado a ejercer su magia depresora en mi organismo, pero sé que eso no es cierto y que hay algo más. Algo desagradable que me mordisquea el corazón. Tampoco quiero pensar en ello, de modo que enderezo la espalda, haciendo crujir las articulaciones y dejando que el agotamiento resbale sobre mi piel y se extienda como una enfermedad a través del torrente sanguíneo. No tardo en apartar de la mente cualquier rastro de ese recuerdo y de la conversación con Maidlow, por suerte para mis neuronas, y lo único que queda rondando es el hilo de música que todavía se deja oír a través de las paredes del club. Con Edith Piaf haciendo gorgoritos de fondo, me aparto el pelo de la cara.

Qué cansado estoy.

¿Debería volver a la fiesta? No sé si quiero volver a encontrarme con Raymond y su acoso hoy. Estoy hecho un desastre y puede que termine haciendo algo de lo que me arrepienta. Además, tendría que enfrentarme a las confusas palabras de Maidlow y, desde luego, no estoy por la labor. O quizá lo mejor sea regresar al cuarto de mi protégé y armarme de valor para soportar los nuevos horrores que me tenga preparado el día de mañana.

Gruño, sin llegar a decidirme, y mientras arrastro mi cuerpo reventado por el pasillo, algo llama mi atención.

La puerta del despacho de Ava, siempre con ese aspecto ominoso e impenetrable, parece entreabierta.

Qué curioso.

Encogiéndome un poco de hombros doy media vuelta, ya con la determinación de subir al último piso y dormir hasta el apocalipsis. No obstante, dos veces resuenan mis pasos en el pasillo vacío antes de que dé media vuelta y retroceda hacia el umbral. Debe ser esa obsesión que ha tenido siempre mi padre por invadir mi espacio vital y mi intimidad, que despierta en mí el deseo ver todas las puertas cerradas y requetecerradas. Con llave, a ser posible. Al menos, esa es la única explicación que se me ocurre al verme caminar de puntillas hacia el despacho y al agarrar el pomo de esa puerta tan inquietante. Quiero satisfacer el impulso obsesivo-compulsivo de cerrarla, y largarme antes de que aparezca por aquí su inquilina para seguir poniendo mi sueldo por el subsuelo…

El estruendo de algo haciéndose trizas interrumpe mi huida y me deja erizado y pegado al pomo, como si me hubiera sacudido una corriente eléctrica. El corazón me da un brinco peligrosamente parecido a una cardiopatía, pero todavía estoy peleando por evitar que se me salga por la boca cuando la voz de Ava sacude la tranquilidad del pasillo.

-¿Es hasta aquí hasta donde piensas llegar? ¿A decirme lo que tengo que hacer con mi propio negocio?

El tono es peligroso, cargado de una indignación que parece capaz de corroer el acero. En todas las ocasiones que he tenido de ver a la dueña del Chat enfadada (demasiadas, si pedís mi opinión), jamás había detectado tanta ira contenida. Un escalofrío incontenible me recorre el espinazo al pensarlo. Bajo mi piel, creo notar el metal del pomo mucho más frío de repente.

-Tengo entendido que los negocios reportan beneficios, Madame Strauss -otra voz. Esta vez, proveniente de un hombre al que no consigo poner cara. Sin darme mucha cuenta de lo que hago, inclino la cabeza hasta rozar la madera con la oreja, buscando no perderme ni un detalle-. De todos modos, ¿sigues pensando que eres la dueña de este antro? ¿O hace falta que te recuerde una vez más que ese Zimmermann quien está pagando parte de tus facturas? No, no hace ninguna falta, ¿verdad? -Silencio-. Además, ¿no es normal que un hombre de negocios se preocupe por sus endeudados?

Puede que me lo esté imaginando, pero puedo detectar cierta sorna en las palabras del desconocido interlocutor de Ava. Aunque más que en eso, quiero centrarme en ese mensaje críptico sobre deudas que mi cerebro no parece terminar de entender, no sé si por falta de información o por lo obtuso de mis sentidos.

-No sé qué haces aquí entonces, Hans. En menos de un mes habrás conseguido lo que querías y yo volveré a tener el derecho de cerrarte las puertas de mi club en la cara.

-¿Lo que quería? -el otro ladra una risotada que disipa el débil hilo de pensamiento que había empezado a formar a partir de ese nombre. Su voz se ha vuelto densa y áspera-. Nada de esto hubiera ocurrido si no me hubieras arrancado eso mismo de las manos.

Madame Strauss deja escapar un sonido exasperado, absolutamente impropio de ella.

-Estoy tan cansada de esto. Ya no voy a intentar convencerte de que yo no tengo el cuadro y que por desgracia tampoco tengo ni idea de quién se lo ha llevado. Sé de sobra que no merece la pena y que sólo voy a gastar tiempo y energías. Pero, ¿sabes qué? Esté donde esté, siempre será mejor que contigo. Lo único que lamento de todo esto es no haber podido evitar que cayera en tus manos en primer lugar.

Un silencio opresivo precede a la gélida intervención de la dueña del Chat. Yo contengo el aliento y aplasto la oreja contra la puerta, aunque durante unos segundos sólo escucho el rumor de mi propio torrente sanguíneo.

-Bien, así lo haremos -comienza el hombre, voz seca y repentina, como un bloque de hielo resquebrajándose. Yo brinco en el sitio-. Ya sabes lo que tienes que hacer, entonces. A menos que quieras que todos tus inversores descubran por accidente lo poco solvente que es el Chat Bleu ahora mismo. Sería un drama verlos huir a todos… ratas escapando de un barco que se va  a pique… glu, glu, glu… hasta tocar el fondo del mar.

Como para hacer más vívida su metáfora, el tipo golpea la mesa. O tal vez ha sido Ava en un arranque de furia mal contenida, porque enseguida vuelvo a escucharla. Aun así, tengo que retener el aire dentro de los pulmones para que mi respiración no solape sus palabras, retorcidas por un sentimiento ominoso. Me atrevería a decir que angustia.

-Sigues escondiendo un núcleo podrido debajo de esa carcasa, ¿no es así? Nunca has dejado de ser un cerdo extorsionador.

-No quiero que vuelvas a permitirle poner un pie fuera del Chat, ¿entiendes? -eso hace enmudecer a mi jefa. El tono socarrón ha evolucionado con la rapidez de un parpadeo a la más profunda irritación, y algo me dice que el hombre está empezando a cansarse de la discusión-. Ya sabes que es un pajarito propenso a tontear con ideas peligrosas.

-¡No puedo tenerlo encerrado día y noche! ¡Bastante tortura tiene que aguantar ya!

-¿Desde cuándo se ha convertido esto en unas vacaciones para él? Este es su castigo. Oh, y que dé gracias por haber terminado en el club, y no de vuelta en Ámsterdam. Estoy seguro de que este sitio lo está ablandando todavía más que cuando lo dejé aquí.

-Hans, lo está volviendo loco. El Chat lo está volviendo loco. Esas salidas son lo único que lo ancla al mundo real. Si le quitas eso, se hundirá en un agujero sin salida.

Algo duro y frío parece golpearme la nuca desde atrás, y tengo que despegarme de la puerta un segundo para tomar aliento. Un reflujo áspero amenaza con alcanzar mi boca, pero estoy bastante seguro de que esta vez el Perignon no tiene nada que ver. Ava ha sonado tan… desvalida. Había algo en su forma de hablar que rozaba la súplica, y eso es tan inquietante viniendo de la dueña del Chat que hace que me sienta algo mareado.

Al final, y a pesar de un picor que como la sarna me ataca las palmas de las manos, vuelvo a apoyar la oreja en la puerta con cuidado.

-… ¿Quieres que conserve sus salidas? Procúrale una vigilancia decente, no como ese idiota rubio que tiene ahora. Es la encarnación de la incompetencia. Despídelo o enderézalo. Y hazlo rápido, porque como dudes un solo segundo, seré yo mismo quien se encargue de ponerlo en su sitio.

¿Qué idiota?

No alcanzo a oír la contestación de Ava. Tal vez no lo ha hecho. Puedo imaginármela dándole la espalda en un último coletazo de orgullo, negándose a dirigirle la palabra a pesar de su exquisita educación. Con todo, el sonido de una silla deslizándose y la seca despedida del tipo provocan que salten todas las alarmas en mi organismo. Sea quien sea ese hombre amenazante, lo último que quiero es que me encuentre aquí agazapado. Un chute de adrenalina levanta mi cuerpo con movimientos espasmódicos antes de que me aleje del despacho a grandes zancadas.

Por algún motivo, algo se agita inquieto dentro de mí. Las palabras de Maidlow se entremezclan con la conversación que acabo de espiar y trabajan para formar una duda sólida y aterradora…

Alguien me agarra por el hombro, interrumpiendo mi pequeña carrera y el delirio. Yo voy a volverme para desquitarme de otro cliente del club aburrido y cachondo, pero lo que me encuentro me deja sin aliento.

-Encontré un pajarito perdido.

Una mueca que intenta ser una sombra de sonrisa, dientes torcidos en el marco de un rostro deforme por las cicatrices. La bilis sube rápidamente por mi garganta, agria, y ahoga cualquier palabra conforme la mano de tres dedos se cierra un poco más sobre mi omóplato.

¿Qué es esto?

-Deja de juguetear, Jordan.

El reconocimiento de esa voz es lo bastante poderoso como para arrastrar el miedo súbito a un segundo plano. Un hombre pálido se acerca por el mismo sitio por el que he venido, con lo que no puede ser otro que aquel reunido con Ava Strauss. Esa certeza me revuelve el estómago y hace que un miedo agudo vuelva a dilatar mis pupilas, pero cuando el tipo llega a mi nivel, sólo me dedica una mirada indiferente con iris azul claro antes de dirigirse de nuevo a esa deformidad humana.

-Nos vamos.

Dice eso echándose por encima un abrigo de paño mientras encaminarse hacia el recibidor. Lo último que veo de él es el destello dorado en su cabello, reflejo de las bombillas de la lámpara de araña del hall. Por su parte, y para mi disgusto, su guardaespaldas dirige una mirada acuosa e indescifrable en mi dirección, para seguir los pasos de su jefe después, con suma tranquilidad.

Yo vuelvo a quedarme solo en mitad de la nada. El corazón me palpita inexplicablemente rápido en el pecho y un sudor frío se empeña en empapar los recovecos de mi camisa que Chiara no consiguió mojar antes. Cierro los ojos un minuto entero, pero eso no consigue calmar el torrente furioso de pensamientos que me acosa. Y tengo que dejar caer los hombros, tan cansado como si cargara todo el peso del mundo sobre mis hombros. Entonces recuerdo lo que iba hacer antes de que la puerta entreabierta de Ava distrajera mi atención.

Y sin más, igual que un robot reprogramado, encierro todo eso que me ronda la mente en un cajón y subo arrastrando los pies al último piso. Sin fuerzas para llegar siquiera al cuarto de baño, me dejo caer tal cual sobre la cama de Raymond.

Respiro. Inspiro.

Y la última imagen fugaz que cruza mi mente antes de que el sueño me atrape es la de esos indescifrables ojos verdes sin fondo.

 

17

Un gatito seducido

—¿Wieniawski?

—Mec.

—Ah, venga ya. ¿No era La cadenza?

—Mec.

Yo hago una mueca y levanto de mala gana la esquina de la página para anotar mi derrota. Ni siquiera me molesto en comprobar el número de rondas ganadas por Raymond, me pondría de mal humor. Justo detrás de mí, los músculos en la espalda de mi protégé se estremecen de una forma misteriosa contra los míos al reajustar su posición, preparándose para la siguiente pieza. El movimiento parece querer transmitirse y reverberar en mi cuerpo. Un ligero hormigueo me eriza todo el vello, aunque yo, algo aturdido, sacudo la cabeza e intento concentrarme en la hoja a medio escribir.

Algunas semanas han pasado desde la extraña noche de fin de año, pero el tiempo no ha conseguido esclarecer casi nada. Ni siquiera el elegante pelirrojo con su contrato se ha dignado a contactar conmigo. Recordar que firmé algo sin leerlo me pone los pelos de punta y hace que la vergüenza ruede y ruede en mi estómago, pero justo por eso no todavía no me he atrevido a preguntarle a Chiara o a Sacha por él. Y desde luego, no pienso confiarle mis inquietudes a ninguno de esos snobs del club. Por el momento no tengo ni idea de en qué me he metido. Y sin embargo, no puedo decir que no me pique la curiosidad. Aquel hombre tenía toda la pinta de saber mucho más de lo que dejaba entrever, algo que, por algún motivo, está dispuesto a compartir conmigo. Eso al menos me consuela, ha propiciado la aparición de un nuevo hilo de investigación: conocer la identidad del extorsionador de Madame Strauss, ese tal Hans. El recuerdo de su voz y las palabras espiadas en el pasillo hormiguean bajo mi piel.

Creo que no ha sido tan mala idea firmar ese papel. Aunque si supiera a qué precio me he vendido, dormiría más tranquilo por las noches, por supuesto.

Luego, de la mano de ese primer misterio, está Maidlow.

La pieza que Raymond estaba tocando languidece y muere con una pequeña protesta del violín. Volviendo a levantar el boli de la hoja, pruebo suerte con Ravel, pero al parecer tengo un oído nefasto para la música (o Raymond me está timando).

—Mec. Nueve a uno, gatito. ¿Era a la décima cuando ibas a volver a probar mi piercing?

—Eso no va a volver a entrar en mi boca, descuida —replico, mientras apoyo el cuaderno en las piernas—. No sé dónde le ves lo divertido a esto. ¿Por qué estamos jugando siquiera? ¿Es para torturarme, o algo así?

Yo noto movimiento detrás de mí y tuerzo el cuerpo para encontrarme con la sonrisa lobuna de Ray, muy cerca de mi cara. En cuanto me vuelvo tengo que entrecerrar los ojos un segundo, porque su pelo del color del cobre refleja el brillo ardiente del sol, y enseguida noto su aliento cosquilleándome la oreja.

—¿Por la velada con final feliz para el ganador?

—Eres terrible.

—Y te gusta.

Chasqueo la lengua, pero al toparme con esos ojos enmudezco, las palabras de Maidlow reflotando como traídas por la corriente, y al final me veo obligado a desviar la vista, avergonzado.

Me ha costado más de lo que me gustaría admitir recuperar y procesar toda la información de aquella noche de mi memoria. Fue complicado sacar toda la porquería que el duque me había escupido a la cara justo al día siguiente de lo ocurrido, cuando desperté resacoso y con Raymond intentando aprovecharse de mi cuerpo inconsciente, así que me limité a dejarla enterrada en algún rincón de la mente. Sólo con el paso de los días comenzó a resurgir esa idea, igual que los restos de un naufragio. No quería creerme las patochadas de ese idiota, pero…

Esta es mi jaula.

Si el Chat está prostituyendo a Raymond en contra de su voluntad, yo soy uno de los culpables, según Maidlow.

No sé qué hacer o cómo sentirme. He pasado todas estas semanas vigilando a mi protégé, esperando ver en él algo que me libre de culpa, o al menos que confirme lo que más me temo, pero, como es de esperar, es imposible saber qué le ronda la cabeza. Ahora que la sospecha es cada vez menos sospecha y más certeza, no puedo mirarlo a los ojos sin que me asalte la culpabilidad.

¿Qué puedo hacer?

Lo ignoro. Pero está claro que lo que no es admisible es quedarme de brazos cruzados a sabiendas de lo que ocurre aquí dentro. Incluso pensé en buscar una alianza con Maidlow, aunque el resentimiento de mis nudillos me dice que tal vez no sea tan buena idea. De todos modos, el duque faltó a su última cita con Raymond y no se le ha visto por el Chat desde la noche de Navidad, tampoco podría ponerme en contacto con él aunque quisiera.

Gruño. Odio sentirme como un pelele, pero hay nada en mis manos. Mi única opción viable de momento es esperar noticias de ese pelirrojo. Estoy seguro que tiene que existir algún tipo de conexión entre el hombre del despacho y mi protégé, y el tipo de la fiesta parece ser la pieza necesaria para despejar mis dudas…

Frustrado, cierro la libreta, me froto los ojos.

Ray ha vuelto a posar los dedos sobre el violín. Yo dejo los papeles a un lado y permito que mi cuerpo se desparrame sobre la cama como un montón de partículas sin conexión. Con la cara apoyada en la colcha blanca, aprovecho que no me está prestando atención para estudiar la postura del prostituto. Puedo ver esa sempiterna tensión contenida en sus músculos, semejante a la de cualquier mármol trabajado por Bernini. Respiración agitada, carótida ondulante bajo la piel. Con los ojos entornados y los labios entreabiertos, en trance. La música es insoportablemente hermosa, como de costumbre, pero sólo alcanza a acariciar mi cerebro con las yemas de los dedos. Esas yemas que en una coreografía precisa y  frenética bailan en el mástil sin trastes. Y para cuando quiero darme cuenta, estoy preguntándome si sus dedos se moverían igual, pequeños animales hambrientos, encima de mi cuerpo.

Al igual que la pequeña chispa que desata el incendio, ese pensamiento prende mi imaginación y hacer arder la sangre en mis venas de forma delirante. Yo cierro los ojos y entierro la nariz en la almohada, pero ya es demasiado tarde, y un sinfín de imágenes vergonzosas zumban por detrás de mis párpados. Y mi imaginación morbosa materializa ese cuerpo que se sacude bajo el mío, se escurre entre mis manos húmedas, serpenteante y lúbrico. Mi inconsciente incluso se molesta en recrear de la forma más realista posible el sonido pegajoso de los cuerpos al entrechocar y…

¡Maldita sea!

Había olvidado la forma ridícula en que Raymond consigue coger mi autocontrol y lanzarlo volando por la ventana. Por suerte para mí, la música tocando su fin me salva en el último segundo de abrir un agujero en el colchón (ya me entendéis). A pesar de que me cueste admitirlo, lo cierto es que volver al mundo real acalorado, duro e insatisfecho es un asco. Pero por mucho que quiera recrearme en mi desgracia no tengo la oportunidad, porque entonces me encuentro con el silencio expectante de miprotégé, y comprendo que debería seguirle el juego o se hará muy evidente mi dolor de testículos.

-Eh… ¿Saint-Saëns? -farfullo, lo primero que se me pasa por la cabeza, y para mi sorpresa, él me hace un mohín. Olvidando momentáneamente que mi entrepierna dista poco de un bate de béisbol profesional, brinco en la cama como si volviera a tener seis años.

-¿Era Saint-Saëns? ¿En serio? Soy un puto genio.

-Si te lo hubiera puesto más fácil habría sido vergonzoso hasta para ti -Ray deja el violín a un lado, en un gesto suficiente insoportable, pero no consigue evitar que le aseste un puñetazo de victoria en el hombro, eufórico.

-Arrodíllate ante mí.

-Lo haría gustoso, gatito -acompañando la propuesta, lanza una ojeada a la parte baja de mi cuerpo que consigo bloquear en el último momento, cruzándome de piernas con un gruñido-. ¿Te has puesto rojo de la emoción, o qué?

No es que me ponga rojo. Es que algún día vas a provocarme un derrame interno masivo. Y seguramente te sentirás orgulloso.

Después de arreglárselas para enfriar mi satisfacción, Raymond se encoge de hombros, me dedica toda su indiferencia e inicia un meticuloso ejercicio de estiramientos que hace crujir sus articulaciones. Al parecer sus ganas de divertirse, torturarme o lo que sea que motive sus jugueteos, se han disipado. Con él distraído en sus cosas, puedo permitirme el lujo de sentarme como una persona normal en la cama y olvidarme un poco de mi entrepierna, lo que es un alivio enorme, os lo aseguro.

El sol empieza a dejarse caer bajo la línea del horizonte y proyecta filamentos de luz anaranjada a través del ventanuco. Me inquieta pensar en lo rápido que se acerca el momento en que deba volver a bajar en ese ascensor negro, dirección a las turbias entrañas del Chat Bleu. ¿Cómo es posible que haya estado tan ciego? Obviamente, he dejado transformarse los días en semanas y meses ahogándome en el vasito de mis propios problemas, sin percatarme de la realidad turbulenta bajo mis pies, aguas infestadas de tiburones.

Aunque podría marcharme. De hecho, ¿no es lo que quiero en el fondo, desde aquel primer día de pesadilla? Salir por patas delChat y seguir viviendo mi vida anodina de siempre, como si nada hubiera ocurrido. Sólo tengo que saldar mi deuda con Ava Strauss, y cada vez queda menos para librarme del peso de esa alfombra.

Entonces, ¿por qué ni siquiera me lo estoy planteando como otra opción?

No lo sé, y tampoco sé si quiero saberlo. Estoy empezando a no tener ni idea de por qué sigo haciendo esto. Dejándome atrapar.

-Siempre estás así, ¿eh?

Ray me mira. Sus piernas cuelgan por el lado contrario de la cama, una mano perezosa se rasca el ombligo por debajo de la camiseta. Pero a pesar de la tranquilidad de su cuerpo, algo malévolo insiste en brillar en sus pupilas como una advertencia de neón.

-Piensas demasiado.

Yo le bufo, y recibo a cambio un cabezazo en el muslo.

-Qué concentrado parecías -ronronea, mientras se restriega contra mi pierna. Desde aquí parece tan inocente como un puma a punto de desgarrar la yugular de algún animal asustado-. Apuesto a que estabas pensando en mí.

-Debería golpearte.

-O sea, que no lo niegas.

Otra vez esa mueca burlesca, una sonrisa que no llega a serlo del todo. Viéndolo comprendo que cada vez estoy más perdido, y que ni siquiera alcanzo a rozar aquello que sostiene su fachada de indolente irreverencia. Casi da la sensación de que cuanto más tiempo paso en su órbita, más consigue confundirme y reírse de mí. Y eso es tan frustrante, porque siempre, pase lo que pase, necesito conocerlo todo a mi alrededor. Tengo que descubrir lo que no sé, y saber más que eso aún, hasta que todos los misterios han sido cuidadosamente diseccionados. Nunca he funcionado de otra forma, aunque, por supuesto, ha quedado de sobra demostrado que nada de eso sirve con Raymond. Lo único que consigo de mi protégé es seguir aturdido, mientras él se permite jugar con mi mente y mi cuerpo. No hay nada justo en eso, y a pesar de ello, yo sigo mordiendo el anzuelo como si fuera lo más natural del mundo.

Debo haber perdido cualquier atisbo de razón ya, pero más peligroso es que no parece inquietarme lo que debería.

Conmigo aún medio absorto en ese pensamiento, Ray recupera su violín destartalado para trastear con las clavijas. Yo sigo el proceso de reojo, sin llegar a prestar atención del todo y algo ido, hasta que mis ojos resbalan por el instrumento y el abrazo de los dedos de Raymond sobre el mástil, una caricia a la madera más que cualquier otra cosa.

-Voy a hacerte una pregunta.

Aun con la vista fija en el instrumento, puedo notar el ligero cambio de posición de los hombros de mi protégé.

-Ya sabes las reglas -dice tras un pequeño lapso de tiempo, como si hubiera estado intentando resistirse (y fallando estrepitosamente) a su propio juego, y luego regresa a la tarea que lo ocupa con actitud indiferente-. A no ser que vayas a pedirme que te empale contra el colchón. Eso sería un bonito regalo de los dioses.

Yo me froto el puente de la nariz, por debajo de las gafas.

-Las conozco de sobra.

También soy consciente de que estoy caminando sobre hielo fino. Aunque no lo parezca, para él el asunto de las preguntas no es tanto un juego como una forma de revelar lo menos posible de sí mismo y al mismo tiempo obtener algo a cambio. Casi siempre logra no decir nada interesante ni importante, y como es lo bastante retorcido como para hacerte caer una y otra vez en la casilla del castigo, las recompensas suelen ser sustanciosas para él la mayoría de las veces. Es un juego al que está acostumbrado a no perder, y del que yo he salido escarmentado en demasiadas ocasiones para mi gusto.

-Y como las conozco, fingiré que no has abierto la boca e iré al grano antes de que se te ocurra otra idiotez, ¿te parece? -él menea la cabeza, pero yo separo los labios antes:-. ¿Nunca te has imaginado haciendo algo… diferente?

Es sólo justo al terminar de formular la pregunta cuando me doy cuenta de que parecía mucho menos estúpida en mi cabeza. Al menos eso me confirma el brillo en la sonrisa de Raymond.

-No estaba hablando de nada que tuviera que ver con tu pene y lo sabes -me apresuro a añadir, en tono casi infantil-. Podrías hacer lo que quisieras ahí fuera.

¿Qué? Realmente lo creo. Es difícil no hacerlo después de comprobar el mimo con el que deja que sus manos traten los instrumentos que caen en ellas, y no me cuesta imaginarlo en cualquier otra parte mucho más digna que ese tugurio de La Madriguera, fluyendo con la música como algo vivo y pulsante. Pero de alguna manera (intencional o no) eso queda siempre relegado a un segundo plano y al olvido por culpa de ese muro de aplastante sensualidad tras el que tiende a parapetarse.

Me pregunto si habrá sido eso el causante de que haya terminado aquí.

-No pierdo el tiempo imaginando cosas que no van a suceder -la respuesta de Raymond me hace levantar la cabeza de forma repentina. Andaba medio hipnotizado con el punteo de sus yemas sobre el violín, y encontrarme ahora con su cara inexpresiva me pone ansioso sin razón aparente.

-¿Cómo que…?

-Dijiste sólo una pregunta, gatito.

-Ya, pero…

Para mi consternación, mi voz no tarda en ir despeñándose hasta convertirse en una mezcla de lamento y gruñido de derrota al descubrir que la oportunidad ha vuelto a escurrírseme entre los dedos para pegarme una patada en la cara. Dejo caer las manos -con las que antes había empezado a gesticular en un desesperado intento de encauzar la conversación- e intento envenenar con la mirada a Raymond, pero él no tiene piedad y es demasiado rápido. Mi sistema nervioso es incapaz de capturar lo que ocurre momentos antes de que el peso del cuerpo de su cuerpo hunda el mío en el colchón.

-Yo también tengo una duda.

Es lo que dice mientras se acomoda a horcajadas sobre mis muslos y atrapa mi camiseta para colar la mano por debajo. La temperatura de su palma amenaza con calentarme la tripa y estremecer mis sentidos.

Es lo que dice mientras se acomoda a horcajadas sobre mis muslos y atrapa mi camiseta para colar la mano por debajo. La temperatura de su palma amenaza con calentarme la tripa y estremecer mis sentidos.

-La verdad, no consigo entender… -continúa, sus dedos trazando líneas invisibles en las inmediaciones de mi ombligo, como si quisiera hacer realidad la sucia fantasía de hace un rato. Yo alcanzo torpemente su muñeca y lo fuerzo a interponer una barrera imaginaria entre nosotros, porque no quiero saber qué podría pasar si sigue tocándome-. ¿Por qué te resistes?

Parpadeo ante su interés genuino, como un idiota.

-¿Qué?

-¿Es que tienes miedo de que te pongan contra la pared o en realidad eres un heterosexual de incógnito? -su sonrisa intenta volverse ladina, pero parece imposible disfrazar ese ramalazo de curiosidad-. Y no me digas que alguien como tú no ha tenido oportunidades. Sería una broma muy triste.

Mi primer impulso al oír eso debería ser apartar de mi cuerpo esos dedazos impertinentes y mandarlo al infierno, como otras tantas veces. Pero eso no ocurre, y no sé por qué termino ahí tirado, bocarriba en la cama y bloqueado, mirando sin ver a Raymond. Mientras, el tiempo se escurre entre nosotros, uno, dos segundos, lo que me lleva desenfocar y volver a enfocar la vista.

-Tuve una mala experiencia con eso -murmuro, justo antes de escaparme de ese lapsus para encontrarme con la ceja arqueada del prostituto.

Y justo para darme cuenta de lo que acabo de decir.

Oh.

-¿Qué? ¿Mala experiencia? -demasiado tarde para huir. Tampoco es que tuviera escapatoria, con Raymond sentado encima de mí, sujetándome. Sólo puedo dejar que un bonito color granate se asiente en mi cara.

-N-no tengo por qué contestar a eso… ¡au, para!

Como el desgraciado que es, él vuelve a atacar sin piedad mis costillas. Cada pellizco duele como un aguijonazo (y seguro que dejarán cardenales como futuras heridas de guerra), y por mucho que oponga resistencia se acercan peligrosamente a mi pecho, cada vez más rápido…

-¡Joder…! Está bien y-yo… No soy exactamente… virgen. Q-quiero decir, lo soy, pero… ugh.

Sí, ugh se aproxima bastante a lo que siento ahora mismo.

Silencio. Yo me cubro la boca con la mano, el ademán estúpido de retener unas palabras que ya se han abierto paso hacia el exterior. Una humillación amarga me da vueltas en el estómago y se mezcla con la bilis, pero no sé si está ocurriendo por lo que acabo de decir, o responde a la imagen que araña un rincón de mi mente, rogando convertirse en un recuerdo. Sobre mí, Ray ladea un poco la cabeza, las pupilas dilatadas de manera casi imperceptible, pero comete el error de levantar la mano a la altura necesaria para que ésta pueda encontrarse con mis dientes.

Y qué queréis que os diga. Me consuela un poco ver su cara antes de que pierda el equilibrio con el susto y el golpe de su cuerpo contra el parqué retumbe por el cuarto.

-¡Gato traidor! -gimotea, aunque yo no quiero perder el tiempo. A pesar de haberlo visto caer, esas palabras aún retumban en mi cráneo igual que un cántico de escarmiento.

¿Por qué he dicho eso? ¿Por qué ahora? ¿Y por qué a este acosador, de todas las personas?

Maldiciendo, consigo arrastrarme fuera de la cama por el otro lado y rescato mi abrigo mugroso del pomo de la puerta del baño.

-Te pasa por andar jodiendo todo el día -gruño, y me envuelvo en la bufanda como si disfrazarme de yihadista fuera a ayudar a aliviar el temblor de mis extremidades-. Y más te vale no joder mientras yo no estoy. Tengo que ver a mi editor.

Jamás pensé que volvería a decir esto, pero por contradictorio que parezca me alegro de que Édouard me dé una excusa para largarme.

Voy a alcanzar la puerta cuando la cabeza de Raymond asoma por debajo de la cama, los ojos entrecerrados.

-¿Todo esto era una estrategia para fugarte con Tarta de Fresa? -inquiere, con un bufido burlón-. Cuando vuelvas aquí…

Yo me meto las manos en los bolsillos, le devuelvo la mirada desafiante.

-¿Qué? ¿Vas a embestirme con ese chichón?

-Voy a arrancarte la ropa interior a mordiscos.

Como respuesta a eso, me relamo y giro el picaporte.

-¿Te refieres a la que no llevo ahora mismo? -añado, en un ataque de euforia un poco tonto que, por un momento, incluso parece que hace remitir la angustia de antes. Más aún cuando acierto a ver la mandíbula descolgada de mi protégé un segundo antes de cerrarle con un portazo.

 

 

2ª Parte

 

El portazo hace gemir los goznes y sacude el suelo bajo el cuerpo de Raymond, pero a pesar del estruendo, él aún permanece unos segundos atascado bajo la cama, junto con la imagen mental que le ha provocado Louis. Cómo quitársela de la cabeza. O, más bien, ¿quién en su sano juicio iba a querer borrarla para siempre?

Ah, él sabe de sobra su respuesta a la pregunta. Gatito mojigato, ¿de qué le servirá guardarse esa actitud desvergonzada para sí? Con lo bien que podrían haber estado pasándoselo desde el principio…

El prostituto se arrastra fuera de la cama, frotándose la nuca dolorida, y se pasa la punta de la lengua por los labios, despacio, como queriendo retener el regusto imaginario y evanescente de Louis. Por suerte, el juego de acoso y derribo con su protector es lo bastante divertido como para no volverlo loco. De no ser así, lo más probable es que ya hubiera devorado hasta los huesos de Louis.

Aunque Ray desea centrarse con todas sus fuerzas en los calzoncillos del escritor, no puede evitar que su interés comience a rodar en otra dirección. Su marcha deja otro tipo de dudas menos lúdicas que el asunto de su no-ropa interior.

Su protector parecía tan perturbado al hablar de su virginal (¿o no?) culo que a Ray le cuesta creer que tal afirmación fuera una táctica para escabullirse. De hecho, no lo cree en absoluto.

Pero entonces… ¿por qué ha estado fingiendo algo así todo este tiempo? No es muy sensato hacer algo así en un sitio como el Chat, y está seguro de que Louis lo sabe de sobra. Y si no, la experiencia ya debe haberle demostrado que su supuesta pureza es un caramelito para los peces gordos del club.

Bueno, sea como sea, no debería resultarle demasiado difícil sonsacárselo, aunque tendrá que esperar a que Louis regrese de donde quiera que esté saltándose sus labores de niñero. Ray desea de corazón que no se trate realmente de Tarta de Fresa. Sería un desperdicio que alguien como Louis le hiciera el menor caso a un tarado de ese calibre.

Además, ese tarado le pegó. En la cara.

Además, el gatito es suyo, él le puso mote primero.

Satisfecho con el razonamiento, estira los miembros hasta hacer crujir las articulaciones y se pone en pie. Sabe que las advertencias de Louis sobre hacer maldades caerán en saco roto si no encuentra algo en lo que distraerse pronto, y no quiere hacer enfadar (mucho) al escritor. Necesita tenerlo de un humor decente para conseguir que desvele sus secretos.

Iba a empezar a deambular como un animal por la habitación cuando algo entra en su campo visual.

En el suelo y entre las sábanas revueltas, asoma una libreta. Él la reconoce al instante. Es como una extensión del cuerpo de Louis, y no recuerda haber visto a su gatito sin ella. Sin pensárselo, la rescata del suelo y hojea las páginas, tatuadas con una letra apretujada y desigual. Ray nunca leyó demasiado bien y la caligrafía de Louis es un tanto críptica, pero de algún modo, el prostituto se las apaña para desenredar la maraña de sintaxis de las primeras páginas.

Pero al hacerlo, casi se atraganta con las palabras de Louis.

 

 

Después de bajar a trompicones hasta la puerta principal, aterrizo en las calles húmedas de la ciudad envuelto en una sensación irreal de sueño lúcido. No tengo claro si este estado se debe al cóctel de excitación y terror que hirvió en mis venas en la habitación de Raymond, o es un anestésico para minimizar lo que me espera ahora, pero se me pasa de un plumazo cuando el atontamiento me hace meter el pie en un charco.

Gruñendo -y bajo la mirada socarrona del portero-, sacudo la pernera mojada y hundo las manos en los bolsillos. Antes de que quiera darme cuenta, mis pies ya han tomado una ruta por cuenta propia y atravieso el corazón palpitante de turistas de París esforzándome por no pensar. Sé adónde me lleva el inconsciente, y aunque no hago nada por detenerlo, no puedo sino sacudirme un poco por debajo de las capas y capas de ropa. Así, salvo el Sena cruzando el Pont Neuf y tomo el bulevar Saint Michel sólo para que mi malestar evolucione a algo frío y viscoso apretándome el pecho. La dorada cúpula del Panteón rompe la línea de edificios bañada en una luz sanguinolenta cuando me aproximo, esquivando estudiantes, a los Jardines de Luxemburgo. Las calles salpicadas de librerías especializadas no atraen mi atención por primera vez en mucho tiempo, porque la fea figura negra de la Torre Montparnasse ya se encarga de mantenerme la vista ocupada.

El barrio de Montparnasse. Nido de artistas inmigrantes y bohemia de la primera mitad del siglo veinte. Y el hogar de Édouard.

Édouard… Mientras dejo atrás a las familias que vuelven a casa después de una tarde en el parque, intento recordarme otra vez por qué no he terminado con esto. Y, como siempre, la respuesta parece clara.

Es sólo por el trabajo.

Después de rechazar la oferta de Maidlow incrustándole mi puño en la cara, ¿qué me quedaba, a fin de cuentas? Nada. Estaba seguro de que mi sueño editorial acababa de golpearse contra un muro de granito y realidad. Y de hecho, así era. Olivia no tardó en ponerse en contacto conmigo, días después de la noche de fin de año, para anunciarme que, sin financiación extra, no podría publicar a un autor novel.

«La premisa es buena, pero el tema arriesgado; no sabemos cómo va a reaccionar el público» había dicho, en un tono apenado que encajaba bastante bien con la forma en la que me estaba hundiendo en la silla de la cafetería. «Supongo que sabrás cómo está la economía… No podemos arriesgarnos a publicar si no caminamos sobre un terreno más seguro. ¿Tal vez si volviéramos  al manuscrito inicial…?

Pero yo no estaba dispuesto a retomar eso. Por primera en veintitrés años siento que estoy haciendo algo de verdad, con este nuevo proyecto, y volver a mi primer trabajo sólo me haría recordar una y otra vez mis tristes fracasos en la vida.

Además, es monstruosamente horrible.

Aquel día me fui a la cama seguro de que todo había acabado. Y la mañana siguiente me encontré con un contrato en la mano y todo listo para editar mi manuscrito en cuanto lo rematara con el punto y final.

Édouard había acudido al rescate sin que nadie se lo hubiera pedido. Se había ofrecido a trabajar sin cobrar conmigo, al menos hasta la completa edición de mi recopilatorio. Algo que ni de lejos tiene pinta siquiera de ser legal. Pero, a pesar de eso y de los sentimientos encontrados, ni Olivia ni yo pudimos negarnos.

Y a pesar de eso, de la excusa razonable que he apuntalado a martillazos en mi sentido común estos días, al alcanzar el edificio de mi editor, el corazón empieza a ralentizar su ritmo y me hormiguean las extremidades.

Lo que ha pasado ahí arriba… ¿estará cincelado en las paredes todavía? ¿Estoy preparado para verla de nuevo ahí, mi vergüenza garabateada con tinta indeleble en cada minúsculo rincón?

Será como meterme de lleno en la cinta de terror que llevo años reproduciendo en bucle, sin poder parar.

Inspirando hondo, apoyo la frente sobre los barrotes de hierro forjado del portal y la humedad me traspasa la piel en una mordedura helada. Sigo así hasta que sólo consigo recordar lo cansado que estoy, porque el frío me entumece la memoria. Entonces me atrevo a pulsar por fin el botón del interfono y la puerta se abre con un zumbido en lo que tardo en pestañear. Subo los escalones, despacio, convenciéndome a la fuerza de que estoy aquí porque si no consigo publicar algo pronto probablemente asuma que soy inservible en cualquier aspecto y termine arrojándome delante de un coche en Concordia. De que no tiene nada que ver con Édouard, sólo con el manuscrito. Le he hecho prometer que no sacaría otro tema que no fuera el profesional. Ambos sabemos que esto es una reunión de trabajo.

Sí. Eso es.

La puerta de Édouard es la única del último piso que parece tener un aspecto invitador. Debe ser porque la conozco bien. De hecho, la conozco tan bien que creo que no podría contar las veces que he cruzado ese umbral y caminado por este mismo rellano.

Aunque puedo ver con claridad en mi cabeza la última vez que cerré esa puerta a mis espaldas.

Un chasquido, y su cara aparece tan rápido en el lugar que antes ocupaba la madera que no tengo tiempo de prepararme. Por un momento me encuentro de pie en mitad del rellano, aturdido y sin recordar con detalle por qué estoy aquí.

Por suerte, él sale al rescate (por segunda vez):

-Eh… ¿hay que invitarte a pasar en voz alta para que entres?

Sonríe un poco mientras lo dice, medio de lado, como si llevara tanto tiempo sin hacer algo así que ahora tiene que pelear con sus músculos agarrotados para arrancarse un gesto. Yo, avergonzado, trato de contener el impulso de taparme la cara con mi bufanda de kamikaze talibán.

Pero, aparte de eso, no siento nada.

-Un anfitrión siempre tiene que ser cordial con sus invitados -replico, sintiéndome yo también algo agarrotado al devolverle algo parecido a una sonrisa (y al casi citar una de las frases célebres de Ava). Él me responde del mismo modo como acartonado, y se hace a un lado para que pueda arrojarme dentro del apartamento sin pensar, preparado para cualquier golpe emocional…

Pero lo que encuentro me deja un momento mudo.

-Cuando empecé a cobrar mi sueldo, decidí hacerle un lavado de cara al piso -comenta mi anfitrión, como si acabara de leerme la mente, pero es el chasquido de la puerta al cerrarse lo que me saca del sobresalto-. Ya iba siendo hora. Estaba cayéndose todo a pedazos.

Esas últimas palabras se arrastran fuera de su boca y quedan un momento en el aire antes de desvanecerse. El silencio pesa sobre mis hombros mientras dejo mi abrigo en el blanco y diminuto recibidor. Qué sentimiento tan extraño. De reconocimiento y de extrañeza. La verdad, no sé por qué esperaba encontrármelo todo igual que cuando me marché. No es como si el tiempo se hubiera detenido y hubiera estado esperándome para volver a ponerse en marcha en cuanto pusiera un pie dentro del edificio de nuevo. Ahora, al ver los flamantes muebles de Ikea de Édouard ocupando el espacio donde antes había antiguallas machacadas y polvo, soy plenamente consciente de que, después de lo que ocurrió, él también ha seguido viviendo. Incluso puede haber tratado de librarse de ese peso que ha sido y es nuestro pasado. Igual que yo…

Quitando la parte del prostíbulo de lujo y las alfombras persas estropeadas, por supuesto.

Medio enredado en una conversación desganada sobre libros electrónicos, sigo a Édouard hasta la cocina. Tal vez es por la incomodidad que ha empezado a tejerse entre nosotros desde que entré, pero en cada uno de los movimientos que utiliza para preparar café y mantener viva la charla, veo ese tema arañando y luchando por devorarnos a los dos. Una bomba de relojería a punto de estallarnos en la cara. De hecho, el tiempo en la cocina fluye despacio, envuelto en la expectante tensión de comprobar cuándo Édouard se rendirá y romperá su promesa de mantener es noche en el olvido.

Pero los minutos pasan, y la conversación simplemente sigue su cauce natural hacia Olivia y la editorial, y de lo feliz que está de poder trabajar con mi novela a pesar de todo. Para cuando me termino el café, Édouard ya me está hablando de los pequeños cambios que podrían hacerse para que mi recopilatorio sea perfecto. Yo dejo mi taza en el fregadero y lo acompaño hasta el salón, perturbado.

No puedo ser el único de los dos que lo está sintiendo vibrar en las venas, estoy seguro de que ambos compartimos la misma quemazón que provocan las palabras nunca dichas. Al menos quiero interpretar así la leve rigidez de su cuello cuando vuelve la cabeza para invitarme a sentarme en el sofá.

Yo me dejo caer sin pensar demasiado. En ese momento me doy cuenta que debo haber olvidado mi libreta en el cuarto de Raymond, porque por más que tanteo por todos los bolsillos de mi chaqueta, no aparece. Bueno, qué más da. Édouard se acerca con una copia, y tampoco es que haya escrito nada nuevo.

Siempre estoy demasiado ocupado desvelando mis secretos más vergonzosos a un prostituto.

-¿Sabes, Louis? -mi editor toma asiento a mi lado, pero lo bastante apartado de mi cuerpo como para no levantar suspicacias-. Creo que tanto Olivia como yo ya te comentamos que todos tus relatos son increíbles, pero no deja de sorprenderme la temática que has escogido para escribir.

Dice esto algo ruborizado, mientras relee por encima una de las historias del recopilatorio. Yo me cruzo de brazos.

-¿No pensabas que el cándido de Louis llegara a atreverse a escribir sobre pollas alguna vez, verdad?

La acidez de mis palabras hace que Édouard me mire y parpadee, el aturdimiento flotando en sus ojos oscuros.

-Bueno… en realidad, no es que muchos autores se atrevan a enviar historias de temática erótica a sus editores. Y menos aún si son noveles -su respuesta incómoda me da un buen revés que me obliga a fijar la vista en los papeles repartidos por la mesa, sintiéndome demasiado avergonzado para disculparme.

Dios, ¿por qué estoy haciendo esto?

Tengo que resistir la tentación de llevarme las manos a la cara, porque me hierve y, aunque siga centrado en las fascinantes espirales en la madera de la mesa, sé que Édouard está observándome. Y lo más probable es que lo haga mientras se pregunta qué narices me pasa.

-Siendo sincero, tampoco es un tema que hubiera esperado de ti -al oírlo, levanto la cabeza. Aunque habla con cautela, él se atreve a sonreírme un poco cuando mis ojos encuentran los suyos-. Me sorprendió el, eh… nivel de detalle de la narración.

Mirando su cara enrojecida, pienso en el circo grotesco que se desarrolla entre los muros del Chat Bleu y en el dolor de cabeza que es su estrella principal. Y me siento tentado de tirarme de los pelos y llorar y reír al mismo tiempo. Para fortuna de Édouard, simplemente cuento hasta tres y me pellizco el puente de la nariz antes de responder.

-¿Qué voy a hacer, si tengo la mejor y la peor inspiración?

-¿Te refieres a la del tipo que permite que alguien demasiado ebrio para saber dónde está o por qué le haga una felación en un callejón?

Las líneas del relato que acababa de caer en mis manos se difuminan hasta volverse ilegibles. Yo bajo la hoja cuando las palabras consiguen filtrarse por mi cráneo y el calor amenaza con asfixiarme en mi propio rubor. Édouard me sostiene la mirada sin pestañear, y yo intento hacer lo propio y no rendirme, pero termino medio encogido y centrado en lo fascinante de la mugre en mis zapatos.

Y la bomba reventó.

No puedo indignarme porque me haya reprochado lo que ocurrió esa noche. Sé que lo que ocurrió esa noche me lo busqué yo solito, y una humillación vergonzosa burbujea en mi estómago.

-No tienes ni idea de lo que he tenido que pasar para escribir esos relatos, para no morirme de hambre -suelto, enfurecido conmigo mismo. Me gustaría redirigir toda esa ira hacia lo que él mismo me ha hecho sufrir, montar un escándalo como cuando me abordó en la cafetería y olvidarme así de mis malditas meteduras de pata, pero pronto descubro que soy incapaz de hacer otra cosa que no sea permanecer con la vista fija en el suelo, temblando de rabia.

Édouard no responde inmediatamente. Sus dedos llegan a alcanzarme el hombro en un intento de consolarme, pero en lugar de eso el contacto nos deja tan rígidos que su mano termina convertida en un puño sobre el sofá.

-Louis, lo siento.

-Prometiste que no sacarías temas personales.

-Estoy empezando a pensar que eso ya no será posible nunca más. Para ninguno de los dos -suspira, yo aprieto los dientes. He sido el primero en entrar tenso y saltando al mínimo comentario con cosas que poco tienen que ver con el trabajo-. Esto es…

-Un error.

Silencio.

-Iba a decir incómodo -el dolor en su voz es tan tangible que yo no sé ni cómo encajarlo-. Yo… Lo siento.

-No vuelvas a pedirme perdón -entumecido, recojo unos papeles de la mesa, pero una vez en mis manos no tengo ni idea de qué hacer con ellos. Al final, tengo que volver a dejarlos donde estaban, angustiado-. Te has disculpado tantas veces desde que te conozco que la expresión ha perdido todo su significado.

Cuando por fin me decido a despegar los ojos del entarimado, Édouard sigue sentado a la misma distancia segura, tan quieto que me hace sospechar que contiene el aliento. Contemplar su silueta, tan dolorosamente inmutable y que me destrozó los nervios en nuestros dos primeros encuentros, me agota ahora de forma física y mental. ¿Cómo es posible que no haya cambiado ni un ápice en estos años?

-Estoy preocupado por ti.

-No tienes ningún derecho a estarlo.

Necesitaba que lo estuvieras hace seis años, no ahora.

-No, no lo tengo -yo lo escucho a medias, como si me encontrara sumergido en aguas profundas. Estoy demasiado ocupado estrujando los papeles sobre la mesa hasta convertirlos en una amalgama informe de celulosa. Para desgracia de mi meticuloso trabajo, Édouard agarra la bola de papel y la aprieta él también antes de arrojarla fuera de nuestro alcance. Ese brote de confianza me deja parpadeando-. Pero no puedo ni quiero evitarlo.

Sin darme tiempo a recomponerme y replicar, mi editor parece reunir el valor necesario para plantar de forma definitiva su mano en mi hombro. La forma en que sus huesos parecen encajar con los míos igual que viejas piezas de puzle me sacude desde el mismo tuétano.

¿Cómo hemos llegado a esta situación?

-Trabajo en un maldito hotel de lujo -de mala gana, aparto esa mano de mí-. Y el descerebrado del callejón es la gran estrella del sitio. Mi única tarea es evitar que siga siendo un descerebrado, pero hay un puñado de ricos que pretenden convertir mi vida en el guión de una telenovela de segunda. Todos quieren joderme –En todos los sentidos de la palabra-. Fin de la historia. No hay nada de lo que preocuparse. Aunque no lo parezca, lo tengo todo bajo control.

Ja.

Mirando a Édouard, me doy cuenta de que está pensando exactamente lo mismo. Yo ya no sé si la bola que me cierra el estómago está hecha de rabia, vergüenza u otras emociones misteriosas y complejas, pero me está dejando sin respiración.

-Lo último que necesito es tu compasión, ¿entiendes? -le espeto, lanzándome sobre él para agarrarlo por los hombros y sacudirlo, un burdo intento de borrar esa expresión de pena sempiterna de su cara-. Estoy aquí por el trabajo, para poder salir de ese agujero, no para que me recuerdes toda la mierda de mi vida. ¡Tú preocúpate de tu maldito empleo y de ser la estrella totalmente heterosexual del Stade Français, y déjame en paz!

Escupo esto último sin pensar, acalorado por el enfado y la frustración, y todavía sujetando a Édouard. Su rostro, de pronto impasible, está tan próximo al mío que puedo oler su loción para el afeitado.

Entonces él tuerce la boca en algo que intenta parecerse a una sonrisa.

-Ya, bueno. El Stade Français. Creo que no.

Al principio me cuesta entender su expresión. Mi cabeza es una nebulosa de nervios, bochorno e ira mal controlada. Édouard aprovecha mi estado de confusión para rodear mis muñecas con los dedos y apartarme. Toda su decisión parece haberse evaporado para convertirse en ese aire melancólico tan suyo. Cuando caigo en la cuenta y me quedo frío, él ya ha recuperado los últimos supervivientes de los documentos repartidos sobre la mesa, que estudia en silencio.

Y yo tengo que esforzarme por comprender, por buscar los motivos a algo inverosímil.

-¿No te cogieron? -pregunto, mientras mi entumecimiento emocional comienza a disolverse y la sorpresa me deforma la expresión.

-No -mi editor no despega la vista del folio, pero puedo ver como sus hombros se hunden con cada una de sus palabras-, me aceptaron, ya lo sabes.

Sí, ya lo sé. Cómo olvidar la inmensa media luna de su sonrisa al arrojarme la noticia a la cara. Por mucho que lo intenté, ni siquiera pude fingir bien la alegría. Sólo parecía estar alejándose un paso más de mí.

-Entonces…

-Rechacé el puesto -me corta él, y yo me quedo mudo-. ¿Crees que tenía sentido ya aceptarlo? Seguro que te parece una idiotez, pero rechazar esa oferta fue la forma más duradera de recordarme que había arruinado cualquier posibilidad de ser feliz en la vida.

La tan temida mención a lo que ocurrió ese día llega, pero ni siquiera parece golpearme. Tal vez sea porque estoy todavía aturdido, intentando digerir la información.

El sueño de una vida, tirado por la borda.

-Mira -por fin, Édouard abandona los papeles y vuelve a mirarme a los ojos-, sé que probablemente me odies ahora mismo. No te culpo, estás en tu derecho, y ni siquiera busco hacerte cambiar de opinión. Yo sólo… llevo años queriendo decirte que no hay un solo día que no me recuerde cada segundo de lo que ocurrió aquella noche. Me cuesta contar la cantidad de veces que he deseado volver atrás y cambiarlo todo, lo que daría por poder hacerlo, y el horror que supone comprender cada día lo que hice. Y me tortura, pero no puedo permitirme olvidarlo. Es mi cilicio personal. Por eso no quiero ni puedo pedirte que me perdones. No estoy seguro ni de que yo mismo sea capaz de perdonarme por lo que ocurrió.

Él termina de hablar con un leve temblor que sacude su cuerpo como un pequeño sismo. Yo no puedo moverme, no puedo pensar. Sólo puedo ver cómo Édouard intenta poner en orden sus propias emociones antes de vuelva a dedicarme una de sus sonrisas forzadas.

-Nunca más volveré a sacar el tema, lo juro -y, como si no hubieran existido ni esta conversación ni el bosque de papeles arrugados a nuestro alrededor, saca un bolígrafo y retoma el trabajo.

Inmóvil, dejo sus palabras rebotando dentro de mi cráneo, una y otra vez.

¿Qué ha sido eso?

La pregunta me asalta un momento, pero desaparece enseguida, ahogada por una especie de zumbido en mis oídos. El corazón me palpita en un compás rítmico y atronador en el pecho, y de pronto eso es todo lo que puedo oír. Édouard sigue hablándome de mis relatos, aunque yo soy incapaz de prestar atención a sus palabras. Su perfil, un calco de mi memoria, y los pequeños y engañosos cambios de esta habitación, que no deja de ser la misma de siempre… Nada ha cambiado, en el fondo. Él sigue aterrorizado y perdido, yo sigo frustrado y herido. Tal vez hayamos alcanzado un nuevo nivel de dolor, pero no ha conseguido cambiar la materia de la que estábamos formados.

E incluso por encima de ese sufrimiento, no encuentro la manera de obviar la añoranza que a veces me abraza a traición en sueños.

Inspiro. Los muelles del sofá se me clavan en la parte trasera de los muslos cuando mi cuerpo, casi por cuenta propia, se inclina hacia un lado. Por su parte, Édouard parece darse cuenta de que no lo estoy escuchando y se vuelve hacia mí, y mi corazón quiere volverse loco el momento en que nuestras narices chocan. El aliento de Ed roza mis labios, yo aprieto mi boca contra la suya, y el calor me golpea y embriaga.

Ya no logro volver a pensar con claridad. Es como volver a respirar tras pasar una eternidad sumergido en algo frío y viscoso. No tenía ni idea de cuánto tiempo llevaba atrapado, aguantando la respiración. Ha sido demasiado, desde luego.

No obstante, y contra todo pronóstico, Édouard responde agarrándome por los hombros e interponiendo una barrera imaginaria entre ambos. Puedo leer el temor en la rigidez de sus dedos clavados en mi piel. Yo siento el calor abandonando mis mejillas poco a poco, pero no mis labios, donde permanece igual que el calor residual de una lámpara incandescente. Creo que estoy temblando.

Igual que las manos de Édouard.

-Esto… -balbucea, su voz perdiéndose hasta ahogarse a sí misma. Luego llega el silencio, o algo parecido, porque mi respiración parece llenar cada rincón del cuarto.

Un segundo, dos. Y, tan rápida como la mía, su compostura se tambalea y él se desmorona sobre mí con un lánguido quejido de los muelles bajo nuestros cuerpos. Ed bebe de mí después de años muriendo de sed, y sus labios dejan una quemadura ardiente en mi boca. Mis dedos no vacilan al enterrarse hasta la raíz de su melena oscura, buscan lugares conocidos en la curva de su espalda. Él me toca como quien roza una herida reciente, pero la forma delirante (y tan familiar) en que su lengua mueve la mía casi hace que destierre cualquier recuerdo de mi mente y me abandone a mí mismo, al modo en que sus brazos consiguen encontrar el hueco perfecto para ellos al apretar mi cuerpo.

Aunque no oigo ni entiendo sus palabras deshilachadas, sí que siento transmitirse el calor a la puntas de mis dedos y luego a mis venas cuando me deslizo por debajo de su camiseta. Me siento abrumado, ahogándome en un recuerdo reencarnado.

Entonces Édouard alcanza las trabillas de mi pantalón, y vuelvo a verme como aquella noche, tirado en el suelo de esta misma habitación, asfixiándome en el dolor y el miedo. Y todo me revienta en la cara con tal fuerza que tengo que rodar hasta caerme del sofá, golpeándome con la mesa y armando un estropicio.

El mundo parece quedarse inmóvil. Édouard me mira igual que un animal al que acaban de apuntar con un rifle.

-Louis.

-No puedo -jadeo, mientras me pongo en pie tambaleante y retrocedo hasta la salida. Estoy tan aturdido que termino chocando con el marco de la puerta-. No puedo olvidarlo.

La mueca de dolor en su cara, aún enrojecida, se superpone al gesto desesperado con el que trata de detenerme:

-Hablémoslo, Louis… -yo consigo menear la cabeza, alcanzando el pomo de la puerta-. Déjame llamarte mañana, cuando todo esté más tranquilo.

-No lo hagas, por favor -es lo único que consigo barbotar, antes de escurrirme fuera, cerrar la puerta y precipitarme escaleras abajo.

 

 

Aún puedo oír sus voces al desmoronarme en los escalones del portal de Édouard. Están en cada maldito rincón de mi memoria, expandiéndose como un eco persistente. Las voces y sus risas. Se hundieron en mi piel para despellejarme aquella noche, tan calientes que me escaldaron las entrañas hasta hacerlas carbonilla y dejarme hueco por dentro.

Mi cuerpo entero vibra y una náusea tira de mis tripas. Yo aprieto las palmas contra mis cuencas, respiro. Cuento hasta diez. Hasta veinte. Hasta ciento veinte.

No puedo olvidarlas.

Aún puedo paladear el sabor de Édouard en mis labios, pero no puedo borrar lo que hizo, y empiezo a temer que eso me vaya a partir en dos.

No sé cuánto tiempo sigo sentado aquí. Las sombras comienzan a alargarse y a engullir los contornos de la ciudad. Llego a ver la luz fantasmagórica y amarillenta del alumbrado público hacer relumbrar mis zapatos. Me quedo hasta que el frío amenaza con insensibilizarme de forma permanente las extremidades. Sólo entonces me levanto, despacio.

Una parte de mí no quiere irse. Debe ser la misma que se lanzó a comerle la boca a Édouard, o la que se empeña en susurrar que tal vez no sea tan mala idea volver a subir esas escaleras y plantarme en su puerta. Fingir que nada ha ocurrido entre nosotros y empezar de cero.

Y qué fácil sería ¿no? Recuperar la reconfortante presencia de Édouard en mi vida, que ahora sólo permanece como un susurro obstinado, igual que el miembro fantasma de un lisiado de guerra. Sería tentadoramente fácil, dejarse arrastrar por esa familiaridad que aún existe entre nosotros.  Excepto tal vez por el pequeño, nimio detalle de que, de hacerlo, me obligaría a vivir con ese momento (esa pesadilla) tatuado en la piel cada segundo que lo mirara a la cara.

La brisa de enero cuela sus dedos helados por el cuello de mi camisa, provocándome un violento escalofrío. Aunque en mi huida precipitada he dejado atrás mi abrigo, en ningún momento me planteo volver a por él. De hecho, la idea sólo me incita a caminar más rápido en dirección contraria, de vuelta al Chat, y poco a poco, el hilo desquiciado de mis pensamientos comienza a acompasarse con mis pisadas hasta quedar reducido a un quedo ruido blanco.

De repente el ritmo de París me resulta agotador. En lugar de atravesar las arterias rebosantes de vida de la margen izquierda del Sena, opto por tomar una ruta alternativa de callejuelas de nulo atractivo para los turistas. Es el camino más largo, pero me siento mejor una vez que el bullicio de los bulevares queda atrás y puedo respirar de nuevo…

… Hasta que algo parecido a un cepo frío me atenaza el cuello, robándome el aliento. La mano, enorme y férrea, me arrastra violentamente hasta el final de un callejón, sin importarle demasiado el dolor que azota mi cuerpo. Es tan intenso que yo no puedo moverme, no puedo gritar. Ni siquiera el terror tiene la oportunidad de nublarme los demás sentidos. Y entonces veo la cara de mi agresor y casi puedo sentir cómo se me congela la sangre para formar un coágulo denso y punzante en mi pecho.

Un rostro brutal deformado por las cicatrices.

El miedo me sube como hiel ácida por la garganta y disuelve cualquier atisbo de razón que pudiera conservar. Pataleo, mi respiración tan frenética que me retuerce el estómago en una náusea infinita y que hace que mi mundo empiece a girar y girar. Aun así, lo único que consigo con eso es que un brazo férreo me inmovilice, dejando su otra mano libre en una ocasión perfecta para agarrarme del pelo y estrellarme la cabeza contra el muro de ladrillo.

Cierro los ojos. Es casi más un reflejo que otra cosa, porque mi visión resulta engullida por un deslumbrante fogonazo blanco. Le sigue el dolor, de color rojo oscuro y espeso, y mis piernas cuelgan sin llegar a tocar el suelo, inertes.

Después, dedos que se hunden en mi carne al obligarme a levantar la cara. La imagen de su dueño aparece entre mis pestañas como salida de la bruma. Aristas y ángulos. Una sonrisa afilada, que corta y muerde. Yo siento algo frío fluyendo en mis venas cuando su voz se las arregla para apuntalar mis tímpanos por encima del pitido interminable que me llena la cabeza.

-Mira lo que hemos encontrado, Jordan. Qué graciosa casualidad. ¡Un escritor! Y uno al cual su fama precede, ¿sabes? -lo reconozco. Reconozco su voz. En el despacho de Ava, aquella noche de fin de año…-. Justo tenía una historia increíble que contar. Es realmente emocionante, un thriller de acción, diría. La trama es sencilla, pero estamos trabajando en ella, ¿verdad?

Un gruñido de asentimiento es la única respuesta que recibe, y el sonido retumba en mis huesos. A la luz tenue del callejón, esa figura pálida quiere parecer un espejismo, pero el firme apretón en mi mentón es muy real. Yo soy incapaz de reaccionar, como esos insectos prehistóricos atrapados para siempre en una lágrima de ámbar.

-La historia comienza con un escritor, también. Uno que consigue trabajo en un hotel para ricos y que tiene por hobby meter la nariz en los trapos sucios de los demás.

Respiro con fuerza. Las palabras del tipo me arrastran de vuelta los pasillos del Chat. Oigo su nombre de los labios del pelirrojo del baile y de Ava. Nunca sonó como otra cosa que no fuera una amenaza clara, y la advertencia de Chiara de pronto cobra un sentido aterrador.

Ante mí, los rasgos agudos del hombre se contraen en una especie de sonrisa.

-¿Te resulta familiar?

Ya no puedo verle la cara. La boca de la pistola parece una puerta al infierno, perfectamente redonda y formada por un denso lodo negro que, a centímetros de mi cara, parece a punto de tragarme para siempre.

-Conozco a un escritor que una vez pensó que sería buena idea escuchar a través de una puerta -el metal frío entra en contacto con la piel de mi mejilla y la hunde, moldeándola igual que plastilina. Yo quiero respirar, pero sólo puedo intentarlo, boqueando con una desesperación angustiosa-. ¿Quieres saber qué fue lo que le ocurrió?

¿Qué acaba de decir? No lo sé. Mi pecho se expande y se contrae como si quisiera aplastar los órganos internos o la maraña de pensamientos frenéticos y alarmantes que me colapsa. Sólo única idea, casi primitiva, no deja de palpitar en mis sienes con una claridad aterradora:

No quiero morir.

No aquí.

No así.

¿Cómo he llegado a esto? Estaba seguro de haber salido del pasillo antes de ser descubierto. De hecho, aunque mis recuerdos de esa noche son difusos, juraría haber estado a punto de alcanzar el hall del hotel cuando me topé con…

Qué estúpido. Qué estúpido soy.

La misma mole de carne que me inmoviliza estaba allí. Obviamente. El guardaespaldas de un extorsionador no iba a ocultar a su jefe que un idiota se había pasado la noche con la oreja pegada a la puerta mientras él soltaba sus secretos.  Y yo, con mi comportamiento a la altura de ese mismo idiota, ni siquiera he tenido la prudencia de acordarme durante todo este tiempo de su presencia amenazadora.

Ahora van a meterme un tiro entre las cejas y lo más probable es que me lo merezca.

-¿Qué se supone que debo hacer ahora contigo?

Como si fuera yo quien debe darle la solución, mi agresor (Hans, para ser más precisos) estudia con detenimiento mis pupilas dilatadas. No obstante, si de verdad quiere una respuesta está claro que no la va a tener, porque a mí me cuesta concentrarme con su arma clavándose descuidadamente en mi pecho, entre mis costillas. Ni siquiera se me permite removerme. Esos brazos que me rodean bien podrían pertenecer a una de esas hercúleas esculturas de mármol macizo en el Louvre. Al final, continúa su monólogo obviando mi opinión:

-Cada año que pasa Ava termina contratando a gente más y más inútil. No sé si será o no algún tipo de resistencia sutil -él ladra una risa que hinca aún más el metal en el cuerpo y que me seca la boca. El resentimiento cruje entre sus dientes-. Si lo que pretende es aparentar ser el nuevo Gandhi o algo así, tal vez debería cerrar antes esa casa de putas suya, ¿no crees? Como si permitir que Raymond se asilvestre en el Chat fuera suficiente para redimir sus pecados.

La mención de mi protégé hace tensarse mis músculos de tal manera que el matón se ve obligado a cerrar su abrazo aún más, hasta casi cortarme la respiración. Para Hans, mi reacción debe resultar divertidísima, a juzgar por la sonrisa -pequeña y puntiaguda- que acaba de materializarse en su cara.

-¿Te sorprende algo? Pensaba que te habías enterado de todo esto cuando estabas agazapado en la puerta de Ava Strauss.

Ojalá fuera así. Me falta la información más importante.

-¿Qué es lo que quieres de él? -el sonido de mi voz me sorprende. He hablado en un acto reflejo, como si ser un cotilla con una pipa entre las costillas fuera la actitud más normal del mundo.

La verdad es que yo también me dispararía si fuera él. Varias veces. A quemarropa. Y sin ningún remordimiento.

Como respuesta inmediata (la cual milagrosamente no es un disparo), un sonido gutural e inquietantemente parecido a una risotada emerge tras mi espalda y hace vibrar mis huesos. Me habría aterrorizado de no estar demasiado preocupado por la pistola y su dueño, quien dedica unos segundos a escrutarme, parpadeando muy despacio.

-¿Eres idiota? -inquiere al fin.

Y es una pregunta genuina. Al menos hay auténtica curiosidad en su voz y en la forma de revisar el cañón del arma, asegurándose de que es real y funcional y aterrador. En cuanto se ha cerciorado de que todo está en orden y de que todavía puede matarme con un gesto vuelve a hundirme el arma en el vientre.

Yo me estremezco. Incluso a través de la camisa, el metal es frío hasta quemar.

-Creo que no eres consciente todavía de lo que te está ocurriendo. Tú tenías una labor muy sencilla en el Chat Bleu. Tú única obligación era no quitarle un ojo de encima y no dejar que hiciera ninguna tontería porque, como ya sabrás, Raymond es propenso a meter la pata y a hacer cosas que no le convienen.

Él tuerce la boca pálida con eso último, apenas un segundo en el que se afloja la presión del arma en mi estómago.

-Pero ya veo que no es posible. Es una lástima que esto haya sido un fiasco total. Comprendo que él pone su empeño en hacérselo difícil a todo el mundo, pero es un dolor de cabeza que Ava ya ni siquiera se moleste en contratar a personal competente… -Hans termina la frase con una especie de gruñido bajo y casi inaudible. De forma inconsciente, jadeo cuando la pistola vuelve a tocar mi cuerpo, pero por una vez ésta no se clava dolorosamente en mi carne.

El acero en el cañón acaricia mi piel en una línea recta, ascendente, congelándome los nervios, y a su paso mi camisa cede y se repliega sobre sí misma. Sin dudarlo un instante, todo mi organismo reacciona contrayéndose, incluso aunque ello suponga que el cepo del matón alrededor de mi cuerpo me estruje las costillas y me corte la respiración.

Después, un segundo estático. Tanto Hans como yo observamos la irradiación de la luz artificial de la ciudad sobre mi cuerpo, y puedo estar seguro de que ambos pensamos lo mismo: mi piel expuesta parece el vientre blanco de un pez a punto de ser diseccionado y destripado.

-Al menos Ava ha procurado traerle a alguien que le hiciera pasar buenos ratos de diversión –comenta, sus labios levantándose para mostrarme unos caninos blancos, bien alineados y casi indistinguibles del resto de la dentadura.

Un pensamiento hace revolverse mis tripas al escucharlo. Quiero pensar que sólo está intimidándome, pero sus ojos no se molestan en esconder el untuoso brillo lúbrico con el que cortan y evalúan la calidad de mi carne y huesos. Nunca nadie me había estudiado así, con una minuciosidad que arrastra sus largos dedos en los pliegues más íntimos de mi anatomía, únicamente para recrearse exhibiéndolos ante un público hambriento.

El asco me golpea. Es un sentimiento tan intenso que aturde mis sentidos, y sólo puedo mirar esos ojos translúcidos y preguntarme si alguna vez han escrutado del mismo modo a mi protégé.

Por más que lo intento, no consigo entender la conexión entre este tipo y Ray. Su relación debe estar a años luz de ser siquiera algo razonable, viendo que ambos se conocen desde antes del Chat y que, con toda seguridad, Hans es el causante de la situación de mi protégé. Sea lo que sea es aterrador. En mi inocencia, suponía haber entendido que cada minuto que ha pasado entre las paredes del club ha sido una pesadilla para él, demasiado aterradora para permitirle reaccionar. Es algo fácil de asimilar, más después de haber sido testigo de la brutalidad a la que es sometido sin ningún tipo de escrúpulo. Ahora, sin embargo, veo en el rostro afilado de Hans esa expresión tan familiar, la de todos esos hombres saturados y hastiados de estímulos sensuales que buscan entretenimiento de usar y tirar, y es sólo entonces cuando descubro que he sido un idiota presuntuoso al pretender creer que comprendía en lo más mínimo a Raymond.

Y es que está acostumbrado a este trato desde hace mucho. Esas miradas no son nada nuevo para él, ni siquiera la forma brutal en que dedos de desconocidos dejan improntas violáceas al hundirse como garras en su cuerpo, tratando de exprimirle hasta la última gota. Todo eso debe resultarle ya algo natural, una segunda piel viscosa y asfixiante que siempre ha llevado y de la que no puede escapar.

Al unir esas piezas, el miedo empieza a desenvolverse y calar en mis propios huesos. Como si necesitara verme al borde del abismo para darme cuenta por fin de que estoy paseando por su infierno personal, tal y como lo hacen los turistas por París: ciego y sordo, dispuesto a llevarme conmigo un recuerdo pálido y a no involucrarme más.

Pero ese infierno me ha devuelto la mirada y, al fin, el temor (un miedo animal y egoísta) a que esto pueda llegar a devorarme a mí también arde en mis tripas.

Sólo quiero que aparte la mirada de mí de una maldita vez.

Como obedeciendo el mandato de mi inconsciente, Hans deja caer la mano con la que sujeta la pistola y entorna los ojos. Puedo percibir un cambio sutil en el ambiente que me pone el vello de punta.

-No importa. Ava ya ha cumplido su deuda conmigo, así que él puede volver al lugar al que pertenece de una vez. En cuanto a ti… Es una pena que se pueda encontrar algo como tú en cualquier barrio mugriento de esta ciudad -dice, y el metal besa mi sien-. Porque eso tacha de la lista la última excusa que me quedaba para no pegarte un tiro.

Yo cierro los ojos, mi cuerpo negándose a responder.

Así que este es el fin.

Es lo último que pienso antes de que el matón de Hans se sacuda como un animal en mitad de un alarido, liberándome de golpe. Yo voy a golpearme el hombro contra duro pavimento al caer, ya que mis piernas están tan convencidas de que debo estar muerto que son incapaces de sostenerme. No las culpo. Yo tampoco puedo moverme en primera instancia, sólo ver cómo sobre mí se desata un caos críptico para mi cerebro dopado de adrenalina.

La mole de carne y músculo que me sostenía ahora se enrosca sobre sí mismo gruñendo, la mano convertida en una garra sobre su hombro. Espesa y oscura, la sangre se escurre entre sus dedos y nos deja hipnotizados tanto a mí como a Hans, que aún sostiene la pistola con el brazo en alto y una expresión petrificada. Yo consigo recomponerme y arrastrarme lejos antes de que su mirada acuosa rebote de su esbirro a mí. Con un rictus de rabia, vuelve a apuntarme, aunque no tiene tiempo de nada más.

Esta vez sí que puedo escuchar el chasquido por encima del murmullo de la ciudad. La bala sólo alcanza a rozarle la mano, pero es suficiente para obligarlo a soltar la pistola en un alarido de dolor e incredulidad.  Yo alzo la vista inmediatamente, sólo para distinguir una silueta fugaz correteando entre las chimeneas.

-No me obligues a no fallar la próxima -advierte-. Desde esta distancia sólo me hace falta una bala para eliminaros a ti y a tu perro deforme.

La suya es una voz femenina, con un deje aburrido que mis nervios hacen familiar de una forma inquietante. Aun así, una ola abrumadora de agradecimiento me calienta el estómago al caer en la cuenta de que la recién llegada está ayudándome de alguna manera, pues al menos su intervención me da la oportunidad perfecta de aprovechar el aturdimiento de Hans y ordenar a mis músculos agarrotados que se muevan. No paro de moverme entre cristales rotos y mugre hasta que me encuentro a salvo tras unos contenedores, con el corazón todavía taquicárdico.

-¡Mueve el culo, imbécil! ¡Pártele el cuello! -Hans aúlla como un demente, loco de frustración. De rodillas y encorvado, trata de recuperar su arma a manotazos, pero la pistola silenciada lo mantiene a raya desde los tejados.

Tras ellos, al otro lado del callejón, la libertad asoma.

Al verla, tentadora, un sudor pegajoso comienza a escurrirse desde mi nuca y en la cara interna de mis puños, y mi cuerpo casi salta por voluntad propia en dirección a la carretera. Aun así, tengo la suerte inmensa de detenerme en el último momento, porque de no haberlo hecho habría ido a darme de cabeza contra la enorme silueta del gorila de Hans, que se acerca a grandes zancadas tambaleantes.

Ella está demasiado ocupada manteniendo a raya a Hans. Ya no puede ayudarme.

Yo noto nublarse mi visión periférica. Inmediatamente, pego la espalda a la pared como si quisiera fundirme con ella, con el mismo ímpetu que pensaba utilizar para arrojarme fuera del callejón. Lo hago justo a tiempo de escuchar el lamento del primer contenedor al ser empujado con fuerza bruta contra el muro, desperdigando por el suelo toda clase de misteriosa inmundicia. A mí el sonido me provoca una arcada automática de ansiedad.

No hay huida posible.

-Ven, pajarito -esa voz no es más que un gruñido jadeante. Sin ira oculta, sin dolor. Nada-. Será rápido.

Un nuevo chirrido parece llenar los espacios vacíos de mi escondite, acompañado esta vez por una nube de papeles que sale despedida y se dispersa a mi lado como huidizos ratones. Mis manos sudorosas comienzan a palmear el suelo en un tanteo frenético, mientras la sombra del gorila comienza a llenar cada rincón del callejón. Los dedos se me cierran alrededor de algo frío.

Y entonces esa sombra me cubre por completo.

-Te encontré.

Una sonrisa bestial, más que esa mano que vuelve a cerrarse en mi hombro. Por mi parte, aprieto el objeto en mi puño, hasta que dejo de sentir por debajo de la muñeca.

Es sólo un segundo, pero el golpe sacude hasta la última célula de mi organismo y me obliga a soltar la barra de hierro, que se aleja entre tintineos. Como siguiendo su ejemplo, esa mano en mi hombro pierde fuerza y resbala bajo la mirada aturdida de su dueño, que pronto sigue su ejemplo, desplomándose exactamente en el mismo sitio en el que me acurrucaba unos segundos antes. Yo comienzo a retroceder mientras lo veo retorcerse y gemir en el suelo.

Antes de que me quiera dar cuenta he echado a correr. Paso como una exhalación sobre el rastro de destrucción del matón y esquivo la mano de un Hans que intenta atraparme sin salir del ángulo muerto de mi salvadora. Sus gritos de frustración, sin embargo, no llegan a golpearme. Con la cabeza como sumergida a gran profundidad, no puedo centrarme en otra cosa que no sea la libertad abriéndose ante mí en un abanico de posibles rutas de huida.

No, lo último que quiero ahora es mirar atrás.

Justo cuando alcanzo la intersección entre el callejón y la avenida, un rugido me hace botar en el sitio. El deportivo se detiene derrapando ante mí, y yo lo reconozco al instante. Es el Porsche de Sacha, pero yo sólo soy capaz de parpadear al descubrir la cabellera pelirroja emerge de la ventanilla del conductor.

Derek me sonríe, lentamente.

-Me da la sensación de que está teniendo un mal día, Monsieur Daguerre. No se preocupe, no es cosa suya. A esas compañías penosas con las que se ha codeado les está costando encontrar sus sitio en el mundo.

Aunque esto último parece dirigido a mí, su mirada acerada se pierde en algún rincón del callejón. Una de sus comisuras se eleva, como si acabara de recordar algún chiste patético. Luego su vista recae en mí de nuevo, al tiempo que comienza a subir de nuevo la ventanilla.

-Puedo llevarle al Chat, si le apetece. ¿No teníamos algún asunto pendiente usted y…?

Su frase queda interrumpida por el chasquido de la puerta que me permite arrojarme dentro del automóvil, jadeando como un animal. Con un sonido satisfecho, Derek pisa el acelerador y el callejón se desvanece tan deprisa que todo lo ocurrido parece una simple alucinación.

Inspiro. Espiro. El ronroneo del motor aplasta todos mis esfuerzos por tratar de comprender lo que ha ocurrido ahí atrás. La inercia me lleva a aovillarme en busca de una posición en la que todo mi cuerpo dolorido no chille de agotamiento.

-Eso que tiene en la cabeza no pinta muy bien -comenta Derek, pero yo no entiendo lo que dice.

Algo me arrastra hacia la oscuridad y yo sólo me dejo llevar.

 

INTERLUDIO

Hans

 

La arrogante curva de la sonrisa de Derek Zimmermann es lo único y lo último que logra distinguir Hans antes de que el Porsche blanco desaparezca con un rugido, llevándose a ese entrometido de vuelta al Chat y, en consecuencia, arruinando la oportunidad perfecta de deshacerse de él.

Cuando el zumbido de ese motor se mezcla con el de los otros miles de automóviles de la ciudad, un silencio seco y aplastante amenaza con clavarlo en el suelo. De rodillas en mitad del callejón, Hans percibe con una claridad aterradora la mugre incrustándose en las palmas de sus manos, el sudor pringoso y helado que le humedece la parte posterior del cuello.

Derek ha vuelto a reírse de él.

Esa certeza vuelve rígidos sus músculos, duros y asfixiantes como la bola de ira que empieza a formarse en sus tripas. Lo peor de todo es que Zimmermann sólo necesita esa sonrisa zorruna para volverlo loco de frustración, esa misma que le recuerda cada minuto de su vida, sin concesiones y con una enorme satisfacción, quién es, en qué se ha convertido y por qué.

La imagen hace que la adrenalina anule todos sus sentidos. Ciego y sordo de rabia, ni siquiera se percata de la presencia de sus hombres en el callejón. De hecho, entumecido como está por el chute de ira visceral, no siente ni una pizca del dolor punzante que debería sacudirle los nervios al golpear el suelo una y otra vez con el puño.

Y mientras alguien se acerca para comprobar su estado, esa voz, como de costumbre, no deja de susurrar en algún rincón de su cabeza.

¿Creías que jugar a los mafiosos iba a ser fácil? Coge un arma, tima a un par de coleccionistas, sé un animal con tus subordinados… ¿O no era así?

De un empellón, Hans aparta todas esas manos ansiosas que habían caído sobre él. Los ha adiestrado bien. En las caras de sus empleados la ansiedad es un denominador común, aunque no tengan motivo para ello. La brillante idea de acudir acompañado únicamente por Jordan fue del propio Hans.

Ni siquiera eres capaz de hacer un trabajo decente como matón. ¿Qué habilidades requiere eso? ¿Pulverizar cráneos sin salpicarte los mocasines? Admirable.

—¿Qué coño hacéis aquí?—él les muestra los dientes, como un perro acorralado. La vergüenza y otro sentimiento indescriptible mastican sus tripas y tiñen de rojo su visión periférica—. ¡Haced vuestro puto trabajo! ¡Buscadla y partidle las piernas!

Ah, eres tan sutil.

Viéndolos escurrirse fuera del callejón, Hans sabe que no la encontrarán, igual que no encontraron al intruso que hace años burló la férrea seguridad de su madriguera. El rastro de miguitas de pan que esa persona dejó en su huida fue lo que lo trajo a París y ahora, de la misma forma ciega y ferviente en que un fanático se postra ante su ídolo, él está seguro que ladrón y tiradora son la misma escurridiza persona. Y si por aquel entonces no consiguieron darle caza al ladrón, a pesar de todos los errores en los que éste se permitió caer, y a pesar de haber recuperado a Raymond por el camino, ahora no va a ser distinto.

Hans debe resignarse a seguir merodeando por esta ciudad que ha empezado a odiar con todas sus fuerzas, esperando que ocurra un milagro que cada vez parece más improbable.

 ¿A quién pretendes engañar? Por mucho que gruñas no dejas de ser un chucho domesticado, nada más. Uno que hasta no hace mucho todavía estaba a tiempo de volver a Berlín y tomar las riendas de su vida burguesa. Ahora, sin embargo…

Hans se incorpora, apretando los dientes hasta que la voz termina por deshilacharse y desaparecer. Con la mirada busca al último de sus camaradas. No tarda mucho en distinguir, al fondo del callejón, las enormes espaldas de Jordan estremecerse. Como un obús, se aproxima a él a grandes zancadas, la frustración casi escurriéndose entre sus dientes en forma de rapapolvo furioso. No obstante, a medio camino tiene que detenerse en seco.

Frente a él y con una convulsión, Jordan escupe un esputo sanguinolento. Una marca rosada comienza a florecer desde su sien izquierda hasta la mandíbula. La culpable, una barra de metal retorcido, reposa mansamente a los pies de Hans.

—Lo has dejado escapar —gruñe él, en un tono mucho más dócil de lo que esperaba.

Mientras habla, golpea la barra con la puntera para desvelar la superficie salpicada de la misma sangre que casi chorrea de la nariz de su subordinado. Al sentirse observado, Jordan alza el mentón.

Una sonrisa carmesí le corta el rostro árido y marcado por las cicatrices.

—No por mucho tiempo.

Con tal afirmación, su matón se las arregla para levantar su enorme masa de carne y músculo sin siquiera tambalearse. Hans advierte que el agujero húmedo de su hombro es lo único que se estremece con su respiración, rezumando líquido rítmicamente.

Bajo su fachada inflexible, él no puede contener un escalofrío. A pesar de que el golpe que marca de lado a lado la cara de Jordan debería haberle reventado el cráneo, su matón sólo parece haber sufrido algún daño en el tabique de su nariz de boxeador. Nada más. Ni siquiera hay una pizca de aturdimiento en su expresión.

Los ojos, cristalinos y fijos en las pupilas de Hans, no mienten.

Es en momentos como este que Hans debe recordarse a sí mismo que Jordan no es como el resto de sus subordinados. Que él llegó sin avisar, poco interesado por el dinero o el poder. Al parecer su única motivación para seguir a Hans allá donde vaya es el poder aplastar cabezas como si fueran fruta madura sin ningún tipo de restricción.

Todavía hoy, Hans piensa que es precisamente eso lo que le hace el mejor guardaespaldas, pero ello no evita que de vez en cuando la inquietud cosquillee en su nuca.

A fin de cuentas, los suyos podrían ser los próximos intestinos con los que Jordan decida pintar las aceras de París o Luxemburgo.

—Olvídalo. No merece la pena. Con un poco de suerte, esta misma semana estaremos de vuelta en Holanda y no tendré que volver a pisar esta ciudad roñosa en lo que me queda de vida.

—Ah. Lástima.

Sin dejar de mirar el rostro pétreo de Jordan, él aprieta los puños. No quiere admitir que la idea de acorralar al tipo no ha sido más que un intento frustrado de bravuconada por su parte. Está convencido de que no va a recuperar el cuadro, pero no tenía la intención de marcharse sin una última una última pataleta. Y qué mejor que hacerlo dejando un recuerdo a las puertas del Chat Bleu. Tal vez un puñado de la cabellera rubia de ese tipo en un sobre lacrado antes de mandarlo a hacer submarinismo al Sena. Dos dedos, un jirón de ropa ensangrentada.

Ah. Qué arrogante ha sido.

Juraría que puede oír a Derek riéndose de él.

—Venga, muévete. Alguien tiene que arreglarte eso del hombro. Lo último que necesito ahora es un gorila tullido.

No espera ninguna respuesta antes de volver a sumergirse en el laberinto parisino. No le hace falta, sabe que la enorme figura de Jordan renquea en su sombra, y eso le pone los pelos de punta. Es lo único en lo que es capaz de pensar mientras bucea por silenciosas calles empedradas, en busca de su coche.

París es suya. Nada ni nadie entra o sale de la ciudad sin que él lo sepa. Ya forma parte de su feudo, como lo son Berlín y Luxemburgo. Hans es el perfecto ilusionista, un mago de la mentira, y eso lo ha elevado a niveles insospechados. Sus influencias ha echado raíces en lo más rancio y poderoso de la clase burguesa de Europa y ahora es de algún modo el rey en la sombra del Viejo Mundo. Intocable, omnipotente. Casi un dios.

Y aun así, ni siquiera eso parece aliviar el temor (tatuado en su piel) de que todo está a punto de derrumbarse sin que él pueda hacer nada por evitarlo. Esa inquietante sensación de que alguien está esperando el momento perfecto para morderle la yugular y beberse su sangre.

Y tal vez esté en lo cierto.

Su Mercedes negro lo recibe con un chasquido. Jordan se derrumba gruñendo en el asiento del copiloto. Atrapado un instante en la mecánica de meter la llave en el contacto y poner en marcha el vehículo, Hans se pregunta cómo demonios va a limpiar la sangre del cuero beige. Luego el motor ruge y el mundo se convierte en un borrón.

Él es el rey, pero como en aquellos estúpidos cómics de romanos, esa casa de putas es un pequeño bastión que orbita fuera de su alcance, cada vez más lejos, cada vez más inaccesible. Y desde allí, Derek le sonríe de aquella forma y le da la espalda.

De forma irreflexiva, Hans hunde el pie en el acelerador.

Debería haberle disparado. Habría sido realmente fácil. Aún hoy debería serlo, aunque él sabe de sobra que no es capaz de hacerlo. No sería suficiente. Un tiro en la cabeza no es comparable a la humillación a la que Zimmermann lo ha sometido todos estos años.

Quizá sus actos sean el signo inequívoco de psicosis. No puede saberlo a ciencia cierta, pero con locura o sin ella, Hans sabe que es un verdadero artista y que no podrá parar hasta arrebatarle a Derek ese reconocimiento.

Sólo entonces morirá esa sensación asfixiante en sus tripas y él podrá descansar.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

INTERLUDIO

Alice

 

El vehículo se detiene a la altura del Palais Garnier con un ronroneo. Desde el asiento trasero y con el sombrero calado sobre los ojos, su clienta arroja un puñado ridículo de billetes a la cara del taxista. Antes de que éste pueda detenerse a contarlos -los ojos desorbitados-, ella recoge su bolsa y se funde en la masa viva que fluye por el bulevar.

Esquivando turistas de aspecto alelado y lugareños con la mirada pegada al suelo, avanza con zancadas seguras. Cuando por fin se escurre como una sombra en una calle aneja, los sonidos humanos se convierten en un murmullo similar al de la sangre que zumba en sus oídos, y la tensión crispa sus hombros. El saber que están sobre sus pasos la hace sentirse como una presa y la adrenalina agudiza sus sentidos de tal forma que el mundo a su alrededor comienza a antojársele monstruosamente irreal. Sombras que se mueven de forma sospechosa, un sonido que tensa sus músculos. Espejismos.

Lo cierto es que siempre ha trabajado mejor desde la sombra.

Ignorando los chillidos de las ratas, ella alcanza el portal mal iluminado y se sumerge en la oscuridad. El llanto de un bebé llena el claustrofóbico y escaso espacio vacío, pero la mujer, sin hacer el menor ruido, atraviesa el rellano de paredes mohosas y sube los escalones de dos en dos hasta el ático. La vieja cerradura le deja un rastro de herrumbre en las yemas de los dedos al introducir su llave.

Después de cerrar el portón a sus espaldas, el polvo en suspensión se estremece ante el haz de su linterna. Sólo son unos segundos antes de que vuelva a posarse con mansedumbre sobre el suelo picado. Ella apaga la linterna un momento. Las ventanas llevan tiempo (tal vez décadas) bien tapiadas y la oscuridad es total. En la negrura absoluta y acompañada sólo por el rumor de su respiración, el tiempo pierde sentido y se desvanece.

Poco a poco, la calma regresa a sus huesos.

Ah, el silencio… es agradable.

Ella deja la bolsa y la linterna, de nuevo encendida y apuntando hacia la puerta, en el suelo. Luego permite a sus músculos relajarse en la posición de loto y recupera su móvil. El inconsciente hace que sus dedos teclean el número casi por cuenta propia. Lo tiene grabado a fuego en la memoria.

Un toque, dos. Y entonces la voz restalla en su oído.

—Alice. Has tardado en llamar.

—No tanto como tú en enviar el encargo. Mi cliente se impacienta.

—A veces creo que esa clase de tipos no tienen la misma percepción del tiempo que el resto de mortales.

Una risilla crepita al otro lado de la línea. Alice sólo se pasa la lengua por los labios, ignorando la broma.

—¿Es auténtico?

—Eso creen.

Esta vez la repuesta viene acompañada de un tecleo frenético. A Alice no le cuesta mucho imaginar a su interlocutor apoltronado en un zulo tan oscuro como el de ella, enfrentado a la luz fantasmagórica del monitor. El pensamiento le hace torcer la boca. A diferencia de él, la informática le provoca urticaria.

—No tengo tiempo para que sólo crean.

—De hecho, están bastante seguros —una pausa. Sólo un segundo para respirar—. Un noventa por ciento seguros. No, espera. Un noventa y cinco por ciento.

—Basura.

—Paciencia. No me gustaría estar en la piel de los chicos. Ya se han enfrentado a otras obras suyas y son copias tan perfectas que podrían considerarse un género artístico por sí mismo.

Hay auténtica admiración en su voz. Alice resopla. Una nube de polvo vuela ante su cara y se cuela en sus fosas nasales.

—Todos son pegotes de óleo. Estúpidos pegotes de óleo que me están dando migrañas. —gruñe—. Realmente estamos al límite, Aaron. No tengo tiempo para tus porcentajes.

El tecleo cesa de forma tan abrupta que el silencio adopta un cariz extraño, casi alienígena. Hasta la respiración de Aaron es imperceptible y para él, que es capaz de armar un escándalo de forma inconsciente hasta en un entierro, es todo un logro.

—Creo que es la primera vez en treinta años que te escucho decir algo así, pero por tu orgullo y mi salud mental, voy a fingir no haber escuchado ese tonillo de derrota —afirma al fin, socarrón—. No, en serio. Esto es lo mejor que podría habernos pasado. Ahora que tienen algo que los mantiene entretenidos, se verán obligados a bajar las defensas.

—Eso no me sirve de nada si no tengo el cuadro.

—Lo tendrás. Me aseguraré de que los del laboratorio estén seguros al cien por cien y tú recogerás el envío donde acordamos, dentro de dos días. Ni uno más, ni uno menos. ¿O tienes miedo de que esa panda de matones te patee el culo?

La risa de Aaron vuelve a estallarle en el oído. Alice aparta el teléfono de su oreja, sin inmutarse, hasta que el cacareo remite y deja de escucharse. Mientras espera no puede evitar pensar que en la vida habría trabajado con él de no ser por la sangre que los une. La mitad del tiempo que escucha a Aaron hablar está deseando meterle una bala entre las cejas, y la otra mitad… Bueno, también.

—El único culo que corre el riesgo de ser pateado es el tuyo. ¿Quieres que los entretenga dos días? Pues deja de calentar la silla y mándame el cuadro del demonio. Lo demás está hecho.

—No lo dudo. Por algo tú eres el músculo del equipo. Ya sabes cómo funciona: tú pones los machetes y esas patadas voladoras tan lucidas y yo aporto el ingenio y el carisma imprescindibles para que esto marche bien.

—Lo único por lo que funcionamos es porque alguien se encarga de hacer el trabajo sucio. Debería quedarme con toda la recompensa y machacarte a patadas cuando regrese a Toronto.

Por encima del tecleo infernal, Alice logra escucharlo chasquear la lengua. En realidad, la recompensa no le interesa tanto como la reputación que ambos podrían ganar si consiguen devolver el maldito cuadro. O al menos la que él ganaría. Como es habitual, Alice prefiere moverse en su sombra y no llamar la atención.

Lo de machacarlo a patadas, no obstante, estaría bastante bien.

—Bueno, bueno. Tal vez con el dinero podríamos buscarte en alguna subasta otro puñal árabe como el que perdiste aquella vez en El Salvador.

Alice se fuerza a reprimir un bufido. Realmente le tenía cariño a aquel puñal.

—Cierra la boca y haz tu parte del trabajo.

—Ah, sabía que eso te convencería. No te preocupes por eso, está hecho. Por cierto, ¿no estás cansada?

—No.

—Ya sabes que deberías darte un respiro.

Alice cabecea con un sonido gutural antes de colgar sin más. No miente respecto al cansancio. Su cuerpo vibra, como cargado de estática, listo para saltar y entrar en acción. De hecho, no recuerda la última vez que el agotamiento le mordió los huesos. Su organismo se ha adaptado a ese estilo de vida suyo a fuerza de llevarlo al límite una y otra vez, y si alguna vez protestó por eso, Alice desde luego no lo recuerda.

A pesar de ello, ella se obliga a alargar la mano para apagar la linterna. La oscuridad engulle su cuerpo. Después, apoya la espalda en el suelo polvoriento y respira hondo hasta que esa vibración desaparece y deja sus extremidades laxas. De todos modos, tiene la seguridad de que nadie va a encontrarla ahí y eso le da unas dos, tres horas de descanso antes de volver a arrojarse a las calles, así que no tiene sentido desperdiciar esa energía dentro de una habitación vacía.

Su conciencia está empezando a navegar a la deriva cuando una luz verdosa se proyecta en el techo y una vibración distinta a la de sus músculos la sacude. Alice, sin pestañear, aprieta el teléfono. Un número desconocido salta ante sus ojos.

En un instante, la sangre se acumula en su cabeza y hace que algo en sus piernas hormiguee. Sólo hay dos personas en el mundo que tengan conocimiento del número de su teléfono. Una de ellas es Aaron, por supuesto. La otra… la otra no debería poder llamarla todavía.

Su mano libre se lanza hacia la bolsa negra y los dedos se amoldan a la empuñadura de la pistola como si se tratara de una parte más de su cuerpo. Alice queda entonces inmóvil un segundo, tratando de escuchar algo más allá del zumbido insistente del aparato.

Nada.

Al final, es su propio cerebro quien la traiciona y la mueve a oprimir la pantalla del móvil. La voz salta casi inmediatamente, inundando el silencio que oprimía los hombros de Alice.

—¿Alice? ¿Estás ahí?

—¿Erik?

La sorpresa tiñe hasta su tono. No obstante, y por suerte para ella, la sorpresa sólo le dura la fracción de segundo en la que tarda en recomponerse. Erik no debería estar al teléfono, sino en su celda, durmiendo.

—¿Eres idiota? ¿Desde dónde llamas? Si alguien pincha la llamada…

—Una cabina —él la interrumpe en un jadeo—. Acaban de soltarme.

—¿Qué?

—Buen comportamiento. Alice, necesito que me consigas un medio de transporte para llegar a París cuanto antes… Por favor, dime que tienes ya el cuadro.

Hay angustia cruda y genuina en esas palabras. Alice, que se ha incorporado automáticamente con el corazón aún preparándola para salir disparada en cualquier momento, inspira.

—Debería estar aquí de un momento a otro —desde el otro lado llega una exclamación de rabia. Irritada, Alice vuelve a dejar la pistola en la bolsa—. Estoy haciendo todo lo que está en mi mano…

—No es eso, no es eso…

De pronto, todo lo que puede escucharse al otro lado de la línea es el rumor de un tráfico lejano. Erik no tarda en volver a hablar, pero cuando lo hace, sus palabras envían un chute de adrenalina a cada célula del cuerpo de Alice:

—Hans ha tirado la toalla. Piensa regresar a Ámsterdam. Alice, nos hemos quedado sin tiempo.

 

26 pensamientos en “De Lujo

  1. Hola! casualidades de la vida leyendo por ahí me encontré con esta historia y te juro que me tienes con los pelos en punta. ME. ENCANTA. ❤ Y quiero mucho más, amo a Louis <3.actualiz pronto por fisss -le hace ojitos de cachorrito-
    Saludos.
    Escribes de maravilla

    • Vaya, muchas gracias Kozu! Eres muy amable :,D
      La verdad, esta historia la tengo publicada en una web erótica, por eso no actualizo aquí casi nunca, pero en cuanto pueda subiré los tres capítulos que faltan c:

      Muchísimas gracias por las bonitas palabras ❤

      P.S. A mí también me encanta Louis c:

  2. Hola, vengo a exigir lemon >:8 XDDDD
    En serio, ¿Por qué te saltaste la parte qué vengo esperando desde lo empecé a leer? TTnTT
    Me gustaría que Ray comenzara a tener sentimientos hacia Louis, pero se que es muy pedir al gilipollas XDD
    Y Edouard ese que se aleje de Louis hmph! ¿Lo traiciono con otro?. No se porque pero me late que un tal Leo tiene que ver… :C Pobre Louis
    Para remate Ray no es lo que podía clasificarse un consuelo a su martirio.
    Me tienta ver una guerra de meadas de Edouard y Ray por Louis -metafóricamente hablando XD-
    Celos celos everywere >8D
    Me cae bien Sacha 😀
    Pero no estoy segura si quiere a Louis de verdad o es solo un capricho por aburrirse del alemán :S
    Anda Louis! la vida te esta dando hasta por el pensamiento XD, pero no quiero que tengo otro momento retraído como el que tuvo después de entrar a la jaula, se me partió el corazón daban ganas de abrazarlo :C
    Bueno te dejo, Ella
    Mis humildes palabras son meras suposiciones, al final eres tu quien la que escribe.

    Saludos y actualiza pronto por fiss -hace ojazos de cachorrito-

    • Kozu, tus comentarios son tan jodidamente adorables que sufro aneurismas cerebrales por monosidad cada vez que dejas uno. ❤

      *Risas* No eres la primera que me echa la bronca por cortar el sexo en el capítulo nueve, pero no he podido evitarlo. No había manera de que saliera esa escena. (Gomennasai! D:)

      Efectivamente, Ray está demasiado enamorado de sí mismo como para valorar la posibilidad de sentir algo remotamente parecido al cariño por otro ser humano *risas*. Aunque, quién sabe, quizá sólo necesite un empujoncito…

      En cuanto a Édouard… tienes suposiciones interesantes, pero tendrás que esperar a ver si se cumplen, claro *risas*. (Aunque lo de la guerra de meadas entre él y Ray me ha tentado tantísimo que me ha dado incluso para escribir un pequeño extra. Puede que lo publique por aquí y todo xD)

      No sabes lo feliz que me hace que te guste Sacha! Es uno de mis favoritos <3. No puedo decirte nada, aunque supongo que pronto saldrás de dudas con él.

      Bueno! No sé qué más decirte. Espero de corazón que sigas conmigo en los siguientes capítulos, y ojalá me dejes comentarios tan tiernos como los de antes ❤

      Un abrazo, y nos vemos en el diez!

      (P.S. Éste es mi correo: ellalevinetr@gmail.com .No sé, por si alguna vez quieres comentarme alguna cosa fuera de aquí. Un saludo!)

  3. M U J E R!! TTnTT. Es oficial, me hiciste llorar. Te juro que aun tengo un nudo en la garganta, atravesado después de leer el pasado de Ray. ¡Por Dios!, ¡Que crueldad!.
    Dejando de lado mi horrible corazón sensiblero; Louis no me decepciona nunca XD esperaba una escena similar en cuanto lei que despertó Ray. Ese gatito es todo un consolador!! -en ambos sentidos 1313- Espero con ansias cuando Ray -por lo menos- «comience» a abrirse «un poquitito». Espero que mis rezos sean escuchados, hermana mia >:D XD
    Ahora, entre Ava y Alice, no se quien es más amargada rezongona XD. Lo lamento, pero tenia que decirlo 8D. Pero por lo menos Alice «advirtió» a Louis de Ray XD -algo es algo-. A todo esto Alice ya no se ve mucho. Tengo curiosidad de donde conoció al hermano de Louis XD
    Otro punto para sacar a parrilla, si, me dio antojo de carne XD, no seria mucho pedir que se detuviera el sadicomasoquismo psicológico de Ray? XD No se… no me gusta demasiado sufrimiento, pero eso es mi punto de vista. Mejor, retiro mi petición. Pero por lo menos Louis tendrá un final feliz? XD Si, se que te pedi mucho, pero no estas obligada a decírmelo :3

    Igualmente te seguiré leyendo con ansias hasta que termines y publiques un best seller con esto >8D -ya me entro el hiperventila miento XD-

    Tu humilde admiradora 8D-

    Bye bye~~

    • Bienvenida una vez más, Kozu! *amor infinito*

      Jajaja, pobrecita, no quería hacerte llorar *abrazo*. Pero el pasado de Ray es complicado, igual que el de la mayoría de trabajadores del Chat. Quizá el suyo sea todavía más oscuro, seguido de cerca por Sacha… Pero eso tendrás que comprobarlo en los siguientes capítulos! *sonrisa*

      *Risas*. Por lo que he visto, la parte de Louis ha sido un éxito total. Al parecer os a resultado a todos muy tierno, aunque quizá a él no se lo parezca cuando se despierte al día siguiente c:
      En cuanto a Ray… bueno. Creo que se lo conoce de sobra. Quién sabe si Louis conseguirá siquiera acercarse a él y llegar a conocer un poco de él.

      Ava está mucho más amargada que Alice, desde luego! Sólo que Alice no es ni siquiera consciente de que parece una zorra despiadada *risas*. Sí, hace tiempo que no aparece, pero está maquinando cosas en la sombra. Es un personaje secundario, pero relevante en la trama. Y lo de conocer a Paul, el ocupado hermano mayor de Louis… es algo peculiar. Dentro de poco lo verás si sigues conmigo c:

      El sadomasoquismo psicológico de Ray es algo difícil. Y en cuanto al final, no te lo puedo contar, como comprenderás! Perdería toda la gracia *sonrisa*. Sólo te diré que tenía tres finales: uno bastante bueno, uno muy malo y otro abierto. De esos escogí uno. Ya está escrito (muy esquematizado, claro) y todo. Así que… hagan sus apuestas, caballeros!

      En fin, no me enrollo más. Muchísimas gracias por tus adorables comentarios, por tu tiempo y por todo. *Enorme sonrisa*.

      P.D. Best-seller? *risas* Ni he soñado con publicarlo. Me conformo con compartirlo contigo y con la gente de TR de gratis, por el amor al arte c:

      Un abrazo de tu fiel servidora.

  4. OMG por que lo dejas así!!!!

    KE PASO?
    kiero más
    más please. XD

    Bueno yendo por detalle.
    Que lastima que Sacha la halla fregado con el alemán. ¡Pero no es culpa de Louis!, el no le obligo a beber.¬¬
    Sacha me parece jodidamente adorable cuando le dice «Louis malo» XDDD. Pobre bebé.

    Édouard no se porque pero me cae mal. Lo he dicho, además leí hace poco los perfiles los personajes y en el suyo salía algo de lo que dice es para complacer a los demás. Magna falacia! Hmph! 77

    Prefiero a Ray, podrá ser muy saco de mierda, pero te dirá las cosas a la cara y sin filtro, como deber, las cosas como son.
    Ahora, no quiero que traten mal a Sacha por mandarse el cagazo, pero lo veo venir.

    Y KE COJONES VIO LOUIS?!!!

    XDD
    bien, ya me exprese lo suficiente.
    nos leemos, maravillosa Ella ❤
    Abrazos y besos
    Kozu ❤

  5. *Risas* C’est le mystère, chérie! Il faut attendre pour le savoir!
    Alors, en Espagnol… No he tenido tiempo de escribir casi nada estos días, y no quería dejaros mucho tiempo sin capítulo, así que he subido lo que tenía, dejando la cosa en suspenso *introducir música de tensión*. Aprovecho para decirte a ti también que, aunque trataré de subir enseguida lo que queda del once, noviembre es un mes muy malo para mí, y quizá no pueda escribir nada entonces. A pesar de todo, si veo que no puedo subir un capítulo entero para entonces, pondré algún extra pequeñito de Sacha, o algún otro secundario c:

    Sacha tiene muy mala suerte, pobre criatura, y necesita mimitos de alguien (Louis). Pero el objeto de su deseo (Louis again) no se entera de nada y está de mal humor y resacoso. Creo que Sacha se ha llevado una decepción, si esperaba consuelo *risas*. A mí también me pareció muy tierno, no obstante *corazón*.

    Édouard es un personaje ODIADO entre mis círculos más cercanos *risas*. Ni siquiera a mí me gusta. Pero es un personaje muy importante, así que veremos qué pasa con él…

    Yo también prefiero a Ray, claro, pero también tiene claroscouros, como todos.

    Y en cuanto a Sacha… habrá que esperar otra vez xD

    En fin, espero poder subir siempre la segunda parte, y ojalá nos leamos entonces ❤

    Un abrazo enorme, dulce Kozu <33

  6. Hace harto tiempo que no pasaba por aquí, Ella ❤
    Y…. JODER!! que se ha pues candente esta historia
    me he quedado sin palabras
    El nazi va detrás de Louis?????
    ¡¿PORQUE?! WHY THE FUCK GODNESS!!
    Pobre Louis todos quieren darle 😉 XDDDD
    Y Ray aunque sea gilipollas, se nota que le agrada su gatito. No es por nada, pero espero de corazón que el primero que empotre a Louis sea Ray, prefiero eso a que sea el sádico enfermo del nazi.
    Pobre de Sacha :´( Le quitaron al amo, y muy pronto quizás también a Louis. También perdió a su hermano. ¿habrá alguien trate a mi puto favorito como se merece?
    Ahora sobre Ray y Maidlow (mira que apellido, dejémoslo en la "Maid baja" XD)
    El asunto lo veo complicado…
    Osea, Maid se enamoro, Ray lo rechazo y le amenazo de no volver y PapiMaid vino a dejar la mierda XD, o al menos eso entendí XD
    lo que si me pica la curiosidad que sabrán ellos, o mejor dicho, cuanto sabrán ellos de Ray y su pasada, que no es muy bonito que digamos ._.
    Quiero… no, EXIJO, que Ray salve a su gatito del nazi, por fas, no se si Louis aguantaría al nazi para su primera vez, también me da miedo que si el gatito tiene miedo cuando el alemán lo atrape, temo que Louis le de un ataque de cólera como la ver que casi mato a Leo, por cierto ya tengo una idea de lo ocurrió, pero mientras tu no escribas ese episodio lo dejare por teoría de tu glamurosa obra 😀

    PD: Lamento no haberme reportado antes, pero el año anterior fue mi año de mierda en cuanto a mi vida personal y sin mentirte, mi vida se fue a la mierda.Y pff… bueno no te aburro con mi miserable vida. ahora como ves estoy resurgiendo de la cenizas 😀
    Reitero mi profundo perdón por hacerte creer que te abandone. NUNCA LO CREAS!!. TE SEGUIRE SIEMPRE <3<3<3<3<3<3<3<3

    Bye bye
    Muchos abrazos y besos
    Kozu ❤

    • Kozu, cuánto tiempo! No sabes qué alegría me ha dado tu comentario! ❤

      Pues sí, la cosa empieza a ponerse tensa… El alemán quiere el culo de Louis y no es el único, sí. Nuestro gatito va a tener que andarse con pies de plomo si no quiere acabar violado en plan sado *risas*. Y no eres la única que quiere que Ray tenga el honor de ser quien desvirgue al escritor, por lo que he podido observar. Ya veremos si lo consigue.

      Sacha está teniendo una racha de mala suerte -aunque realmente no le quitaron a herr (?)-. Tal vez sea el momento de que su fortuna cambie de una vez…

      El asunto de Gareth y Ray es, en efecto, enrevesado, y en líneas generales es como lo has descrito. Lo que ya no puedo decirte es lo que saben los Maidlow del pasado de Ray. Tendrás que seguir conmigo para descubrirlo *risas*.

      *Risas*, ¡quién sabe! Lo que es seguro es que si Derek Zimmermann consigue lo que quiere, nuestro gatito va a pasar muuucho tiempo sin acercarse con intención sexual a otro hombre…y sin poder sentarse *lol*

      Veremos si tu teoría sobre Léo es cierta! Todavía queda un poco para desvelar ese secreto…

      No te preocupes por eso, Kozu, todos tenemos problemas, y seguir esta serie es algo secundario. Tus problemas no me aburren, mujer, pero espero que estés mejor, y que este año sea bueno contigo! Muchísimas gracias por regresar conmigo y con De lujo, y por tus siempre adorables comentarios. No sé cómo lo haces para sacarme una sonrisa cada vez que veo tu nombre por aquí *sonrisa*.

      Un abrazo enorme, y hasta la próxima!

  7. guauuuu esto me dejo impactada eso espero q ese viejo asqueroso no le haga nada malo a louis y al pobre ray dime q ellos van a salir de ese antro de perdicion q esta matando a ray y pronto lo ara a louis cuantos cap: mas quedan ya quiero el final enserio lo empese anoche y ya lo termine es la mejor historia me atraparon tus personajes quiero mas mas jajajaajajajajaa bueno te dejo descansar………xauu

    • Hey, hola angelica! Muchas gracias por pasarte por aquí! ❤

      Aw, qué cosas me dices *blushes*. Dios, me encanta que te gustara la serie! Todavía no sé cuántos capítulos quedan para el final, though, aunque no creo que sean muchos. Pero, vamos, no lo sé aún.

      Y para saber eso… bueno, tendrás que seguir conmigo para saberlo, jeje

      En fin, un saludo, un abrazo enorme, y ojalá que nos veamos en el quince!

      Bises

  8. JODERRRR
    Me encanta, me encanta :Q___________________
    Por fin Edóuard y Louis se encontraron! (al menos con Louis estado sobrio)
    Cuando se entero que Gareth fue quien pago todo yo quede como «JODER, Maid sabe cual es su competencia. Joder, drama, joder, me ENCANTA» XDDD
    POR DIOS, SACHA CON EL HERMANO DE LOUIS, ESTO ES LA BOMBA!!
    Ojala las cosas anden bien con el, que se deshaga del nazi de una vez.
    Esta que arde Troya!!!
    Me pareció ultra tierno que Ray se preocupara (a su jodida-orgullosa y cabrona manera) de su gatito y porque tenia mala cara.
    Me encanta la relación de estos dos!! LOS AMO ❤
    TE JURO que chille como loca psicópatas-nerviosa y emocionada hasta las puntas cuando Ray dijo con su cojonuda personalidad que quería desvirgar a su gatito "OH DIOSSSS"
    ESTO ESTA QUE ARDE!!!
    Y como rayos LO DEJAS AHI!!!!!!!! Tuve que morderme el brazo para ahogar un grito de frustración. Quería el porno!!! XDDD Ok, no.
    Pero tu me entiendes XD 😀
    Siguen con el tema, con el cap anterior, te juro que entre todas las gilipolleces que hizo Ray a Louis se las perdone todas cuando leí " me ha roto" sentí un nudo el garganta y quería llorar. sentí lo mismo cuando Louis estuvo desolado en su primera visita a la jaula :C
    Antes lo tenia por un gilipollas travieso, me agrada, pero después de eso lo ame <3, con todos sus defectos" guerreros contra el mundo".
    Espero que Louis logre sanar sus heridas, aunque se sabe de sobra que será un camino muuuuuy largo y haaaaarrrrta paciencia XD.
    Animo al gatito!!
    😀
    Y eso…
    SACHA CON EL HERMANO DE LOUIS!!!?
    Es que aun no me lo creo XDDDD aun no supero el shock.
    Te esta quedando épico!!

    Me despido, Ella .<
    Gracias por el mensaje en fanficstory- ❤
    Te quiero un montón
    Tu loca seguidora
    Kozu ❤

    • Kozu! ❤

      Yo, encantada de que te encante como siempre! *nya*
      Ya era hora, verdad? *risas*. Aunque me parece que no ha sido un encuentro agradable para Louis, mucho menos las noticias que Édouard tenía para él… Y Gareth sabe lo que quiere, babe *risas*

      Dios, estaba deseando sacar a Paul Daguerre en la serie, en serio, jajaja. Pero eh, que no hay nada entre él y Louis. Sólo una bella amistad paterno-filial c:
      Y lo de deshacerse de Herr es complicado, todo sea dicho. Aunque le tenga algo de miedo, Sacha está muy apegado a él.

      Aw, me alegro de que te gusten, a pesar de la extraña forma de Raymond de mostrar leves síntomas de aprecio por otros seres humanos.
      Soy una mala persona, lo sé *bohohohoh*. Todos queréis el porno entre esos dos. Todos. Incluso yo, maldita sea. Pero de momento sólo puedo enseñaros esto y alguna mamada casual TTuTT
      Estos dos últimos capítulos han sido difíciles de escribir para mí. Ray es uno de mis personajes favoritos. El anterior, en el que se muestra su versión de la venganza de Maidlow senior, fue el peor de todos. Me alegro de volver a escribir escenas como la última de este capítulo, pero eso no quita que el pasado de Raymond sea duro.
      Y sí, haría falta algo más que tiempo y ganas para curar eso. Tal vez no se pueda…

      (Sí que te ha chocado lo del hermano y Paul xD)

      Gracias a ti por leerme, criatura ❤
      Bises et je t'embrasse ❤

  9. Hola Ella. Bueno, yo empecé a leer tu historia hace ya bastante tiempo, y de hecho no empecé a leer tu historia como tal, empecé a leer la adaptación que mencionas en eso de como tocarte los cojones; la verdad es que en eso tienes toda la razón, me pareció raro que hubiera coreanos en Francia, whatever, el punto es que la historia me gustó y tardé años en encontrarla porque no ponía tu nombre y ahora que la encontré me la he leído de «jalón» como decimos en México. La historia es buenísima, me atrapó y me tiene comiéndome las uñas, los personajes son geniales (estoy enamorada de Raymond) Sinceramente muchas felicidades, eres una escritora maravillosa y que bueno que defiendas tu trabajo porque me imagino que debe ser complicado crear una historia, además de que es larga y un poco «enredosa»
    Amo la historia, amo a Ray, amo a Louis, amo a Sacha y por supuesto te amo por crear una historia tan cardiaca que me tiene jalándome los pelos. Bien, ya que soy mala para expresarme y creo que ya empecé a desvariar, me retiro. Te mando un abrazo y muchos besos y te deseo la mejor de las suertes en todos tus proyectos.

    A.M.O. A. R.A.Y.M.O.N.D. Y. M.E. L.O. Q.U.I.E.R.O. C.O.M.E.R. ❤ ❤ ❤

    • Hola, Ana! Me alegro muchísimo que le hayas dado una oportunidad a De lujo (más aún que hayas buscado la historia original, te lo agradezco de corazón). El encontrarme aquel plagio de la serie por ahí me dolió mucho, pero siempre me alegra ver que hay gente que ha decidido seguir leyendo el original ❤

      Aw, no creo que la historia sea para nada interesante D: Pero si a ti te gusta y ha conseguido engancharte, puedo darme por eternamente satisfecha ❤

      Es genial que también te guste Sacha, además de Lou y Ray! Suele pasar desapercibido y me da mucha penita </3

      En serio, mil gracias por leerme. Ojalá te siga gustando DL hasta el final (también puedes leerme desde aquí: http://www.amor-yaoi.com/fanfic/viewuser.php?uid=58324 . Suelo publicar antes por allí y es más sencillo llegar a los capis c:)

      Un abrazo fuerte, y hasta la próxima!

      (Yo amo a Louis, huehue <3)

      • Me pasaba y me pasaba por aquí a ver si habías actualizado y nunca se me ocurrió ver si habías visto mi mensaje, hasta ahora. Sacha es genial, no entiendo como puede pasar desapercibido. (Me gusta mucho Herr también, creo que tengo algo de masoca :/ ) En fin, me da mucho gusto saber que estás publicando en amor yaoi, me paso la vida vagando en esa clase de paginas y descargando libros homoeroticos, (por eso no tengo novio XD) asì que si tienes mas me encantaría leerlos.

        Prefiero leer a los autores originales porque… bueno, es obvio y también me gusta escribir pero nunca he logrado escribir algo que merezca la pena ser leído; puedo entender el esfuerzo y tooodo lo que conlleva crear una historia ❤

        Te mando un abrazo bien grande y un besote.
        Cuídate mucho y cuando termines la historia y ya no necesites más a Ray, me lo mandas por paqueteria 😉

      • Hey! Lo siento muchísimo, pensaba que te había respondido :c Veo todos los mensajes y suelo responderlos, a no ser que mi internet se vuelva loco o me imagine cosas…

        Sasha sale poquito y no gusta a casi nadie, me da mucha penita </3 Ah, a mí también me gusta Herr ❤ Yeah, publico en Amor Yaoi y por aquí, así que puedes leerme desde donde prefieras. En Amor Yaoi tengo dos historias más, que yo sepa.

        Ánimo con la escritura c: Es cuestión de práctica… A mí también me gustan más los originales, pero dios, qué dolor de cabeza que dan.

        Mil gracias por la respuesta, y un abrazo fuerte!

        (Yo te lo mandaría, pero no sé si Ava estaría muy contenta con eso… xD)

  10. Olazos! mi viene aqui a traerte unos abrazos, besitos y ánimos para que continúes esta magnifica historia.
    Comento lo ultimo que he estado leyendo;
    Releí más de 3 veces el ÙLTIMO «encontrón Louis-edouard» que desvelaba trazos de lo que ocurrió la noche que marco a nuestro gatito y debo conFersar lo siguiente: si es lo que estoy imaginado voy a odiar enserio a edourad. En un principio sentía penita por èl porque Louis rechazándolo de plano pero si es lo que imagino que paso esa noche !QUE LE DEN! Joder, que me gustaría tenerle aquí para sacarle cresta y media. 😡
    Y el descaro de pedir perdón y que querer cuenta nueva grrr !CON QUE CARA! GRRRR (va a encontrar algo con que hacer confeti)

    Como sea… (ya algo calmada)

    Tengo una ansiedad que consume mi cerebro en ver como Ray reflexiona el diario de fantasías calientes de su gatito XD
    Osea. su reacción fue epica, que mala pata que estaba solo y nadie lo fotopapparazeo

    Muchas gracias por los caps y ten en cuenta que estaré aquí siempre esperando un nuevo cap o noticias tuyas ❤
    Insisti que deberias hacer una novela.
    Las que circulan en pdf por internet (que se imprimen en editoriales) no tienen nivel de desarrollo, redacción, estructura y ritmo que el tuyo arrasa con todo.
    Hay varias historias homoeroticas que su argumentos solo se basa en sexo y al final su historia no tiene ni pies ni cabeza y pasa a ser porno descriptivo y crudo. una atrocidad. Osea. pobres imprentas solo gastan papel.
    Me encanta tu nivel de profundidad emocional con el retratas tus personajes, independiente que sea un historia de un escritor-niñero y un prostituyo-delicuente. Vas màs allá del prono crudo y sin argumento y eso te destaca.

    Eres un gran escritora
    Tu gran fan

    Kozu ❤

    • Kozu! Cuánto tiempo! Me alegro un montón de volver a verte por aquí c: Sinceramente, pensé que ya no leías De lujo por cualquier motivo. Es genial que no sea así.

      Nooou </3 Con lo besho y tierno que es mi Ed </////3 Qué es lo que imaginas? Siento curiosidad. Lo cierto es que Ed parece sinceramente arrepentido de lo que sea que haya ocurrido entre esos dos. La cosa es que Lou parece dispuesto a perdonar, pero no a olvidar. Ese es el problema…
      Pero bueno, tendremos que esperar para ver qué ocurre entre ellos (o qué es lo que ocurrió)

      Jajajajaja, creo que Raymond se quedó bastante pillado con lo que leyó en la libreta de Louis. Lástima, sí, que no hubiera nadie a la vista…

      Mil gracias por leerme, en serio c: Ya sabes que me hace eternamente feliz saber que alguien leyéndome por ahí…

      Ah, qué va. Creo que hay mucho que mejorar en De lujo, mucho. No sé si lo sabrás, pero planeo reescribir muchas cosas cuando termine el borrador. De hecho, hay mucho que añadir.
      Bueno, hay historias mediocres por ahí, pero no creo que De lujo sea mucho mejor que la mayoría de libros publicados… Pero bueno, eso es sólo mi opinión! c:

      Es genial que te gusten mis personajes ❤ Es lo más entretenido de De lujo c: Tal vez la historia no sea lo mejor, pero es agradable escribir sobre ellos.

      Gracias, una vez más. Es difícil explicar con palabras todo el agradecimiento c:

      Un abrazo fuerte, y hasta la próxima!

  11. Ellaaaa apiádate de mi alma y publica otro capítulo, me paso por aquí seguido para ver si ya publicaste algo y no encuentro nada, se rompe mi corazón cuando eso pasaaa TT-TT por favor no demores mucho, que sea mi regalo de Navidad ¿vale?

    • Lo siento muchísimo, Ana! :c
      Sé que tendría que haber publicado algo hace mucho tiempo ya, pero no he estado de ánimo para escribir y simplemente no puedo ponerme. Dejé una nota por aquí explicando que De lujo iba a estar en hiatus una temporada por eso. He tenido un verano un poco difícil.

      Lo bueno es que ya he vuelto a escribir un poco, y es posible que estos días suba un extra pequeño de calentamiento. Dentro de poco espero poder terminar el capítulo 18 y seguir con la publicación de De lujo <///3

      Muchas gracias por esperar, en serio, y siento muchísimo estar tardando tanto en continuar la historia.

      Nos vemos pronto, espero que antes de Navidad!

  12. Ella hermosa. No me da gusto que tengas un verano difícil pero por lo menos sé que aún estás viva. No te preocupes que yo como fiel fan de esta historia esperaré lo que tenga que esperar. Espero de corazón que todo mejore para ti y que te sientas bien de nuevo, eso es lo más importante.

    Mientras tanto yo podría cuidar de Ray 🙂

    • Ana! Siento contestarte tan tarde.
      Yeah, sigo aquí. Espero que este año las cosas vayan un poco mejor y pueda seguir escribiendo. Muchísimas gracias por estar ahí, en serio c’:
      Ojalá pueda traeros pronto otro capi de DL…

      Claro que sí, aunque, visto lo visto, no te lo recomendaría, jajaja

  13. Diooooos!! Está genial, me encantaron todos y cada uno de los capítulos que escribiste!! >:3 ¿Cómo te inspiras para escribir semejante historia? La verdad me impresionó, he leído bastantes historias de trama erótica gay, y sin embargo muy pocas me han agradado tanto como la tuya>:D Tu forma de escribir me encanta, al igual que Louis x3
    Adoro que se haga el difícil con Ray y no le deje pasarse más de la raya, desesperandolo en el proceso x3
    También me llama demasiado saber que movimiento hara Derek luego de haber salvado a Louis o///o
    Por favor, sigue actualizando, siii? *lanza una mirada de cachorro abandonado*
    Eres excepcional!! Sigue así por favor, me intriga de sobremanera saber cómo terminara todo este embrollo!! n.n
    Saludos cordiales de una nueva y tardía lectora c:

    • ¡Hola, Sofía, gracias por leerme!
      Me alegro muchísimo de que te haya gustado De lujo c: No sé, la trama y los personajes de De lujo nunca me parecieron especialmente originales, así que no fue muy difícil encontrar inspiración para escribir esto…
      Ah, a mí también me gusta mucho Louis ❤ Aunque creo que a él no le gustan tanto los avances y el acoso y derribo de Raymond x)
      ¿Quién sabe? Parece que Herr Derek quiere saldar por fin su asunto de negocios con Louis…

      Aw, gracias c': Quiero subir capítulo pronto, pero se me ha estropeado el ordenador y no sé cuándo podré continuar. Aun así, espero poder volver pronto del hiatus.

      ¡Un abrazo, y nos vemos en el 18!

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